8 de noviembre de 1989 - Washington, D.C.
Martin Brogan entró en el salón donde, temprano por la mañana, se hallaba reunido el gabinete. El presidente y los hombres sentados alrededor de la gran mesa en forma de riñón le miraron expectantes.
—Los barcos fueron volados cuatro horas antes de lo previsto —les informó, todavía en pie.
Su anuncio fue recibido con un silencio solemne. Todos los que estaban sentados a la mesa habían sido informados del increíble plan de los soviéticos para eliminar a Castro, y la noticia les impresionó más como una tragedia inevitable que como una espantosa catástrofe.
—¿Cuáles son los últimos datos sobre víctimas mortales? —preguntó Douglas Oates.
—Todavía es pronto para saberlo —respondió Brogan—. Toda la zona del puerto está en llamas. Probablemente, el total de muertos se contará por millares. Sin embargo, la devastación es mucho menos grave de lo que se había proyectado en principio. Parece que nuestros agentes en La Habana capturaron dos de los barcos y los llevaron fuera del puerto antes de que estallasen.
Mientras los otros escuchaban en reflexivo silencio, Brogan leyó los primeros informes enviados por la Sección de Intereses Especiales en La Habana. Refirió los detalles del plan para trasladar los barcos y también esbozó detalles sobre la operación llevada a cabo. Antes de que hubiese terminado, uno de sus ayudantes entró y le entregó el último mensaje recibido. Le echó una ojeada en silencio y después leyó la primera línea.
—Fidel y Raúl Castro están vivos. —Hizo una pausa para mirar al presidente—. Su hombre, Ira Hagen, dice que está en contacto directo con los Castro, y que éstos nos piden toda la ayuda que podamos prestarles para mitigar el desastre, incluidos personal y materiales médicos, equipos contra incendios, alimentos y ropa, y también expertos en embalsamamiento de cadáveres.
El presidente miró al general Clayton Metcalf, presidente del Estado Mayor Conjunto.
—¿General?
—Después de que usted me llamara la noche pasada, puse sobre aviso al mando de Transportes Aéreos. Podemos empezar el transporte por aire en cuanto lleguen las personas y los suministros a los aeródromos y sean cargados a bordo.
—Conviene que cualquier acercamiento de los aviones militares de los Estados Unidos a las costas cubanas esté bien coordinado, o los cubanos nos recibirán con sus misiles tierra-aire —observó el secretario de Defensa, Simmons.
—Cuidaré de que se abra una línea de comunicación con su Ministerio de Asuntos Exteriores —dijo el secretario de Estado, Oates.
—Será mejor expresar claramente a Castro que toda la ayuda que le prestemos está organizada al amparo de la Cruz Roja —añadió Dan Fawcett—. No queremos asustarle hasta el punto de que nos cierre la puerta.
—Es una cuestión que no podemos olvidar —dijo el presidente.
—Es casi un crimen aprovecharse de un terrible desastre —murmuró Oates—. Sin embargo, no podemos negar que es una oportunidad caída del cielo para mejorar las relaciones con Cuba y mitigar la fiebre revolucionaria en todas las Américas.
—Me pregunto si Castro habrá estudiado alguna vez a Simón Bolívar —dijo el presidente, sin dirigirse a nadie en particular.
—El Gran Libertador de América del Sur es uno de los ídolos de Castro —respondió Brogan—. ¿Por qué lo pregunta?
—Entonces tal vez ha prestado por fin atención a una de las frases de Bolívar.
—¿Qué frase, señor presidente?
El presidente miró uno a uno a los que estaban alrededor de la mesa antes de responder:
—«El que sirve a una revolución, ara en el mar».