El viaje en el coche del Sr. Robesin, ahora el coche de Floyd, me resulta terriblemente incómodo. Hace que me estremezca. Me recuerda a los peores días de mi vida. Permanezco erguida, con la vista fija en la franja de asfalto que iluminan los faros. La carretera es como un río de color negro, no hay líneas blancas dibujadas a estas alturas de la región. Recuerdo el olor del alquitrán caliente, lo odio mil veces más que el de la goma caliente. Imagino que la superficie se volviera líquida, que absorbiera al coche, filtrándose por las ventanas, los respiraderos, que me asfixiara hasta dejarme sin vida. Puede que sí hubiera líneas pintadas en la carretera. Puede que ésta ya las haya absorbido sin dejar rastro. Puede que acabe como un estúpido dinosaurio, poco más que un montón de huesos al fondo de un pozo de brea, esperando ser descubierta dentro de varios cientos de miles de años.
Vuelvo la vista para mirar por la ventanilla, la del pasajero, nunca lo haría por la de Floyd. La arboleda parece estar tan próxima que casi podría tocar los árboles más cercanos si bajara el cristal. Las ramas parecen encontrarse por encima de nuestras cabezas, como si viajáramos a través de un túnel. Los árboles son las paredes de ese túnel, son lo único que oculta lo que acecha en la oscuridad. Pero no pueden mantenerlo alejado. No pueden hacer que lo olvide. Puedo escuchar los aullidos de la luna, retumbando. Recuerdo el gruñido a escasos metros de distancia, las poderosas mandíbulas cerrándose como una trampa para osos, rasgando la carne, destrozando huesos. Aún puedo sentir la sangre salpicándome en la cara.
—¿Tienes calor, Kaitlin? —me pregunta Floyd. Debe de haber visto el sudor bajándome por la frente.
Lo miro a la cara, a pesar de todo, y muy a pesar mío. ¿En cuántos coches de treintañeros blancos pude acabar metida cuando estuve en la ciudad? Nunca habría imaginado que podrían ser tantos los que dejaran a su esposa e hijos en los barrios residenciales para deslizarse en los suburbios en busca de un revolcón con una jovencita. Floyd bien podría ser uno de ellos. Se está quedando calvo, tiene la edad adecuada, lleva unas gafas espantosas, trabaja en una oficina y tiene el culo de un trabajo de oficina.
—No demasiado —murmuré, pero él ya estaba bajando la calefacción.
Cuando lo conocí, pensé que sería como todos los demás. Supuse que debía ser así. ¿Por qué si no iba a ayudarme, comprarme cosas, conseguirme un trabajo, de no ser porque quisiera un poco de azúcar moreno? Sin embargo, después de todo, puede que no fuera así. Sé que también le gusta mucho Frances, del trabajo. Pero puede que ella no se haya dado cuenta. Ella no ha estado donde yo. No ha visto los hombres que yo. Puede que la pobre excusa de que su mujer me quiera invitar a cenar no sea más que una estratagema, una mentira que ha inventado para poder estar a solas conmigo.
Dejo de pensar eso justo cuando gira para entrar en su casa. Hay una farola junto al garaje, y la luz del porche está también encendida. La oscuridad del bosque se me antoja ahora increíblemente lejana, pero sé que aún está allí. Siempre lo está, me espera. Veo unas caras asomándose entre las cortinas, tratan de verme. Son dos niñas pequeñas. Ahora han desaparecido, y sólo puedo ver las cortinas balanceándose. Me siento estúpida por haber sospechado de Floyd. Si tengo tantas ganas de ser aceptada, ¿por qué no puedo aceptarlos?
Bueno, también puede ser que Floyd y su esposa quieran algo más subidillo de tono.
Entramos en la casa. Los niños no nos reciben. Son tímidos. Escucho sus risas tontas en la habitación de al lado. Anne saluda desde la cocina, dice que enseguida estará con nosotros. Floyd toma mi abrigo y lo cuelga. El lugar es acogedor, no es vistoso, pero es confortable. No es muy diferente del hogar que ahora trato de tener. Los chicos bien podrían haber sido mi hermano y yo, unos años antes que me escapara de casa. Floyd habla atropelladamente acerca de la mancha de vino en la alfombra, y de que la pintura de la pared del vestíbulo necesita un repaso. Empiezo a pensar cuánto se parece mi casa a un basurero. Pero no importa, es mío, y eso me basta. Floyd no dice todo esto para hacer de menos mi hogar, simplemente está nervioso y trata de buscar algún tema de conversación. Muchos de esos hombres blancos de la ciudad se ponían nerviosos; los que no eran tan mezquinos, los que se sentían culpables. ¿Habría algo que estuviera haciendo sentirse culpable a Floyd? Anne llega por fin de la cocina, y casi no salgo de mi asombro. Es una hermosa mujer negra, apenas un par de centímetros más alta que yo de no ser por los zuecos que lleva. No tiene aspecto de haber estado cocinando; parece que acabara de volver de la oficina, con su chaleco habano y su traje de chaqueta. Lleva un collar muy original con un pescado, y su pintalabios le favorece acentuando el color almendra de sus ojos. Me siento una dejada, en botas y con vaqueros raídos, y con el pelo de cualquier manera. Ella no parece notarlo. Las chicas son más valientes con mamá en la habitación. Tienen la piel más clara que ella, que la tiene de un suave color chocolate, casi perfecto. Miro a Floyd, regordete y fuera de línea. Es simpático y todo eso, ¿pero cómo conseguiría una mujer tan preciosa? ¿Cómo ha tenido estas niñas tan monas?
—Ésta es Jenna —dice Anne—. Tiene catorce años. Y ésta es Melissa.
—Mel —dice la más pequeña—. Yo tengo once. ¿Cuántos tienes tú?
—Melissa —dice Anne regañándola gentilmente—: eso no es muy educado.
—Tú le dijiste cuántos años tiene Jenna —insistió Mel.
—Tranquila —les digo—. No me importa. —Me pongo de rodillas y le enderezo el collar a Mel—. Tengo veintitrés años. —Las chicas asienten, impresionadas por una edad que les debe de parecer tan lejana en el futuro que deben de sentirla inalcanzable. Mel tiene aún aspecto de niña pequeña. A Jenna, dale un año o dos y los chicos estarán echando la puerta abajo. Tendrá todas las atenciones que quiera, y puede que más. Me gustaría poder librarla de todo eso. De las miradas lascivas, de los toqueteos. Sin darme cuenta, empiezo a llorar. Me levanto, me aparto de las chicas, simulo mirar los cuadros que hay en las paredes.
Quiero decir algo, decirles que tienen una casa muy bonita, realmente agradable. Pero no creo poder evitar que me tiemble la voz, así que simplemente trago saliva y pestañeo tratando de hacer desaparecer las malditas lágrimas.
—A la cena aún le falta un poco —dice Anne—. Niñas, ¿por qué no lleváis a Kaitlin al cuarto de estar?
Por supuesto, Floyd viene con nosotras. Anne lo tiene todo bajo control en la cocina. Nos sentamos y él apaga la televisión. ¿Hace cuánto tiempo que no la veo? Literalmente años. Estoy a punto de pedirle que la vuelva a encender, pero no sería muy cortés, y las chicas no dejan de mirarme. El cuarto de estar, a diferencia de cualquier habitación de mi casa, es muy cálido y acogedor. Con una alfombra, y muebles. Aún recuerdo los días en los que no me parecían insólitos. Hace tanto tiempo… Formaba parte del mundo normal, de lo rutinario. Pienso en el hombre que podría, o no, estar esperando en casa a mi vuelta. No tiene nada de normal. Forma parte de ese otro mundo, de aquel que no soy capaz de apartar de mi camino. ¿Cambiaría algo que pintara la casa, que pusiera una alfombra y muebles, televisión y una estufa? ¿O aún seguiría viendo muertos caminando, fantasmas y monstruos?
Floyd trata de darme conversación. Las chicas se unen, esperando que yo diga algo también, pero no se me da bien lo de aparentar ser normal. He perdido tanta práctica… Necesitaría de años para recuperar algún atisbo de mi cordura, y apenas estoy empezando a salir de ese maldito agujero. Miro a Jenna y vuelvo a pensar en la chica que será dentro de unos años, por lo que tendrá que pasar, por lo que yo he pasado. Me esfuerzo por sonreírle, pero no lo consigo. Miro a Mel. Su mirada es como la de un halcón; los niños no se muestran vergonzosos en estas situaciones.
—Me gustan tus trenzas —le digo por fin. Es cierto, y he logrado que el halago me saliera bastante bien.
—Puedo hacerte unas si quieres —responde ella excitada—. Tienes el pelo bastante largo.
No sé qué decirle. Sólo es una niña pequeña, pero no sé cómo responderle. Vuelvo a estar nerviosa pensando en mi aspecto desaliñado.
—La cena está lista —dice Anne entrando en la habitación—. Melissa, deja de molestar a Kaitlin.
—Después de la cena —dice Mel—. Puedo hacértelas después de cenar si quieres.
Asiento. Logro sonreír; siento que esta vez me ha salido mejor. Mel se ríe. Todos nos echamos a reír.