Velikov y Maisky se hallaban en una galería, tres plantas por encima del centro de escucha electrónica, contemplando un pequeño ejército de hombres y mujeres que manejaban el complicado equipo receptor electrónico. Veinticuatro horas al día, antenas gigantescas emplazadas en Cuba interceptaban las llamadas telefónicas civiles y las señales de radio militares de los Estados Unidos, transmitiéndolas a Cayo Santa María, donde eran descifradas y analizadas por los ordenadores.
—Una obra realmente soberbia, general —dijo Maisky—. Los informes sobre su instalación han sido demasiado modestos.
—No pasa un día sin que continuemos la expansión —dijo orgullosamente Velikov—. Además tenemos una despensa bien abastecida y un centro de cultura física, con equipo de ejercicios y una sauna. Tenemos incluso un salón de entretenimientos y una barbería.
Maisky contempló dos pantallas, de diez por quince pies, instaladas en paredes diferentes. La de la izquierda contenía representaciones visuales generadas por los ordenadores, mientras que la de la derecha mostraba diversos datos e intrincados gráficos.
—¿Ha descubierto su gente la situación de los colonos de la Luna?
El general asintió con la cabeza y levantó un teléfono. Habló unas cuantas palabras por el micrófono mientras contemplaba al atareado equipo de la planta baja. Un hombre que estaba ante una consola miró hacia arriba y agitó una mano. Entonces las dos pantallas se oscurecieron por un breve instante y volvieron a la vida con una nueva exhibición de datos.
—Un informe detallado —dijo Velikov, señalando la pantalla de la derecha—. Podemos captar casi todo lo que es transmitido entre el Control de Houston y sus astronautas. Como puede ver, el transbordador de los colonos de la Luna atracó hace tres horas en la estación espacial.
Maisky estaba fascinado mientras sus ojos recorrían aquella información. Se resistía a aceptar el hecho de que el servicio secreto americano supiese indudablemente tanto, si no más, sobre los esfuerzos espaciales soviéticos.
—¿Transmiten en clave? —preguntó.
—En ocasiones, cuando se trata de una misión militar; pero generalmente la NASA habla claramente con sus astronautas. Como puede ver en la pantalla de datos, el Centro de Control de Houston ha ordenado al Gettysburg que retrase su partida hasta mañana por la mañana.
—Esto no me gusta.
—No veo en ello nada sospechoso. Probablemente, el presidente quiere tener tiempo para organizar una gran campaña de propaganda para anunciar otro triunfo americano en el espacio.
—O pueden estar enterados de nuestras intenciones.
Maisky guardó entonces silencio, sumido en sus pensamientos. Sus ojos tenían una expresión preocupada, y cruzaba y descruzaba nerviosamente las manos.
Velikov le miró, divertido.
—Si esto trastorna de algún modo sus planes, puedo emplear la frecuencia del Control de Houston y transmitir una orden falsa.
—¿Puede hacer esto?
—Sí.
—¿Simular una orden a la lanzadera, para que abandone la estación espacial y regrese a la Tierra?
—Sí.
—¿Y engañar a los jefes de la estación y de la nave, haciéndoles creer que oyen una voz conocida?
—No advertirán la diferencia. Nuestros sintetizadores computarizados tienen grabaciones de transmisiones más que suficientes para imitar perfectamente la voz, el acento y las peculiaridades verbales de al menos veinte oficiales de la NASA.
—¿Y qué puede impedir que el Control de Houston anule la orden?
—Puedo interferir sus transmisiones hasta que sea demasiado tarde para que detengan la nave. Después, si las instrucciones que nos dieron ustedes de nuestros científicos espaciales son correctas, dominaremos sus sistemas de vuelo y la haremos aterrizar en Santa Clara.
Maisky miró larga y fijamente a Velikov. Después dijo:
—Hágalo.
El presidente estaba profundamente dormido cuando sonó suavemente el teléfono en su mesita de noche. Se volvió y miró la esfera fluorescente de su reloj de pulsera. Era la una y diez minutos de la madrugada. Entonces dijo:
—Hable.
Le respondió la voz de Dan Fawcett.
—Siento despertarle, señor presidente, pero ha ocurrido algo que creo que debe usted saber.
—Le escucho. ¿De qué se trata?
—Acabo de recibir una llamada de Irwin Mitchell, de la NASA. Me ha dicho que el Gettysburg ha salido del Columbus y está en órbita, preparándose para el regreso.
El presidente se incorporó de golpe, despertando a su esposa que dormía a su lado.
—¿Quién dio la orden? —preguntó.
—Mitchell no lo sabe. Todas las comunicaciones entre Houston y la estación espacial se han interrumpido a causa de una extraña interferencia.
—Entonces, ¿cómo se ha enterado de la partida de la nave?
—El general Fisher ha estado observando el Columbus, en el Centro de Operaciones Espaciales de Colorado Springs, desde que Steinmetz salió de Jersey Colony. Las sensibles cámaras del Centro captaron el movimiento cuando el Gettysburg abandonó el dique de la estación. Me telefoneó en cuanto le informaron de ello.
El presidente golpeó desesperadamente el colchón.
—¡Maldita sea!
—Me he tomado la libertad de poner sobre aviso a Jess Simmons. Éste ha desplegado ya dos escuadrillas tácticas de la Fuerza Aérea en el aire, para que escolten y protejan la lanzadera en cuanto penetre en la atmósfera.
—¿Cuánto tiempo tenemos antes de que el Gettysburg aterrice?
—Desde la preparación inicial de descenso hasta el aterrizaje, unas dos horas.
—Los rusos están detrás de esto.
—Ésta es la opinión general —reconoció Fawcett—. Todavía no podemos estar seguros, pero todos los indicios señalan a Cuba como la causante del problema de interferencia de la radio de Houston.
—¿Cuándo debe el equipo especial de Brogan atacar Cayo Santa María?
—A las dos.
—¿Quién lleva el mando?
—Discúlpeme un momento; voy a buscar el nombre en el informe de ayer de la CÍA. —Fawcett no tardó más de treinta segundos en volver—. La misión está dirigida por el coronel de Infantería de Marina Ramón Kleist.
—Conozco el nombre. Kleist recibió una Medalla de Honor del Congreso.
—Hay algo más.
—¿Qué?
—Los hombres de Kleist son dirigidos por Dirk Pitt.
El presidente suspiró casi con tristeza.
—Este hombre ha hecho ya demasiado. ¿Es absolutamente necesaria su presencia?
—Sólo Pitt podría hacerlo —dijo Fawcett.
—¿Podrán destruir a tiempo el centro de interferencias?
—Sinceramente, debo confesar que es una cuestión de cara o cruz.
—Dígale a Jess Simmons que esté en el Salón de Guerra —dijo solemnemente el presidente—. Si algo anda mal, temo que, para que el Gettysburg y su valioso cargamento no caigan en manos de los soviéticos, no tendremos más remedio que derribarlo. ¿Me ha entendido, Dan?
—Sí, señor —dijo Fawcett palideciendo repentinamente—. Le transmitiré su mensaje.