El presidente tomó un ligero desayuno después de llegar a Camp David. El tiempo era anormalmente cálido; era como un veranillo de propina, y el presidente vestía pantalones de algodón y suéter de manga corta.
Estaba sentado en un gran sillón de orejas, con varias carpetas sobre sus rodillas, y estudiaba las historias personales de los componentes del «círculo privado». Después de leer la última ficha, cerró los ojos, sopesando las alternativas, preguntándose qué diría a los hombres que estaban esperando en el comedor principal del edificio.
Hagen entró en el despacho y guardó silencio hasta que el presidente abrió los ojos.
—Cuando tú quieras, Vince.
El presidente se levantó despacio del sillón.
—Cuanto antes mejor.
Los otros estaban esperando alrededor de la larga mesa del comedor, tal como había dispuesto el presidente. No había ningún guardia presente; no hacían falta. Todos eran hombres honorables que no tenían la menor intención de cometer un crimen. Se pusieron respetuosamente en pie al entrar él en la habitación, pero el presidente les hizo ademán de que se sentaran.
Estaban presentes los ocho: el general Fisher, Booth, Mitchell, Busche, que estaba sentado a un lado de la mesa frente a Eriksen, el senador Porter y Dan Fawcett. Hudson estaba sentado solo en el extremo de la mesa. Solamente faltaba Raymond LeBaron.
Todos vestían con sencillez y estaban cómodamente sentados, como jugadores de golf en un club; relajados, sumamente confiados y sin dar señales de tensión.
—Buenos días, señor presidente —saludó animadamente el senador Porter—. ¿A qué debemos el honor de esta misteriosa convocatoria?
El presidente carraspeó.
—Todos ustedes saben por qué les hecho venir. Por consiguiente, no nos andemos con rodeos.
—¿No quiere felicitarnos? —preguntó sarcásticamente Clyde Booth.
—Puedo felicitarles o no felicitarles —dijo fríamente el presidente—. Esto dependerá.
—Dependerá, ¿de qué? —preguntó rudamente Gunnar Eriksen.
—Creo que lo que busca el presidente —dijo Hudson— es que permitamos a los rusos reclamar una participación en la Luna.
—Esto y una confesión de asesinato en masa.
Se habían cambiado los papeles. Se quedaron allí sentados, con ojos de besugo en un congelador, mirando al presidente.
El senador Porter, que pensaba con rapidez, fue el primero en atacar.
—¿Una ejecución a lo gánster o al estilo de Arsénico por compasión, vertiendo veneno en el té? Si me permite preguntarlo, señor presidente, ¿de qué demonios está hablando?
—De la pequeña anécdota de nueve cosmonautas soviéticos muertos.
—¿Los que se perdieron durante las primeras misiones Soyuz? —preguntó Dan Fawcett.
—No —respondió el presidente—. Los nueve rusos que fueron muertos en las sondas lunares Selenos.
Hudson agarró el borde de la mesa y miró como si hubiese sido electrocutado.
—Las naves espaciales Selenos no iban tripuladas.
—Esto es lo que querían los rusos que pensara el mundo; pero, en realidad, había tres hombres en cada una de ellas. Tenemos a una de las tripulaciones congeladas en el depósito de cadáveres del hospital Walter Reed, si quieren examinar los restos.
Nadie habría pensado en mirarlo. Se consideraban ciudadanos con sentimientos morales y que trabajaban para su país. Lo último que cualquiera de ellos esperaba ver en un espejo era la imagen de un asesino a sangre fría. Decir que el presidente tenía a sus oyentes en un puño habría sido un eufemismo.
Hagen estaba como fascinado. Todo esto era nuevo para él.
—Si me lo permiten —siguió diciendo el presidente—, mezclaré los hechos con las especulaciones. Para empezar, ustedes y sus colonos en la Luna han realizado una hazaña increíble. Les felicito por su perseverancia y su genio, como lo hará el mundo en las semanas venideras. Sin embargo, han cometido involuntariamente un terrible error que fácilmente podría empañar su logro.
En su celo por hacer ondear la bandera estrellada han prescindido del tratado internacional que rige las actividades en la Luna y que fue ratificado por los Estados Unidos, la Unión Soviética y otros tres países en 1984. Ustedes reclamaron por su cuenta la Luna como posesión soberana y, hablando en metáfora, plantaron un rótulo de «Prohibido el Paso». Y lo confirmaron destruyendo tres sondas lunares soviéticas. Una de ellas, Selenos 4, consiguió volver hacia la Tierra; y estuvo sobrevolando en órbita durante dieciocho meses antes de que se restableciese el control. Los ingenieros espaciales soviéticos trataron de hacerla aterrizar en las estepas de Kazakhstán, pero la nave estaba averiada y cayó cerca de Cuba.
Con el pretexto de la busca del tesoro, ustedes enviaron a Raymond LeBaron para que la encontrase antes que los rusos. Había que borrar las huellas delatoras del daño causado por sus colonos. Pero los cubanos se anticiparon a los dos y recobraron la nave espacial hundida. Ustedes no lo han sabido hasta ahora, y los rusos todavía no lo saben. A menos que… —El presidente hizo una pausa después de esta palabra—. A menos que Raymond LeBaron haya revelado bajo tortura lo que sabe de la Jersey Colony. Sé de fuente fidedigna que los cubanos le capturaron y entregaron al servicio secreto militar soviético, el GRU.
—Raymond no hablará —dijo airadamente Hudson.
—Tal vez no tenga que hacerlo —replicó el presidente—. Hace unas pocas horas que los analistas de información, a quienes pedí que volviesen a examinar las señales espaciales soviéticas recibidas durante las órbitas de regreso de, Selenos 4, han descubierto que sus datos sobre la superficie lunar fueron transmitidos a una estación de seguimiento situado en la isla de Socotra, cerca del Yemen. ¿Comprenden las consecuencias, caballeros?
—Comprendemos lo que quiere decir. —Era el general Fisher quien hablaba en tono reflexivo—. Los soviéticos pueden tener pruebas visuales de la Jersey Colony.
—Sí, y probablemente ataron cabos y pensaron que los que estaban allá arriba tenían algo que ver con los desastres de las Selenos. Pueden estar seguros de que tomarán represalias. Sin llamadas por el teléfono rojo, sin mensajes cursados a través de vías diplomáticas, sin anuncios de la TASS o en Pravda. La batalla por la Luna se mantendrá secreta por ambos bandos. En resumen, caballeros, el resultado es que han iniciado ustedes una guerra que puede ser imposible de atajar.
Los hombres sentados alrededor de la mesa estaban impresionados y confusos, perplejos e irritados. Pero solamente estaban irritados a causa de un error de cálculo en un hecho del que no podían tener conocimiento. La horrible verdad tardó varios momentos en registrarse en sus mentes.
—Habla usted de represalias soviéticas, señor presidente —dijo Fawcett—. ¿Tiene alguna idea que confirma esa posibilidad?
—Pónganse ustedes en el lugar de los soviéticos. Estaban informados de los actos de ustedes al menos una semana antes de que fuese lanzada su estación lunar Selenos 8. Si yo fuese el presidente Antonov, habría ordenado que la misión se convirtiese de una exploración científica en una operación militar. Tengo pocas dudas en mi mente de que, cuando Selenos 8 alunice dentro de veinticuatro horas, un equipo especial de comandos soviéticos rodeará y atacará la Jersey Colony. Y ahora díganme. ¿Puede la base defenderse por sí sola?
El general Fisher miró a Hudson; después se volvió al presidente y encogió los hombros.
—No sabría decirlo. Nunca trazamos planes de contingencia para el caso de un ataque armado contra la colonia. Si no recuerdo mal, su único armamento es un par de armas cortas y un lanzador de misiles.
—A propósito, ¿para cuándo estaba proyectado que sus colonos volviesen de la Luna?
—Deberían despegar de allí aproximadamente dentro de treinta y seis horas —respondió Hudson.
—Tengo curiosidad por saber una cosa —dijo el presidente—. ¿Cómo pretenden volver a través de la atmósfera terrestre? Ciertamente, su vehículo de transporte lunar no tiene capacidad para hacer tal cosa.
Hudson sonrió.
—Volverán al puerto espacial Kennedy, de Cabo Cañaveral, en la lanzadera.
El presidente suspiró.
—La Gettysburg. Estúpido de mí por no haberlo pensado. Está ya amarrada en nuestra estación espacial.
—Su tripulación no ha sido todavía advertida —dijo Steve Busche, de la NASA—, pero en cuanto se hayan recobrado de la impresión de ver aparecer súbitamente a los colonos en el vehículo de transporte, estarán más que dispuestos a admitir a unos pasajeros suplementarios.
El presidente hizo una pausa y miró fijamente a los miembros del «círculo privado», con expresión súbitamente triste.
—La cuestión candente con la que todos tenemos que enfrentarnos, caballeros, es si los colonos de Jersey sobrevivirán para emprender el viaje.