62

En cuanto Pitt se despertó, miró su reloj. Eran las doce y dieciocho. Se sentía descansado, animado, incluso optimista.

Al pensar en ello, encontró que su estado de ánimo era tristemente divertido. Su futuro no era exactamente brillante. No tenía dinero cubano ni documentos de identidad. Estaba en un país comunista, sin un amigo al que contactar y sin ninguna excusa para estar en él. Y llevaba el uniforme menos adecuado. Tendría suerte si podía pasar el día sin que le matasen como espía.

Alargó una mano y sacudió delicadamente el hombro de Jessie. Después salió del túnel de desagüe, observó cautelosamente la zona y empezó a hacer gimnasia para desentumecer los músculos.

Jessie abrió los ojos y despertó despacio, lánguidamente, de un profundo y voluptuoso sueño, poniendo gradualmente su mundo en perspectiva. Desencogiéndose y estirando los brazos y las piernas como una gata, gimió débilmente al sentir el dolor, pero lo agradeció al ver que espoleaba su mente.

Primero pensó en cosas tontas (en a quién invitaría a su próxima fiesta, en que tenía que proyectar el menú con su cocinero, en que había de recordar al jardinero que podase los setos que flanqueaban los paseos), y entonces empezaron a pasar por su pantalla interior los recuerdos de su marido. Se preguntó cómo podía una mujer trabajar y vivir veinte años con un hombre y no rebelarse contra sus malos humores. Sin embargo, veía mejor que nadie a Raymond LeBaron simplemente como un ser humano, ni mejor ni peor que los demás hombres, y con una mente que podía irradiar compasión, mezquindad, brillantez o crueldad según las necesidades del momento.

Cerró los ojos con fuerza para no pensar en su muerte. Piensa en otra persona o en otra cosa, se dijo. Piensa en cómo sobrevivir durante los próximos días. Piensa en… Dirk Pitt.

Se preguntó quién era éste. ¿Qué clase de hombre? Le miró a través del túnel, mientras él doblaba y desdoblaba su cuerpo, y, por primera vez desde que le había conocido, se sintió sexualmente atraída por él. Era ridículo, se dijo, ya que tenía al menos quince años más que él. Y además, no había mostrado ningún interés por ella como mujer deseable; no se había insinuado en absoluto, ni tratado de flirtear. Decidió que Pitt era un enigma, el tipo de hombre que intrigaba a las mujeres, que las incitaba a un comportamiento licencioso, pero que nunca podría ser poseído o seducido por los ardides femeninos.

Jessie volvió a la realidad cuando Pitt se asomó al túnel y sonrió.

—¿Cómo te sientes?

Ella desvió nerviosamente la mirada.

—Molida, pero dispuesta a afrontar el día.

—Lamento no tener preparado el desayuno —dijo él, y su voz resonó en el tubo—. El servicio deja mucho que desear en estos andurriales.

—Vendería el alma por una taza de café.

—Según un rótulo que he visto a pocos cientos de metros carretera arriba, estamos a diez kilómetros de la próxima población.

—¿Qué hora es?

—La una menos veinte.

—Más de mediodía —dijo Jessie, deslizándose a gatas hacia la luz—. Tenemos que ponernos en marcha.

—Quédate donde estás.

—¿Por qué?

Él no respondió, pero se volvió y se sentó a su lado. Tomó delicadamente su cara entre las manos y la besó en la boca.

Jessie abrió mucho los ojos y después devolvió afanosamente el beso. Después de un largo momento, él se echó atrás. Ella esperó con expectación, pero Pitt sólo se quedó sentado, mirándola a los ojos.

—Te deseo —dijo Jessie.

—Sí.

—Ahora.

Él la atrajo hacia sí, apretándose contra su cuerpo, y la besó de nuevo. Después se apartó.

—Lo primero es lo primero.

Ella le dirigió una mirada ofendida y curiosa.

—¿Como qué?

—Como el motivo de que me secuestrases para traerme a Cuba.

—Tienes un extraño sentido de la oportunidad.

—Generalmente, tampoco suelo hacer el amor dentro de un tubo de desagüe.

—¿Qué quieres saber?

—Todo.

—¿Y si no te lo digo?

Él se echó a reír.

—Nos estrecharemos la mano y nos separaremos.

Durante unos segundos, ella permaneció apoyada en la pared del túnel, considerando lo lejos que podría ir sin él. Probablemente, no más allá de la próxima población, del primer policía receloso o guardia de seguridad con quien se encontrase. Pitt parecía ser un hombre de recursos increíbles. Lo había demostrado en varias ocasiones. No podía dejar de ver el duro hecho de que le necesitaba más que él a ella.

Trató de encontrar las palabras adecuadas, una introducción que tuviese un poco de sentido. Por último, renunció y dijo bruscamente:

—El presidente me envió para encontrarme con Fidel Castro.

Los profundos ojos verdes de Pitt la observaron con franca curiosidad.

—Un buen comienzo. Me gustaría oír el resto.

Jessie respiró hondo y prosiguió.

Reveló el sincero ofrecimiento de un pacto que había hecho Fidel Castro y su extraña manera de enviarlo de manera que pasara inadvertido a los ojos vigilantes del servicio secreto soviético.

Explicó su reunión secreta con el presidente, después del inesperado retorno del Prosperteer, y la petición que él le había hecho de que llevase la respuesta repitiendo el vuelo de su marido en el dirigible, una acción encubierta que Fidel Castro habría reconocido.

Confesó el engaño de que se había valido para reclutar a Pitt, a Giordino y a Gunn, y pidió a Pitt que la perdonase por un plan que había fracasado a causa del ataque por sorpresa del helicóptero cubano.

Y por último, describió las crecientes sospechas del general Velikov del verdadero objetivo que se ocultaba detrás del intento de alcanzar a Castro, y su exigencia de respuestas a través de los métodos de tortura de Foss Gly.

Pitt escuchó toda la historia sin hacer comentarios.

Su reacción era lo que ella temía. Temía lo que él diría o haría al saber cómo había abusado de él, mintiéndole y desorientándole, haciendo que sufriese y casi le matasen en varias ocasiones, por una misión de la que él nada sabía. Pensó que tenía derecho a estrangularla.

Sólo se le ocurrió decir:

—Lo siento.

Pitt no la estranguló. Le tendió una mano. Ella la asió, y él la atrajo hacia sí.

—Conque me estuviste engañando durante todo el tiempo —dijo.

Esos ojos verdes, pensó ella. Habría querido sumergirse en ellos.

—No puedo reprocharte que estés furioso.

Él la abrazó unos momentos en silencio.

—¿Y bien?

—Y bien, ¿qué?

—¿No vas a decir algo? —preguntó tímidamente Jessie—. ¿No estás siquiera enfadado?

Él le desabrochó la camisa del uniforme y le acarició ligeramente el pecho.

—Afortunadamente para ti, soy incapaz de guardar rencor.

Entonces hicieron el amor, mientras retumbaba el tráfico en la carretera, encima de ellos.

Jessie se sentía increíblemente tranquila. Esta agradable impresión no la había abandonado durante la última hora, mientras caminaban sin ocultarse por la orilla de la carretera. Se difundía como un anestésico, amortiguando su miedo y reforzando su confianza. Pitt había aceptado su explicación y convenido en ayudarla en su busca de Castro. Y ahora ella caminaba a su lado, mientras él la guiaba por los campos de Cuba como si fuesen suyos, sintiéndose segura y animada por el resplandor de su intimidad.

Pitt birló unos mangos, una piña y un par de tomates medio maduros. Comieron mientras andaban. Varios vehículos, en su mayoría camiones cargados de caña de azúcar y de cítricos, les adelantaron. De vez en cuando, pasaba un transporte militar llevando milicianos. Jessie se ponía rígida y miraba nerviosamente sus botas de apretados cordones, mientras Pitt levantaba su fusil en el aire y gritaba «¡Saludos, amigos!» en español.

—Menos mal que no pueden oírte claramente —dijo ella.

—¿Por qué? —preguntó él, con fingida indignación.

—Tu español es horrible.

—Siempre me sirvió en las carreras de galgos de Tijuana.

—Pero no aquí. Será mejor que dejes que hable yo.

—¿Crees que tu español es mejor que el mío?

—Puedo hablarlo como un nativo. Y también puedo conversar con fluidez en ruso, en francés y en alemán.

—Continuamente me sorprende tu talento —dijo sinceramente Pitt—. ¿Sabía Velikov que hablabas ruso?

—Si lo hubiese sabido, estaríamos muertos.

Pitt iba a decir algo y, de pronto, señaló hacia adelante. Estaban en una curva y había un coche aparcado en la carretera. Tenía levantado el capó y alguien estaba inclinado sobre el guardabarros, con la cabeza y los hombros invisibles encima del motor.

Jessie vaciló, pero Pitt la asió de una mano y tiró de ella.

—Ocúpate tú de esto —dijo en voz baja—. No tengas miedo. Ambos llevamos uniforme militar y el mío corresponde a una fuerza de asalto distinguida.

—¿Qué diré?

—Lo que te parezca mejor. Puede ser una oportunidad para viajar de balde.

Antes de que ella pudiese protestar, el conductor oyó sus pisadas sobre la grava y se volvió. Era un hombre bajito, cincuentón, de cabellos negros y piel morena. No llevaba camisa y sí, solamente, unos shorts y unas sandalias. Los uniformes militares eran tan corrientes en Cuba que apenas les prestó atención. Les dirigió una amplia sonrisa.

Hola.

—¿Alguna avería en el motor? —preguntó Jessie en español.

—La tercera en lo que va del mes. —Encogió los hombros en señal de impotencia—. Acaba de pararse.

—¿Sabe cuál es el problema?

El hombre levantó un cable corto que se había deteriorado en tres lugares diferentes y apenas se mantenía junto por la funda aislante.

—Va de la bobina al delco.

—Tendría que haberlo cambiado por uno nuevo.

Él la miró receloso.

—Los accesorios para coches viejos como éste son imposibles de encontrar. Debería usted saberlo.

Jessie se dio cuenta de su resbalón y, sonriendo dulcemente, decidió aprovecharse del machismo latino.

—No soy más que una mujer. ¿Qué puede saber de mecánica una mujer?

—Ah —dijo sonriendo él—. Pero una mujer muy bonita.

Pitt prestaba poca atención a la conversación. Estaba dando una vuelta alrededor del coche, examinando su línea. Se inclinó sobre la parte delantera y estudió durante un momento el motor. Después se irguió y se echó atrás.

—Un Chevy del cincuenta y siete —dijo en inglés, con admiración—. Un automóvil magnífico. Pregúntale si tiene un cuchillo y un poco de cinta aislante.

Jessie se quedó boquiabierta.

El conductor miró a Pitt con incertidumbre, sin saber lo que tenía que hacer. Después preguntó en mal inglés:

—¿No habla español?

—No, ¿y qué? —tronó Pitt—. ¿No había visto nunca a un irlandés?

—¿Cómo puede un irlandés llevar uniforme cubano?

—Soy el comandante Paddy O’Hara, del Ejército Republicano Irlandés, en funciones de consejero de sus milicias.

La cara del cubano se iluminó como bajo el resplandor de un flash y Pitt se alegró al ver que el hombre había quedado impresionado.

—Herberto Figueroa —dijo éste, tendiéndole la mano—. Yo aprendí inglés hace muchos años; cuando estaban aquí los americanos.

Pitt la estrechó y señaló con la cabeza a Jessie.

—La cabo María López, mi ayudante y guía. También intérprete de mi deficiente español.

Figueroa bajó la cabeza y observó el anillo de casada de Jessie.

—Señora López. —Se volvió a Pitt—. ¿Comprende ella el inglés?

—Un poco —respondió Pitt—. Y ahora, si puede darme un cuchillo y cinta aislante, creo que podré reparar la avería.

—Claro, claro —dijo Figueroa.

Sacó un cortaplumas de la guantera y encontró un pequeño rollo de cinta aislante en un estuche de herramientas que llevaba en el portaequipajes.

Pitt se inclinó sobre el motor, cortó unos trozos de cable sobrante de las bujías y juntó los extremos, hasta que tuvo un alambre que llegaba desde la bobina hasta el delco.

—Bueno, pruebe ahora.

Figueroa hizo girar la llave del encendido y el gran V-8 de cuatro litros tosió una vez, dos veces y, después, zumbó con regularidad.

—¡Magnífico! —gritó Figueroa, entusiasmado—. ¿Quieren que les lleve?

—¿Adónde va?

—A La Habana. Vivo allí. El marido de mi hermana murió en Nuevitas. Fui allí para ayudarla a disponer el entierro. Ahora vuelvo a mi casa.

Pitt asintió con la cabeza, mirando a Jessie. Era su día de suerte. Trató de imaginarse la forma de Cuba y calculó, acertadamente, que La Habana debía estar a casi trescientos kilómetros al nordeste a vuelo de pájaro, seguramente unos cuatrocientos por carretera.

Inclinó el asiento delantero para que Jessie subiese al de atrás.

—Le estamos muy agradecidos, Herberto. Mi coche oficial sufrió una pérdida de aceite y el motor se paró unos cuatro kilómetros atrás. Nos dirigíamos a un campo de instrucción del este de La Habana. Si puede dejarnos en el Ministerio de Defensa, cuidaré de que le paguen por la molestia.

Jessie abrió la boca y se quedó mirando a Pitt con una clásica expresión de disgusto. Él comprendió que, mentalmente, le estaba llamando engreído bastardo.

—Su mala suerte ha sido buena para mí —dijo Figueroa, contento ante la perspectiva de ganar unos cuantos pesos extra.

Figueroa levantó gravilla del arcén al salir rápidamente al asfalto, y cambió las marchas hasta que el Chevrolet rodó a unos buenos cien kilómetros por hora. El motor roncaba suavemente, pero la carrocería chirriaba en doce lugares distintos y el humo del tubo de escape se filtraba a través del enmohecido suelo.

Pitt miró la cara de Jessie por el espejo retrovisor. Parecía incómoda y fuera de su elemento. Un coche moderno habría sido más de su gusto. Pitt se estaba divirtiendo de veras. De momento, su afición a los coches antiguos borraba de su mente toda idea de peligro.

—¿Cuántos kilómetros ha hecho en él? —preguntó.

—Más de seiscientos ochenta mil —respondió Figueroa.

—Todavía tiene mucha potencia.

—Si los yanquis levantasen su embargo, podría comprar accesorios nuevos y hacer que siguiese marchando. Pero no puede durar eternamente.

—¿Tiene dificultades en los puestos de control?

—Siempre me dejan pasar sin detenerme.

—Debe tener influencia. ¿Qué hace en La Habana?

Figueroa se echó a reír.

—Soy taxista.

Pitt no trató de disimular una sonrisa. Esto era aún mejor de lo que había esperado. Se retrepó en su asiento y se relajó, disfrutando del paisaje como un turista. Trató de pensar en la vaga indicación de LeBaron sobre el paradero del tesoro de La Dorada, pero su mente estaba nublada por el remordimiento.

Sabía que en algún momento, en algún lugar de la carretera, tendría que quitarle a Figueroa el poco dinero que llevaba y robarle el coche. Esperó que no tuviera que matar al amable hombrecillo en aquella operación.