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—¿De veras espera salirse con la suya? —preguntó Pitt.

El coronel retirado Ramón Kleist, de la Marina de los Estados Unidos, se balanceó sobre los pies y se rascó la espalda con un bastón de petimetre.

—Con tal de que podamos retirarnos como una unidad con nuestras bajas, sí, creo que la misión puede realizarse con éxito.

—Nada tan complicado puede ser perfecto —dijo Pitt—. Destruir la instalación y la antena, además de matar a Velikov y a todo su personal, me parece que es querer abarcar demasiado.

—Su observación ocular y las fotos de nuestros aviones de reconocimiento corroboran las pocas medidas defensivas del lugar.

—¿Cuántos hombres constituirán su equipo? —preguntó Pitt.

—Treinta y uno, incluido usted.

—Los rusos descubrirán sin duda alguna quiénes atacaron su base secreta. Será como dar una patada a un nido de avispas.

—Todo forma parte del plan —dijo ligeramente Kleist.

Kleist estaba tieso como un palo, amenazando romper con el pecho su camisa floreada. Pitt calculó que tendría poco menos de sesenta años. Era un mestizo nacido en la Argentina, único hijo de un ex oficial SS que había huido de Alemania después de la guerra y de la hija de un diplomático liberiano. Enviado a un colegio particular de Nueva York, decidió marcharse de allí y hacer carrera en la Infantería de Marina.

—Yo creía que había un acuerdo tácito entre la CÍA y la KGB: no liquidaremos a sus agentes, mientras ustedes no liquiden a los nuestros.

El coronel dirigió a Pitt una cándida mirada.

—¿Quién le ha dado la idea de que seremos nosotros los que haremos el trabajo sucio?

Pitt no respondió; sólo miró a Kleist y esperó.

—La misión será realizada por las Fuerzas Especiales de Seguridad cubanas —explicó el coronel—. Su equivalente a nuestros SEALS. O, si he de ser sincero, exiliados perfectamente adiestrados y vistiendo auténticos uniformes cubanos de campaña. Incluso su ropa interior y sus calcetines serán de los que usan los soldados cubanos. Las armas, los relojes de pulsera y otros artículos serán de fabricación soviética. Y para salvar las apariencias, el desembarco se efectuará desde el lado correspondiente a Cuba.

—Muy ingenioso.

—Tratamos de ser eficientes.

—¿Dirigirá usted la operación?

—No —sonrió Kleist—; soy demasiado viejo para saltar de la rompiente a la playa. El equipo de asalto estará bajo el mando del comandante Angelo Quintana. Usted se encontrará con él en nuestro campamento de San Salvador. Yo estaré en el TSE.

—Repítalo, por favor.

—Transporte submarino especial —respondió Kleist—. Una embarcación construida expresamente para misiones de esta clase. La mayoría de la gente ignora su existencia. Lo encontrará muy interesante.

—Yo no tengo lo que usted llamaría instrucción de combate.

—Su trabajo será simplemente guiar al equipo hasta el recinto y mostrarle la entrada al garaje por el respiradero. Después volverá a la playa y permanecerá a cubierto hasta que haya terminado la operación.

—¿Hay un horario previsto para la incursión?

Kleist adoptó una expresión afligida.

—Nosotros preferimos llamarlo operación encubierta.

—Lo siento; nunca he leído su manual burocrático sobre semántica.

—Contestando a su pregunta, el desembarco está fijado para las dos de la madrugada, dentro de cuatro días.

—Cuatro días pueden ser demasiados para salvar a mis amigos.

Kleist pareció sinceramente preocupado.

—Estamos trabajando a toda prisa y abreviando lo más posible nuestros ejercicios prácticos. Necesitamos tiempo para cubrir todo posible imprevisto. El plan tiene que ser tan perfecto como puedan hacerlo nuestros programas tácticos por ordenador.

—¿Y si hay un fallo humano en su plan?

Toda expresión amistosa se borró de la cara de Kleist y fue sustituida por una mirada fría y dura.

—Si hay un fallo humano, señor Pitt, será suyo. Salvo una intervención divina, el éxito o el fracaso de esta misión dependerá sobre todo de usted.

La gente de la CÍA se mostró muy minuciosa. Pitt fue enviado de un despacho a otro, de una entrevista a otra, con precisión matemática. Los planes para neutralizar Cayo Santa María progresaron con la rapidez de un incendio en la pradera. Su interrogatorio por el coronel Kleist se realizó menos de tres horas después del efectuado por Martin Brogan. Entonces fue cuando se enteró Pitt de que había miles de planes de contingencia para invadir todas las islas del Caribe y todas las naciones de América Central y del Sur. Juegos de guerra computarizados creaban una serie de alternativas. Lo único que tenían que hacer los expertos en operaciones secretas era elegir el programa que fuese más adecuado para el objetivo previsto, y después perfeccionarlo.

Pitt sufrió un reconocimiento físico completo antes de que le permitiesen almorzar. El médico lo declaró apto, lo llenó de vitaminas de gran eficacia y ordenó que se acostase temprano, antes de que la confusión de su adormilada mente fuese total.

Una mujer alta, de pómulos salientes y cabellos trenzados, que fue designada su cuidadora, lo acompañó a la habitación debida en el momento debido. Se presentó como Alice, sin decir su apellido ni su título. Llevaba un fino traje de color marrón sobre una blusa de blonda. Pitt pensó que era bastante bonita y se preguntó qué aspecto tendría envuelta en sábanas de seda.

—El señor Brogan ha dispuesto que coma usted en el comedor de los dirigentes —dijo, a la manera de un guía—. Tomaremos el ascensor.

De pronto, Pitt recordó algo.

—Quisiera telefonear.

—Lo siento, pero no es posible.

—¿Puedo preguntarle por qué?

—¿Ha olvidado usted que se le presume muerto? —replicó Alice—. Una llamada telefónica a un amigo o a una amante podría dar al traste con toda la operación.

—Sí, «por la boca muere el pez» —dijo cínicamente Pitt—. Mire, necesito cierta información de un perfecto desconocido. Le daré un nombre falso.

—Lo siento, pero no es posible.

Pitt pensó que aquello parecía un disco de fonógrafo rayado.

—Déme un teléfono o haré algo que no les gustará.

Ella lo miró, curiosa.

—¿Qué?

—Marcharme a casa —dijo simplemente él.

—Por orden del señor Brogan no puede salir de este edificio hasta que emprenda el vuelo a nuestro campamento de San Salvador. Haría que le pusiesen una camisa de fuerza antes de que llegase a la puerta.

Pitt se quedó atrás mientras caminaban por un pasillo. Entonces se volvió de pronto y entró en una antesala cuya puerta no tenía ningún rótulo. Pasó tranquilamente por delante de una sorprendida secretaria y entró en el despacho interior. Un hombre menudo, de cabellos blancos cortados en cepillo y que, con un cigarrillo pendiendo entre sus labios, ponía extrañas marcas en un gráfico, levantó la cabeza con divertida sorpresa.

Pitt le dirigió una cortés sonrisa y dijo:

—Discúlpeme, ¿puedo usar su teléfono?

—Si trabaja usted aquí, sabrá que utilizar un teléfono sin autorización es contrario al reglamento de la Agencia.

—Entonces puedo hacerlo —dijo Pitt—. Yo no trabajo aquí.

—Nunca podrá comunicar con el exterior —dijo el viejo.

—Fíjese bien.

Pitt levantó el teléfono y pidió que le pusieran con el despacho de Martin Brogan. A los pocos segundos, la secretaria particular de Brogan se puso al aparato.

—Me llamo Dirk Pitt. Tenga la bondad de informar al señor Brogan de que, si no puedo emplear un teléfono antes de un minuto, voy a causar un terrible escándalo.

—¿Quién es?

—Ya se lo he dicho.

Pitt era terco. Negándose firmemente a aceptar un no como respuesta, necesitó otros veinte minutos que empleó gritando, maldiciendo y, en general, mostrándose desagradable para que Brogan consintiese en que hiciera una llamada fuera del edificio, pero solamente si Alice estaba presente y registraba la conversación.

Ella le introdujo en un pequeño despacho particular y le mostró el teléfono.

—Tenemos una telefonista a su disposición: déle el número y ella hará la llamada.

—Telefonista, ¿cómo se llama?

—Jennie Murphy —respondió una voz sensual.

—Empezemos con una información de Baltimore, Jennie. Quisiera que preguntase el número de Weehawken Marine Products.

—Un momento. Lo preguntaré.

Jennie obtuvo el número de la operaría de información de Baltimore e hizo la llamada.

Después de explicar su problema a cuatro personas diferentes, Pitt fue puesto al fin en comunicación con el presidente del consejo de administración, título que generalmente se otorgaba a viejos dirigentes de las compañías que eran así apartados de las actividades principales.

—Soy Bob Conde. ¿Qué desea? Pitt miró a Alice y le hizo un guiño.

—Aquí Jack Farmer, señor Conde. Estoy haciendo una investigación arqueológica oficial y he descubierto un viejo casco de buzo en un barco naufragado y pienso que tal vez ustedes podrían identificarlo.

—Procuraré complacerle. Mi abuelo fundó esta empresa hace casi ochenta años. Tenemos un archivo muy completo. ¿Puede darme el número de serie?

—Sí, estaba en una chapa fijada en la parte de adelante del peto. —Pitt cerró los ojos y recordó el casco que llevaba el cadáver encontrado dentro del Cyclops—. Decía: «Weehawken Products, Inc., Marca V, Número de Serie 58-67-C».

—Es el tipo corriente de casco de la Marina —dijo Conde, sin vacilar—. Los hemos estado fabricando desde 1916. Son de cobre con accesorios de bronce. Llevan cuatro cristales herméticamente cerrados.

—¿Lo vendieron a la Marina?

—La mayoría de los pedidos procedían de la Marina. En realidad, todavía siguen haciéndolo. La Marca V, Modelo 1, es todavía popular para ciertos tipos de operaciones submarinas con aire suministrado desde la superficie. Pero este casco fue vendido a un cliente comercial.

—¿Puedo preguntarle cómo lo sabe?

—Por el número de serie. Cincuenta y ocho es el año en que fue manufacturado. Sesenta y siete es el número producido, y C indica una venta comercial. Dicho en otras palabras, fue el sesenta y sieteavo casco que salió de nuestra fábrica en 1958, y fue vendido a una empresa comercial de salvamento.

—¿Le sería posible encontrar el nombre del comprador?

—Tal vez tardaría media hora. No nos hemos preocupado de registrar las operaciones antiguas en el ordenador. Será mejor que yo le llame cuando lo haya encontrado.

Alice sacudió la cabeza.

—El Gobierno puede pagar el servicio telefónico, señor Conde. Mantendré la comunicación.

—Como usted guste.

Conde cumplió su palabra. Volvió al aparato al cabo de treinta y un minutos.

—Señor Farmer, uno de los contables ha encontrado lo que le interesa.

—Le escucho.

—El casco, junto con un traje de buzo y el tubo de alimentación de aire, fueron vendidos a un particular. Da la casualidad de que yo le conocía. Se llamaba Hans Kronberg. Buzo de la vieja escuela, contrajo la enfermedad de los buzos más veces que ninguno de los que conocí. Hans estaba lisiado, pero esto no le impidió nunca sumergirse.

—¿Sabe lo que fue de él?

—Si no recuerdo mal, compró el equipo para un trabajo de salvamento en algún lugar próximo a Cuba. Se dijo que la enfermedad de los buzos acabó finalmente con él.

—¿No recuerda quién lo contrató?

—No; hace demasiado tiempo —dijo Conde—. Creo que encontró un socio que tenía unos cuantos dólares. El equipo habitual de Hans estaba viejo y gastado. Su traje de buzo debía tener cincuenta remiendos. Vivía al día y apenas ganaba lo bastante para llevar una existencia cómoda. Entonces, vino un día aquí, compró todo el equipo nuevo y pagó en efectivo.

—Le agradezco su ayuda —dijo Pitt.

—No hay de qué. Me alegro de que haya telefoneado. Es muy interesante. ¿Puedo preguntarle dónde encontró su casco?

—Dentro de un viejo barco hundido cerca de las Bahamas.

Conde se imaginó la escena. Guardó silencio durante un momento. Después dijo:

—Así, el viejo Hans no volvió nunca a la superficie. Bueno, supongo que él habría preferido morir de esta manera que en la cama.

—¿Sabe de alguien más que pudiese recordar a Hans?

—En realidad, no. Todos los atrevidos buzos de los viejos tiempos han pasado ahora a mejor vida. La única pista que se me ocurre es la de la viuda de Hans. Todavía me envía tarjetas en Navidad. Vive en una residencia de ancianos.

—¿Sabe el nombre de la residencia o la población donde se encuentra?

—Creo que está en Leesburg, Virginia. Pero no conozco el nombre. Y hablando de nombres, ella se llama Hilda.

—Muchas gracias, señor Conde. Me ha sido de gran ayuda.

—Si viene usted alguna vez a Baltimore, señor Farmer, dése una vuelta por aquí. Tengo tiempo de sobra para hablar de épocas pasadas, desde que mis hijos me apartaron del timón de la empresa.

—Lo haré con mucho gusto —dijo Pitt—. Adiós.

Pitt cortó la comunicación y llamó a Jennie Murphy. Le pidió que telefonease a todas las residencias de ancianos del sector de Leesburg hasta que encontrase una en la que se albergase Hilda Kronberg.

—¿Qué está buscando? —preguntó Alice. Pitt sonrió.

—Estoy buscando El Dorado.

—Muy gracioso.

—Esto es lo malo de la gente de la CÍA —dijo Pitt—. No saben aceptar una broma.