59

Pitt echó una rápida mirada a su alrededor y volvió al despacho de Velikov. Todos estaban de rodillas, agrupados alrededor de Raymond LeBaron, que yacía en el suelo. Jessie le asía una mano y le murmuraba algo. Gunn miró hacia arriba al oír acercarse a Pitt y sacudió la cabeza.

—¿Qué ha pasado? —preguntó rápidamente Pitt.

—Se puso en pie para ayudarte y recibió la bala que te hirió en la oreja —respondió Giordino.

Antes de arrodillarse, Pitt miró un momento al millonario mortalmente herido. En la ropa que cubría la parte superior del abdomen se extendía una mancha carmesí. Los ojos tenían todavía vida y estaban fijos en el rostro de Jessie. La respiración era rápida y jadeante. Trató de levantar la cabeza para decir algo a Jessie, pero el esfuerzo fue demasiado grande y volvió a reclinarla en el suelo.

Pitt hincó despacio una rodilla al lado de Jessie. Ella se volvió a mirarle y las lágrimas resbalaron por sus pálidas mejillas. Él correspondió brevemente a su mirada, en silencio. No se le ocurría nada que decirle; su mente estaba agotada.

—Raymond trató de salvarte —dijo ella con voz ronca—. Yo sabía que no podrían cambiarle del todo. Al final volvió a ser como antes.

LeBaron tosió; una tos extraña y áspera. Miró a Jessie, turbios los ojos, blanca y exangüe la cara.

—Cuida de Hilda —murmuró—. Lo dejo todo en tus manos.

Antes de que pudiese decir nada más, la habitación retembló con el estruendo de explosiones allá a lo lejos; el equipo de Quintana había empezado a destruir las instalaciones electrónicas en el interior del edificio. Tendrían que marcharse pronto, y no llevarían a Raymond LeBaron con ellos.

Pitt pensó en todos los reportajes de los periódicos y los artículos de las revistas que glorificaban al moribundo que ahora yacía sobre la alfombra como un comerciante de temple de acero que podía levantar o derribar a directivos de corporaciones gigantescas o a políticos de alto nivel en el Gobierno: como un brujo en la manipulación de los mercados financieros del mundo; como un hombre frío y vengativo que había dejado tras de sí los huesos de sus competidores y no había dudado en echar a la calle a miles de sus empleados. Pitt había leído todo esto, pero lo único que veía ahora era un viejo moribundo, una paradoja de la fragilidad humana, que le había robado la esposa a su mejor amigo y después le había matado por un tesoro. Pitt no podía sentir compasión, ni una pizca de emoción, por un hombre semejante.

Ahora el hilo delgado del que pendía la vida de LeBaron estaba a punto de romperse. Pitt se inclinó y acercó los labios a la oreja del viejo potentado.

—La Dorada —murmuró—. ¿Qué hizo con ella?

LeBaron le miró y sus ojos brillaron un instante al pasar por su nublada mente un último recuerdo del pasado. Hizo acopio de fuerzas para responder y su voz fue muy débil. Las palabras brotaron casi en el mismo instante de morir.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Giordino.

—No estoy seguro —respondió Pitt, con expresión perpleja—. Fue algo así como «Look on the main sight»[2].

A los oídos de los cubanos de la isla grande, las detonaciones sonaron como un trueno lejano, y no les prestaron atención. Ninguna erupción volcánica tiñó el horizonte de rojo y naranja; ninguna terrible columna de llamas elevándose en el negro cielo atrajo su curiosidad. El ruido llegó extrañamente sofocado, debido a que el edificio había sido destruido desde el interior. Incluso la tardía destrucción de la gran antena pasó inadvertida.

Pitt ayudó a Jessie a cruzar la playa, seguido de Giordino y de Gunn, que era transportado en una camilla por los cubanos. Quintana se reunió con ellos y prescindió de toda precaución al enfocar a Pitt con los finos rayos de una linterna.

—Debería vendarle la oreja.

—Sobreviviré hasta que lleguemos al TSE.

—Tuve que dejar dos hombres atrás, enterrados donde nadie podrá encontrarlos nunca. Pero volvemos más de los que vinimos. Alguien tendrá que llevar a otro en su Dasher. Tú llevarás a la señora LeBaron, Dirk, El señor Gunn puede navegar conmigo. El sargento López puede…

—El sargento puede ir solo —le interrumpió Pitt.

—¿Solo?

—También nosotros dejamos un hombre atrás —dijo Pitt.

Quintana pasó rápidamente el rayo de su linterna sobre los otros.

—¿Raymond LeBaron?

—No vendrá.

Quintana encogió ligeramente los hombros, inclinó la cabeza delante de Jessie y dijo simplemente:

—Lo siento.

Entonces se volvió y empezó a reunir a sus hombres para el viaje de regreso a la embarcación nodriza.

Pitt sostuvo a Jessie junto a él y dijo amablemente:

—Te pidió que cuidases de su primera esposa, Hilda, que todavía vive.

No pudo ver la sorpresa que se pintó en la cara de ella, pero sí sentir que su cuerpo se ponía rígido.

—¿Cómo lo has sabido? —preguntó ella, con incredulidad.

—La conocí y hablé con ella hace unos días.

Jessie pareció aceptarlo y no le preguntó cómo habría ido a parar a la residencia de ancianos.

—Raymond y yo celebramos la ceremonia y representamos nuestros papeles de marido y mujer. Pero él nunca pudo renunciar completamente a Hilda o divorciarse de ella.

—Un hombre que amaba a dos mujeres.

—De una manera diferente, especial. Era un tigre en los negocios, pero un cordero en la vida del hogar. Raymond se sintió perdido cuando la mente y el cuerpo de Hilda empezaron a deteriorarse. Necesitaba desesperadamente una mujer en la que apoyarse. Empleó su influencia para simular la muerte de Hilda e ingresarla en una residencia bajo el apellido de su primer matrimonio.

—Y entonces entraste tú en escena.

No quería mostrarse frío, pero no estaba afligido.

—Yo ya era parte de su vida —dijo ella, impertérrita—. Yo era uno de los redactores-jefe de Prosperteer. Raymond y yo nos entendíamos desde hacía años. Nos sentíamos bien juntos. Su proposición fue casi como un negocio, un matrimonio simulado de conveniencia; pero pronto se convirtió en algo más, en mucho más. ¿Lo crees?

—Yo no soy quién para dictar sentencias —respondió Pitt a media voz.

Quintana salió de las sombras y tocó el brazo de Pitt.

—Nos ponemos en marcha. Yo llevaré el receptor de radio e iré delante. —Se acercó a Jessie y su voz se suavizó—. Dentro de una hora estará a salvo. ¿Cree que podrá aguantar un poco más?

—Estaré bien. Gracias por su interés.

Arrastraron los Dashers a través de la playa y los metieron en el agua. Quintana dio la orden y todos montaron y partieron sobre el negro mar. Esta vez Pitt iba en retaguardia, mientras Quintana, con los auriculares calados, se dirigía hacia el TSE guiándose por las instrucciones transmitidas por el coronel Kleist.

Dejaron atrás aquella isla de la muerte. El enorme edificio había quedado reducido a un montón de planchas de hormigón derrumbadas. Los aparatos electrónicos y el adornado mobiliario ardían como el fondo de un volcán en extinción debajo de la arena coralina blanqueada por el sol. La antena gigantesca yacía en mil pedazos retorcidos. Sin ninguna posibilidad de reparación. Al cabo de pocas horas, cientos de soldados rusos, conducidos por agentes del GRU, se arrastrarían sobre las ruinas, buscando entre la arena alguna señal que permitiera identificar a las fuerzas responsables de la destrucción. Pero los únicos indicios que encontrarían en su investigación apuntarían directamente a la mente astuta de Fidel Castro y no a la CÍA.

Pitt mantenía los ojos fijos en la luz azul del Dasher que le precedía. Navegaba ahora contra la marea y la pequeña embarcación cabeceaba y remontaba las crestas como en una montaña rusa. El peso añadido de Jessie reducía su velocidad, y Pitt apretaba a fondo el acelerador para no quedar rezagado.

Sólo habían viajado cosa de una milla cuando sintió que una de las manos de Jessie se desprendía de su cintura.

—¿Estás bien? —preguntó.

Por toda respuesta sintió el frío cañón de una pistola apoyado en su pecho, justo por debajo de la axila. Bajó muy despacio la cabeza y miró debajo del brazo. Ciertamente, era el negro perfil de una pistola apoyada en su caja torácica; una Makarov de 9 milímetros, y la mano que la sostenía no temblaba.

—Si no es una impertinencia —dijo Pitt, con auténtica sorpresa—, ¿puedo preguntarte en qué estás pensando?

—En un cambio de plan —respondió ella, con voz grave y tensa—. Nuestro trabajo sólo está realizado a medias.

Kleist paseaba por la cubierta del TSE mientras los componentes del equipo de Quintana subían a bordo y los Dashers eran introducidos rápidamente por una gran escotilla y bajados por una rampa hasta el cavernoso compartimiento de carga. Quintana estuvo dando vueltas alrededor del submarino hasta que no quedó nadie en el agua; sólo entonces fue a la cubierta inferior.

—¿Cómo ha ido la cosa? —preguntó ansiosamente Kleist.

—Como dicen en Broadway, un gran éxito. La destrucción ha sido total. Puede decir a Langley que el GRU ha volado por los aires.

—Buen trabajo —dijo Kleist—. Recibirán una buena recompensa y unas largas vacaciones. Cortesía de Martin Brogan.

—Pitt es quien merece las mayores alabanzas. Nos condujo directamente al salón antes de que los rusos se despertasen. También se dirigió a la radio y avisó a la lanzadera espacial.

—Desgraciadamente, no hay galones para los ayudantes espontáneos —dijo vagamente Kleist. Después preguntó—: ¿Y qué ha sido del general Velikov?

—Se le presume muerto y enterrado bajo los cascotes.

—¿Alguna baja?

—Yo he perdido dos hombres. —Hizo una pausa—. También perdimos a Raymond LeBaron.

—El presidente tendrá un gran disgusto cuando se entere de esta noticia.

—En realidad, fue sobre todo un accidente. Hizo un valeroso pero loco intento de salvar la vida de Pitt, y fue él quien pagó con la suya.

—Así pues, el viejo bastardo ha muerto como un héroe. —Kleist caminó hasta el borde de la cubierta y observó la oscuridad—. ¿Y qué ha sido de Pitt?

—Sufrió una pequeña herida, nada grave.

—¿Y la señora LeBaron?

—Unos pocos días de descanso y algún cosmético para disimular sus moraduras y parecerá como nueva.

Kleist se volvió rápidamente.

—¿Cuándo les vio por última vez?

—Cuando abandonamos la playa. Pitt llevaba a la señora LeBaron con él en su Dasher. Yo navegaba a poca velocidad para que pudiesen seguirnos.

Quintana no pudo verlo, pero los ojos de Kleist se volvieron temerosos, temerosos al darse súbitamente cuenta de que algo andaba terriblemente mal.

—Pitt y la señora LeBaron no han subido a bordo.

—Tienen que haberlo hecho —dijo con inquietud Quintana—. Yo he sido el último en subir.

—Esto no es una explicación —dijo Kleist—. Ellos están todavía ahí fuera, en alguna parte. Y como Pitt no llevaba el receptor de radio en el trayecto de regreso, no podemos guiarle hasta aquí.

Quintana se llevó una mano a la frente.

—Ha sido culpa mía. Yo era el responsable.

—Tal vez sí, tal vez no. Si algo hubiese marchado mal, si su Dasher se hubiese averiado, Pitt habría gritado y usted le habría oído con toda seguridad.

—Tal vez podríamos localizarlos con el radar —sugirió Quintana, esperanzado.

Kleist apretó los puños y se los golpeó.

—Será mejor que nos demos prisa. Quedarnos aquí mucho más tiempo sería un suicidio.

Él y Quintana bajaron rápidamente por la rampa hasta el cuarto de control. El operador del radar estaba sentado delante de una pantalla en blanco. Levantó la cabeza al ver a los dos oficiales que se situaban a su lado, con los semblantes tensos.

—Levante la antena —ordenó Kleist.

—Seremos captados por todas las unidades de radar de la costa cubana —protestó el operador.

—¡Levántela! —repitió vivamente Kleist.

Arriba, una parte de la cubierta se abrió y una antena orientable se desplegó y subió en la punta de un mástil que se elevó casi veinte metros en el aire. Abajo, tres pares de ojos observaron cómo cobraba vida la pantalla.

—¿Qué estamos buscando? —preguntó el operador.

—Faltan dos de nuestras personas —respondió Quintana.

—Son demasiado pequeños para ser vistos.

—¿Y si aumentamos el alcance por ordenador?

—Podemos probar.

—Adelante.

Al cabo de medio minuto, el operador sacudió la cabeza.

—Nada en dos millas.

—Aumente el alcance a cinco.

—Nada.

—Pase a diez.

El operador prescindió de la pantalla de radar y observó atentamente la imagen ampliada del ordenador.

—Bien, distingo un objeto diminuto que es una posibilidad. Nueve millas al sudoeste, torciendo dos-dos-dos grados.

—Tienen que haberse perdido —murmuró Kleist.

El operador de radar sacudió la cabeza.

—No, a menos que estén ciegos o sean completamente estúpidos. El cielo está claro como el cristal. Hasta un boy scout podría encontrar la Estrella Polar.

Quintana y Kleist se irguieron y se miraron con mudo asombro, incapaces de comprender del todo lo que sabían que era verdad. Kleist fue el primero en hacer la ineludible pregunta.

—¿Por qué? —preguntó, perplejo—. ¿Por qué tienen que ir deliberadamente a Cuba?