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El presidente se asomó a la oficina de Daniel Fawcett y agitó una mano.

—No se levante. Sólo quería que supiese que voy a subir para almorzar con mi esposa.

—No olvide que tenemos una reunión con los jefes de información y con Doug Oates dentro de cuarenta y cinco minutos —le recordó Fawcett.

—Prometo ser puntual.

El presidente se volvió y tomó el ascensor para subir a sus habitaciones de la segunda planta de la Casa Blanca. Ira Hagen lo estaba esperando en la suite Lincoln.

—Pareces cansado, Ira.

Hagen sonrió.

—Voy atrasado de sueño.

—¿Cuál es la situación?

—He descubierto la identidad de los nueve miembros del «círculo privado». Siete de ellos están localizados con toda precisión. Solamente Leonard Hudson y Gunnar Eriksen permanecen fuera de la red.

—¿No les habéis seguido la pista desde el centro comercial?

—Las cosas no salieron bien.

—La estación lunar soviética fue lanzada hace ocho horas —dijo el presidente—. No puedo esperar más. Esta tarde daré la orden de detener a todos los miembros del «círculo privado» que podamos.

—¿Al Ejército o al FBI?

—A ninguno de los dos. Un viejo amigo de la Marina cuidará de ello. Le he dado ya tu lista de nombres y direcciones. —El presidente hizo una pausa y miró fijamente a Hagen—. Dijiste que habías descubierto la identidad de los nueve hombres, Ira, pero en tu informe sólo constan ocho.

Hagen pareció reacio, pero metió una mano debajo de su chaqueta y sacó una hoja de papel doblada.

—Me había reservado el nombre del último hombre hasta estar completamente seguro. Un analizador de voces confirmó mis sospechas.

El presidente tomó el papel de manos de Hagen, lo desdobló y leyó el nombre escrito a mano. Se quitó las gafas y limpió cansadamente los cristales como si no pudiese dar crédito a sus ojos. Después se metió al papel en un bolsillo.

—Supongo que siempre lo he sabido, pero no podía creer en su complicidad.

—No los juzgues con dureza, Vince. Estos hombres son patriotas, no traidores. Su único delito es el silencio. Toma el caso de Hudson y Eriksen. Simulando estar muertos todos estos años. Piensa en la angustia que esto habrá causado a sus amigos y a sus familiares. La nación nunca podrá compensarles de sus sacrificios ni comprender del todo el alcance de su hazaña.

—¿Me estás echando un sermón, Ira?

—Sí, señor.

El presidente se dio cuenta de pronto de la lucha interior de Hagen. Comprendió que el corazón de su amigo no estaba en la confrontación final. La lealtad de Hagen se balanceaba sobre el filo de una navaja.

—Me ocultas algo, Ira.

—No te mentiré, Vince.

—Tú sabes donde se esconden Hudson y Eriksen.

—Digamos que tengo una sólida presunción.

—¿Puedo confiar en que los traerás?

—Sí.

—Eres un buen explorador, Ira.

—¿Dónde y cuándo quieres que te los entregue?

—En Camp David —respondió el presidente—. Mañana, a las ocho de la mañana.

—Allí estaremos.

—No puedo incluirte a ti, Ira.

—Es lo que deberías hacer, Vince. Puedes llamarlo una forma de pago. Me debes que pueda presenciar el final.

El presidente consideró la petición.

—Tienes razón. Es lo menos que puedo hacer.

Martin Brogan, director de la CÍA, Sam Emmett, del FBI, y el secretario de Estado Douglas Oates se pusieron en pie cuando el presidente entró en la sala de conferencias, con Dan Fawcett pisándole los talones.

—Tengan la bondad de sentarse, caballeros —dijo sonriendo el presidente.

Hubo unos pocos minutos de charla insustancial hasta que entró Alan Mercier, el consejero de seguridad nacional.

—Lamento llegar con retraso —dijo, sentándose rápidamente—. Ni siquiera he tenido tiempo de pensar una buena excusa.

—Un hombre sincero —dijo riendo Brogan—. Lamentable.

El presidente puso una pluma sobre un bloc de notas.

—¿Cómo está la cuestión del pacto con Cuba? —preguntó mirando a Oates.

—Hasta que no podamos iniciar un diálogo secreto con Castro, la situación seguirá siendo la misma.

—¿Hay alguna posibilidad, por remota que sea, de que Jessie LeBaron haya podido transmitir nuestra última respuesta?

Brogan sacudió la cabeza.

—Creo que es muy dudoso que haya establecido contacto. Nuestras fuentes de información no han sabido nada desde que el dirigible fue derribado. Todo el mundo cree que está muerta.

—¿Alguna palabra de Castro?

—Ninguna.

—¿Qué se sabe del Kremlin?

—La lucha interna entre Castro y Antonov está a punto de estallar en campo abierto —dijo Mercier—. Nuestros infiltrados en el Ministerio de Guerra cubano dicen que Castro va a sacar sus tropas de Afganistán.

—No hay más que hablar —dijo Fawcett—. Antonov no permanecerá con los brazos cruzados, dejando que esto ocurra.

Emmett se inclinó hacia adelante y cruzó las manos sobre la mesa.

—Todo se remonta a cuatro años atrás, cuando Castro suplicó no tener que hacer ni siquiera un pago a cuenta de los diez mil millones de dólares que debe a la Unión Soviética, por préstamos constantemente «renovados» desde los años sesenta. Dijo hallarse en un aprieto económico y tuvo que doblegarse cuando Antonov le pidió que enviase tropas a luchar en Afganistán. Y no fueron unas pocas compañías, sino casi veinte mil hombres.

—¿Cuántas bajas calcula la CÍA que han tenido? —preguntó el presidente, volviéndose a Brogan.

—Aproximadamente mil seiscientos muertos, dos mil heridos y más de quinientos desaparecidos.

—Dios mío, eso es más de un veinte por ciento.

—Otra razón para que el pueblo cubano deteste a los rusos —siguió diciendo Brogan—. Castro es como un hombre que se está ahogando entre un bote de remos que hace agua y cuyos ocupantes le apuntan con armas de fuego y un yate de lujo cuyos pasajeros están agitando botellas de champaña. Si le arrojamos una cuerda, la tripulación del Kremlin la acribillará a balazos.

—En realidad, están pensando en acribillarle de todos modos —añadió Emmett.

—¿Tenemos alguna idea de cómo o cuándo se realizará el asesinato? —preguntó el presidente.

Brogan rebulló inquieto en su sillón.

—Nuestros informadores no han podido averiguarlo.

—Su secreto sobre el tema es más hermético de lo que había visto jamás —dijo Mercier—. Nuestros ordenadores no han podido descifrar ningún dato sobre la operación detectada por nuestros sistemas de escucha espacial. Solamente unos pocos detalles que no pueden darnos una idea concreta de sus planes.

—¿Sabe quién se encarga de ello? —insistió el presidente.

—El general Peter Velikov, del GRU, considerado como un brujo en la infiltración y manipulación de los gobiernos del Tercer Mundo. Él fue el artífice del golpe de Estado en Nigeria hace dos años. Afortunadamente, el Gobierno marxista que instauró duró muy poco.

—¿Opera fuera de La Habana?

—Se mueve en un secreto total —respondió Brogan—. La imagen perfecta del hombre que no está en ninguna parte. Velikov no ha sido visto en público desde hace cuatro años. Estamos absolutamente seguros de que está dirigiendo el espectáculo desde algún lugar escondido.

Los ojos del presidente parecieron nublarse.

—Lo único que tenemos aquí es una vaga teoría de que el Kremlin proyecta asesinar a Fidel y a Raúl Castro, echarnos la culpa a nosotros y, después, apoderarse del Gobierno empleando comparsas cubanos que reciben órdenes directas de Moscú. Bueno, caballeros, yo no puedo actuar a base de suposiciones. Necesito hechos.

—Es una presunción fundada en hechos conocidos —explicó enérgicamente Brogan—. Tenemos los nombres de los cubanos que están a sueldo de los soviéticos, esperando desde la barrera el momento de asumir el poder. Nuestra información confirma plenamente la intención del Kremlin de eliminar a los Castro. La CÍA es la perfecta cabeza de turco, porque el pueblo cubano no ha olvidado la bahía de Cochinos ni las torpes intrigas de la Agencia para el asesinato de Fidel Castro por la mafia durante la Administración Kennedy. Le aseguro, señor presidente, que he dado máxima prioridad a este asunto. Sesenta agentes de todos los niveles, dentro y fuera de Cuba, están concentrando sus esfuerzos en penetrar la muralla de secreto de Velikov.

—Y sin embargo, no podemos conseguir un diálogo abierto con Castro para ayudarnos mutuamente.

—No, señor —dijo Oates—. Él se niega a establecer cualquier contacto por canales oficiales.

—¿No se da cuenta de que se le puede estar acabando el tiempo? —preguntó el presidente.

—Está deambulando en un vacío —respondió Oates—. Por una parte, se siente seguro al saber que la inmensa mayoría de los cubanos le idolatran. Pocos líderes nacionales pueden contar con el respeto y el afecto que por él siente su pueblo. Y por otra parte, no puede comprender plenamente la gravedad de la amenaza soviética contra su vida y su régimen.

—Así pues —dijo gravemente el presidente—, lo que quieren decirme es que, a menos de que podamos conseguir una importante hazaña en el campo de la información o meter en el escondrijo de Castro a alguien que pueda hacerle atenerse a razones, sólo podemos permanecer sentados y observar cómo se hunde Cuba bajo un total dominio soviético.

—Sí, señor presidente —dijo Brogan—. Eso es exactamente lo que le estamos diciendo.