48

Después de volver a la entrada de la sede subterránea de Jersey Colony, Steinmetz aparcó tranquilamente el vehículo lunar y penetró despacio en el interior. Se tomó tiempo, casi sintiendo la mirada de Leuchenko observando todos sus movimientos. En cuanto se hubo perdido de vista de los rusos, se detuvo en seco en la esclusa de aire y pasó rápidamente por un pequeño túnel lateral que se elevaba gradualmente a través de la vertiente interior del cráter. Al pasar, levantaba nubéculas de polvo que llenaban el estrecho pasadizo, y tenía que limpiar continuamente el cristal del casco para poder ver algo.

Cincuenta pasos y un minuto más tarde, se agachó y se arrastró por una abertura que conducía a una pequeña cornisa camuflada con un gran paño gris que imitaba perfectamente la superficie circundante. Otro personaje uniformado yacía allá boca abajo, observando a través de la mira telescópica de un fusil.

Willie Shea, el geofísico de la colonia, no se dio cuenta de otra presencia hasta que Steinmetz se sentó a su lado.

—Creo que no has causado mucha impresión —dijo, con ligero acento bostoniano—. Los eslavos están a punto de atacar nuestra casa.

Desde su elevado punto de observación, Steinmetz pudo ver claramente cómo avanzaban Leuchenko y sus hombres por el valle. Lo hacían como cazadores detrás de su presa, sin intentar valerse del suelo elevado de las vertientes del cráter. Las piedras sueltas habrían hecho demasiado lenta la marcha. En vez de esto, saltaban en el llano, corriendo en zigzag, arrojándose al suelo cada diez o quince metros y aprovechando todas las rocas y anfractuosidades del terreno. A un tirador experto le habría sido casi imposible acertar a aquellas figuras que oscilaban y se escabullían.

—Dispara un tiro a un par de metros por delante del primer hombre —dijo Steinmetz—. Quiero observar su reacción.

—Si conocen nuestra frecuencia, les revelaremos todos nuestros movimientos —protestó Shea.

—No han tenido tiempo de buscar nuestra frecuencia. Cállate y dispara.

Shea se encogió de hombros dentro del traje lunar, miró a través de la retícula de la mira telescópica y apretó el gatillo. El disparo fue extrañamente silencioso, porque no había aire en la Luna para transmitir ondas sonoras.

Una nubécula de polvo se elevó delante de Leuchenko, que echó inmediatamente cuerpo a tierra. Sus hombres le imitaron y miraron por encima de sus armas automáticas, esperando que siguiesen disparando contra ellos. Pero no ocurrió nada.

—¿Alguien ha visto desde dónde han disparado? —preguntó Leuchenko.

Todas las respuestas fueron negativas.

—Están midiendo la distancia —dijo el sargento Iván Ostrovski. Veterano curtido en la lucha de Afganistán, no podía creer que estuviese ahora combatiendo en la Luna. Señaló con un dedo afilado el suelo a unos doscientos metros delante de ellos—. ¿Qué le dicen esas rocas de colores, comandante?

Por primera vez advirtió Leuchenko varias rocas desparramadas en una línea irregular a través del valle y pintadas de un vivo color naranja.

—Dudo de que esto tenga algo que ver con nosotros —dijo—. Probablemente las han puesto allí para hacer algún experimento.

—Yo creo que el disparo se hizo de arriba abajo —dijo Petrov. Leuchenko tomó sus gemelos, los puso en el trípode y resiguió cuidadosamente la ladera y la cima del cráter. El sol era de un blanco resplandeciente, pero, sin aire para difundir la luz, un astronauta de pie en la sombra de una formación rocosa habría sido casi invisible.

—No se ve nada —dijo al fin.

—Si están esperando a que cerremos la brecha, es que deben conservar algunas municiones.

—Trescientos metros más adelante sabremos qué clase de recepción nos tienen preparada —murmuró Leuchenko—. En cuanto nos pongamos a cubierto en los invernaderos, no podrán vernos desde la entrada de la cueva. —Se incorporó sobre una rodilla y agitó un brazo—. Desplegaos y manteneos alerta.

Los cinco combatientes soviéticos se pusieron en pie de un salto y se desplegaron. Al llegar a las rocas de color naranja, otro disparo se estrelló en la fina arena delante de ellos, por lo que se arrojaron al suelo, en una línea quebrada de figuras blancas, con los cristales del casco resplandeciendo bajo los intensos rayos del sol.

Solamente un centenar de metros les separaban de los invernaderos, pero las náuseas les restaban energía. Eran luchadores tan duros como el que más, pero tenían que enfrentarse con el mareo del espacio al mismo tiempo que con un medio ambiente desconocido. Leuchenko sabía que podía contar con ellos más allá de los límites de resistencia. Pero si no conseguían entrar en la atmósfera segura de la colonia dentro de la próxima hora, tendría pocas probabilidades de volver a su cápsula de alunizaje antes de que se agotasen los sistemas que eran vitales para ellos. Les dio un minuto de descanso, mientras examinaba de nuevo el terreno que tenía delante.

Leuchenko era experto en oler trampas. Había estado a punto de que lo matasen en tres ocasiones diferentes, en emboscadas tendidas por los rebeldes afganos, y había aprendido el arte de percibir el peligro.

No fue lo que sus ojos podían ver, sino lo que no veían lo que hizo sonar un timbre de alarma en su cabeza. Los dos disparos no concordaban con una táctica impremeditada. Consideró que habían sido deliberados. ¿Una tosca advertencia? No; tenían que significar algo más, especuló. ¿Tal vez una señal?

El traje y el casco que entorpecían sus movimientos le irritaban. Añoraba su cómodo y eficaz equipo de combate, pero comprendía que no habría podido proteger su cuerpo del calor abrasador y de los rayos cósmicos. Al menos por cuarta vez, la bilis subió a su garganta, y sintió náuseas al obligarse a tragarla.

La situación era infernal, pensó furiosamente. Nada era de su gusto. Sus hombres estaban expuestos en campo abierto. No había recibido información sobre las armas de los americanos, salvo lo que se decía sobre un lanzador de cohetes. Ahora les habían atacado con armas de poco calibre. El único consuelo de Leuchenko era que los colonos parecían emplear un fusil o tal vez incluso una pistola. Si hubiesen poseído una ametralladora, habrían podido derribar a los soviéticos cien metros antes. Y el lanzador de cohetes. ¿Por qué no habían hecho uso de él? ¿A qué estaban esperando?

Lo que más le preocupaba era la ausencia de todo movimiento por parte de los colonos. Los invernaderos y los pequeños módulos de laboratorio alrededor de la entrada de la cueva parecían desiertos.

—A menos que veáis un objeto —ordenó—, no disparéis hasta que lleguemos a cubierto. Entonces nos reagruparemos y atacaremos las dependencias principales.

Leuchenko esperó a que cada uno de sus cuatro hombres indicasen que le habían comprendido, y entonces les dio la señal de avanzar.

El cabo Mikhail Yushchuk estaba a unos treinta metros detrás y a igual distancia del hombre que tenía a su izquierda. Se levantó y empezó a correr agachado. Sólo había dado unos cuantos pasos cuando sintió como un pinchazo en el riñón. Entonces se repitió la dolorosa sensación. Se llevó una mano a la espalda, justo por debajo de la mochila. Su visión empezó a nublarse y su respiración se hizo jadeante mientras su traje presurizado empezaba a deshincharse. Cayó de rodillas y, aturdido, se miró la mano. El guante estaba empapado en sangre que ya humeaba y se coagulaba bajo el calor abrasador del sol.

Yushchuk trató de avisar a Leuchenko, pero le falló la voz. Se derrumbó sobre el polvo gris, reconociendo vagamente una figura en traje espacial que se erguía sobre él con un cuchillo. Entonces perdió el mundo de vista.

Steinmetz presenció la muerte de Yushchuk desde su observatorio y dio una serie de rápidas órdenes por medio del transmisor de su casco.

—Bien, Dawson, tu hombre está a tres metros a la izquierda y a dos metros delante de ti. Gallagher, está a siete metros a tu derecha y avanzando. Calma, calma; va directamente hacia Dawson. Bien, acabad con él.

Observó cómo dos de los colonos se materializaban como por arte de magia y atacaban a uno de los soviéticos que se había retrasado ligeramente en relación con sus camaradas.

—Dos de menos; quedan tres —murmuró Steinmetz para sí.

—Estoy apuntando al hombre que va delante —dijo Shea—. Pero no puedo estar seguro de acertarle a menos que se detenga un segundo.

—Dispara otra vez, pero ahora más cerca, para que se echen al suelo. Entonces apúntale a él. Si se diese cuenta de lo que pasa, podría derribar a los nuestros antes de que se le acercasen. Liquídale si vuelve la cabeza.

Shea apuntó sigilosamente su M-14 y lanzó otro disparo, que fue a dar a menos de un metro delante de las botas del hombre que iba en cabeza.

—¡Cooper! ¡Snyder! —gritó Steinmetz—. Vuestro hombre está tendido en el suelo siete metros delante de vosotros y a vuestra izquierda. ¡Cargáoslo! —Hizo una pausa para establecer la posición de otro de los rusos que quedaban—. Lo mismo digo a Russell y Perry; a diez metros directamente delante de vosotros. ¡Adelante!

El tercer miembro del equipo de combate soviético nunca supo qué le había golpeado. Murió tratando de pegarse al suelo para ponerse a cubierto. Ocho de los colonos estaban ahora cerrando la tenaza desde la retaguardia de los rusos, que tenían fija la atención en la colonia.

De pronto, Steinmetz se quedó paralizado. El hombre que iba detrás del jefe giró en redondo en el momento en que Russell y Perry se lanzaron sobre él como jugadores de rugby placando a un adversario.

El teniente Petrov vio las sombras convergentes en el momento de ponerse en pie para la carrera final hacia los invernaderos. Se volvió instintivamente, en rápido movimiento giratorio, mientras Russell y Perry se echaban encima de él. Como frío profesional, hubiese debido disparar y derribarles. Pero vaciló una fracción de segundo a causa del asombro. Era como si los americanos hubiesen salido como demonios espectrales de la superficie de la Luna. Consiguió disparar un tiro que dio en el brazo de uno de sus atacantes. Entonces centelleó un cuchillo.

Leuchenko estaba mirando hacia la colonia. No se dio cuenta de lo que ocurría a su espalda hasta que oyó un grito de advertencia de Petrov. Giró en redondo y se quedó como petrificado por el espanto.

Sus cuatro hombres estaban tendidos, sin vida, sobre el suelo lunar. Ocho colonos americanos habían aparecido, saliendo de ninguna parte, y le estaban cercando rápidamente. Una súbita rabia estalló en su interior, y levantó el arma en posición de disparo.

Una bala le dio en el muslo, y se inclinó hacia un lado. Rígido por el súbito dolor, soltó una ráfaga de veinte proyectiles. La mayoría de ellos se perdieron en el desierto lunar, pero dos dieron en el blanco. Uno de los colonos cayó de espaldas y otro se hincó de rodillas agarrándose un hombro.

Entonces otra bala dio en el cuello de Leuchenko. Éste apretó el gatillo, escupiendo balas hasta que se agotó el cargador, pero ya sin poder apuntar.

Se derrumbó flácidamente sobre el suelo.

—¡Malditos americanos! —gritó dentro del casco.

Eran como diablos que no observaban las reglas del juego. Yació boca arriba, mirando las figuras sin rostro que se erguían junto a él.

De pronto, éstas se separaron para dejar paso a otro colono, que se arrodilló al lado de Leuchenko.

—¿Steinmetz? —preguntó débilmente Leuchenko—. ¿Puede oírme?

—Sí, estoy en su frecuencia —respondió Steinmetz—. Puedo oírle.

—Su arma secreta… ¿Cómo ha hecho surgir a sus hombres de la nada?

Steinmetz sabía que dentro de unos segundos estaría hablando con un muerto.

—Una pala corriente —respondió—. Como todos tenemos que llevar trajes lunares presurizados y autosuficientes, fue sencillo enterrar a los hombres en el blando suelo.

—¿Estaban marcados por las rocas de color naranja?

—Sí; desde una plataforma oculta en la vertiente del cráter, yo podía decirles cuando y donde tenían que atacarles por la espalda.

—No quisiera estar enterrado aquí —murmuró Leuchenko—. Diga a mi nación…, dígales que algún día nos lleven a casa.

El fin estaba cerca, pero Steinmetz comprendió.

—Todos irán a casa —dijo—. Lo prometo.

En Rusia, Yasenin se volvió con rostro compungido al presidente Antonov.

—Ya lo ha oído —dijo entre los labios apretados—. Se han ido.

—Se han ido —repitió Antonov—. Fue como si las últimas palabras de Leuchenko sonasen en esta habitación.

—Sus comunicaciones fueron transmitidas directamente por los dos tripulantes del módulo lunar a nuestro centro de comunicaciones espaciales —explicó Kornilov.

Antonov se apartó de la ventana que daba a la sala de control de la misión y se sentó pesadamente en un sillón. A pesar de su corpulencia, parecía encogido y agotado. Se miró las manos y sacudió tristemente la cabeza.

—Defecto de planificación —dijo pausadamente—. Llevamos al comandante Leuchenko y a sus hombres a la muerte y no conseguimos nada.

—No hubo tiempo para proyectar debidamente la misión —dijo Yasenin, convencido.

—Dadas las circunstancias, hicimos todo lo posible —añadió Kornilov—. Todavía nos cabe la gloria de que unos hombres soviéticos han caminado por la Luna.

—El brillo se ha desvanecido ya. —La voz de Antonov era derrotista—. La increíble hazaña de los americanos quitará todo valor propagandístico a nuestro logro.

—Tal vez todavía podamos detenerles —dijo amargamente Yasenin.

Kornilov miró fijamente al general.

—¿Enviando un comando mejor preparado?

—Exactamente.

—Mejor aún, ¿por qué no esperar a que ellos regresen?

Antonov miró a Kornilov con curiosidad.

—¿Qué esta sugiriendo?

—He hablado con Vladimir Polevoi. Me ha informado de que el centro de escucha del GRU en Cuba ha interceptado e identificado la voz y las transmisiones en vídeo de la colonia lunar americana a un lugar fuera de Washington. Enviará por correo copias de las comunicaciones. Una de ellas revela que los colonos proyectan regresar a la Tierra.

—¿Van a volver? —preguntó Antonov.

—Sí —respondió Kornilov—. Según Polevoi, piensan enlazar con la estación espacial americana dentro de cuarenta y seis horas y, después, volver al puerto espacial Kennedy, de Cabo Cañaveral, en la lanzadera Gettysburg.

El rostro de Antonov se iluminó.

—Entonces, ¿tenemos todavía posibilidad de detenerles?

Yasenin asintió con la cabeza.

—Pueden ser destruidos antes de que lleguen a la estación espacial. Los americanos no se atreverán a tomar represalias cuando les acusemos de los crímenes que han cometido contra nosotros.

—Será mejor reservar el justo castigo como palanca —dijo pensativamente Kornilov.

—¿Qué palanca?

Kornilov sonrió enigmáticamente.

—Los americanos tienen un dicho: «La pelota está en nuestro poder». Son ellos quienes están a la defensiva. Probablemente, la Casa Blanca y el Departamento de Estado están redactando la respuesta a nuestra esperada protesta. Propongo que prescindamos de la rutina habitual y guardemos silencio. No hagamos el papel de nación víctima. En vez de esto, provoquemos un suceso espectacular.

—¿Qué suceso? —preguntó Antonov, interesado.

—La captura de la gran cantidad de datos que traerán a su regreso los colonos de la Luna.

—¿Por qué medio? —preguntó Yasenin.

Kornilov dejó de sonreír y adoptó una grave expresión.

—Obligaremos al Gettysburg a hacer un aterrizaje forzoso en Cuba.