64

El guardia era joven, no tendría más de dieciséis años, era abnegado y fiel servidor de Fidel Castro y entregado a la vigilancia revolucionaria. Dándose importancia y con arrogancia oficial se acercó a la ventanilla del coche, con el rifle colgado de un hombro, y pidió que le mostrasen los documentos de identidad.

—Tenía que ocurrir —murmuró Pitt en voz baja.

Los guardias de los tres primeros puestos de control habían hecho perezosamente seña a Figueroa de que siguiese su camino, en cuanto les hubo mostrado su permiso de taxista. Eran campesinos que habían elegido la rutina de una carrera militar en vez de un trabajo sin porvenir en los campos o en las fábricas. Y como todos los soldados de todos los países del mundo, encontraban tedioso el servicio de vigilancia y con frecuencia prescindían de toda precaución, salvo cuando se presentaban sus superiores en visita de inspección.

Figueroa tendió su permiso al joven.

—Esto sólo es válido dentro de la ciudad de La Habana. ¿Qué está haciendo en el campo?

—Mi cuñado murió —dijo pacientemente Figueroa—. He ido a su entierro.

El guardia se agachó y miró a través de la ventanilla abierta del conductor.

—¿Quiénes son estos otros?

—¿Está usted ciego? —replicó Figueroa—. Son militares como usted.

—Tengo que buscar a un hombre que lleva un uniforme robado de la milicia. Se sospecha que es un espía imperialista que desembarcó en una playa, a ciento cincuenta kilómetros al este de aquí.

—Porque ella lleva uniforme militar —dijo Figueroa, señalando a Jessie en el asiento de atrás—, ¿crees que los imperialistas yanquis están enviando mujeres para invadirnos?

—Quiero ver sus documentos de identidad —insistió el guardia.

Jessie bajó el cristal de la ventanilla de atrás y se asomó.

—Ése es el comandante O’Hara, del Ejército Republicano Irlandés, que ha sido enviado como consejero. Yo soy la cabo López, su ordenanza. Déjanos pasar.

El guardia mantuvo la mirada fija en Pitt.

—Si es comandante, ¿por qué no lleva las insignias de su graduación?

Por primera vez, observó Figueroa que no había insignias en el uniforme de Pitt. Miró fijamente a éste, frunciendo recelosamente el entrecejo.

Pitt había permanecido sentado, sin tomar parte en la conversación. Entonces se volvió poco a poco, miró al guardia a los ojos y le dirigió una amistosa sonrisa. Cuando habló, su voz era suave, pero revelaba una gran autoridad.

—Tome el nombre y la dirección de ese guardia. Deseo que sea recompensado por su exacto cumplimiento del deber. El general Raúl Castro ha dicho muchas veces que Cuba necesita hombres como éste.

Jessie tradujo estas palabras y esperó, con alivio, mientras el guardia se cuadraba y sonreía.

Entonces, el tono de Pitt se volvió glacial, lo mismo que sus ojos.

—Ahora dígale que nos deje pasar o haré que le envíen como voluntario a Afganistán.

El joven guardia pareció encogerse visiblemente cuando Jessie repitió las palabras de Pitt en español. Estaba perplejo, sin saber lo que tenía que hacer, cuando un automóvil largo y negro llegó y se detuvo detrás del viejo taxi. Pitt lo reconoció como un Zil, automóvil de lujo de siete asientos construido en Rusia para los funcionarios del Gobierno y los militares de alto rango.

El conductor del Zil tocó el Claxon, con impaciencia, y pareció aumentar la indecisión del guardia. Éste volvió y miró suplicante a un compañero, pero éste estaba ocupado con el tráfico que venía en dirección contraria. El chófer de la limusina tocó de nuevo el claxon y gritó por la ventanilla:

—¡Aparta ese coche a un lado y déjanos pasar!

Entonces intervino Figueroa y empezó a gritar a los rusos:

—¡Estúpidos rusos, deteneos y tomad un baño! ¡Puedo oleros desde aquí!

El conductor soviético abrió su portezuela, saltó de detrás del volante y empujó al guardia a un lado. Tenía la complexión de un bolo, grueso y fornido el cuerpo y pequeña la cabeza. Sus galones indicaban que era sargento. Miró a Figueroa con ojos que brillaban de malicia.

—¡Idiota! —gruñó—. ¡Aparta ese cacharro!

Figueroa sacudió un puño delante de la cara del ruso.

—Me iré cuando ese paisano mío me lo diga.

—Por favor, por favor —suplicó Jessie, sacudiendo de un hombro a Figueroa—. No queremos complicaciones.

—La discreción no es una virtud cubana —murmuró Pitt.

Tenía el fusil entre los brazos, apuntando el ruso, y abrió la portezuela.

Jessie se volvió y miró cautelosamente por la ventanilla de atrás hacia la limusina, justo a tiempo de ver cómo un militar soviético, seguido de dos guardaespaldas armados, se apeaba del asiento de atrás y miraba, sonriendo divertido, la lucha verbal entablada junto al taxi. Jessie abrió la boca y lanzó un grito ahogado.

El general Velikov, con aire cansado y macilento, vistiendo un uniforme de prestado que le sentaba muy mal, se acercó desde detrás del Chevrolet en el momento en que Pitt bajaba del taxi y pasaba por delante de éste, sin que Jessie tuviese tiempo de avisarle.

Velikov tenía puesta toda su atención en su conductor y en Figueroa, y no se fijó en el que parecía ser otro soldado cubano que salió del otro lado del coche. La discusión se estaba acalorando cuando el general se acercó a los contendientes.

—¿Cuál es el problema? —preguntó, en fluido español.

La respuesta no vino de su chófer, sino de una fuente totalmente inesperada.

—Nada que no podamos arreglar como caballeros —dijo secamente Pitt, en inglés.

Velikov miró fijamente a Pitt durante un largo momento, extinguiéndose la sonrisa divertida en sus labios, inexpresivo el semblante como siempre. La única señal de asombro fue una súbita dureza en sus ojos fríos.

—Somos supervivientes, ¿no es verdad, señor Pitt? —replicó.

—Afortunadamente. Yo diría que tuvimos mucha suerte —respondió Pitt, con voz tranquila.

—Le felicito por su fuga de la isla. ¿Cómo lo consiguió?

—Con una embarcación improvisada. ¿Y usted?

—Un helicóptero oculto cerca de la instalación. Por fortuna, sus amigos no lo descubrieron.

—Un descuido.

Velikov miró por el rabillo del ojo, observando con irritación el aire relajado de sus guardaespaldas.

—¿Por qué ha venido a Cuba?

Pitt apretó el asa del fusil y apoyó el dedo en el gatillo, apuntando al cielo por encima de la cabeza de Velikov.

—¿Por qué me lo pregunta, si tiene por sabido que soy un embustero habitual?

—También sé que sólo miente cuando esto le sirve para algo. No ha venido a Cuba para beber ron y tomar el sol.

—¿Y ahora qué, general?

—Mire a su alrededor, señor Pitt. No puede decirse que esté en una posición de fuerza. Los cubanos no tratan bien a los espías. Haría bien en bajar el arma y colocarse bajo mi protección.

—No, gracias. Ya he estado bajo su protección. Se llamaba Foss Gly. Supongo que le recuerda. Era magnífico golpeando carne con los puños. Me satisface informarle de que ya no ejerce su oficio de verdugo. Una de sus víctimas le disparó donde más duele.

—Mis hombres pueden matarle aquí mismo.

—Es evidente que no comprenden el inglés y no tienen la menor idea de lo que hemos dicho. No trate de alertarles. Esto es lo que los mexicanos llaman un empate. Si tuerce la nariz a un lado, le meteré una bala en la ventana opuesta.

Pitt miró a su alrededor. Tanto el guardia cubano como el conductor soviético estaban escuchando la conversación en inglés sin entender palabra. Jessie estaba acurrucada en el asiento de atrás del Chevrolet, y sólo el gorro de campaña podía verse por encima del borde inferior de la ventanilla. Los guardias de Velikov permanecían tranquilos, contemplando el paisaje, con las pistolas enfundadas.

—Suba al coche, general. Vendrá con nosotros.

Velikov miró fríamente a Pitt.

—¿Y si me niego?

Pitt le miró a su vez, con inflexible determinación.

—Usted morirá el primero. Después, sus guardaespaldas. Y después, los vigilantes cubanos. Estoy resuelto a matar. Y ellos no. Ahora, por favor…

Los guardaespaldas soviéticos siguieron en su sitio, contemplando con asombro cómo seguía Velikov en silencio la invitación de Pitt y subía a la parte de delante del coche. Velikov se volvió un momento y miró con curiosidad a Jessie.

—¿Señora LeBaron?

—Sí, general.

—¿Va usted con ese loco?

—Así es.

—Pero ¿por qué?

Figueroa abrió la boca para decir algo, pero Pitt empujó bruscamente a un lado al chófer soviético, agarró fuertemente de un brazo al simpático taxista y lo sacó del coche.

—Usted se quedará aquí, amigo. Diga a las autoridades que lo secuestramos y nos llevamos su taxi. —Después pasó el fusil a Jessie a través de la ventanilla y se introdujo detrás del volante—. Si el general mueve un dedo, métele una bala en la cabeza.

Jessie asintió con la cabeza y apoyó el cañón sobre la base del cráneo de Velikov.

Pitt arrancó en primera y aceleró suavemente, como en un paseo de domingo, observando por el espejo retrovisor a los que se habían quedado en el puesto de control. Se alegró al ver que iban confusos de un lado a otro, sin saber qué hacer. Entonces, el chófer y los guardaespaldas de Velikov parecieron darse cuenta al fin de lo que sucedía, corrieron al automóvil negro y emprendieron la caza.

Pitt se detuvo y tomó el fusil de las manos de Jessie. Disparó unos cuantos tiros contra un par de cables de teléfonos que pasaban por unos aisladores en la cima de un poste. Él coche quemaba caucho sobre el asfalto antes de que los extremos de los cables rotos tocasen el suelo.

—Esto debería darnos media hora —dijo.

—La limusina está solamente a cien metros detrás de nosotros y va ganando terreno —dijo Jessie, con voz estridente y temerosa.

—No podría quitárselos de encima —dijo tranquilamente Velikov—. Mi chófer es experto en altas velocidades y el motor tiene una potencia de 425 caballos.

A pesar de la desenvoltura de Pitt y de sus palabras casuales, tenía la fría competencia y el aire inconfundible de las personas que saben lo que se hacen.

Dirigió a Velikov una sonrisa descarada y dijo:

—Los rusos no han inventado ningún coche que pueda alcanzar a un Chevy del cincuenta y siete.

Como para recalcar sus palabras, apretó el acelerador a fondo y el viejo automóvil pareció buscar en lo más hondo de sus gastados órganos una fuerza que no había conocido en treinta años. El grande y estruendoso cacharro todavía funcionaba. Adquirió velocidad, devorando kilómetros en la carretera, y el zumbido regular de sus ocho cilindros indicó que no se andaba con chiquitas.

Pitt concentraba toda su atención en el volante y en estudiar la carretera, incluso desde dos o incluso tres revueltas de distancia. El Zil se aferraba tenazmente a la cortina de humo que salía del tubo de escape del Chevy. Pitt tomó a toda velocidad una serie de curvas cerradas, mientra subían a través de montes boscosos. Estaba rodando al borde del desastre. Los frenos eran terribles y hacían poco más que oler mal y echar humo cuando Pitt apretaba el pedal. Estaban gastados y el metal rozaba contra metal dentro de los tambores.

A ciento cuarenta kilómetros por hora la tracción delantera producía balanceos espantosos. El volante temblaba en manos de Pitt. Los amortiguadores habían desaparecido hacía tiempo y el Chevy se inclinaba peligrosamente en las curvas, con los neumáticos chirriando como pavos salvajes.

Velikov estaba rígido como un palo, mirando fijamente hacia delante, sujetando el tirador de la portezuela con una mano de nudillos blancos, como dispuesto a saltar antes del inevitable accidente.

Jessie estaba francamente aterrorizada y cerraba los ojos mientras el coche patinaba y oscilaba furiosamente a lo largo de la carretera. Apretaba con fuerza las rodillas contra el respaldo del asiento delantero, para no ser lanzada de un lado a otro y mantener firme el fusil con que apuntaba a la cabeza de Velikov.

Si Pitt se daba cuenta de la considerable angustia que causaba a sus pasajeros, no daba señales de ello. Media hora era lo más que podía esperar antes de que los vigilantes cubanos estableciesen contacto con sus superiores e informasen del secuestro del general soviético. Un helicóptero sería la primera señal de que los militares cubanos se le echaban encima y preparaban una trampa. Cuándo y a qué distancia levantarían una barricada en la carretera eran cuestiones de pura conjetura. Un tanque o una pequeña flota de coches blindados aparecerían de pronto detrás de una curva cerrada, y el viaje habría terminado. Solamente la presencia de Velikov impediría una matanza.

El conductor del Zil no era inexperto. Ganaba terreno a Pitt en las curvas, pero lo perdía en las rectas cuando aceleraban el viejo Chevy. Por el rabillo del ojo vio Pitt un pequeño rótulo que indicaba que se estaban acercando a la ciudad portuaria de Cárdenas. Empezaron a aparecer casas y pequeñas tiendas a los lados de la carretera y aumentó el tráfico.

Miró el velocímetro. La oscilante aguja marcaba más o menos ciento cincuenta kilómetros. Aflojó la marcha hasta la mitad, manteniendo el Zil a distancia al serpentear entre el tráfico tocando con fuerza el claxon. Un guardia hizo un fútil intento de pararle junto a la acera cuando, inclinándose, dio la vuelta a la plaza de Colón y a una alta estatua de bronce del mismo personaje. Afortunadamente, las calles eran anchas y podía esquivar fácilmente a los peatones y a otros vehículos.

La ciudad estaba en las orillas de una bahía circular y poco profunda, y Pitt pensó que, mientras tuviese el mar a su derecha, iría en dirección a La Habana. De alguna manera consiguió mantenerse en la calle principal y, antes de diez minutos, el coche salía volando de la ciudad y entraba de nuevo en el campo.

Durante la veloz carrera por las calles, el Zil había acortado la distancia hasta cincuenta metros. Uno de los guardaespaldas se asomó a la ventanilla y disparó su pistola.

—Nos están disparando —anunció Jessie, en un tono indicador de que estaba emocionalmente agotada.

—No nos apunta a nosotros —replicó Pitt—, sino a los neumáticos.

—Está perdido —dijo Velikov. Eran las primeras palabras que pronunciaba en ochenta kilómetros—. Ríndase. No podrá escapar.

—Me rendiré cuando esté muerto —dijo Pitt con desconcertante aplomo.

No era la respuesta que esperaba Velikov. Si todos los americanos eran como Pitt, pensó, la Unión Soviética las pasaría moradas. Velikov se jactaba de su habilidad en manipular a los hombres, pero era evidente que no haría mella en éste.

Saltaron sobre un hoyo de la carretera y cayeron pesadamente al otro lado. Se rompió el silenciador y el súbito estruendo del tubo de escape fue sorprendente, casi ensordecedor, por su inesperada furia. Los ojos de los pasajeros empezaron a lagrimear a causa del humo, y el interior del coche se convirtió en una sauna al combinarse el calor del vapor con la humedad exterior. El suelo estaba tan caliente que parecía que iba a fundir las suelas de las botas de Pitt. Entre el ruido y el calor, tenía la impresión de que estaba trabajando horas extraordinarias en una sala de calderas.

El Chevy se estaba convirtiendo en una casa de locos mecánica. Los dientes de la transmisión se habían gastado y chirriaban en protesta contra las extremadas revoluciones. Extraños ruidos como de golpes empezaron a sonar en las entrañas del motor. Pero todavía le quedaba fuerza y, con su característico zumbido grave, el Chevy siguió adelante casi como si supiese que sería éste su último viaje.

Pitt había reducido cuidadosa y ligeramente la marcha y permitido que el conductor ruso se acercase a una distancia de tres coches. Hizo que el Chevy fuese de un lado a otro de la carretera para que el guardaespaldas no pudiese apuntar bien. Después levantó un milímetro el pie del acelerador, hasta que el Zil estuvo a cinco metros del parachoques de atrás del Chevrolet.

Entonces pisó el pedal del freno.

El sargento que conducía el Zil era hábil, pero no lo suficiente. Hizo girar el volante a la izquierda y casi logró su propósito. Pero no había tiempo ni distancia suficientes. El Zil se estrelló contra la parte de atrás del Chevy con un chirrido metálico y un estallido de cristales, aplastando el radiador contra el motor, mientras la cola giraba en redondo en un movimiento de sacacorchos.

El Zil, totalmente fuera de control y convertido en tres toneladas de metal condenado a su propia destrucción, chocó de refilón contra un árbol, salió despedido a través de la carretera y se estrelló contra un autobús averiado y vacío a una velocidad de ciento veinte kilómetros por hora. Una llamarada de color naranja brotó del coche mientras daba locas vueltas de campana durante más de cien metros, antes de detenerse volcado sobre el techo, con las cuatro ruedas girando todavía. Los rusos estaban atrapados en su interior, sin posibilidad de escapar, y las llamas anaranjadas se transformaron en una espesa nube de humo negro.

El fiel y maltrecho Chevy corría aún a trompicones. Vapor y aceite brotaban de debajo del capó, la segunda marcha se había roto con los frenos y el retorcido parachoques de atrás se arrastraba por la carretera dejando una estela de chispas.

El humo atraería a los que les estaban buscando. Se cerraba la red. En el próximo kilómetro, en la próxima curva de la carretera, ésta podría estar bloqueada. Pitt estaba seguro de que, en cualquier momento, aparecería un helicóptero sobre las copas de los árboles que flanqueaban la carretera. Había llegado la hora de desprenderse del coche. Era insensato seguir jugando con la suerte. Como un bandido huyendo de sus perseguidores, tenía que cambiar de caballo.

Redujo la velocidad a sesenta al acercarse a las afueras de la ciudad de Matanzas. Descubrió una fábrica de abonos e introdujo el coche en la zona de aparcamiento. Deteniendo el moribundo Chevy al pie de un gran árbol, miró a su alrededor y, al no ver a nadie, paró el motor. Los chasquidos del metal recalentado y el silbido del vapor sustituyeron al ensordecedor estruendo del tubo de escape.

—¿Cuál es ahora tu plan? —preguntó Jessie, que estaba recobrando su aplomo—. Porque espero que tendrás otra carta en la manga.

—No hay pícaro que me gane —dijo Pitt, con una sonrisa tranquilizadora—. Quédate aquí. Si nuestro amigo el general hace el menor movimiento, mátale.

Caminó por el aparcamiento. Era un día laborable y estaba lleno de coches de los trabajadores. El hedor de la fábrica era nauseabundo y llenaba el aire a kilómetros alrededor. Pitt se plantó cerca de la puerta principal mientras una serie de camiones cargados de sulfato amónico, cloruro potásico y estiércol entraban en la planta, y salían otros tranquilamente por el camino de tierra que llevaba a la carretera. Esperó unos quince minutos hasta que apareció un camión de marca rusa lleno de estiércol y se dirigió a la fábrica. Pitt se plantó en medio de la carretera e hizo señal de que se detuviese.

El conductor iba solo. Miró interrogadoramente desde la cabina. Pitt le hizo ademán de que bajase y señaló enérgicamente debajo del camión. El chófer, curioso, se apeó y se agachó junto a Pitt que estaba mirando atentamente el eje de transmisión. Al no ver nada anormal, se volvió en el mismo instante en que Pitt le descargaba un golpe en la nuca.

Se derrumbó y Pitt se lo cargó al hombro. Subió al inconsciente cubano a la cabina del camión y después subió él rápidamente. El motor estaba en marcha y metió la primera y se dirigió hacia el árbol que ocultaba al Chevrolet de quienes viniesen por el aire.

—¡Todos a bordo! —dijo, saltando de la cabina.

Jessie se echó atrás, asqueada.

—Dios mío, ¿qué hay ahí?

—Por decirlo delicadamente, estiércol.

—¿Espera que me revuelque en esa inmundicia? —preguntó Velikov.

—No solamente que se revuelque —respondió Pitt—, sino que van a enterrarse en ella. —Tomó el fusil de manos de Jessie y pinchó al general, no con mucha suavidad, en los riñones—. Arriba, general, probablemente ha frotado con cieno a muchas víctimas de la KGB. Ahora es su turno.

Velikov lanzó una mirada asesina a Pitt y después subió a la caja del camión. Jessie le siguió de mala gana, mientras Pitt empezaba a despojar de su ropa al conductor. Era de número muy inferior a su talla y tuvo que dejar desabrochada la camisa y abierta la bragueta del pantalón para caber en ellos. Puso rápidamente su uniforme de campaña al cubano y subió a éste a la caja del camión con los otros. Devolvió el fusil a Jessie. Ésta no necesitó instrucciones para apoyar el cañón en la cabeza de Velikov. Pitt encontró una pala en un lado de la cabina y empezó a cubrirles.

Jessie sintió náuseas y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no vomitar.

—Creo que no podré aguantarlo.

—Da gracias a Dios de que sea de caballo y de ganado y no de las alcantarillas de la ciudad.

—Esto es fácil de decir, para ti que vas a conducir.

Cuando todos fueron invisibles y apenas si podían respirar, Pitt volvió a la cabina y condujo el camión hacia la carretera. Se detuvo antes de entrar en ella, al ver a tres helicópteros militares volar encima de su cabeza y pasar a toda velocidad un convoy de soldados armados en la dirección del destrozado Zil.

Esperó y después giró a la izquierda y entró en la carretera. Estaba a punto de llegar a los límites de la ciudad de Matanzas cuando se encontró con un puesto de control donde había un coche blindado y casi cincuenta soldados, todos ellos con aire hosco y resuelto.

Se detuvo y tendió los papeles que había quitado al conductor. Su plan funcionó aún mejor de lo que había imaginado. Los guardias ni siquiera se acercaron al apestoso camión. Hicieron seña de que siguiese adelante, contentos de verle alejarse y felices de respirar de nuevo aire fresco.

Una hora y media más tarde, el sol se había ocultado en occidente y se habían encendido las luces de La Habana. Pitt llegó a la ciudad y subió por la Vía Blanca. Salvo por el aroma del camión, se sintió seguro al pensar que pasaría inadvertido entre el ruidoso y bullicioso tráfico de la hora punta. También le pareció más seguro entrar en la ciudad cuando se había hecho de noche.

Sin pasaporte ni dinero, su único recurso era establecer contacto con la misión americana en la Embajada suiza. Allí podrían quitarle a Jessie de encima y mantenerle oculto hasta que su pasaporte y sus documentos de entrada fuesen enviados por vía diplomática desde Washington. En cuanto se convirtiese en turista oficial, podría tratar de resolver el enigma del tesoro de La Dorada.

Velikov no era ningún problema. Vivo, el general era un enemigo peligroso. Seguiría matando y torturando. Muerto, sólo sería un recuerdo. Pitt decidió matarle de un tiro en un callejón desierto. Cualquiera que fuese lo bastante curioso para investigar atribuiría simplemente el estampido a un petardeo del tubo de escape del camión.

Se metió en una calle estrecha entre dos hileras de almacenes desiertos, cerca de la zona portuaria, y detuvo el vehículo. Dejó el motor en marcha y se dirigió a la parte de atrás del camión. Al subir a él, vio la cabeza y los brazos de Jessie que sobresalían de la carga de estiércol. Manaba sangre de un pequeño corte en la sien y el ojo derecho se estaba hinchando y amoratando. Las únicas señales de Velikov y del conductor cubano eran unos huecos en los lugares donde Pitt les había encerrado.

Habían desaparecido.

Él la ayudó a salir de entre el estiércol y lo limpió de sus mejillas. Ella abrió los ojos y le miró y, al cabo de un momento, sacudió la cabeza de un lado a otro.

—Lo siento, lo he echado todo a perder.

—¿Qué ocurrió? —preguntó él.

—El conductor volvió en sí y me atacó. No grité para pedirte auxilio porque tuve miedo de provocar una alarma y de que nos detuviese la policía. Luchamos por el fusil y éste saltó por encima de un lado del camión. Entonces el general me agarró de los brazos y el conductor me golpeó hasta que perdí el conocimiento. —De pronto se le ocurrió algo y miró furiosamente a su alrededor—: ¿Dónde están ellos?

—Debieron saltar del camión —respondió Pitt—. ¿Puedes recordar dónde o cuándo ocurrió?

El esfuerzo de concentración de Jessie se reflejó en su semblante.

—Creo que fue aproximadamente cuando entrábamos en la ciudad. Recuerdo haber oído el ruido de un tráfico intenso.

—De esto hace menos de veinte minutos.

La ayudó a pasar a un lado de la caja del camión y la bajó delicadamente al suelo.

—Será mejor que dejemos el camión y tomemos un taxi.

—Yo no puedo ir a ninguna parte oliendo de este manera —dijo sorprendida ella—. Y fíjate en ti. Estás ridículo. Llevas todo abierto por delante.

Pitt se encogió de hombros.

—Bueno, no me detendrán por escándalo público. Todavía llevo puestos los shorts.

—No podemos tomar un taxi —dijo desesperadamente ella—. No tenemos ni un peso cubano.

—La misión americana en la Embajada suiza cuidará de ello. ¿Sabes dónde está?

—La llaman Sección de Intereses Especiales. Cuba tiene algo parecido en Washington. El edificio tiene vistas al mar y está en una avenida llamada el Malecón.

—Nos ocultaremos hasta que sea de noche. Tal vez podamos encontrar una fuente donde puedas limpiarte. Velikov ordenará un registro a gran escala de la ciudad para encontrarnos. Probablemente tendrán vigilada la Embajada; por consiguiente, tendremos que encontrar la manera de deslizamos a hurtadillas en ella. ¿Te sientes lo bastante fuerte para echar a andar?

—¿Sabes una cosa? —dijo ella, con una sonrisa de dolor—. Si me lo preguntas, te diré que estoy terriblemente fatigada.