La sacudida del aterrizaje despertó a Pitt. Fuera del jet bimotor de la Marina, el cielo estaba todavía oscuro. A través de una pequeña ventana, pudo ver los primeros resplandores anaranjados que precedían al nuevo día.
Las ampollas causadas por el roce con la bañera casi le hacían imposible estar sentado, y había dormido de costado, en una posición violenta. Se sentía pésimamente y tenía sed de algo que no fuese los zumos de fruta que le había obligado a tragar en enormes cantidades el demasiado solícito médico del submarino.
Se preguntó qué haría si volvía un día a encontrarse con Foss Gly. Por muy infernales que fuesen los castigos que creaba en su mente, no le parecían suficientes. La idea del tormento que infligía Gly a Jessie, a Giordino y a Gunn le obsesionaba. Sentía remordimientos por haber escapado.
Se extinguió el zumbido de los motores del reactor y se abrió la puerta. Bajó rígidamente la escalerilla y se fundió en un abrazo con Sandecker. El almirante daba raras veces un apretón de manos, por lo que la inesperada muestra de afecto sorprendió a Pitt.
—Suspongo que lo que dices de que mala hierba nunca muere es verdad —dijo Sandecker con voz ronca.
—Es mejor salvar el pellejo que perderlo —respondió sonriendo Pitt.
Sandecker le asió de un brazo y le condujo a un coche que esperaba.
—Le esperan en la sede de la CÍA en Langley para interrogarle.
Pitt se detuvo de pronto.
—Ellos están vivos —anunció brevemente.
—¿Vivos? —dijo, pasmado, Sandecker—. ¿Todos?
—Prisioneros de los rusos y torturados por un desertor.
La incomprensión se pintó en el rostro de Sandecker.
—¿Estuvieron en Cuba?
—En una de las islas próximas —explicó Pitt—. Tenemos que informar a los rusos de mi rescate lo antes posible, para impedir que…
—Más despacio —le interrumpió Sandecker—. Estoy perdiendo el hilo, Mejor aún, espere a referir toda la historia cuando lleguemos a Langley. Supongo que tendrá mucho que contar.
Mientras volaban sobre la ciudad, empezó a llover. Pitt contempló a través del parabrisas de plexiglás las ochenta hectáreas de bosque que rodeaban la vasta estructura de mármol gris y hormigón que era sede del ejército de espías de los Estados Unidos. Desde el aire, parecía desierta; no se veía a nadie en el lugar. Incluso la zona de aparcamiento estaba sólo ocupada en una cuarta parte. La única forma humana que Pitt pudo distinguir era una estatua del espía más famoso de la nación, Nathan Hale, que había cometido el error de dejarse atrapar y había sido ahorcado.
Dos altos oficiales estaban esperando en la pista para helicópteros, provistos de paraguas. Todos entraron corriendo en el edificio y Pitt y Sandecker fueron introducidos en un gran salón de conferencias. Había allí seis hombres y una mujer. Martin Brogan se acercó, estrechó la mano a Pitt y le presentó a los otros. Pitt les saludó con la cabeza y pronto olvidó sus nombres.
Brogan dijo:
—Creo que ha tenido un viaje muy accidentado.
—No lo recomendaría a los turistas —respondió Pitt.
—¿Puedo ofrecerle algo de comer o de beber? —dijo amablemente Brogan—. ¿Una taza de café o tal vez un desayuno?
—Me apetecería una cerveza bien fría…
—Desde luego —Brogan levantó el teléfono y dijo algo—. Estará aquí dentro de un minuto.
La sala de conferencias era sencilla en comparación con las de oficinas de empresas comerciales. Las paredes eran de un color beige neutro, lo mismo que la alfombra, y los muebles parecían proceder de una tienda de saldos. No había cuadros ni adornos de clase alguna que la animasen. Una habitación cuya única función era servir de lugar de trabajo.
Ofrecieron una silla a Pitt en un extremo de la mesa, pero rehusó. Sus posaderas no estaban todavía en condiciones de sentarse. Todos los que estaban en la sala le miraban fijamente, y empezó a sentirse como un animal del zoo una tarde de domingo.
Brogan le dirigió una sonrisa franca.
—Tenga la bondad de contarnos desde el principio todo lo que ha oído y observado. Su relato será registrado y transcrito. Después pasaremos a las preguntas y respuestas. ¿Le parece bien?
Llegó la cerveza. Pitt tomó un largo trago, se sintió mejor y empezó a relatar los sucesos, desde que se había elevado en Key West hasta que había visto surgir el submarino del agua a pocos metros de la bañera que se estaba hundiendo. No omitió nada y se tomó todo el tiempo necesario, explicando todos los detalles por triviales que fuesen, que podía recordar. Tardó en ello casi una hora y media, pero los otros le escucharon atentamente sin interrogarle ni interrumpirle. Cuando por fin hubo terminado, descansó cuidadosamente su dolorido cuerpo en una silla y esperó con calma a que todos consultasen sus notas.
Brogan ordenó un breve descanso, mientras traían fotografías aéreas de Cayo Santa María, fichas sobre Velikov y Gly y las copias de la narración. Después de cuarenta minutos de estudio, Brogan inició el interrogatorio.
—Llevaban armas en el dirigible. ¿Por qué?
—Las noticias sobre el naufragio del Cyclops indicaban que yacía en aguas cubanas. Pareció adecuado llevar un escudo a prueba de balas y un lanzador de misiles como medidas de protección.
—Desde luego, se da usted cuenta de que su ataque no autorizado contra un helicóptero patrullero cubano estuvo en contra de la política del Gobierno.
Esto lo dijo un hombre que Pitt recordó que trabajaba para el Departamento de Estado.
—Me guié por una ley de rango superior —dijo Pitt, con una irónica sonrisa.
—¿Puedo preguntarle qué ley es ésta?
—Procede del Viejo Oeste; algo que ellos llamaban legítima defensa. Los cubanos dispararon calculo que un millar de proyectiles antes de que Al Giordino volase el helicóptero. Brogan sonrió. Le gustaban los hombres como Pitt.
—Lo que más nos interesa ahora es su descripción de la instalación de los rusos en la isla. Dice que no está vigilada.
—Los únicos guardias que vi a nivel del suelo fueron los que se hallaban en la entrada del recinto. Nadie patrullaba en los caminos o en las playas. La única medida de seguridad era una valla electrificada.
—Esto explica por qué la cámara de infrarrojos no detectó ninguna señal de actividad humana —dijo un analista, examinando las fotos.
—Esto es impropio de los rusos —murmuró otro oficial de la CÍA—. Casi siempre revelan sus bases secretas por la exageración de sus medidas de seguridad.
—Esta vez no —dijo Pitt—. Se han pasado al extremo opuesto y les ha dado resultado. El general Velikov declaró que era la instalación militar más importante fuera de la Unión Soviética. Y creo que nadie de su agencia se dio cuenta de ello hasta ahora.
—Confieso que tal vez nos engañaron —dijo Brogan—. Siempre que lo que nos ha dicho usted sea verdad.
Pitt dirigió una fría mirada a Brogan. Después se levantó, dolorido, de su silla, y se dirigió a la puerta.
—Muy bien, tómelo como usted quiera. Mentí. Gracias por la cerveza.
—¿Puedo preguntarle adónde va?
—A convocar una conferencia de prensa —dijo Pitt, hablando directamente a Brogan—. Estoy perdiendo un tiempo precioso por su causa. Cuanto antes haga pública mi huida y pida la liberación de los LeBaron, Giordino y Gunn, antes se verá obligado Velikov a suspender sus torturas y su ejecución.
Se hizo un impresionante silencio. Ninguno de los que se sentaban a la mesa de conferencias podía creer que Pitt se dispusiese a salir; nadie, salvo Sandecker. Permaneció sentado, sonriendo con aire triunfal.
—Será mejor que se tranquilice, Martin. Se les acaba de ofrecer una información más importante de la que podían imaginar y, si ninguno de los que están en esta habitación es capaz de reconocerlo, les sugiero que se busquen otro trabajo.
Brogan podía ser brusco y ególatra, pero no era tonto. Se levantó rápidamente y detuvo a Pitt en la puerta.
—Perdone a un viejo irlandés que ha salido escaldado más veces de las que puede contar. Treinta años en este oficio y uno se convierte naturalmente en un incrédulo Tomás. Por favor, ayúdenos a juntar las piezas del rompecabezas. Después hablaremos de lo que hay que hacer por sus amigos y los LeBaron.
—Le costará otra cerveza —dijo Pitt.
Brogan y los otros se echaron a reír. Se había roto el hielo, y continuaron las preguntas desde todos los lados de la mesa.
—¿Es éste Velikov? —preguntó un analista, mostrando una fotografía.
—Sí, es el general Peter Velikov. Su inglés con acento americano es literalmente perfecto. Olvidaba decir que tenía mi expediente, incluido una reseña biográfica.
Sandecker miró a Brogan.
—Parece que Sam Emmett tiene un topo en la sección de archivos del FBI.
Brogan sonrió sarcásticamente.
—A Sam no le gustará enterarse de esto.
—Podríamos escribir un libro sobre las hazañas de Velikov —dijo un hombre corpulento, dirigiéndose a Pitt—. Me gustaría que, en otra ocasión, me describiese sus peculiaridades.
—Con mucho gusto —dijo Pitt.
—¿Y es éste Foss Gly, el inquisidor de mano dura?
Pitt miró la segunda fotografía y asintió con la cabeza.
—Su cara es diez años más vieja que cuando se tomó esta foto, pero es él.
—Un mercenario americano, nacido en Arizona —dijo el analista—. ¿Le conocía de antes?
—Sí, le conocí durante el proyecto Empress of Ireland para el Tratado Norteamericano. Supongo que lo recuerdan.
Brogan asintió con la cabeza.
—Yo sí —dijo.
—Volviendo a la disposición del edificio —dijo la mujer—, ¿cuántas plantas tiene?
—Según el indicador del ascensor, cinco. Todas bajo tierra.
—¿Tiene idea de las dimensiones?
—Lo único que pude ver fue mi celda, el pasillo, el despacho de Velikov y un garaje. Ah, sí, y la entrada de la residencia, decorada al estilo de un castillo español.
—¿Grosor de las paredes?
—Alrededor de medio metro.
—¿Calidad de la construcción?
—Buena. Ni humedad ni grietas visibles en el hormigón.
—¿Qué clase de vehículos había en el garaje?
—Dos camiones militares. Los demás, dedicados a la construcción: un bulldozer, una excavadora, un recogedor de cerezas.
La mujer levantó la mirada de sus notas.
—Perdón. ¿El último?
—Un recogedor de cerezas —explicó Pitt—. Un camión especial, con una plataforma telescópica para trabajar en las alturas. Los usan los que podan árboles y los operarios de las líneas telefónicas.
—¿Dimensiones aproximadas de la antena parabólica?
—Fue difícil medirla en la oscuridad. Aproximadamente trescientos metros de longitud por doscientos de anchura. Es izada hasta su posición de funcionamiento por brazos hidráulicos camuflados como palmeras.
—¿Maciza o de reja?
—De reja.
—¿Circuitos, cajas de empalmes, repetidores?
—No vi ninguno, lo cual no quiere decir que no estuviesen.
Brogan había seguido estas preguntas sin intervenir. Ahora levantó una mano y miró a un hombre de aspecto estudioso sentado a uno de los lados de la mesa.
—¿Qué deduce de esto, Charlie?
—No hay bastantes detalles técnicos para saber exactamente su objetivo. Pero hay tres posibilidades. Una de ellas es que sea una estación de escucha capaz de interceptar señales telefónicas, de radio y de radar en todos los Estados Unidos. Otra, que sea una poderosa instalación para crear interferencias y que esté allí a la espera de un momento crucial, como un primer golpe nuclear, para ser activada y dar al traste con todas nuestras comunicaciones militares y comerciales. La tercera posibilidad es que tenga capacidad para transmitir informaciones falsas a través de nuestros sistemas de comunicación. Y lo más preocupante es que el tamaño y la complicada disposición de la antena sugiere la capacidad de realizar las tres funciones.
Los músculos de la cara de Brogan se tensaron. El hecho de que semejante operación supersecreta de espionaje se hubiese realizado a menos de doscientas millas de la costa de los Estados Unídos no era exactamente para entusiasmar al director de la Agencia Central de Inteligencia.
—Si ocurre lo peor, ¿qué podemos esperar?
—Temo —respondió Charlie— que podemos esperar un poderoso y electrónicamente avanzado instrumento, capaz de interceptar las comunicaciones por radio y por teléfono y emplear la tecnología de retraso para que un modernísimo sintetizador computarizado imite las voces de los que llaman y altere las conversaciones. Les sorprendería ver cómo pueden ser manipuladas sus palabras por teléfono sin que su interlocutor advierta el cambio. En realidad, la Agencia de Seguridad Nacional emplea el mismo tipo de equipo a bordo de un barco.
—Así pues, los rusos nos han alcanzado —dijo Brogan.
—Su tecnología es probablemente más tosca que la nuestra, pero parece que han dado un paso adelante y la han mejorado en gran manera.
La mujer miró a Pitt.
—Ha dicho usted que la isla era abastecida mediante submarinos.
—Así me lo dijo Raymond LeBaron —dijo Pitt—. Y en lo poco que vi de la costa no había ningún lugar de amarre.
Sandecker jugueteó con uno de sus cigarros pero no lo encendió. Apuntó con él a Brogan.
—Parece que los soviéticos han recurrido a técnicas desacostumbradas para despistar a sus vigilantes de Cuba, Martin.
—El miedo a ser descubiertos se manifestó durante el interrogatorio —dijo Pitt—. Velikov insistió en que éramos agentes a sueldo de usted.
—En realidad, no puedo censurar por ello a ese bastardo —dijo Brogan—. Su llegada debió sacarle de sus casillas.
—Señor Pitt, ¿podría describir a las personas que estaban cenando cuando llegaron ustedes? —preguntó un hombre con aire de erudito y que llevaba un suéter a cuadros.
—Aproximadamente, diría que eran dieciséis mujeres y dos docenas de hombres.
—¿Ha dicho mujeres?
—Sí.
—¿De qué tipo? —preguntó la única mujer presente en el salón.
Pitt tuvo que preguntar:
—Defina lo de tipo.
—Ya sabe —respondió seriamente ella—. Esposas, bellas damas solteras, o prostitutas.
—Desde luego, no eran prostitutas. La mayoría de ellas vestía uniforme y, probablemente, formaba parte del personal de Velikov. Las que llevaban alianzas parecían ser esposas de los militares o los paisanos cubanos que se hallaban presentes.
—¿En qué diablos estará pensando Velikov? —preguntó Brogan a nadie en particular—. ¿Cubanos con sus esposas en una instalación supersecreta? Esto no tiene sentido. Sandecker miró reflexivamente la mesa.
—Para mí tiene sentido —dijo—, si Velikov está usando Cayo Santa María para algo más que espionaje electrónico.
—¿Qué insinúa, Jim? —preguntó Brogan.
—La isla sería una excelente base de operaciones para derribar el gobierno Castro.
Brogan le miró asombrado.
—¿Cómo se ha enterado usted de esto?
—El presidente me informó —respondió Sandecker, con altanería.
—Ya veo.
Pero estaba claro que Brogan no veía nada.
—Escuchen —dijo Pitt—, me doy cuenta de que todo esto es sumamente importante, pero cada minuto que gastamos con nuestras especulaciones pone a Jessie, a Al y a Rudi mucho más cerca de la muerte. Espero que hagan ustedes todo lo posible para salvarles. Pueden empezar notificando a los rusos que, gracias a mi fuga, están enterados de que los mantienen prisioneros.
La petición de Pitt fue acogida con un extraño silencio. Nadie, salvo Sandecker, le miró. Especialmente la gente de la CÍA evitó su mirada.
—Discúlpeme —dijo fríamente Brogan—, pero creo que no sería una maniobra acertada.
Los ojos de Sandecker brillaron súbitamente de cólera.
—Cuidado con lo que dice, Martin. Sé que está dando vueltas a un plan maquiavélico en su mente. Pero advierta, amigo mío, que tendrá que habérselas conmigo y que no estoy dispuesto a dejar que mis amigos sean arrojados literalmente a los tiburones.
—Nos estamos jugando mucho —dijo Brogan—. Tener a Velikov a oscuras puede ser muy ventajoso.
—¿Y sacrificar varias vidas por un juego de espionaje? —dijo amargamente Pitt—. Ni hablar.
—Espere un momento, por favor —suplicó Brogan—. Estoy de acuerdo en hacer que se filtre el rumor de que sabemos que los LeBaron y su gente de la NUMA están vivos. Después acusaremos a los cubanos de haberlos encarcelado en La Habana.
—¿Cómo podemos esperar que Velikov se trague algo que sabe que es falso?
—No espero que se deje engañar con esto. No es un cretino. Sospechará algo y se preguntará cuánto sabemos acerca de su isla. Es todo lo que puede hacer: plantearse una interrogación. También enturbiaremos las aguas diciendo que nuestra información se basa en pruebas fotográficas que demuestran que su bote hinchable fue arrojado a la isla de Cuba. Esto debería hacer que Velikov aflojase la presión sobre los cautivos y siguiese debatiéndose en la incertidumbre. La piéce de résistance será el descubrimiento del cadáver de Pitt por un pescador de las Bahamas.
—¿Qué diablos se propone? —preguntó Sandecker.
—Todavía no lo tengo bien meditado —confesó Brogan—. Pero la idea fundamental es llevar de nuevo y en secreto a Pitt a la isla.
En cuanto hubo terminado el interrogatorio de Pitt, Brogan volvió a su despacho y descolgó el teléfono. Su llamada tuvo que pasar por los intermediarios de costumbre antes de que el presidente se pusiese al aparato.
—Por favor, hable deprisa, Martin. Estoy a punto de salir para Camp David.
—Hemos terminado de interrogar a Dirk Pitt.
—¿Pudo dar algún dato interesante?
—Nos dio la información que nosotros discutimos.
—¿El cuartel general de Velikov?
—Nos condujo directamente a su madriguera.
—Buen trabajo. Ahora podrán ustedes iniciar una operación de infiltración.
—Creo que sería adecuada una solución más permanente.
—¿Quiere usted decir contrarrestar su amenaza revelando la existencia de la base a la prensa mundial?
—No. Quiero decir ir allá y destruirla.