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El ambiente era de tristeza, aunque mitigada por la larga distancia en el tiempo. No más de cien personas se habían reunido para la ceremonia, a esa temprana hora. A pesar de la presencia del presidente, sólo un canal de televisión había enviado un equipo. La pequeña concurrencia guardaba silencio en un rincón apartado de Rock Creek Park, escuchando el final del breve discurso del presidente.

—… Y así nos hemos reunido esta mañana para rendir un tardío tributo a los ochocientos americanos que murieron cuando el buque de transporte de tropas, el Leopoldville, fue torpedeado frente al puerto de Cherburgo, Francia, la víspera de Navidad de 1944.

Nunca se había negado a una tragedia de guerra un honor tan merecido. Nunca se ha ignorado tan completamente una tragedia semejante.

Hizo una pausa y señaló hacia una estatua cubierta. Entonces se retiró el paño, revelando la figura solitaria de un soldado en actitud valiente y expresión resuelta, llevando un capote militar, y todo el equipo de campaña y un fusil M-1 colgado de un hombro. Había una dignidad dolorosa en aquella estatua en bronce y de tamaño natural de un combatiente, realzada por una ola que lamía sus tobillos.

Después de un minuto de aplausos, el presidente, que había servido en Corea como teniente de una compañía de artillería del Marine Corps, empezó a estrechar las manos de supervivientes del Leopoldville y de otros veteranos de la Panther División. Cuando se dirigía al automóvil de la Casa Blanca, se puso rígido de pronto al estrechar la mano del décimo hombre de la fila.

—Un discurso muy conmovedor, señor presidente —dijo una voz conocida—. ¿Podría hablar con usted en privado?

Los labios de Leonard Hudson se dilataron en una irónica sonrisa. No se parecía en nada al caddy Reggie Salazar. Sus cabellos eran espesos y grises, lo mismo que la barba mefistofélica. Llevaba un suéter con cuello de tortuga debajo de la chaqueta de tweed.

Los pantalones de franela eran de color café y los zapatos ingleses de cuero estaban impecablemente lustrados. Parecía salido de un anuncio de coñac de la revista Town & Country.

El presidente se volvió y habló a un agente del Servicio Secreto que estaba a menos de medio metro de su codo.

—Este hombre me acompañará hasta la Casa Blanca.

—Un gran honor, señor —dijo Hudson.

El presidente le miró fijamente durante un instante y decidió llevar adelante el juego. Su cara se iluminó con una amistosa sonrisa.

—No puedo perderme la oportunidad de recordar anécdotas de la guerra con un viejo compañero, ¿verdad, Joe?

La caravana presidencial entró en Massachusetts, haciendo centellear sus luces rojas y sonar las sirenas por encima del ruido del tráfico en la hora punta. Los dos hombres guardaron silencio durante un par de minutos. Por fin Hudson dio el primer paso.

—¿Recuerda usted dónde nos conocimos?

—No —mintió el presidente—, su cara no me parece en modo alguno conocida.

—Supongo que tiene que ver a tanta gente…

—Francamente, tengo cosas más importantes en las que pensar.

Leonard Hudson hizo caso omiso de la aparente hostilidad del presidente.

—¿Como meterme en la cárcel?

—Una cloaca me parecería un sitio más adecuado.

—Usted no es la araña, señor presidente, y yo no soy la mosca. Puede parecer que me he metido en una trampa, en este caso un coche rodeado de un ejército de guardaespaldas del Servicio Secreto, pero mi salida en paz y tranquilidad está garantizada.

—¿Otra vez el viejo truco de la bomba simulada?

—Ahora es diferente. Un explosivo de plástico está sujeto debajo de una mesa en un restaurante de cuatro tenedores de la ciudad. Hace exactamente ocho minutos que el senador Adrián Gorman y el secretario de Estado, Douglas Oates, se han sentado a aquella mesa para desayunar juntos.

—Es un farol.

—Tal vez sí, pero si no lo es, mi captura difícilmente valdría la carnicería que se produciría en el interior de un restaurante lleno a rebosar.

—¿Qué quiere esta vez?

—Retire a su sabueso.

—Hable claro, por el amor de Dios.

—Quíteme a Ira Hagen de encima mientras todavía pueda respirar.

—¿Quién?

—Ira Hagen, un viejo condiscípulo suyo que trabajó en el Departamento de Justicia.

El presidente miró a través de la ventanilla, como tratando de recordar.

—Parece que ha pasado una eternidad desde la última vez que hablé con Ira.

—No hace falta que mienta, señor presidente. Usted le contrató para que descubriese el «círculo privado».

—¿Qué? —El presidente fingió una auténtica sorpresa. Después se echó a reír—. Olvida usted quién soy. Me bastaría una llamada telefónica para que todo el FBI, la CÍA y al menos otras cinco agencias de información se les echasen encima.

—Entonces, ¿por qué no lo ha hecho?

—Porque he preguntado a mis consejeros científicos y a algunas personas muy respetadas que participan en nuestro programa espacial. Y todos están de acuerdo. La Jersey Colony es un castillo en el aire. Se expresa usted muy bien, Joe, pero no es más que un farsante que vende alucinaciones.

Hudson se desconcertó.

—Juro por Dios que Jersey Colony es una realidad.

—Sí, está a medio camino entre Oz y Shangri-lá.

—Créame, Vince, cuando nuestros primeros colonos regresen de la Luna, la noticia inflamará la imaginación del mundo.

El presidente hizo caso omiso del descarado empleo de su nombre de pila.

—Lo que le gustaría realmente es que anunciase una batalla simulada con los rusos por el dominio de la Luna. ¿Qué es lo que pretende? ¿Es usted un agente de publicidad de Hollywood que trata de promocionar una película espacial, o se ha escapado de una clínica mental?

Hudson no pudo reprimir su cólera.

—¡Idiota! —gritó—. No puede volver la espalda a la más grande hazaña científica de la historia.

—Fíjese en lo que voy a hacer. —El presidente descolgó el teléfono del coche—. Roger, detenga el automóvil. Mi invitado va a apearse.

Al otro lado del cristal, el chófer del Servicio Secreto levantó una mano del volante en señal de comprensión. Después informó de la orden del presidente a los otros vehículos. Un momento más tarde, la caravana entró en una tranquila calle residencial y se detuvo junto a la acera.

El presidente alargó una mano y abrió la portezuela.

—Final de trayecto, Joe. No sé qué piensa hacer con Ira Hagen, pero si me entero de su muerte, seré el primero en declarar en el juicio que usted le amenazó. Es decir, si no le han ejecutado ya por cometer un asesinato en masa en un restaurante.

Irritado y confuso, Hudson bajó despacio del automóvil. Vaciló antes de acabar de hacerlo.

—Está cometiendo un terrible error —dijo, en tono acusador.

—No será la primera vez —dijo el presidente, dando por terminada la conversación.

El presidente se retrepó en su asiento y sonrió con aire satisfecho. Una magnífica representación, pensó. Hudson estaba perplejo y construía barricadas donde no debía. Aplazar una semana la inauguración del monumento al Leopoldville había sido una astuta maniobra. Tal vez una molestia para los veteranos que habían acudido, pero muy conveniente para un viejo fantasma como Hagen.

Hudson se quedó plantado en la hermosa avenida, contemplando cómo se alejaba la caravana y se perdía de vista al doblar la primera esquina. Estaba confuso y desorientado.

—¡Maldito y estúpido burócrata! —gritó, presa de la más absoluta frustración.

Una mujer que paseaba un perro por la acera le dirigió una mirada de disgusto.

Una camioneta Ford sin distintivos redujo la marcha y se detuvo, y Hudson subió a ella. Había en su interior unas sillas tapizadas de cuero, alrededor de una pulida mesa de secoya. Dos hombres, impecablemente vestidos con trajes de calle, le miraron con expectación mientras él se sentaba cansadamente en una de las sillas.

—¿Cómo te ha ido? —preguntó uno de ellos.

—El estúpido bastardo me echó de su automóvil —dijo desesperado Hudson—. Dice que no ha visto a Ira Hagen en muchos años, y pareció importarle un bledo que le matásemos y volásemos el restaurante.

—No me sorprende —dijo un hombre de mirada intensa, cara cuadrada y colorada, y nariz de cóndor—. Es un tipo pragmático como el infierno.

Gunnar Eriksen tenía una pipa apagada entre los labios.

—¿Qué más? —preguntó.

—Dijo que creía que la Jersey Colony era una broma —contestó Hudson.

—¿Te reconoció?

—Creo que no. Siguió llamándome Joe.

—Pudo ser una comedia.

—Se mostró muy convincente.

Eriksen se volvió al otro hombre.

—¿Cómo lo interpretas tú?

—Hagen es un enigma. He vigilado de cerca al presidente y no he descubierto ningún contacto entre ellos.

—¿No puede ser que Hagen haya sido contratado por uno de los directores de las agencias de información? —preguntó Eriksen.

—Por lo menos, seguro que no por canales ordinarios. La única reunión que celebró el presidente con algún miembro de los servicios de información fue para recibir un informe de Sam Emmett, del FBI. No pude ver este informe, pero estaba relacionado con los tres cadáveres encontrados en el dirigible de LeBaron. Aparte de esto, no ha hecho nada.

—No; estoy seguro de que ha hecho algo. —La voz de Hudson era tranquila pero rotunda—. Temo que hemos menospreciado su astucia.

—¿En qué sentido?

—Sabía que yo volvería a ponerme en contacto con él y le pediría que nos quitase a Hagen de encima.

—¿Qué te ha hecho sacar esta conclusión? —preguntó Nariz de Cóndor.

—Hagen —respondió Hudson—. Ningún buen agente secreto llama la atención sobre sí mismo. Y Hagen era uno de los mejores. Debía tener buenas razones para anunciar su presencia con aquella llamada telefónica al general Fisher y su pequeña charla cara a cara con el senador Porter.

—Pero ¿por qué quería el presidente forzarnos la mano, si no nos exigió ni pidió nada? —preguntó Eriksen.

Hudson sacudió la cabeza.

—Esto es lo que me alarma, Gunnar. No acierto a ver qué tenemos que ganar con ello.

Inadvertida en el intenso tráfico, una vieja y polvorienta caravana con matrícula de Georgia se mantenía a una discreta distancia detrás de la camioneta. En su interior, Ira Hagen se sentó a una mesita, con unos auriculares y un micrófono sujetos a la cabeza, y descorchó una botella de Martin Ray Cabernet Sauvignon. Dejó la botella abierta, mientras ajustaba el botón de sonido de un receptor de onda corta conectado a un magnetófono.

Después levantó los auriculares, dejando al descubierto una oreja.

—Se está desvaneciendo el sonido. Acérquese un poco.

El conductor, que llevaba una revuelta barba postiza y una gorra de béisbol de los Atlanta Braves, respondió sin mirar atrás:

—Tuve que frenar cuando un taxi me cortó el paso. Recuperaré la distancia en la próxima manzana.

—No los pierda de vista hasta que aparquen.

—¿De qué se trata? ¿Tráfico de drogas?

—Nada tan exótico —respondió Hagen—. Se sospecha que están enzarzados en una partida de póker mientras viajan.

—¡Vaya una cosa! —gruñó el conductor, sin advertir la pulla.

—El juego es todavía ilegal.

—También lo es la prostitución, y es mucho más divertido.

—Mantenga los ojos fijos en la camioneta —dijo Hagen, en tono oficial—. Y no deje que se alejen a más de una manzana.

La radio crepitó.

—T-bone, aquí Porterhouse.

—Le oigo, Porterhouse.

—Podemos ver a Sirloin, pero preferiríamos volar más bajo. Si se mezclase con algún otro vehículo de color parecido debajo de los árboles o detrás de un edificio, podríamos perderlo.

Hagen se volvió y miró por la ventanilla de atrás de la caravana hacia el helicóptero.

—¿A qué altura está?

—El límite para los aviones en esta parte de la ciudad es de cuatrocientos metros. Pero no es éste el único problema. Sirloin se dirige hacia el paseo del Capitolio. No podemos sobrevolar aquella zona.

—Continúa, Porterhouse. Conseguiré que con ustedes hagan una excepción.

Hagen hizo una llamada por el teléfono del coche y volvió a comunicar con el piloto del helicóptero en menos de un minuto.

—Soy T-bone, Porterhouse. Puede volar a cualquier altura sobre la ciudad, mientras no ponga vidas en peligro. ¿Entendido?

—Hombre, debe usted tener mucha influencia.

—Mi jefe conoce a mucha gente importante. No pierda de vista a Sirloin.

Ira Hagen levantó la tapa de una costosa cesta de picnic de Abercrombie amp; Fitch y abrió una lata de foiegras. Después escanció el vino y volvió a escuchar por los auriculares.

No había duda de que Leonard Hudson era uno de los hombres que iban en la camioneta. Y Gunnar Eriksen era mencionado por su nombre de pila. Pero la identidad del tercer hombre seguía siendo el misterio.

El factor desconocido sacaba de quicio a Hagen. Ocho hombres del «círculo privado» le eran conocidos, pero el noveno estaba todavía oculto en las tinieblas. Los hombres de la camioneta se dirigían… ¿adónde? ¿Qué clase de instalación albergaba a la sede del proyecto de Jersey Colony? Un nombre tonto, Jersey Colony. ¿Cuál era su significado? ¿Guardaba alguna relación con el Estado de New Jersey? Tenía que haber algo que pudiese explicar la causa de que ninguna información sobre el establecimiento de la base lunar hubiese llegado a conocimiento de algún alto funcionario del Gobierno. Alguien con más poder que Hudson o Eriksen tenía que ser la clave. Tal vez el último nombre de la lista del «círculo privado».

—Aquí Portehouse. Sirloin se dirige al nordeste por la Rhode Island Avenue.

—Tomo nota —respondió Hagen.

Extendió un mapa del Distrito de Columbia sobre la mesa y desdobló otro de Maryland. Empezó a trazar una línea con lápiz rojo, extendiéndola al pasar desde el Distrito a Prince George’s County. Rhode Island Avenue se convirtió en la Autopista 1 y giró hacia el norte en dirección a Baltimore.

—¿Tiene alguna idea de adonde van? —preguntó el conductor.

—Ninguna —respondió Hagen—. A menos que… —murmuró para sí.

La Universidad de Maryland. A menos de veinte kilómetros del centro de Washington, Era natural que Hudson y Eriksen se mantuviesen cerca de una institución académica para aprovechar sus medios de investigación.

Hagen habló por el micro:

—Porterhouse, aguce la vista. Es posible que Sirloin se dirija a la Universidad.

—Comprendido, T-bone.

Cinco minutos más tarde, la camioneta salió de la autopista y cruzó la pequeña ciudad de College Park. Después de aproximadamente dos kilómetros, se metió en un importante centro comercial, en cuyos dos extremos había unos conocidos almacenes. El parking estaba lleno de coches de compradores. Cesó toda conversación en el interior de la camioneta, y esto pilló desprevenido a Hagen.

—¡Maldición! —juró.

—Porterhouse —dijo la voz del piloto del helicóptero.

—Le oigo.

—Sirloin acaba de detenerse debajo de un gran cobertizo delante de la entrada principal. No tengo contacto visual con él.

—Espere a que aparezca de nuevo —ordenó Hagen—, y sígale. —Se levantó de la mesa y se puso detrás del conductor—. Péguese a él.

—No puedo. Hay al menos seis coches entre él y yo.

—¿Se ha apeado alguien y entrado en los almacenes?

—Es difícil saberlo, con tanto gentío. Pero me pareció que dos o tal vez tres cabezas se asomaban de la camioneta.

—¿Pudo ver bien el tipo al que recogieron en la ciudad? —preguntó Hagen.

—Cabellos y barba grises. Delgado, de más o menos un metro setenta y cinco de estatura. Suéter con cuello de tortuga, chaqueta de tweed y pantalón marrón. Sí, le reconocería.

—Dé la vuelta a la zona de aparcamiento y mire si le ve. Es posible que él y sus compinches cambien de automóvil. Yo voy a entrar en el centro comercial.

—Sirloin se mueve —anunció el piloto del helicóptero.

—Sígale, Porterhouse —dijo Hagen—. Yo estaré fuera del aire durante un rato.

—Entendido.

Hagen saltó de la caravana y corrió entre la multitud de compradores y entró en el centro comercial. Era como buscar tres agujas en un pajar. Sabía el aspecto que tenía Hudson y había conseguido fotografías de Gunnar Eriksen, pero uno de ellos o los dos podían estar todavía dentro de la camioneta.

Corrió frenéticamente de una tienda a otra, observando las caras, estudiando cada cabeza masculina que sobresalía de la multitud de compradoras femeninas. ¿Por qué tenía que ser un fin de semana?, pensó. Otro día cualquiera, y a una hora tan temprana, habría podido disparar allí un cañón sin alcanzar a nadie. Después de casi una hora de búsqueda infructuosa, salió al exterior e hizo una seña a la caravana para que se detuviera.

—¿Los ha localizado? —preguntó, aunque sabía de antemano la respuesta.

El conductor sacudió la cabeza.

—Se tarda casi diez minutos en dar toda la vuelta. El tráfico es demasiado denso y la gente conduce como autómatas cuando están buscando aparcamiento. Sus sospechosos pueden haber encontrado fácilmente otra salida y haberse largado por ella, mientras yo estaba en el otro lado del edificio.

Hagen descargó un puñetazo de frustración contra la caravana. Había llegado tan cerca, tan endiabladamente cerca, sólo para fracasar en el último momento.