Los experimentos espectaculares de la estación espacial Columbus se encontraban en la manufactura de medicamentos exóticos, la obtención de cristales puros para chips semiconductores de ordenador y la observación de los rayos gamma. Pero la actividad corriente de la estación era la reparación de satélites.
Jack Sherman, su comandante, estaba en el módulo cilíndrico de mantenimiento, ayudando a un equipo de ingenieros a sujetar un satélite en su lugar de reparación, cuando una voz sonó en el altavoz central.
—¿Estás disponible, Jack?
—Estoy aquí.
—¿Puedes venir al módulo de mando?
—¿Qué sucede?
—Tenemos algún bromista que se ha introducido en nuestro canal de comunicaciones.
—Pásalo aquí.
—Será mejor que subas.
—Dame un par de minutos.
Asegurado el satélite y cerrada la esclusa de aire, Sherman se quitó el traje presurizado y deslizó las botas en un par de raíles estriados.
Entonces avanzó con lentos movimientos a través del medio ingrávido hasta el centro de la estación.
El primer ingeniero de comunicaciones y electrónica asintió con la cabeza al verle acercarse.
—Escucha esto. —Habló por un micrófono montado en un panel de control—. Por favor, identifíquese otra vez.
Hubo una breve pausa, y después:
—Columbus, aquí Jersey Colony. Pedimos permiso para atracar en su estación.
El ingeniero se volvió y miró a Sherman.
—¿Qué piensas de esto? Debe ser algún chiflado de la Tierra.
Sherman se inclinó sobre el panel.
—Jersey Colony, o como se llamen, éste es un canal privado de la NASA. Están interfiriendo el canal de comunicaciones espaciales. Déjenlo libre, por favor.
—Imposible —dijo aquella voz extraña—. Nuestro vehículo de transferencia lunar se reunirá con ustedes dentro de dos horas. Sírvase instruirnos sobre los procedimientos de amarre.
—Lunar, ¿qué? —La cara de Sherman se contrajo de enojo—. Control de Houston, ¿lo copias?
—Copiamos —dijo una voz del Centro de Control Espacial de Houston.
—¿Qué deduces de esto?
—Estamos tratando de localizarlo, Columbus. Por favor, no se retiren.
—No sé quiénes son ustedes, amigos —gruñó Sherman—, pero se han metido en un buen fregado.
—Me llamo Eli Steinmetz. Por favor, tenga preparada asistencia médica. Llevo dos heridos a bordo.
Sherman descargó un puñetazo sobre el respaldo de la silla del ingeniero.
—Esto es una locura.
—¿Con quién estoy hablando? —preguntó Steinmetz.
—Con Jack Sherman, comandante del Columbus.
—Lamento esta brusca intrusión, Sherman, pero pensé que debía informarles de nuestra llegada.
Antes de que Sherman pudiese replicar, habló el Control de Houston:
—Columbus, las señales no proceden de la Tierra, repito, no proceden de la Tierra. Vienen del espacio, más allá de ustedes.
—Está bien, muchachos, ¿a qué viene esta broma?
Ahora habló el director de Operaciones de Vuelo de la NASA.
—No es una broma. Soy Irwin Mitchell. Prepare a su tripulación para recibir a Steinmetz y sus colonos.
—¿Qué colonos?
—Ya era hora de que apareciese alguien del «círculo privado» —dijo Steinmetz—. Durante un minuto, pensé que tendría que echar la puerta abajo.
—Disculpe, Eli. El presidente creyó que era mejor mantener el secreto hasta que llegasen al Columbus.
—¿Tiene alguien la bondad de decirme qué sucede? —preguntó desesperado Sherman.
—Eli se lo explicará cuando se encuentren —respondió Mitchell. Después se dirigió a Steinmetz—. ¿Cómo están los heridos?
—Descansando cómodamente, pero uno de ellos requerirá una operación quirúrgica importante. Tiene una bala alojada cerca de la base del cráneo.
—Ya lo ha oído, Jack —dijo Mitchell—. Ponga sobre aviso a la tripulación de la lanzadera. Tendrán que adelantar su partida.
—Cuidaré de esto —dijo Sherman. Su voz se serenó y el tono era tranquilo, pero era demasiado inteligente para no estar desconcertado—. Pero ¿de dónde diablos viene esta… esta Jersey Colony?
—¿Me creería si le dijese que de la Luna? —replicó Mitchell.
—No —dijo llanamente Sherman—. No lo creería.
El Salón Theodore Roosevelt, en el ala oeste de la Casa Blanca, fue llamado antaño Salón de los Peces porque contenía acuarios y trofeos de pesca de Franklin Delano Roosevelt. Durante el mandato de Richard Nixon fue amueblado al estilo reina Ana y Chippendale y empleado para reuniones del alto personal.
Las paredes y la alfombra eran de color ladrillo, en tonos claro y oscuro. Un cuadro de la Declaración de Independencia pendía en la pared este, sobre la repisa de madera tallada de la chimenea. Observando severamente la estancia desde la pared sur, veíase a Teddy Roosevelt montado a caballo, en un retrato pintado en París por Tade Styka. El presidente prefería esta habitación íntima a la más formal Sala del Gabinete para discusiones importantes, en parte porque no había ventanas. Ahora estaba sentado a la cabecera de la mesa de conferencias, garrapateando en un bloc. A su izquierda, se hallaba el secretario de Defensa, Jess Simmons. Después venían el director de la CÍA, Martin Brogan, Dan Fawcett y Leonard Hudson. Douglas Oates, secretario de Estado, se sentaba inmediatamente a su derecha, seguido del consejero de Seguridad Nacional, Alan Mercier, y del general de la Fuerza Aérea, Alian Post, que dirigía el programa espacial militar.
Hudson había pasado más de una hora explicando a los hombres del presidente la historia de la Jersey Colony. Al principio, éstos se quedaron pasmados y guardaron silencio. Después se excitaron mucho y lanzaron una andanada de preguntas a las que respondió Hudson, hasta que el presidente ordenó que les sirviesen el almuerzo en aquella misma habitación.
El indecible asombro fue seguido de entusiastas loanzas a Hudson y su «círculo privado», pero poco a poco se impuso la triste realidad al conocerse el conflicto con los cosmonautas soviéticos.
—Cuando los colonos de Jersey hayan regresado sanos y salvos a Cabo Cañaveral —dijo el presidente—, tal vez podré apaciguar a Antonov ofreciéndole compartir algunos de los numerosos datos obtenidos por Steinmetz y su equipo.
—¿Por qué hemos de regalarles algo? —preguntó Simmons—. Ya nos han robado bastante tecnología.
—No niego su latrocinio —replicó el presidente—, pero si nuestras posiciones estuviesen invertidas, no permitiría que se saliesen de rositas después de matar a catorce de nuestros astronautas.
—Yo estoy con usted, señor presidente —dijo el secretario de Estado, Oates—. Pero si ustedes estuviesen realmente en su lugar, ¿qué clase de represalia tomarían?
—Muy sencillo —dijo el general Post—. Si yo fuese Antonov, ordenaría que Columbus fuese borrado del cielo.
—Una idea abominable, pero que hemos de tomar en serio —dijo Brogan—. Los líderes soviéticos deben pensar que tienen derecho a destruir la estación y a todos los que están a bordo.
—O la lanzadera y su tripulación —añadió Post.
El presidente miró fijamente al general.
—¿Pueden ser defendidos el Columbus y el Gettysburg?
Post sacudió ligeramente la cabeza.
—Nuestro sistema de defensa láser rayos X no será eficaz hasta dentro de catorce meses. Mientras estén en el espacio, tanto la estación como la lanzadera serán vulnerables a los satélites asesinos Cosmos 1400 de la Unión Soviética. Sólo podremos proteger con eficacia al Gettysburg después de que entre en la atmósfera terrestre.
El presidente se volvió a Brogan.
—¿Qué dice usted, Martin?
—No creo que ataquen el Columbus. Se expondrían demasiado a que nosotros tomásemos represalias contra la estación Salyut 10. Yo digo que tratarán de destruir la lanzadera.
Se hizo un silencio helado en el Salón Roosevelt, mientras cada uno de los presentes debatía sus propios pensamientos. Entonces, la cara de Hudson adquirió una expresión inspirada, y golpeó la mesa con su pluma.
—Creo que hemos pasado algo por alto —dijo, en tono flemático.
—¿Qué? —preguntó Fawcett.
—El verdadero objetivo de su ataque contra la Jersey Colony.
Brogan tomó la palabra.
—Salvar su prestigio destruyendo todo rastro de nuestra hazaña en el espacio —dijo.
—No destruir, sino robar —dijo enérgicamente Hudson—. Asesinar a los colonos no era un castigo de ojo por ojo, diente por diente. Jess Simmons dio en el clavo. Según la manera de pensar del Kremlin, lo vital era apoderarse de la base intacta con el fin de aprovecharse de la tecnología, los datos y los resultados de una inversión de miles de millones de dólares y de veinticinco años de trabajo. Éste era su objetivo. La venganza era algo secundario.
—Es una buena teoría —dijo Oates—. Salvo que, con los colonos volviendo a la Tierra, Jersey Colony está a su alcance.
—Empleando nuestro vehículo de transporte lunar, podemos tener otro equipo en el lugar dentro de dos semanas —dijo Hudson.
—Pero tengamos en cuenta a los dos cosmonautas que están todavía en Selenos 8 —dijo Simmons—. ¿Qué va a impedirles bajar y apoderarse de la colonia abandonada?
—Disculpe —respondió Hudson—. Olvidé decirles que Steinmetz transportó a los cinco rusos muertos a la cápsula lunar y los introdujo en ella. Después obligó a los tripulantes supervivientes a elevarse y volver a la Tierra, amenazándoles con hacerles pedazos en la superficie de la Luna con el último cohete de su lanzador.
—El sheriff limpiando la población —dijo Brogan con admiración—. Ardo en deseos de conocer a ese hombre.
—Pero fue a costa de algo —dijo Hudson, a media voz—. Steinmetz trae dos heridos graves y un cadáver.
—¿Cuál es el nombre del muerto? —preguntó el presidente.
—Doctor Kurt Perry. Un brillante bioquímico.
El presidente se dirigió a Fawcett.
—Tenemos que hacer que reciba los honores debidos.
Hubo una breve pausa y, después, Post llevó de nuevo la discusión a su cauce.
—Está bien; si los soviéticos no pueden apoderarse de la Jersey Colony, ¿qué les queda?
—El Gettysburg —respondió Hudson—. Los rusos tienen todavía una posibilidad de apoderarse de un verdadero tesoro en datos científicos.
—¿Secuestrar la lanzadera en el aire? —preguntó sarcásticamente Simmons—. No sabía que tuviesen a Buck Rogers de su parte.
—No le necesitan —replicó Hudson—. Técnicamente, es posible programar una desviación en los sistemas de dirección de vuelo. Se puede engañar a los ordenadores y hacer que envíen una señal equivocada a los aparatos de dirección, a los impulsores y a otros elementos, para controlar el Gettysburg. Hay mil maneras diferentes de desviar la lanzadera unos pocos grados de su rumbo. Dependiendo de la distancia a que se encuentre del lugar de aterrizaje, podría ser desviado hasta mil millas del aeródromo espacial Kennedy, de Cabo Cañaveral.
—Pero los pilotos pueden prescindir del sistema automático y aterrizar con control manual —protestó Post.
—No si les engañan y les hacen creer que el Control de Houston está dirigiendo su vuelo de regreso.
—¿Es esto posible? —preguntó el presidente, con incredulidad.
Alan Mercier asintió con la cabeza.
—Es posible, si los soviéticos tienen transmisores locales con capacidad para dominar los aparatos electrónicos internos de la lanzadera e interferir todas las señales del Control de Houston.
El presidente intercambió una mirada lúgubre con Brogan.
—Cayo Santa María —murmuró tristemente Brogan.
—Una isla situada al norte de Cuba y en la que hay una poderosa instalación de transmisiones y de escucha, con los hombres necesarios para hacer el trabajo —explicó el presidente a los demás.
—Tal vez no se habrán enterado de que nuestros colonos han abandonado la colonia —dijo, esperanzado, Fawcett.
—Lo saben —respondió Hudson—. Desde que sus satélites de escucha fueron dirigidos hacia la Jersey Colony, han registrado todas nuestras transmisiones.
—Tendremos que concebir un plan para neutralizar el equipo de la isla —sugirió Post.
Brogan sonrió.
—Sólo que ocurre que hay una operación en marcha.
Post sonrió a su vez.
—Si está proyectando lo que me imagino, me gustaría saber cuándo.
—Se dice…, es solamente un rumor, compréndalo, que las fuerzas militares cubanas van a lanzar una misión de ataque y destrucción después de la medianoche de hoy, aunque no se sabe exactamente cuándo.
—¿Y cuál es la hora de la partida de la lanzadera para casa? —preguntó Slan Mercier.
—Las cinco de la madrugada de mañana —respondió Post.
—Esto resuelve la cuestión —dijo el presidente—. Informa al comandante del Columbus que retenga al Gettysburg en la plataforma de amarre hasta que podamos estar seguros de su regreso a salvo.
Todos los que se hallaban sentados alrededor de la mesa parecieron satisfechos de momento, salvo Hudson. Éste tenía la expresión del muchacho a quien el perrero del distrito acaba de quitar su perrito mimado.
—Sólo desearía —dijo, a nadie en particular— que todo fuese tan sencillo.