El Amy Bigalow estaba amarrado de lado a un largo muelle moderno que había sido construido por ingenieros soviéticos. Más allá, a unos cientos de metros en el canal, veíase el casco de color crema del Ozero Zaysan, oscuro y abandonado. Las luces de la ciudad resplandecían en las negras aguas del puerto. Unas cuantas nubes procedentes de las montañas cruzaban la ciudad y se dirigían a alta mar.
Un coche oficial de fabricación rusa salió del bulevar de los Desamparados, seguido de dos pesados camiones militares. El convoy cruzó lentamente el muelle y se detuvo ante la rampa del Amy Bigalow. Un centinela salió de una garita y se acercó cautelosamente al automóvil.
—¿Tienen permiso para estar en esta zona? —preguntó.
Clark, que llevaba uniforme de oficial cubano, dirigió una mirada arrogante al centinela.
—Llame al oficial de guardia —ordenó secamente—. Y diga señor cuando se dirija a un oficial.
Reconociendo las insignias de Clark a la luz amarillenta de las lámparas de vapor de sodio que iluminaban el muelle, el centinela se cuadró y saludó.
—En seguida, señor. Voy a llamarle.
El centinela corrió a la garita y tomó un transmisor portátil. Clark rebulló inquieto en su asiento. La astucia era vital; la mano dura, fatal. Si hubiesen tomado los barcos por asalto, a tiros, se habría dado la voz de alarma a todas las guarniciones de la ciudad. Una vez alertados, y encontrándose entre la espada y la pared, se verían obligados a provocar las explosiones antes de la hora prevista.
Un capitán salió por la puerta de un almacén cercano, se detuvo un momento para observar el convoy aparcado y, después, se acercó a la ventanilla del coche oficial y se dirigió a Clark:
—Capitán Roberto Herras —dijo, saludando—. ¿En qué puedo servirle, señor?
—Coronel Ernesto Pérez —respondió Clark—. Me han ordenado que le reemplace, así como a sus hombres.
Herras pareció confuso.
—Tengo orden de guardar el barco hasta mañana al mediodía.
—Las órdenes han sido cambiadas —dijo brevemente Clark—. Reúna a sus hombres y vuelvan al cuartel.
—Si no le importa, coronel, quisiera pedir confirmación a mi superior.
—Y él tendrá que llamar al general Melena y el general estará durmiendo en su cama. —Clark entrecerró los ojos y le dirigió una mirada helada—. Una carta dando fe de su insubordinación le seria muy perjudicial cuando le llegue el día de ascender a comandante.
—Por favor, señor, yo no me niego a obedecerle.
—Entonces le sugiero que reconozca mi autoridad.
—Sí, coronel… Yo…, yo no dudo de usted. —Se sometió—. Reuniré a mis hombres.
—Hágalo.
Diez minutos más tarde, el capitán Herras y su fuerza de seguridad de veinticuatro hombres formaron y se dispusieron a marcharse. Los cubanos aceptaron de buen grado al cambio de la guardia. Estaban contentos de volver a su cuartel y poder dormir por la noche. Herras no pareció advertir que los hombres del coronel permanecían ocultos en la oscuridad del primer camión.
—¿Es toda su unidad? —preguntó Clark.
—Sí, señor. Están todos aquí.
—¿Incluso los encargados de la vigilancia del otro barco?
—Disculpe, coronel. Dejé centinelas junto a la rampa, para asegurarme de que nadie subiría a bordo mientras repartiese usted sus hombres. Podemos pasar por allí y recogerlos al marcharnos.
—Muy bien, capitán. El camión de atrás está vacío. Ordene a sus hombres que suban a él. Usted puede llevarse mi coche. Mi ayudante irá a recogerlo más tarde a su cuartel.
—Es usted muy amable, señor. Gracias.
Clark tenía la mano en una pequeña pistola del 25 con silenciador que llevaba en el bolsillo del pantalón, pero no la sacó. Los cubanos estaban ya subiendo al camión, dirigidos por un sargento. Clark ofreció su asiento a Herras y se encaminó casualmente al camión silencioso donde estaban Pitt y los marineros cubanos.
Los vehículos habían girado en redondo y estaban saliendo del muelle cuando apareció y se detuvo un coche militar en el que viajaba un oficial ruso. Éste se asomó a la ventanilla de atrás y miró, frunciendo recelosamente el entrecejo.
—¿Qué pasa aquí?
Clark se acercó despacio al automóvil, pasando por delante de él para asegurarse de que sus únicos ocupantes eran el ruso y su chófer.
—Un relevo de la guardia.
—No sé que se haya ordenado.
—La orden procede del general Velikov —dijo Clark, deteniéndose a sólo dos pies de la portezuela de atrás.
Ahora pudo ver que el ruso era también coronel.
—Precisamente vengo del despacho del general para inspeccionar las medidas de seguridad. No me dijo nada sobre el relevo de la guardia. —El coronel abrió la portezuela, disponiéndose a apearse—. Debe ser un error.
—No es ningún error —dijo Clark.
Cerró la puerta con la rodilla y disparó al coronel entre los ojos. Después, fríamente, metió dos balas en la nuca del conductor.
Un momento más tarde, el coche fue puesto en marcha y dirigido hacia las negras aguas entre los muelles.
Manny abrió la marcha, seguido de Pitt y cuatro marineros cubanos. Subieron a toda prisa la rampa hasta la cubierta principal del Atny Bigalow y se separaron. Pitt trepó por la escalerilla de la obra muerta, mientras los otros bajaban a la sala de máquinas. La caseta del timón estaba a oscuras, y Pitt la dejó tal cual. Pasó la media hora siguiente comprobando los controles electrónicos y el sistema de altavoces del barco a la luz de una linterna, hasta que todas las palancas y los interruptores quedaron firmemente grabados en su mente.
Levantó el teléfono del barco y llamó a la sala de máquinas. Pasó un minuto antes de que Manny respondiese.
—¿Qué diablos quiere?
—Sólo una comprobación —dijo Pitt—. Listo para cuando usted lo esté.
—Pues tendrá que esperar mucho, míster.
Antes de que Pitt pudiese replicar, Clark entró en la caseta del timón.
—¿Está hablando con Manny? —preguntó.
—Sí.
—Dígale que suba en seguida.
Pitt transmitió la brusca orden de Clark y recibió un alud de blasfemias antes de colgar.
Menos de un minuto más tarde, Manny entró en tromba, apestando a sudor y a aceite.
—Dése prisa —dijo a Clark—. Tengo un problema.
—Moe lo tiene aún peor.
—Ya lo sé. Las máquinas han sido inutilizadas.
—¿Están las suyas en condiciones de funcionar?
—¿Por qué no habían de estarlo?
—La tripulación soviética rompió a martillazos todas las válvulas del Ozero Zaysan —dijo gravemente Clark—. Moe dice que tardaría dos semanas en repararlas.
—Jack tendrá que arrastrarlo hacia el mar abierto con el remolcador —dijo llanamente Pitt.
Manny escupió a través de la puerta de la caseta del timón.
—No conseguirá volver a tiempo para remolcar el petrolero. Los rusos no están ciegos. Se darán cuenta de lo que pasa en cuanto salga el sol.
Clark asintió lentamente con la cabeza.
—Temo que tiene razón.
—¿Cuál es la situación? —preguntó Pitt a Manny.
—Si esta bañera tuviera motores Diesel, podría hacerla arrancar dentro de dos horas. Pero tiene turbinas a vapor.
—¿Cuánto tiempo necesita?
Manny miró hacia la cubierta, considerando los largos y complicados procedimientos.
—Hemos tenido que empezar con una maquinaria muerta. Lo primero que hicimos fue poner en funcionamiento el generador Diesel de emergencia y encender los quemadores del horno para calentar el fuel. Hay que enjugar la condensación de las tuberías, calentar las calderas y poner en condiciones los elementos auxiliares. Después esperar a que la presión del vapor aumente lo bastante para accionar las turbinas. Tenemos para cuatro horas… si todo marcha bien.
—¿Cuatro horas? —dijo, perplejo, Clark.
—Si es así, el Amy Bigalow no podrá salir del puerto antes de que sea de día —dijo Pitt.
—Entonces no hay nada que hacer.
Había una cansada certidumbre en la voz de Clark.
—Sí, todavía hay algo que hacer —dijo firmemente Pitt—. Aunque sólo lográsemos sacar un barco más allá de la entrada del puerto, reduciríamos en una tercera parte la cantidad de muertos.
—Y todos nosotros moriríamos —añadió Clark—. No habrá manera de escapar. Hace dos horas había calculado que teníamos un cincuenta por ciento de probabilidades de sobrevivir. Pero no ahora, no cuando su viejo amigo Velikov descubra que su monstruoso plan empieza a desvanecerse en el horizonte. Y no debemos olvidar al coronel soviético que yace en el fondo de la bahía; dentro de poco se advertirá su ausencia y todo un regimiento saldrá en su busca.
—Y también está aquel capitán de los guardias de seguridad —dijo Manny—. Muy pronto se dará cuenta de lo ocurrido cuando le pongan las peras a cuarto por haber abandonado su zona de vigilancia sin la debida orden.
El zumbido de potentes motores Diesel aumentó lentamente de volumen en el exterior y una sirena de barco lanzó tres breves toques apagados.
Pitt miró a través de la ventana del puente.
—Jack se está acercando con el remolcador.
Se volvió y contempló las luces de la ciudad. Éstas le recordaron una gran vitrina de joyas. Empezó a pensar en la multitud de niños que estarían metiéndose en la cama esperando con ilusión la fiesta de mañana. Se preguntó cuántos de ellos no despertarían nunca.
—Todavía hay esperanzas —dijo al fin.
Esbozó rápidamente lo que creía que sería la mejor solución para reducir la devastación y salvar la mayor parte de La Habana. Cuando hubo terminado, miró de Manny a Clark.
—Bueno, ¿es factible?
—¿Factible? —Clark estaba pasmado—. ¿Otros tres y yo reteniendo a la mitad del Ejército cubano durante tres horas? Es un plan francamente suicida.
—¿Manny?
Manny miró fijamente a Pitt, tratando de escrutar aquella cara adusta apenas visible a la luz de las lámparas del muelle. ¿Por qué tenía un americano que sacrificar su vida por una gente que no vacilaría en matarle? Comprendió que nunca hallaría la respuesta en la oscura caseta del timón del Amy Bigalow, y se encogió de hombros con resignado fatalismo.
—Estamos perdiendo tiempo —dijo, mientras se volvía para regresar a la sala de máquinas.