Fidel Castro estaba repantigado en una silla y miraba pensativamente por encima de la popa de un yate de quince metros de eslora. Estaba bien sujeto por los hombros y sus manos enguantadas sostenían flojamente la pesada caña de fibra de vidrio, cuyo hilo se extendía desde un gran carrete hasta la chispeante estela. El cebo destinado a los delfines fue atrapado por una barracuda que pasaba, pero a Castro no pareció importarle. Estaba pensando en otras cosas.
El cuerpo musculoso que antaño le había valido el título de «mejor atleta universitario de Cuba» se había ablandado y engordado con la edad. Los rizados cabellos y la hirsuta barba eran ahora grises, pero el fuego revolucionario seguía ardiendo en sus ojos negros con el mismo brillo que cuando había bajado de las montañas de Sierra Maestra treinta años atrás.
Llevaba solamente una gorra de béisbol, un pantalón de baño, unas zapatillas viejas y unas gafas de sol. La colilla de un habano apagado pendía de la comisura de sus labios. Se volvió y se protegió los ojos de la brillante luz del sol tropical.
—¿Quieres que no siga con el internacionalismo? —preguntó sobre el apagado zumbido de los dos motores Diesel—. ¿Que renuncie a nuestra política de extender la influencia de Cuba en el extranjero? ¿Es esto lo que quieres?
Raúl Castro estaba sentado en una tumbona, sosteniendo una botella de cerveza.
—No que renuncies, sino que bajes sin ruido el telón sobre nuestros compromisos en el extranjero.
—Mi hermano, el duro revolucionario. ¿Qué es lo que te ha hecho cambiar de opinión?
—Los tiempos cambian —dijo simplemente Raúl.
Frío y reservado en público, el hermano menor de Fidel era ingenioso y campechano en privado. Tenía los cabellos negros, lisos y cortos sobre las orejas. Raúl observaba el mundo con sus ojos negros y redondos de duendecillo. Lucía un fino bigote cuyas afiladas puntas terminaban precisamente encima de las comisuras de los labios.
Fidel se enjugó con el dorso de una mano unas pocas gotas de sudor que se habían pegado a sus cejas.
—No puedo ignorar el enorme coste en dinero y en vidas de nuestros soldados. ¿Y qué me dices de nuestros amigos de África y de las Américas? ¿Debo volverles la espalda como a nuestros muertos en Afganistán?
—El precio que pagó Cuba por su intervención en movimientos revolucionarios supera con mucho a las ganancias. Favorecimos a nuestros amigos en Angola y en Etiopía. ¿Qué harán ellos por nosotros en pago de aquello? Ambos sabemos que la respuesta es: nada. Tenemos que reconocer, Fidel, que hemos cometido errores. Yo seré el primero en reconocer los míos. Pero, por el amor de Dios, reduzcamos nuestras pérdidas y convirtamos Cuba en una gran nación socialista que sea envidia del Tercer Mundo. Conseguiremos mucho más haciendo que sigan nuestro ejemplo que dándoles la sangre de nuestro pueblo.
—Me estás pidiendo que vuelva la espalda a nuestro honor y a nuestros principios.
Raúl hizo rodar la fresca botella sobre su sudorosa frente.
—Seamos francos, Fidel. De los principios ya nos hemos olvidado más de una vez, cuando ha sido en interés de la revolución. Si no cambiamos pronto de rumbo y vigorizamos nuestra economía estancada, el descontento del pueblo puede convertirse en inquietud, a pesar de lo mucho que te quieren.
Fidel escupió la colilla del cigarro por encima de la popa e hizo ademán a un marinero para que le trajese otro.
—Al Congreso de los Estados Unidos le encantaría ver al pueblo volviéndose contra mí.
—El Congreso se preocupa de esto mucho menos que el Kremlin —dijo Raúl—. Dondequiera que mire encuentro un traidor en el bolsillo de Antonov. Ni siquiera puedo ya confiar en mis propios agentes de seguridad.
—Cuando el presidente y yo acordemos y firmemos el pacto entre Cuba y los Estados Unidos, nuestros amigos soviéticos se verán obligados a aflojar sus tentáculos de nuestro cuello.
—¿Cómo puedes llegar a un acuerdo con él, si te niegas a sentarte a negociar?
Fidel hizo una pausa para encender el nuevo cigarro que le había traído el marinero.
—Probablemente, el presidente se ha convencido ya de que mi ofrecimiento de romper nuestros lazos con la Unión Soviética, a cambio de la ayuda económica de los Estados Unidos y de unas relaciones comerciales abiertas, es auténtico. Si parezco demasiado ansioso de celebrar una reunión, pondrán condiciones imposibles. Dejemos que esté en ascuas durante un tiempo. Cuando se dé cuenta de que no me arrastro sobre la estera de la puerta de la Casa Blanca, arriará velas.
—El presidente estará todavía más ansioso de llegar a un acuerdo cuando se entere de la desaforada intromisión de los compinches de Antonov en nuestro régimen.
Fidel levantó el cigarro para recalcar sus palabras.
—Precisamente por eso he dejado que ocurriese aquello. Jugar con el miedo de los americanos al establecimiento de un gobierno títere de los soviéticos nos beneficiará indudablemente.
Raúl vació la botella de cerveza y la arrojó por encima de la borda.
—Pero no esperes demasiado tiempo, hermano, o nos encontraremos sin trabajo.
—Esto no ocurrirá nunca. —La cara de Fidel se torció en una jactanciosa sonrisa—. Yo soy el pegamento que mantiene de una pieza la revolución. Lo único que tengo que hacer es dirigirme al pueblo y denunciar a los traidores y al complot soviético para socavar nuestra sagrada soberanía. Y entonces tú, como presidente del Consejo de Ministros, anunciarás la ruptura de todos los lazos con el Kremlin. El descontento que pueda haber será sustituido por un regocijo nacional. Con un golpe de hacha habré cortado la importante deuda que tenemos con Moscú y eliminado el embargo comercial de los Estados Unidos.
—Mejor que sea pronto.
—En mi discurso durante las celebraciones del Día de la Educación —replicó Fidel.
Raúl comprobó el calendario de su reloj.
—Dentro de cinco días.
—Una oportunidad perfecta.
—Pero me sentiría más tranquilo si pudiese sondear lo que piensa de tu proposición el presidente.
—Tú te encargarás de ponerte en contacto con la Casa Blanca y convenir una reunión con sus representantes durante las fiestas del Día de la Educación.
—Antes de tu discurso, supongo.
—Desde luego.
—¿No te parece que estás tentando al destino al esperar hasta el último momento?
—Él me sacará las castañas del fuego —dijo Fidel, entre una nube de humo—. Mira las cosas como son. Mi regalo de aquellos tres cosmonautas soviéticos debería haberle demostrado mis buenas intenciones.
Raúl frunció el entrecejo.
—Podría ser que ya nos hubiese enviado su respuesta. Fidel se volvió y le miró airadamente.
—Esto es nuevo para mí.
—No te lo había dicho porque era solamente una suposición —dijo nerviosamente Raúl—. Pero sospecho que el presidente empleó el dirigible de Raymond LeBaron para enviarnos un mensajero a espaldas del servicio secreto soviético.
—¡Dios mío! ¿No fue destruido por uno de nuestros helicópteros de vigilancia?
—Una pifia estúpida —confesó Raúl Castro—. No hubo supervivientes.
La cara de Fidel reflejó confusión.
—Entonces, ¿cómo es que el Departamento de Estado nos acusa de haber capturado a la señora LeBaron y a sus acompañantes?
—No tengo la menor idea.
—¿Por qué no se me informa de estos asuntos?
—El informe te fue enviado, pero, como tantos otros, no lo leíste. Es difícil hablar contigo, hermano, y tu interés por los detalles no es lo que solía ser.
Fidel enroscó furiosamente el hilo y soltó las correas que le sujetaban a la silla.
—Dile al capitán que volvemos a puerto.
—¿Qué pretendes hacer?
Fidel sonrió sin soltar el cigarro.
—Ir a cazar patos.
—¿Ahora? ¿Hoy?
—En cuanto lleguemos a tierra, iré a enterrarme en mi refugio, fuera de La Habana, y tú vendrás conmigo. Permaneceremos recluidos, sin recibir llamadas telefónicas ni celebrar reuniones hasta el Día de la Educación.
—¿Crees que es prudente dejar colgado al presidente y desentendernos de la amenaza interna de los soviéticos?
—¿Qué mal puede haber en ello? Las ruedas de las relaciones extranjeras americanas giran como las de una carreta tirada por bueyes. Con su enviado muerto, sólo puede quedarse de cara a la pared y esperar mi nueva iniciativa. En cuanto a los rusos, todavía no es el momento oportuno para su maniobra. —Golpeó ligeramente el hombro de Raúl—. Anímate, hermanito. ¿Qué puede ocurrir en los próximos cinco días que tú y yo no podamos controlar?
Raúl se lo preguntó vagamente. También se preguntó cómo podía sentirse helado como una tumba bajo el sol abrasador del Caribe.
Poco después de medianoche, el general Velikov se puso rígidamente en pie junto a su mesa cuando se abrieron las puertas del ascensor y Lyev Maisky entró en el despacho.
Velikov le saludó fríamente.
—Camarada Maisky. Es un placer inesperado.
—Camarada general.
—¿Puedo ofrecerle algún refresco?
—Esta humedad es una maldición —respondió Maisky, enjugándose la frente con una mano y observando el sudor en sus dedos—. No me vendría mal un vaso de vodka helado.
Velikov levantó un teléfono y dio una breve orden. Después señaló un sillón.
—Por favor, póngase cómodo.
Maisky se dejó caer pesadamente en un blando sillón de cuero y bostezó debido al largo trayecto en avión.
—Lamento que no haya sido informado de mi llegada, general, pero el camarada Polevoi pensó que era mejor no exponernos a que fuesen interceptadas y descifradas sus nuevas instrucciones por los servicios de escucha de la Agencia de Seguridad Nacional norteamericana.
Velikov arqueó las cejas como tenía por costumbre y dirigió a Maisky una mirada cautelosa.
—¿Nuevas instrucciones?
—Sí, una operación muy complicada.
—Espero que el jefe de la KGB no me ordene aplazar el proyecto de asesinato de Castro.
—En absoluto. En realidad, me han pedido que le diga que los barcos con el cargamento necesario para la misión llegarán al puerto de La Habana medio día antes de lo previsto.
Velikov asintió satisfecho con la cabeza.
—Así tendremos más tiempo.
—¿Han tenido algún problema? —preguntó Maisky.
—Todo se desarrolla normalmente.
—¿Todo? —repitió Maisky—. Al camarada Polevoi no le gustó la huida de uno de sus prisioneros.
—No tiene que preocuparse. Un pescador encontró el cuerpo del fugitivo en sus redes. El secreto de esta instalación es todavía seguro.
—¿Y qué me dice de los otros? Debe saber que el Departamento de Estado exige a las autoridades cubanas su liberación.
—Un burdo farol —replicó Velikov—. La CÍA no tiene el menor indicio de que los intrusos están todavía vivos. El hecho de que Washington pida su liberación a los cubanos, en vez de a nosotros, demuestra que están disparando a ciegas.
—La cuestión es saber contra qué están disparando. —Maisky hizo una pausa y sacó una pitillera de platino del bolsillo. Encendió un cigarrillo largo y sin filtro y exhaló el humo hacia el techo—. Nada debe retrasar Ron y Cola.
—Castro hablará según lo prometido.
—¿Puede estar seguro de que no cambiará de idea?
—Si la historia se repite, pisamos terreno firme. El jefe máximo todavía no ha perdido ninguna oportunidad de pronunciar un discurso.
—Pero puede producirse un accidente, una enfermedad o un huracán.
—Algunas cosas escapan al control humano, pero no pienso fracasar.
Un guardia uniformado apareció con una botella de vodka fría y un vaso sobre una capa de hielo.
—¿Sólo un vaso, general? ¿No beberá conmigo?
—Tal vez un coñac, más tarde.
Velikov esperó pacientemente hasta que Maisky hubo consumido un tercio de la botella. Después se lanzó.
—¿Puedo pedir al delegado del Primer Directorio que me ilustre sobre esta nueva operación?
—Desde luego —dijo amablemente Maisky—. Tiene que emplear todos los medios electrónicos de que dispone para obligar a la nave espacial de los Estados Unidos a aterrizar en territorio cubano.
—¿He oído bien? —preguntó pasmado Velikov.
—El camarada presidente Antonov le ordena que irrumpa en los sensores computerizados de control de la lanzadera espacial Gettysburg, entre su regreso a la atmósfera y su acercamiento a Cabo Cañaveral, y la dirija de manera que aterrice en nuestro aeródromo militar de Santa Clara.
Frunciendo desconcertado el entrecejo, Velikov miró a Maisky como si el delegado de la KGB estuviese loco.
—Si me permite decirlo, es el plan más disparatado que haya concebido nunca el Directorio.
—Sin embargo, todo ha sido estudiado por nuestros científicos espaciales —dijo a la ligera Maisky. Apoyó el pie en una gran cartera que traía—. Todos los datos están aquí para la programación de sus ordenadores y el adiestramiento de su personal.
—Mis hombres son ingenieros de comunicaciones. —Velikov parecía perplejo—. No saben nada sobre dinámica del espacio.
—No hace falta que lo sepan. Los ordenadores se encargarán de ello. Lo más importante es que su equipo de la isla tenga capacidad para anular al Centro de Control Espacial de Houston y tomar el mando de la nave.
—¿Cuándo se presume que ha de ocurrir esto?
—Según la NASA, el Gettysburg iniciará su reentrada en la atmósfera aproximadamente dentro de veintinueve horas.
Velikov asintió sencillamente con la cabeza. La impresión había pasado rápidamente, y había recobrado el control total, la tranquilidad y la viveza mental del profesional cabal.
—Desde luego, prestaré toda mi colaboración; pero me atrevo a decir que se necesitará algo más que un milagro corriente para realizar lo increíble.
Maisky bebió otro vaso de vodka y rechazó el pesimismo de Velikov con un ademán.
—Hay que tener fe, general, no en los milagros, sino en la inteligencia de los científicos y los ingenieros soviéticos. Esto es lo que pondrá a la nave espacial más adelantada de América en una pista de aterrizaje en Cuba.
Giordino contempló recelosamente el plato que tenía sobre las rodillas.
—Primero nos dan bazofia, y ahora, solomillo y huevos. No me fío de esos bastardos. Probablemente lo han sazonado con arsénico.
—Un truco para levantarnos antes de volver a derribarnos —dijo Gunn, hincando vorazmente los dientes en la carne—. Pero voy a olvidarme de esto.
—Hoy es el tercer día que el verdugo de la habitación número seis nos ha dejado en paz. Hay algo que huele mal.
—¿Preferirías que te rompiese otra costilla? —murmuró Gunn, entre dos bocados.
Giordino pinchó los huevos con el tenedor y los probó.
—Probablemente nos engordan para la matanza.
—Quiera Dios que hayan dejado también en paz a Jessie.
—A los sádicos como Gly les encanta pegar a las mujeres.
—¿Te has preguntado alguna vez por qué no está nunca Velikov presente durante las actuaciones de Gly?
—Es típico de los rusos dejar que un extranjero haga el trabajo sucio, o tal vez no puede soportar la vista de la sangre. ¿Cómo puedo saberlo?
La puerta se abrió de pronto y Foss Gly entró en la celda. Sus labios gruesos y salientes se abrieron en una sonrisa, y las pupilas de sus ojos eran hondas, negras y vacías.
—¿Les gusta su comida, caballeros?
—Se ha olvidado del vino —dijo desdeñosamente Giordino—. Y el solomillo me gusta más crudo.
Gly se acercó más y, antes de que Giordino pudiese adivinar sus intenciones, descargó el puño en un furioso revés contra su caja torácica.
Giordino jadeó y todo su cuerpo se contrajo en un espasmo convulsivo. Su cara palideció, y sin embargo, increíblemente, esbozó una sonrisa torcida, mientras fluía entre el vello de su barba sin afeitar la sangre que brotaba de donde sus dientes habían mordido el labio inferior.
Gunn se incorporó en su litera sobre un brazo y arrojó el plato de comida contra la cabeza de Gly. Los huevos se estrellaron en la mejilla del verdugo y la carne a medio consumir le dio en la boca.
—Una reacción estúpida —dijo Gly, en un furioso murmullo—. Y lo lamentarás.
Se agachó, agarró el tobillo roto de Gunn y lo torció cruelmente.
Gunn apretó los puños, sus ojos se nublaron de dolor, pero no dijo nada. Gly se echó atrás y se quedó estudiándolo. Parecía fascinado.
—Eres duro, muy duro, para ser tan pequeño.
—Vuelve a tu agujero, babosa —farfulló Giordino, todavía recobrando su aliento.
—Tercos, muy tercos —suspiró cansadamente Gly. Por un breve segundo, sus ojos adquirieron una expresión pensativa; después volvió el negro vacío, frío y maligno como esculpido en una estatua—. Ah, sí, habéis hecho que me distrajese. He venido a daros noticias de vuestro amigo Dirk Pitt.
—¿Qué ha sido de él?
—Trató de escapar y se ahogó.
—Mientes —dijo Gunn.
—Un pescador de las Bahamas lo encontró. El Consulado americano ha identificado ya el cadáver, o lo que quedaba de él después de haber sido pasto de los tiburones. —Se enjugó el huevo de la cara, agarró el solomillo del plato de Giordino, lo arrojó al suelo y lo aplastó con la bota—. Bon appétit, caballeros.
Salió de la celda y cerró la puerta a su espalda.
Giordino y Gunn se miraron en silencio durante largo rato, hasta que se hizo súbitamente la luz en sus cerebros. Entonces sus caras se iluminaron con amplias sonrisas que pronto se convirtieron en carcajadas.
—¡Lo ha conseguido! —gritó Giordino, con un entusiasmo que mitigaba su dolor—. ¡Dirk ha podido volver a casa!