El largo automóvil negro se detuvo sin ruido ante la puerta principal del pabellón de caza de Castro en los montes del sudeste de la ciudad. Uno de los dos gallardetes instalados sobre los guardabarros delanteros simbolizaba la Unión Soviética y el otro indicaba que el pasajero era un oficial de alta graduación.
La casa de invitados, en el exterior de la finca vallada, era la residencia de la escogida fuerza de vigilancia personal de Castro. Un hombre de uniforme hecho a la medida, pero sin insignias, se acercó lentamente al coche. Miró la vaga silueta de un corpulento oficial envuelto en la oscuridad del asiento de atrás y el documento de identidad que le fue mostrado en la ventanilla.
—Coronel general Kolchak. No hace falta que se identifique. —Saludó con un exagerado ademán—. Juan Fernández, jefe de seguridad de Fidel.
—¿No duerme usted nunca?
—Soy un pájaro nocturno —dijo Fernández—. ¿Qué le trae aquí a estas horas?
—Una súbita emergencia.
Fernández esperó una explicación más detallada, pero no la recibió. Empezó a sentirse inquieto. Sabía que sólo una situación crítica podía traer a las tres de la mañana al representante militar soviético de más alto rango. No sabía qué hacer.
—Lo siento mucho, señor, pero Fidel ha dado órdenes estrictas de que nadie le moleste.
—Respeto los deseos del presidente Castro. Sin embargo, es con Raúl con quien debo hablar. Por favor, dígale que he venido por un asunto de suma urgencia y del que hemos de tratar personalmente.
Fernández consideró durante un momento la petición y asintió con la cabeza.
—Telefonearé al pabellón y diré a su ayudante que va usted para allá.
—Gracias.
Fernández hizo una seña a un hombre invisible que se hallaba en la casa de invitados, y la puerta provista de un dispositivo electrónico se abrió de par en par. La limusina subió por una serpenteante carretera de montaña a lo largo de unos tres kilómetros. Por último, se detuvo delante de una villa grande de estilo español que daba a un panorama de montes oscuros salpicados de luces lejanas.
Las botas del conductor crujieron sobre la gravilla al pasar hacia la portezuela del pasajero. No la abrió, sino que estuvo plantado allí durante casi cinco minutos, observando casualmente a los guardias que patrullaban por el lugar. Al fin, el ayudante de Raúl Castro salió bostezando de la puerta principal.
—Un placer inesperado, coronel general —dijo, sin gran entusiasmo—. Entre, por favor. Raúl bajará en seguida.
El militar soviético, sin responder, se apeó del coche y siguió al ayudante a través de un amplio patio hasta el vestíbulo del pabellón. Se llevó un pañuelo delante de la cara y se sonó. Su conductor le siguió a pocos pasos de distancia. El ayudante de Castro se hizo a un lado y señaló la sala de trofeos.
—Tengan la bondad de ponerse cómodos. Haré que les traigan un poco de café.
Al quedar solos, los dos se mantuvieron silenciosamente en pie de espaldas a la puerta abierta, contemplando una multitud de cabezas de oso adosadas a las paredes y docenas de aves disecadas y posadas alrededor del salón.
Pronto entró Raúl Castro, en pijama y con una bata de seda a cuadros. Se detuvo en seco al volverse de cara a él sus visitantes. Frunció el entrecejo, con sorpresa y curiosidad.
—¿Quiénes diablos son ustedes?
—Me llamo Ira Hagen y traigo un mensaje importantísimo del presidente de los Estados Unidos. —Hagen hizo una pausa y señaló con la cabeza a su conductor, el cual se quitó la gorra, dejando que una mata de cabellos cayera sobre sus hombros—. Permita que le presente a la señora Jessie LeBaron. Ha sufrido grandes penalidades para entregar una respuesta personal del presidente a su hermano con referencia al proyectado pacto de amistad entre Cuba y los Estados Unidos.
Por un momento, el silencio fue tan absoluto en la estancia que Hagen sintió el tictac de un primoroso reloj de caja arrimado a la pared del fondo. Los ojos negros de Raúl pasaron de Hagen a Jessie y se fijaron en ésta.
—Jessie LeBaron murió —dijo con asombro.
—Sobreviví al accidente del dirigible y a las torturas del general Peter Velikov. —Su voz era tranquila y autoritaria—. Traemos pruebas documentales de que éste intenta asesinar a Fidel y a usted durante la fiesta del Día de la Educación, mañana por la mañana.
La rotundidad de la declaración, y el tono autoritario en que había sido formulada, impresionaron a Raúl.
Vaciló, reflexivamente. Después asintió con la cabeza.
—Despertaré a Fidel y le pediré que escuche lo que tienen que decirle.
Velikov observó cómo un archivador de su despacho era cargado en una carretilla de mano y bajado en el ascensor al sótano a prueba de incendios de la Embajada soviética. Su segundo oficial de la KGB entró en la revuelta habitación, quitó unos papeles de encima de un sillón y se sentó.
—Es una lástima quemar todo esto —dijo cansadamente.
—Un nuevo y más bello edificio se alzará sobre las cenizas —dijo Velikov, con una astuta sonrisa—. Regalo de un Gobierno cubano agradecido.
Sonó el teléfono y Velikov respondió rápidamente.
—¿Qué pasa?
Le contestó la voz de su secretaria.
—El comandante Borchev desea hablar con usted.
—Póngame con él.
—¿General?
—Sí, Borchev, ¿cuál es su problema?
—El capitán al mando de las fuerzas de seguridad del puerto ha dejado su puesto junto con sus hombres y regresado a su base fuera de la ciudad.
—¿Han dejado los barcos sin vigilancia?
—Bueno…, no exactamente.
—¿Abandonaron o no abandonaron su puesto?
—Él dice que fue relevado por una fuerza de guardias bajo el mando de un tal coronel Ernesto Pérez.
—Yo no di esa orden.
—Lo supongo, general. Porque, si la hubiese dado, seguro que yo me habría enterado.
—¿Quién es ese Pérez y a qué unidad militar está destinado? —preguntó Velikov.
—Mi personal ha comprobado los archivos militares cubanos. No han encontrado nada acerca de él.
—Yo envié personalmente al coronel Mikoyan a inspeccionar las medidas de seguridad de los barcos. Póngase al habla con él y pregúntele qué diablos ocurre allá abajo.
—He estado tratando de comunicar con él durante la última media hora —dijo Borchev—. No contesta.
Sonó otro teléfono y Velikov dijo a Borchev que esperase.
—¿Qué ocurre? —gritó.
—Soy Juan Fernández, general. Creí que debería usted saber que el coronel general Kolchak acaba de llegar para entrevistarse con Raúl Castro.
—No es posible.
—Yo mismo le identifiqué en la puerta.
Este nuevo acontecimiento aumentó la confusión de Velikov. Su rostro adquirió una expresión pasmada y su respiración se hizo sibilante. Sólo había dormido cuatro horas durante las últimas treinta y seis y su mente empezaba a enturbiarse.
—¿Está ahí, general? —preguntó Fernández, inquieto por aquel silencio.
—Sí, sí. Escúcheme, Fernández. Vaya al pabellón y descubra que están haciendo Castro y Kolchak. Escuche su conversación e infórmeme dentro de dos horas.
No esperó respuesta, sino que conectó con la línea de Borchev.
—Comandante Borchev, forme un destacamento y vaya a la zona portuaria. Póngase usted mismo al frente de él. Compruebe quiénes son ese Pérez y sus fuerzas de relevo y telefonéeme en cuanto haya averiguado algo.
Entonces llamó Velikov a su secretaria.
—Póngame con la residencia del coronel general Kolchak.
Su segundo oficial se irguió en el sillón y le miró curioso. Nunca había visto a Velikov tan nervioso.
—¿Anda algo mal?
—Todavía no lo sé —murmuró Velikov.
De pronto sonó la voz familiar del coronel general Kolchak en el teléfono.
—Velikov, ¿cómo les van las cosas al GRU y a la KGB?
Velikov se quedó unos momentos aturdido antes de recobrarse de la impresión.
—¿Dónde está usted?
—¿Que dónde estoy? —repitió Kolchak—. En mi oficina, tratando de sacar documentos secretos y otras cosas, lo mismo que usted. ¿Dónde creía que estaba?
—Acabo de recibir la noticia de que usted celebraba una entrevista con Raúl Castro en el pabellón de caza.
—Lo siento, pero todavía no puedo estar en dos sitios al mismo tiempo —dijo Kolchak, imperturbable—. Me da la impresión de que sus agentes secretos empiezan a ver visiones.
—Es muy raro. El informe procede de una fuente que siempre ha sido digna de confianza.
—¿Está Ron y Cola en peligro?
—No, todo sigue según lo proyectado.
—Bien. Entonces deduzco que la operación va por muy buen camino.
—Sí —mintió Velikov, con un miedo matizado de incertidumbre—, todo está bajo control.