La habitación del motel estaba situada en la parte más íntima y apartada del edificio. Sin embargo, la verdad es que Douglas Sands no esperaba la presencia de ojos inquisidores en aquella área de carretera olvidada de la mano de dios, en la Ruta 27. Habiendo pasado casi toda su vida adulta en Iron Rapids, tenía tendencia a olvidar lo que había más allá de la carretera periférica, a saber, las regiones postergadas del Michigan rural: paisajes cubiertos de nieve, con tiesos y oscuros pastos que se extendían bajo la neblina que solía cubrir la zona; lagos helados; y granjas lácteas, con los campos yermos, y las vacas probablemente a aquellas horas de la mañana enganchadas a esas gigantescas ordeñadoras. Excepto por el ocasional estruendo del paso de camiones con remolque por la carretera, al otro lado del motel, el mundo dormía.
Sands deseaba poder hacerlo también. Deseaba poder despertar para descubrir que todo lo que le había pasado en las últimas semanas no había sido más que una larga, perturbadora y enrevesada pesadilla.
—Cuando estés listo. Pete Sampras —dijo Clarence a Douglas, cerrando la puerta del coche a su paso.
Cogiendo a Julia bajo los brazos y las rodillas, Clarence y John la metieron a toda prisa en la habitación del motel. John ya había abierto antes la puerta; no hubiera sido demasiado propicio haberse entretenido buscando la llave del aparcamiento, mientras cargaban con aquel cuerpo fláccido.
Sands tenía problemas para ubicar su pasado y su presente. Tenía media cara helada, casi completamente entumecida; se había quedado dormido con la cara apoyada en la ventana. La otra mitad sí la sentía, pero hubiera preferido que no fuera así; todo el hemisferio izquierdo le latía de dolor, con fuerza, mientras la sangre goteaba desde debajo de su empapado vendaje, justo bajo su ojo. Tenía la ropa tiesa, y apestaba a aguas residuales. Sin embargo, un olor aún más nauseabundo y repugnante se coló por su nariz, su boca y su garganta: el fuerte tufo de la muerte, la podredumbre y la descomposición, un hedor que sí era natural y más apropiado.
En pie junto al coche, Sands sentía como un agudo dolor le asaltaba la espalda y el abdomen, con los músculos aún hirviéndole por los espasmos que había sufrido recientemente. Unas surrealistas chispas de luz se arremolinaban ante sus ojos. Las rodillas amenazaban con doblársele, pero alcanzó a tiempo el coche y se apoyó en el capó. El metal estaba caliente pero, al mismo tiempo, la cara se le estaba cubriendo de copos de nieve; aquella incongruencia le infundió pánico por un instante… Nada volvería a tener sentido, nada era como debía, como solía ser antes. Aspiró un profundo aliento gélido. La ansiedad se alejó, lentamente, y no demasiado.
El viento le empujaba el cabello hacia la cara. ¿Cuándo se había cortado el pelo por última vez? Trató de recordarlo. Aquella idea parecía extrañamente absurda: entrar en una tienda y pagar a alguien por que le cortara el cabello; formaba parte del viejo mundo, de la vida normal, todo eso que había dejado de existir para él. ¿Por qué iba a necesitar presentar un aspecto respetable? ¿Para que su jefe estuviera contento con él? ¿Para su esposa? Sands escuchó el sonido sordo de sus propias carcajadas. Se reclinó sobre el capó, que cada vez estaba más frío, tratando de combatir la nausea que se abría paso entre sus tripas. El viento le hacía temblar. Al menos el viento era sólo viento, y no una voz, la de un niño pequeño llamando a su padre. Transcurrido un momento. Sands volvió tambaleándose a la habitación del motel.
—Eh, Pete Sampras, cierra la puerta —le dijo Clarence.
—Deja de llamarme así —dijo Sands. Cerró la puerta y le pasó el cerrojo.
En aquella lúgubre estancia hacía un calor sofocante. John Hetger había desnudado a Julia de cintura para arriba y le estaba limpiando con yodo la herida punzante que tenía sobre su pecho izquierdo. Allí tumbada sobre una de las camas, inconsciente, con la boca fláccida, parecía mucho más vieja de lo que aparentaba con sus desgarbados treinta y tantos; pálida, con el rostro cansado, moribunda. Hetger hizo presión sobre su pecho con ambas manos, y acercó el oído para escuchar como el aire escapaba de la herida. Después de repetir la acción dos veces más, pareció satisfecho, aunque mantenía la misma expresión sombría. La hendidura en su barbilla parecía ahondarse cuando se concentraba. Clarence, mientras tanto, estaba en el cuarto de baño sumergiendo las toallas del hotel en agua caliente. Las fue escurriendo una a una con sus fuertes manos cetrinas, y entonces se las acercó a Hetger.
Con un caminar aún vacilante, Sands se abrió paso hasta el baño. Al pasar se trastabilló con Clarence, quien salía con una nueva toalla en la mano.
—¡Vaya! —dijo Clarence—. Estás verde como un…
Sands se cayó de rodillas y vomitó en el váter. Parecía imposible que le quedara algo en el estómago después de todo lo que había vomitado antes en el sumidero. Aun así, aquella bilis que le escocía, y que le goteaba por la boca y la nariz, sirvió para purgarlo de gran parte del sabor a muerte.
—Eso lo explica todo —dijo Clarence agitando la cabeza—. Te has pringado entero, límpiate. No pienso acercarme…
—Clarence —dijo Hetger—. No lo apabulles.
Sands descansó la cara sobre la fría porcelana. Permaneció así durante unos momentos, tratando de ignorar el dolor que se reanudaba en su espalda y su estómago, mientras Clarence empapaba la última toalla. Entonces decidió ir a sentarse a la habitación. Cuando por fin logró ponerse en pie y salir del baño, Hetger ya había cubierto a Julia con unas cuantas toallas y le había colocado las almohadas de la otra cama bajo los pies. La cama hacia la que Sands se arrastraba, hasta por fin tumbarse de forma nada elegante, exhausto.
—¿Qué tal está? —preguntó.
—Podría estar mejor —contestó John—. Podría estar bastante mejor, pero también bastante peor, imagino. No creo que tenga perforado el pulmón, claro que no soy ningún médico. Creo que cuando esa cosa la apuñaló se encontró con el hueso, puede que con su esternón, o con una costilla. Demasiado bajo para que fuera su clavícula. De haberle alcanzado el pulmón, o el corazón, claro, probablemente ahora estaría muerta.
«Cuando esa cosa le apuñaló…» Sands trató de frenar las imágenes que aquellas palabras le evocaban. Había estado justo allí, en el túnel, cuando el monstruo había apuñalado a Julia con un hueso, una costilla… una costilla que acababa de arrancar del pecho de Jason.
—¿No deberíamos llevarla a un hospital?
—Harían demasiadas preguntas —dijo Hetger, negando con la cabeza—. Con la explosión en las cloacas y el robo en el apartamento de la Señora Vinn, la policía no tardaría mucho en sumar dos y dos. Mi esperanza es que cuando recupere el sentido, pueda ser capaz de…
—De sanarse a sí misma —le interrumpió Sands—. Como ella me sanó a mí en casa de Albert.
Hetger asintió.
—¿Y estás dispuesto a arriesgar su vida basándote en esa esperanza? —preguntó Sands, incrédulo y cada vez más indignado—. Cuando recupere el sentido… si recupera el sentido…
—Ir al hospital sería demasiado arriesgado, Douglas —dijo Hetger, aún exasperadamente calmado—. Tendremos que exponernos a hacerlo así. Debes comprenderlo, si es que vas a permanecer junto a nosotros.
—Lo tienes todo bajo control, ¿no es así? —dijo Sands, incapaz de controlar por más tiempo la rabia por su vida destrozada, por su matrimonio tirado a la basura, por todo el dolor que había sufrido—. ¿Y entonces como es que Jason ha muerto? Y Julia está en camino. Y Albert…
—No sigas por ahí —espetó Clarence señalándolo, inclinándose hacia el frente en su silla. Se había quitado la chaqueta y tenía la camisa ceñida sobre su fornida piel negra. Sus ojos eran oscuros y despedían irritación—. Tú eres el culpable de que mataran a Albert.
—Clarence —dijo John, sin alterarse y levantando una mano—. Es bueno que comentemos todas estas cosas. Para Douglas todo es nuevo. Cuesta algo de tiempo acostumbrarse a todo esto.
—¿Acostumbrarme a todo esto? —repitió Sands, sin acabar de creer lo que había oído—. Hay gente asesinada por todos lados, ¿y pretendes que me acostumbre a ello?
—¿Sabes? —continuó Clarence—. Te estamos haciendo un favor. Velábamos por tu esposa y tu novia mientras tú estabas ocupado haciendo que mataran a Albert.
—Douglas —dijo John sin variar su imperturbable tono—. No dejamos de aprender cada noche. A veces el precio es alto. Las lecciones de la noche pasada… fueron costosas. Demasiado.
—Maldita sea, ¡eso es lo que estoy diciendo! —explicó Sands—. Nunca debimos haber bajado por esos…
—¡Pero si tú eras el estúpido que no paraba de repetir que debíamos acabar con aquella cosa! —vociferó Clarence, estallando desde su asiento—. ¿En qué quedamos? ¿Querías ir tras ella o no? No es posible hacer las dos cosas a la vez.
Sands abrió la boca dispuesto a responderle con igual vehemencia, pero entonces comprendió horrorizado que Clarence tenía razón. Claro que, darse cuenta no era lo mismo que admitirlo.
—Yo… No necesito esta mierda —dijo esforzándose por compensar su tropiezo—. Pensé que sabíais lo que estabais haciendo. Pensé…
—Y otra cosa más —continuó Clarence, aún alterado, haciendo ondear su dedo en el aire, sin dejar de apuntar a Sands—. Que tengas claro que tú no eres la víctima aquí. Métete eso en la cabeza.
—¿Por qué no te callas de una vez? —dijo Sands—. No hay nada más que tengas que decirme y que quiera oír. —Estaba demasiado fastidiado para pararse a pensar si era sensato hablar de ese modo a alguien que iba cargado de granadas y una recortada.
—Douglas —dijo Hetger en tono conciliador.
—No trates de calmarme, John —insistió Sands—. Y no creas que me voy a quedar por más tiempo contigo y tu banda de despreocupados charlatanes. Ya sólo me preocupa asegurarme de que ese vampiro muera. Que desaparezca de una vez por todas. Que arda y se largue al infierno. No tengo por qué desperdiciar toda mi vida. No pienso hacerlo. —Mientras pronunciaba esas palabras, empezó a pensar que quizá sería cierto: Podría volver en ese mismo momento a Iron Rapids; podría arreglar las cosas con Faye, y tratar de encaminar por fin su matrimonio.
—¿Quieres salir por esa puerta? —preguntó Clarence desafiante—. ¿Quieres caminar calle abajo sin nadie que te cubra la espalda? Vete entonces. Ya veremos cuánto duras. Haz que te maten a ti en lugar de a uno de nosotros. Me parece una buena idea.
Sands se levantó de la cama, temblando de rabia.
—¿Piensas que no lo haré? ¿Crees que no seré capaz?
Clarence se le acercó, pasó junto a su lado y llegó hasta la puerta. La abrió.
—Pues venga entonces. Señor Tengo Todas las Respuestas. Buena suerte, y no dejes de escribir.
Sands sintió entonces como una mano se le posaba en el hombro. Era la mano calmada y firme de Hetger.
—Clarence —dijo John—. Cierra esa puerta.
—¿Pero qué infiernos…? —proclamó una nueva voz, débil, cansada. Sands, Clarence y Hetger volvieron la vista hacia Julia. Ella hizo un gesto de dolor, mordiéndose el labio inferior mientras trataba de respirar profundamente—. ¿Es que una chica no puede echar una pequeña siesta sin que…? —Entonces movió su mano casi sin fuerza, y no fue capaz de terminar la frase.
—Claro que sí —dijo John, que rápidamente se había colocado a su lado.
Clarence, frunciendo el ceño, cerró la puerta. Sands, al igual que Julia, notó como le flaqueaban las fuerzas. De nuevo volvió a reclinarse en la cama.
—Todos necesitamos dormir un poco —dijo Hetger, aliviado al comprobar que Julia había vuelto en sí.
Luchando por mantener los ojos abiertos, la mujer inspeccionó la habitación.
—¿Lo… lo hemos conseguido?
—Así es —dijo Hetger—. Lo conseguimos.
Entonces Julia los miró uno a uno, como tratando de vislumbrar algo en la oscuridad.
—¿Y Jason…?
—Será mejor que duermas —dijo John con voz tranquila, acariciándole el cabello con los dedos—. Venga, duérmete.
Julia asintió y cerró los ojos. Viéndola perder de nuevo el conocimiento, Sands sintió ser arrastrado junto a ella a ese mismo estado. Con cuidado, acabó de reclinarse en la cama. ¿Dónde están esas malditas almohadas?, pensó, y entonces recordó que Julia tenía recostados los pies sobre ellas. Hetger las había colocado así, temeroso de que pudiera entrar en estado de shock. La cama vibró ligeramente mientras otro camión cruzaba la Ruta 27.
Por fin Sands lograba dormir.