El camión Ford de reparto subió por el paseo de la Winthrop Manor Nursing Home y se detuvo ante la entrada de servicio. El vehículo estaba pintado de un brillante color azul con dibujos florales en los lados. Unas letras doradas anunciaban la Floristería Mother’s.
—Por favor, no se entretenga —dijo Alice, con impaciencia—, tiene que estar en San Salvador dentro de cuatro horas.
—Haré lo que pueda —dijo Pitt, saltando del camión.
Llevaba uniforme de conductor y un ramo de rosas en la mano.
—Para mí es un misterio cómo ha podido convencer al señor Brogan de que le permitiese esta excursión privada.
Pitt sonrió mientras cerraba la portezuela.
—Un sencillo caso de coacción.
La Winthrop Manor Nursing Home era un lugar idílico para la tercera edad. Tenía un campo de golf de nueve hoyos, una piscina interior climatizada, un elegante comedor y bien cuidados jardines. El edificio principal era más propio de un hotel de cinco estrellas que de una triste casa de reposo.
No era un hogar destartalado para viejos pobres, pensó Pitt. Winthrop Manor revelaba un gusto exquisito para ciudadanos maduros y ricos. Y empezó a preguntarse cómo la viuda de un buzo que se ganaba la vida a duras penas podía permitirse vivir con tanto lujo.
Entró por una puerta lateral, se acercó a la mesa de recepción y mostró las flores.
—Traigo esto para la señora Hilda Kronberg.
La recepcionista le miró a la cara y sonrió. Pitt pensó que era bastante atractiva, con sus cabellos de un rojo oscuro, largos y resplandecientes, y sus ojos de un azul grisáceo en una cara estrecha.
—Déjelas sobre el mostrador —dijo suavemente—. Haré que un criado se las lleve.
—Tengo que entregárselas personalmente —dijo Pitt—. Traigo además un mensaje verbal.
Ella asintió y señaló una puerta lateral.
—Probablemente encontrará a la señora Kronberg en la piscina. No espere hallarla en perfecta lucidez, pues tiene altibajos en su percepción de la realidad.
Pitt le dio las gracias y lamentó no poder invitarla a cenar. Cruzó la puerta y descendió por una rampa. La piscina cubierta y rodeada de cristales había sido diseñada como un jardín hawaiano con piedras negras de lava y una cascada.
Después de preguntar a dos ancianas por Hilda Kronberg, la encontró sentada en una silla de ruedas, mirando fijamente el agua y con la mente en otra parte.
—¿Señora Kronberg?
Ella hizo visera con una mano y miró hacia arriba.
—¿Sí?
—Me llamo Dirk Pitt y desearía hacerle unas pocas preguntas.
—¿Has dicho señor Pitt? —preguntó ella con voz suave. Observó su uniforme y las flores—. ¿Por qué quiere hacerme preguntas un muchacho repartidor de flores?
Pitt sonrió al oír la palabra «muchacho» y le tendió las flores.
—Tienen que ver con su difunto marido, Hans.
—¿Está usted con él? —preguntó ella, con recelo.
—No; estoy completamente solo.
Hilda tenía un aspecto enfermizo, estaba delgada y su piel era tan transparente como un papel de seda. Iba muy maquillada y llevaba el pelo hábilmente teñido. Con sus anillos de brillantes habría podido comprar una pequeña flota de Rolls-Royces. Pitt sospechó que tendría quince años menos de los setenta y cinco que aparentaba. Hilda Kronberg era una mujer que esperaba la muerte. Sin embargo, cuando sonrió al oír mencionar el nombre de su marido, sus ojos parecieron sonreír también.
—Parece usted demasiado joven para haber conocido a Hans —dijo.
—El señor Conde, de Weehawken Marine, me habló de él.
—Bob Conde, desde luego. Él y Hans eran viejos compañeros de póquer.
—¿No volvió usted a casarse después de morir él?
—Sí, volví a casarme.
—Sin embargo, todavía usa su apellido.
—Eso es una larga historia que no creo que le interese.
—¿Cuándo vio a Hans por última vez?
—Fue un jueves. Le vi partir en el vapor Monterrey, con rumbo a La Habana, el 10 de diciembre de 1958. Hans se hacía siempre castillos en el aire. Él y su socio iban a la busca de un nuevo tesoro. Me prometió que encontrarían oro suficiente para comprarme la casa de mis sueños. Por desgracia, no volvió.
—¿Recuerda quién era su socio?
Sus suaves facciones se endurecieron de pronto.
—¿Qué pretende usted, señor Pitt? ¿A quién representa?
—Soy director de proyectos especiales de la National Underwater Marine Agency —respondió él—. Durante el examen de un barco hundido llamado Cyclops, descubrí lo que creo que son los restos de su marido.
—¿Encontró a Hans? —preguntó ella, sorprendida.
—No pude identificarle positivamente, pero la escafandra que llevaba me han dicho que era de él.
—Hans era un buen hombre —dijo tristemente ella—. Tal vez no un buen proveedor, pero vivimos bien los dos…, bueno, hasta que murió.
—Usted me preguntó si yo estaba con él —dijo amablemente Pitt.
—Un secreto de familia, señor Pitt. Pero me tratan bien. Él cuida de mí. No tengo queja. Si me he retirado del mundo real, ha sido por mi propia voluntad…
Su voz se extinguió y su mirada se hizo remota.
Pitt tenía que agarrarla antes de que se encerrase en su concha.
—¿Le dijo él que Hans fue asesinado?
Hilda pestañeó durante unos instantes y después sacudió en silencio la cabeza.
Pitt se arrodilló a su lado y le asió la mano.
—La cuerda de seguridad y el tubo del aire fueron cortados mientras él trabajaba bajo el agua.
Ella se echó a temblar visiblemente.
—¿Por qué me cuenta esto?
—Porque es la verdad, señora Kronberg. Le doy mi palabra. Probablemente, la persona que trabajaba con Hans, fuese quien fuere, lo mató para poder quedarse con su parte del tesoro.
Hilda permaneció sentada, confusa y como en trance, durante casi un minuto.
—Conoce usted lo del tesoro de La Dorada —dijo al fin.
—Sí —respondió Pitt—. Sé cómo fue a parar al Cyclops. También sé que Hans y su socio la encontraron.
Hilda empezó a juguetear con uno de sus anillos de brillantes.
—En el fondo de mi corazón, siempre sospeché que Ray había matado a Hans.
La impresión retardada se pintó lentamente en la cara de Pitt mientras se hacía la luz en su cerebro. Cautelosamente, jugó su carta al azar.
—¿Cree que Hans fue asesinado por Raymond LeBaron?
Ella asintió con la cabeza.
La inesperada revelación pilló desprevenido a Pitt, que tardó unos momentos en volver al grano.
—¿Fue el tesoro el móvil del crimen? —preguntó suavemente.
—No. El móvil fui yo —dijo ella, sacudiendo la cabeza.
Pitt no replicó; esperó en silencio.
—Cosas que ocurren —empezó a decir ella en un murmullo—. Entonces yo era joven y bonita. ¿Puede usted creer que antaño fui bonita, señor Pitt?
—Todavía lo es, y mucho.
—Creo que necesita gafas, pero gracias por el cumplido.
—También tiene una mente muy despierta.
Ella señaló hacia el edificio principal.
—¿Le han dicho que estaba un poco majareta?
—La recepcionista insinuó que no estaba del todo en sus cabales.
—Una pequeña comedia que me gusta representar. Así todo el mundo hace conjeturas. —Sus ojos centellearon brevemente y después adquirieron una expresión remota—. Hans era un hombre bueno que tenía diecisiete años más que yo. Mi amor por él estaba mezclado de compasión, debido a su cuerpo lisiado. Llevábamos unos tres años de casados cuando una noche trajo a Raymond a cenar a casa. Los tres nos hicimos pronto buenos amigos, y los hombres formaron una sociedad para recuperar objetos de barcos naufragados y venderlos a anticuarios o coleccionistas. Ray era guapo y apuesto en aquellos días, y no pasó mucho tiempo antes de que tuviésemos una aventura. —Vaciló y miró fijamente a Pitt—. ¿Ha estado alguna vez profundamente enamorado de dos mujeres al mismo tiempo, señor Pitt?
—No he tenido esa experiencia.
—Lo más raro es que no me sentía culpable. Engañar a Hans se convirtió en un juego excitante. No es que yo fuese una persona falsa. Es que nunca había mentido a ningún ser querido y el remordimiento no cabía en mi cabeza. Ahora doy gracias a Dios de que Hans no se enterase antes de morir.
—¿Puede decirme algo sobre el tesoro de La Dorada?
—Después de graduarse en Stanford, Ray pasó un par de años explorando las selvas del Brasil, en busca de oro. Un topógrafo norteamericano fue el primero que le habló de La Dorada. No recuerdo los detalles, pero él había estado seguro de que estaba a bordo del Cyclops cuando desapareció. Él y Hans pasaron dos años rastreando las aguas del Caribe con cierto instrumento que detectaba el hierro. Por último, encontraron el barco naufragado. Ray pidió prestado algún dinero a su madre para comprar equipos de buzo y una pequeña embarcación de salvamento. Navegó hacia Cuba para instalar una base de operaciones, mientras Hans terminaba un trabajo en Nueva Jersey.
—¿Recibió usted alguna carta o llamada telefónica de Hans, después de que embarcara en el Monterrey?
—Me llamó una vez desde Cuba. Lo único que me dijo fue que Ray y él se dirigirían al lugar del naufragio el día siguiente. Dos semanas más tarde, volvió Ray y me dijo que Hans había muerto de la enfermedad de los buzos y estaba sepultado en el mar.
—¿Y el tesoro?
—Ray lo describió como una enorme estatua de oro —respondió ella—. De alguna manera, la subió a la embarcación de salvamento y la llevó a Cuba.
Pitt se estiró y se arrodilló de nuevo al lado de Hilda.
—Es raro que no trajese la estatua a los Estados Unidos.
—Temía que Brasil, Florida, el Gobierno Federal, otros buscadores de tesoros o arqueólogos marinos confiscaran o reclamasen judicialmente La Dorada y, en definitiva, no dejasen nada para él. Naturalmente, estaba además el fisco. Ray no estaba dispuesto a pagar millones de dólares en impuestos, si podía evitarlo. Por consiguiente, no habló a nadie, salvo a mí, de su descubrimiento.
—¿Y qué fue del tesoro?
—Ray extrajo el gigantesco rubí que era el corazón de la estatua, lo cortó en pequeños pedazos y lo vendió poco a poco.
—Y ése fue el principio del imperio financiero de LeBaron —dijo Pitt.
—Sí, pero antes de que Ray pudiese cortar la cabeza de esmeralda o fundir el oro, Castro subió al poder y él se vio obligado a esconder la estatua. Nunca me dijo dónde la había escondido.
—Así, La Dorada está todavía oculta en algún lugar de Cuba.
—Estoy segura de que Ray no pudo volver para recobrarla.
—¿Vio al señor LeBaron después de aquello?
—¡Oh, sí! —dijo vivamente ella—. Nos casamos.
—¿Fue usted la primera señora LeBaron? —preguntó asombrado Pitt.
—Durante treinta y tres años.
—Pero, según el Registro, el nombre de su primera esposa era Hillary, y ésta murió hace unos años.
—Ray prefirió Hillary a Hilda cuando se hizo rico. Creía que era más distinguido. Mi muerte fue muy conveniente para él cuando enfermé: divorciarse de una inválida le parecía horrible. Por consiguiente, enterró a Hillary LeBaron, y Hilda Kronberg se consume aquí.
—Esto me parece inhumano y cruel.
—Mi marido era generoso, pero no compasivo. Vivimos dos vidas diferentes. Pero no me importa. Jessie viene a verme de vez en cuando.
—¿Le segunda señora LeBaron?
—Una persona encantadora e inteligente.
—¿Cómo puede estar casada con él, si usted sigue con vida?
Ella sonrió animadamente.
—Fue la única vez que Ray hizo un mal negocio. Los médicos le dijeron que sólo me quedaban unos meses de vida. Pero les engañé a todos y he vivido siete años desde entonces.
—Esto hace que sea bígamo, además de asesino y ladrón.
Hilda no lo discutió.
—Ray es un hombre complicado. Toma más de lo que da.
—Si yo estuviese en su lugar, lo clavaría en la cruz más próxima.
—Demasiado tarde para mí, señor Pitt. —Le miró, con un súbito brillo en los ojos—. Pero usted podría hacer algo en mi lugar.
—Dígame qué.
—Encuentre La Dorada —dijo fervientemente ella—. Encuentre la estatua y désela al mundo. Haga que sea mostrada al público. Esto dolería más a Ray que perder su revista. Pero, sobre todo, es lo que habría querido Hans.
Pitt le tomó una mano y la estrechó.
—Hilda —dijo suavemente—. Haré todo lo que pueda para que sea así.