Los cuerpos de Manny y de tres de sus tripulantes fueron identificados. El de Clark fue recogido en el canal por una barca de pesca. Los restos fueron enviados en avión a Washington para su entierro. En cuanto a Jack, Moe y los otros, nada volvió a saberse de ellos.
Por fin pudo controlarse el fuego, cuatro días después de que estallasen los barcos de la muerte. Las últimas y tercas llamas no se extinguirían hasta una semana más tarde. Y transcurrirían otras diez semanas hasta que fuesen encontrados los últimos muertos. Muchos no se encontraron nunca.
Los cubanos fueron muy meticulosos en el recuento. En definitiva, establecieron una lista completa de víctimas. La cifra de muertos seguros ascendió a setecientos treinta y dos. Los heridos sumaron tres mil setecientos sesenta y nueve. Los desaparecidos se calcularon en ciento noventa y siete.
Por iniciativa del presidente, el Congreso aprobó una ley urgente para la entrega a los cubanos de cuarenta y cinco millones de dólares para contribuir a la reconstrucción de La Habana. El presidente, en prueba de buena voluntad, levantó también el embargo comercial que había estado en vigor desde hacía treinta y cinco años. Por fin, los norteamericanos pudieron fumar de nuevo, legalmente, buenos cigarros habanos.
Después de ser expulsados, la única representación de los rusos en Cuba fue una Sección de Intereses Especiales en la Embajada de Polonia. El pueblo cubano no lamentó su partida.
Castro siguió siendo marxista revolucionario de corazón, pero se estaba ablandando. Después de convenir en principio en el pacto de amistad entre los Estados Unidos y Cuba, aceptó sin vacilar una invitación del presidente a visitarle en la Casa Blanca y a pronunciar un discurso en el Congreso, aunque puso mala cara cuando le pidieron que no hablara más de veinte minutos.
Al amanecer del tercer día después de las explosiones, una vieja y desconchada embarcación, deteriorada por la intemperie, echó el ancla casi en el centro exacto del puerto. Los barcos contra incendios y de socorro pasaban por su lado como si hubiese sido un automóvil averiado en una carretera. Era una embarcación chata de trabajo y llevaba en la popa una pequeña grúa cuyo brazo se extendía sobre el agua. Su tripulación parecía indiferente a la frenética actividad que reinaba a su alrededor.
La mayoría de los incendios de la zona portuaria habían sido sofocados, pero los bomberos seguían vertiendo miles de litros de agua sobre los humeantes escombros dentro de las deformadas estructuras de los almacenes. Varios ennegrecidos depósitos de petróleo del puerto seguían tercamente echando llamas y la cortina acre de humo olía a petróleo y a goma quemados.
Pitt estaba en pie sobre la despintada cubierta y contemplaba a través de la amarillenta y fuliginosa neblina los restos de lo que había sido un petrolero. Lo único que quedaba del Ozero Baykai era la quemada superestructura de popa que se alzaba grotesca y retorcida sobre el agua sucia de petróleo. Volvió su atención a una pequeña brújula que tenía en la mano.
—¿Es éste el lugar? —preguntó el almirante Sandecker.
—Los datos que tenemos así parecen indicarlo —respondió Pitt.
Giordino asomó la cabeza a la ventana de la caseta del timón.
—El magnetómetro se está volviendo loco. Estamos justo encima de una gran masa de hierro.
Jessie estaba sentada sobre una escotilla. Llevaba unos shorts grises y una blusa azul pálido, y había recobrado su exquisita personalidad.
Dirigió una mirada curiosa a Pitt.
—Todavía no me has dicho por qué crees que Raymond escondió La Dorada en el fondo del puerto y cómo sabes exactamente dónde tienes que buscar.
—Fui un estúpido al no comprenderlo inmediatamente —explicó Pitt—. Las palabras suenan igual y yo las interpreté mal. Pensé que sus últimas palabras habían sido: «Look on the m-a-i-n s-i-g-h-t». Lo que trataba realmente de decirme era: «Look on the M-a-i-n-e s-i-t-e».
Jessie pareció confusa.
—¿El lugar del Maine?
—Recuerda Pearl Harbor, el Álamo y el Maine. En este lugar o muy cerca de él el buque de guerra Maine fue hundido en 1898 y desencadenó la guerra contra España.
Jessie empezó a sentir una profunda excitación.
—¿Arrojó Raymond la estatua encima de un viejo barco naufragado?
—En el lugar del naufragio —le corrigió Pitt—. El casco del Maine fue izado y remolcado al mar abierto, donde fue hundido en 1912, con la bandera ondeando.
—¿Pero por qué habría de arrojar Raymond deliberadamente el tesoro?
—Todo se remonta a cuando él y su socio, Hans Kronberg, descubrieron el Cyclops y rescataron La Dorada. Hubiese debido ser un triunfo para dos amigos que habían luchado juntos contra todas las probabilidades y arrebatado el tesoro más buscado de la historia a un mar codicioso. Hubiese debido tener un final feliz. Pero la situación se agrió. Raymond LeBaron estaba enamorado de la esposa de Kronberg.
El semblante de Jessie se puso tenso al comprender.
—Hilda.
—Sí, Hilda. Él tenía dos motivos para querer librarse de Hans. El tesoro y una mujer. De alguna manera debió convencer a Hans de hacer una nueva inmersión después de haberse apoderado de La Dorada. Entonces cortó el tubo de alimentación de aire, condenando a su amigo a una muerte horrible. ¿Puedes imaginarte lo que debió ser morir ahogado en el interior de una cripta de acero como el Cyclops?
Jessie desvió la mirada.
—No puedo creerlo.
—Viste el cuerpo de Kronberg con tus propios ojos. Hilda era la verdadera clave del enigma. Ella fue el centro de la sórdida historia. Yo sólo tenía que completarla con unos pocos detalles.
—Raymond nunca habría podido cometer un asesinato.
—Podía hacerlo y lo hizo. Habiendo quitado de en medio a Hans, dio otro paso adelante. Se zafó del fisco (¿se le puede culpar de esto si recordamos que el Gobierno Federal se quedaba con el ochenta por ciento de los ingresos superiores a ciento cincuenta mil dólares a finales de los años cincuenta?) y evitó un pleito engorroso con el Brasil, que habría reclamado con justicia la estatua como tesoro nacional robado. No dijo nada y puso rumbo a Cuba. Tu amante era un hombre muy astuto.
»El problema con que se enfrentaba ahora era cómo vender la estatua. ¿Quién estaría dispuesto a pagar entre veinte y cincuenta millones de dólares por un objeto de arte? También temía que, si se difundía la noticia, el entonces dictador cubano Fulgencio Batista, un ladrón de primera magnitud, la habría incautado.
»Y si Batista no lo hacía, lo haría el ejército de mañosos que había invitado a Cuba después de la Segunda Guerra Mundial. Por consiguiente, Raymond decidió despedazar La Dorada y venderla a trozos.
»Desgraciadamente para él, eligió un mal momento. Entró con su embarcación en el puerto de La Habana el mismo día en que Castro y sus rebeldes invadieron la ciudad después de derribar el Gobierno corrompido de Batista. Las fuerzas revolucionarias cerraron inmediatamente los puertos de mar y los aeropuertos, para impedir que los compinches de Batista huyesen del país con incontables riquezas.
—¿No se llevó nada LeBaron? —preguntó Sandecker—. ¿Lo perdió todo?
—No todo. Se dio cuenta de que estaba atrapado y de que sólo era cuestión de tiempo que los revolucionarios registrasen su barco y encontrasen La Dorada. Su única alternativa era llevarse lo que pudiese y tomar el primer avión de vuelta a los Estados Unidos. Al amparo de la noche debió introducir su embarcación en el puerto, levantar la estatua sobre la borda y arrojarla al mar en el lugar donde se había hundido el buque de guerra Maine setenta años atrás. Naturalmente, pensaba volver y recobrar el tesoro cuando terminase el caos, pero Castro no jugó según las reglas de LeBaron. La luna de miel de Cuba con los Estados Unidos acabó muy pronto de mala manera, y LeBaron no pudo nunca regresar y recobrar el precioso tesoro de tres toneladas ante los ojos del servicio de segundad de Castro.
—¿Qué trozo de la estatua se llevó? —preguntó Jessie.
—Según Hilda, le arrancó el corazón de rubí. Entonces, después de introducirlo a escondidas en el país, hizo que fuese cortado en secreto y tallados los pedazos, y los vendió por medio de agentes comerciales. Ahora tenía medios suficientes para alcanzar la cima de las altas finanzas con Hilda a su lado. Raymond LeBaron había llegado en buen momento a la ciudad.
Durante largo rato, guardaron todos silencio, cada cual sumido en sus propios pensamientos, imaginándose a un LeBaron desesperado arrojando la mujer de oro por encima de la borda de su barco treinta años atrás.
—La Dorada —dijo Sandecker, rompiendo el silencio—. Su peso debió hacer que se hundiese muy hondo en el blando limo del fondo del puerto.
—El almirante tiene razón —dijo Giordino—. LeBaron no pensó que encontrar de nuevo la estatua sería una operación muy difícil.
—Confieso que esto también me preocupó —dijo Pitt—. Él hubiese debido saber que, después de que el Cuerpo de Ingenieros del Ejército desaparejase y extrajese el casco del Maine, tenían que haber quedado cientos de toneladas de restos profundamente hundidos en el barro, haciendo que la estatua fuese casi imposible de encontrar. El detector de metales más perfeccionado del mundo no puede descubrir un objeto particular en un depósito de chatarra.
—Así pues, la estatua yacerá ahí abajo para siempre —dijo Sandecker—. A menos que algún día llegue alguien y drague la mitad del puerto hasta encontrarlo.
—Tal vez no —dijo reflexivamente Pitt dando vueltas en su mente a algo que solamente él podía ver—. Raymond LeBaron era un hombre muy astuto. Era también un profesional en operaciones de salvamento. Creo que sabía perfectamente lo que estaba haciendo.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Sandecker.
—Arrojó la estatua por la borda, en esto estoy de acuerdo. Pero apuesto a que la bajó muy despacio y en posición vertical, de manera que, cuando llegase al fondo, se mantuviese de pie.
Giordino miró hacia la cubierta.
—Podría ser —dijo lentamente—. Podría ser. ¿Qué altura tiene?
—Unos dos metros y medio, incluido el pedestal.
—Treinta años para que tres toneladas de metal se hundan en el barro… —murmuró Sandecker—. Es posible que todavía sobresalgan tres palmos de la estatua del fondo del puerto.
Pitt sonrió distraídamente.
—Lo sabremos en cuanto Al y yo nos hayamos sumergido y hayamos hecho un plan para la búsqueda.
Como obedeciendo a un consigna, todos callaron y miraron por encima de la borda el agua cubierta de una capa de petróleo y cenizas, oscura y sigilosa. Desde alguna parte de las siniestras profundidades verdes, La Dorada les estaba llamando.