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—¿Muertos? ¿Todos muertos? —repitió furioso el jefazo del Kremlin, Antonov—. ¿Toda la instalación destruida, y ningún superviviente, ninguno en absoluto?

Polevoi asintió tristemente con la cabeza.

—El capitán del submarino que detectó las explosiones y el coronel al mando de las fuerzas de seguridad enviadas a tierra para investigar, informaron que no habían encontrado a nadie vivo. Recogieron el cadáver de mi primer delegado, Lyev Maisky, pero el general Velikov todavía no ha sido encontrado.

—¿Se echaron en falta claves y documentos secretos?

Polevoi no estaba dispuesto a poner la cabeza en el tajo y asumir la responsabilidad de un desastre en los servicios secretos. Se hallaba a un pelo de perder su encumbrada posición y convertirse rápidamente en un burócrata olvidado, encargado de un campo de trabajo.

—Todos los datos secretos fueron destruidos por el personal del general Velikov antes de morir luchando.

Antonov aceptó la mentira.

—La CÍA —dijo reflexivamente—. Ellos están detrás de esta infame provocación.

—Creo que, en este caso, no podemos hacer de la CÍA el chivo expiatorio. Los primeros indicios señalan una operación cubana.

—Imposible —saltó Antonov—. Nuestros amigos en los círculos militares de Castro nos habrían advertido con mucha antelación de cualquier plan para atacar la isla. Además, una operación tan audaz e ingeniosa y de esta magnitud no está al alcance de ningún cerebro latino.

—Tal vez, pero nuestros mejores elementos en el servicio secreto creen que la CÍA no sospechaba ni remotamente la existencia de nuestro centro de comunicaciones en Cayo Santa María. No hemos descubierto al menor indicio de vigilancia. La CÍA es hábil, pero sus hombres no son dioses. No podía en modo alguno proyectar, ensayar y llevar a cabo la incursión en las pocas horas que mediaron entre el momento en que la lanzadera salió de la estación espacial hasta que se desvió de pronto del rumbo a Cuba que nosotros habíamos programado.

—¿Perdimos también la lanzadera?

—Nuestros instrumentos de observación del Centro Espacial Johnson revelaron que había aterrizado a salvo en Key West.

—Con los colonos americanos de la Luna —añadió Antonov.

—Iban a bordo, sí.

Antonov permaneció unos segundos sentado allí, demasiado furioso para reaccionar, apretados los labios, sin pestañear y mirando a ninguna parte.

—¿Cómo lo hicieron? —gruñó al fin—. ¿Cómo salvaron su preciosa lanzadera espacial en el último minuto?

—La suerte de los tontos —dijo Polevoi, siguiendo de nuevo el dogma comunista de echar las culpas a los otros—. Salvaron el pellejo gracias a la tortuosa interferencia de los Castro.

Antonov fijó de pronto la mirada en Polevoi.

—Como me ha recordado a menudo, camarada director, los hermanos Castro no pueden ir al retrete sin que la KGB se entere de cuántas piezas de papel higiénico emplean. Dígame cómo se acostaron de pronto con el presidente de los Estados Unidos sin que sus agentes lo advirtiesen.

Polevoi se había metido involuntariamente en un agujero y ahora salió astutamente de él cambiando de tema.

—La operación Ron y Cola sigue adelante. Pueden habernos birlado la lanzadera espacial y un rico caudal de datos científicos, pero es una pérdida aceptable en comparación con el dominio total de Cuba.

Antonov consideró las palabras de Polevoi y mordió el anzuelo.

—Tengo mis dudas. Si Velikov no dirige la operación, las probabilidades de éxito quedan reducidas a la mitad.

—El general ya no es esencial para Ron y Cola. El plan está concluido en un noventa por ciento. Los barcos entrarán en el puerto de La Habana mañana por la tarde, y el discurso de Castro está previsto para la mañana siguiente. El general Velikov realizó un trabajo espléndido para establecer las bases. Los rumores sobre un nuevo complot de la CÍA para asesinar a Castro han sido ya difundidos en todo el mundo occidental, y hemos preparado pruebas que demuestran la intervención americana. Ahora sólo falta apretar un botón.

—¿Está sobre aviso nuestra gente en La Habana y Santiago?

—Están preparados para actuar y constituir un nuevo Gobierno en cuanto se confirme el asesinato.

—¿Quién será el próximo líder?

—Alicia Cordero.

Antonov se quedó boquiabierto.

—¿Una mujer? ¿Vamos a nombrar a una mujer para que gobierne Cuba después de la muerte de Fidel Castro?

—La candidata perfecta —dijo firmemente Polevoi—. Es secretaria del Comité Central y secretaria del Consejo de Estado. Más importante aún, goza de toda la confianza de Fidel y es idolatrada por el pueblo, por el éxito de sus programas económicos familiares y su fogosa oratoria. Tiene un encanto y un carisma que igualan a los de Castro. Su fidelidad a la Unión Soviética es indiscutible y tendrá todo el apoyo de los militares cubanos.

—Que trabajan para nosotros.

—Que nos pertenecen —le corrigió Polevoi.

—Entonces, estamos comprometidos.

—Sí, camarada presidente.

—¿Y después? —preguntó Antonov.

—Nicaragua, Perú, Chile y, sí, Argentina —dijo Polevoi, entusiasmándose con su tema—. Basta de revoluciones turbulentas, basta de sangrientas guerras de guerrilla. Nos infiltraremos en sus gobiernos y los corroeremos sutilmente desde dentro, cuidando de no provocar la hostilidad de los Estados Unidos. Cuando éstos despierten al fin, será demasiado tarde. Las Américas del Sur y Central serán sólidas extensiones de la Unión Soviética.

—¿Y no del Partido? —preguntó Antonov, en tono de reproche—. ¿Olvida usted la gloria de nuestra herencia comunista, Polevoi?

—El Partido es la base sobre la que hay que construir. Pero no podemos continuar encadenados a una arcaica filosofía marxista que ha tardado cien años en demostrar que es irrealizable. Dentro de una década estaremos en el siglo veintiuno. Ha llegado la hora del frío realismo. Citaré sus propias palabras, camarada presidente, cuando dijo: «Preveo una nueva era de socialismo que barrerá del mundo el odiado azote del capitalismo». Cuba es el primer paso para realizar su sueño de una sociedad mundial dominada por el Kremlin.

—Y Fidel Castro es la barrera en nuestro camino.

—Sí —dijo Polevoi, con una siniestra sonrisa—, pero sólo durante otras cuarenta y ocho horas.

El Air Force One despegó de la base de la Fuerza Aérea en Andrews y giró hacia el sur sobre los históricos montes de Virginia. Temprano por la mañana, el cielo era claro y azul, con sólo unas pocas y desparramadas nubes de tormenta. El coronel de aviación que había pilotado el reactor Boeing bajo tres presidentes, se elevó a once mil metros y dio la hora de llegada a Cabo Cañaveral por el intercomunicador de la cabina.

—¿Vamos a desayunar, caballeros? —preguntó el presidente, señalando hacia un pequeño comedor recientemente instalado en el avión. Su esposa había colgado una lámpara Tiffany art déco, produciendo un ambiente informal y relajado—. Nuestra despensa contiene hasta champaña, si a alguien le apetece.

—Yo preferiría una taza de café bien caliente —dijo Martin Brogan.

Se sentó y sacó una carpeta de su cartera antes de deslizar ésta debajo de la mesa.

Dan Fawcett arrimó una silla a su lado, mientras Douglas Oates se sentaba enfrente, junto al presidente. Un sargento de la Fuerza Aérea con chaqueta blanca sirvió zumo de guayaba, bebida predilecta del presidente, y café. Cada cual pidió su desayuno y todos esperaron a que el presidente iniciase la conversación.

—Bueno —dijo éste, sonriendo—, tenemos que hablar de muchas cosas antes de aterrizar en el Cabo y felicitar a todo el mundo. Por consiguiente, empecemos. Dan, infórmenos sobre el estado del Gettysburg y de los colonos de la Luna.

—He estado toda la mañana hablando por teléfono con oficiales de la NASA —dijo Fawcett, con evidente excitación en el tono de su voz—: Como todos sabemos, Dave Jurgens pudo aterrizar en Key West por la punta de los pelos. Una notable hazaña. La estación aeronaval ha sido cerrada a todo tráfico aéreo o de tierra. Las puertas y las vallas están fuertemente custodiadas por guardias de Marina. El presidente ha ordenado una reserva temporal absoluta sobre la situación hasta que podamos anunciar la existencia de nuestra nueva base lunar.

—Los reporteros deben de estar chillando como buitres heridos —dijo Oates—, queriendo saber por qué aterrizó el vehículo espacial tan lejos del lugar previsto.

—Por supuesto.

—¿Cuándo piensa usted dar la noticia? —preguntó Brogan.

—Dentro de dos días —respondió el presidente—. Necesitamos tiempo para estudiar las enormes implicaciones e interrogar a Steinmetz y a los suyos, antes de entregarlos a los medios de comunicación.

—Si nos demoramos más —añadió Fawcett—, alguien del cuerpo de prensa de la Casa Blanca se irá de la lengua.

—¿Dónde están ahora los colonos de la Luna?

—Sometidos a pruebas médicas en el Centro Espacial Kennedy —respondió Fawcett—. Fueron sacados en avión de Key West junto con la tripulación de Jurgens poco después de que aterrizase el Gettysburg.

Brogan miró a Oates.

—¿Ha dicho algo el Kremlin?

—Hasta ahora ha guardado silencio.

—Será interesante, para variar, ver cómo reaccionan cuando las víctimas son compatriotas suyos.

—Antonov es un perro viejo astuto —dijo el presidente—. Renunciará a una furiosa propaganda acusándonos de asesinar a sus cosmonautas, a cambio de mantener conversaciones secretas en las que pedirá una indemnización consistente en compartir datos científicos.

—¿Se los dará?

—El presidente está moralmente obligado a acceder —dijo Oates.

Brogan pareció horrorizado, lo mismo que Fawcett.

—Ésta no es una cuestión política —dijo Brogan con voz grave—. No hay ninguna regla que diga que hemos de revelar secretos vitales para nuestra defensa nacional.

—En esta ocasión, somos nosotros y no los rusos los malos de la película —protestó Oates—. Estamos a punto de llegar al acuerdo SALT IV para prohibir toda futura instalación de misiles nucleares. Si el presidente hiciese caso omiso de las reclamaciones de Antonov, los negociadores soviéticos harían una de sus famosas escapadas sólo horas antes de firmar el tratado.

—Puede que tenga razón —dijo Fawcett—. Pero ninguno de los relacionados con la Jersey Colony ha estado luchando durante dos decenios para entregarlo todo al Kremlin.

El presidente había seguido la discusión sin interrumpir. Ahora levantó una mano.

—Caballeros, no estoy dispuesto a vender todas las existencias. Pero hay un enorme caudal de información que podemos compartir con los rusos y con el resto del mundo en interés de la humanidad. Descubrimientos médicos y datos geológicos y astronómicos pueden ser difundidos libremente. Pero no se alarmen. No voy a comprometer nuestros programas espaciales y de defensa. Esto permanecerá firmemente en nuestras manos. ¿He hablado claro?

Se hizo un silencio en el pequeño comedor mientras el camarero traía tres humeantes platos de huevos, jamón y pastelillos calientes. Volvió a llenar las tazas de café. En cuanto volvió a la cocina, el presidente suspiró profundamente y miró la mesa delante de Brogan.

—¿No come usted, Martin?

—Generalmente prescindo del desayuno. El almuerzo es mi comida principal.

—No sabe lo que se pierde. Estos pastelillos calientes son ligeros como plumas.

—No, gracias. Seguiré con el café.

—Mientras los demás comemos, ¿por qué no nos informa sobre la operación de Cayo Santa María?

Brogan tomó un sorbo de su taza, abrió la carpeta y resumió su contenido en unas pocas declaraciones concisas.

—Un equipo especial de combate, al mando del coronel Ramón Kleist y dirigido por el comandante Angelo Quintana, desembarcó en la isla a las dos de esta madrugada. A las cuatro y media, las instalaciones de interferencia y escucha por radio, incluida la antena, fueron destruidas, y eliminado todo el personal. La hora no pudo ser más oportuna, pues la última transmisión por radio puso sobre aviso al Gettysburg sólo minutos antes de aterrizar en suelo cubano.

—¿Quién dio el aviso? —le interrumpió Fawcett.

Brogan miró por encima de la mesa y sonrió.

—Dijo llamarse Dirk Pitt.

—¡Dios mío, ese hombre está en todas partes! —exclamó el presidente.

—Jessie LeBaron y dos hombres de NUMA del almirante Sandecker fueron rescatados —siguió diciendo Brogan—. Raymond LeBaron resultó muerto.

—¿Se ha confirmado esto? —preguntó el presidente, con expresión solemne.

—Sí, señor, se ha confirmado.

—Una gran desgracia. Merecía nuestro reconocimiento por su contribución a la Jersey Colony.

—Pero la misión fue un gran éxito —dijo pausadamente Brogan—. El comandante Quintana capturó un caudal de material secreto, incluidas las últimas claves soviéticas. Llegó hace solamente una hora. Los analistas de Langley lo están estudiando ahora.

—Tengo que felicitarle —dijo el presidente—. Su gente ha realizado una hazaña increíble.

—Debería reservar sus alabanzas, señor presidente, hasta que haya oído toda la historia.

—Está bien, Martin. Prosiga.

—Dirk Pitt y Jessie LeBaron… —Brogan hizo una pausa y encogió desalentado los hombros—. No volvieron a la embarcación nodriza con el comandante Quintana y sus hombres.

—¿Murieron en la isla como Raymond LeBaron?

—No, señor. Partieron con los otros, pero cambiaron de rumbo y se dirigieron a Cuba.

—Cuba —repitió el presidente en voz baja. Miró a Oates y a Fawcett, que le miraron a su vez con incredulidad—. Dios mío, Jessie está tratando todavía de entregar nuestra respuesta a la proposición de pacto entre Cuba y los Estados Unidos.

—¿Podrá establecer contacto con Castro? —preguntó Fawcett.

Brogan sacudió dudosamente la cabeza.

—La isla está llena de fuerzas de seguridad, policías y milicianos que registran minuciosamente las carreteras. Serán detenidos dentro de una hora, si pueden eludir las patrullas en la playa.

—Tal vez Pitt tenga suerte —murmuró esperanzado Fawcett.

—No —dijo gravemente el presidente, con semblante preocupado—. Ese hombre ha gastado ya toda la suerte que tenía.

En un pequeño despacho de la sede de la CÍA en Langley, Bob Thornburg, jefe analista de documentos, estaba sentado con los pies cruzados sobre su mesa y leía un montón de material enviado por avión desde San Salvador. Expelió una bocanada de humo azul de su pipa y tradujo los textos rusos.

Revisó rápidamente tres pliegos y tomó un cuarto. El título le intrigó. La redacción era típicamente americana. Era una acción secreta que llevaba por nombre una mezcla de bebidas. Echó una ojeada al final y, de momento, se quedó pasmado. Después dejó la pipa en un cenicero, quitó los pies de la mesa y leyó el contenido del pliego con más atención, frase por frase, y tomando notas en un bloc amarillo.

Casi dos horas más tarde, Thornburg levantó su teléfono y marcó un número interior. Le respondió una mujer, y él le preguntó por el director delegado.

—Eileen, soy Bob Thornburg. ¿Puedo hablar con Henry?

—Está comunicando por otra línea.

—Dígale que me llame lo antes posible; es urgente.

—Se lo diré.

Tornburg recogió sus notas y estaba leyendo por quinta vez el pliego cuando el timbre del teléfono le interrumpió. Suspiró y levantó el auricular.

—Bob, soy Henry. ¿Qué pasa?

—¿Podemos vernos en seguida? Acabo de repasar parte de los datos secretos capturados en la operación de Cayo Santa María.

—¿Algo de valor?

—Digamos una bomba.

—¿Puedes indicarme algo?

—Se refiere a Fidel Castro.

—¿Qué diablura se propone ahora?

—Va a morir pasado mañana.