30

Pitt pasó las dos horas siguientes yaciendo boca arriba en la cama, escuchando el ruido de puertas metálicas que se abrían y cerraban y las pisadas que oía fuera de su celda. El joven guardián le entregó el almuerzo y esperó mientras Pitt comía, asegurándose de que no faltaba ningún cubierto cuando salió. Esta vez parecía de mejor humor y no iba armado. También dejó la puerta abierta durante la comida, dando a Pitt una oportunidad de estudiar la cerradura.

Éste se sorprendió al ver que era una cerradura de golpe corriente, en vez de un mecanismo de seguridad o con un buen cerrojo. Su celda no había sido destinada a servir de cárcel. Más bien parecía adecuada para una despensa.

Pitt revolvió con una cuchara un plato de maloliente pescado cocido y lo rehusó, más interesado en ver cómo se cerraba la puerta que en comer una bazofia que sabía que era el primer paso de un plan psicológico para debilitar sus defensas mentales. El guardia salió y cerró la puerta de hierro. Pitt aguzó el oído y captó un solo y decisivo chasquido después del golpe.

Se arrodilló y examinó de cerca la rendija entre la puerta y el marco. No tenía más de medio centímetro. Después registró la celda, buscando un objeto lo bastante delgado para poder deslizado en la cerradura y descorrer el pestillo.

El catre que soportaba el colchón de plumas era de madera ensamblada. No había en él nada metálico ni delgado y duro. Los grifos y los caños del lavabo eran de cerámica y las tuberías de debajo de éste y del retrete no tenían nada que pudiese moldear con las manos. Tuvo más suerte con el armario. Una de las charnelas le serviría, pero no podía sacar la espiga con las uñas.

Estaba reflexionando sobre este problema cuando se abrió la puerta y el guardia se plantó en el umbral. Durante un momento, recorrió cautelosamente la celda con la mirada. Después, bruscamente, hizo un ademán a Pitt de que saliese, le condujo por un laberinto de grises pasillos de hormigón y se detuvo al fin delante de una puerta marcada con el número 6.

Pitt fue introducido bruscamente en una pequeña habitación que parecía una caja y en la que flotaba un olor nauseabundo. El suelo era de cemento y había un sumidero en el centro. Las paredes estaban pintadas de un color rojo ominoso que casaba con las manchas que las salpicaban. La única iluminación procedía de una triste bombilla amarilla que pendía del techo por un cordón. Era la habitación más deprimente que jamás hubiese visto.

El único mueble era una silla de madera mellada. Pero Pitt centró su atención en el hombre que estaba sentado en ella. Los ojos de éste, que le miraron a su vez, eran tan inexpresivos como cubitos de hielo. Pitt no podía saber la estatura del desconocido, pero su pecho y sus hombros eran tan musculosos que parecían deformes, indicando que aquel hombre había pasado miles de horas de sudor y esfuerzo desarrollando su cuerpo. Llevaba la cabeza completamente afeitada, y la cara habría podido considerarse casi hermosa, de no haber sido por la narizota que contrastaba lamentablemente con las demás facciones. Su único indumento era un par de botas de goma y unos shorts tropicales. A excepción del bigote a lo Bismarck, aquella cara pareció extrañamente familiar a Pitt.

Sin levantar la cabeza, el hombre empezó a leer la lista de delitos de que Pitt era acusado. Empezaba por la violación del espacio aéreo cubano, el derribo de un helicóptero, el asesinato de su tripulación, la labor como agente de la CÍA y la entrada ilegal en el país. Las acusaciones se sucedieron hasta que terminaron al fin con la entrada no autorizada en una zona militar prohibida. Todo ello en correcto inglés americano, con un ligero acento del Oeste.

—¿Qué responde?

—Culpable como el que más.

Una mano enorme le tendió una hoja de papel y una pluma.

—Tenga la bondad de firmar la confesión.

Pitt tomó la pluma y firmó el documento apoyándolo sobre una pared y sin leerlo.

El interrogador observó atentamente la firma.

—Creo que ha cometido un error.

—¿Cuál?

—Usted no se llama Benedict Arnold.

Pitt chascó los dedos.

—Caramba, tiene razón. Esto fue la semana pasada. Esta semana soy Millard Fillmore.

—Muy divertido…

—Como el general Velikov ha informado ya de mi muerte a las autoridades americanas —dijo seriamente Pitt—, no veo la utilidad de una confesión. Me parece que es como inyectarle penicilina a un esqueleto. ¿De qué puede servir?

—Un seguro contra un incidente, un medio de propaganda, incluso un elemento para reforzar una posición negociadora —respondió amablemente el inquisidor—. Puede haber muchas razones. —Hizo una pausa y leyó algo en un legajo que tenía sobre la mesa—. Veo, por el expediente que me ha pasado el general Velikov, que usted dirigió una operación de salvamento del Empress of Ireland, que naufragó en el río Saint Laurence.

—Correcto.

—Creo que yo intervine en la misma operación.

Pitt le miró fijamente. Había algo familiar en él, pero no podía concretarlo. Sacudió la cabeza.

—No recuerdo que trabajase usted en mi equipo. ¿Cómo se llama?

—Foss Gly —dijo lentamente el otro—. Trabajé con los canadienses para desbaratar sus operaciones.

Pitt se acordó repentinamente de un remolcador amarrado en un muelle de Rimouski, Quebec. Él había salvado la vida de un agente secreto británico golpeando a Gly en la cabeza con una llave inglesa. También recordó con gran alivio que Gly había estado vuelto de espaldas y no le había visto acercarse.

—Entonces, nunca nos encontramos cara a cara —dijo tranquilamente Pitt.

Observó a Gly, por si éste daba alguna señal de reconocerle; pero el hombre no pestañeó.

—Probablemente no.

—Está muy lejos de su país.

Gly encogió los anchos hombros.

—Yo trabajo para quienes me pagan buenos dólares por mis servicios especiales.

—En este caso, la máquina del dinero escupe rublos.

—Convertidos en oro —añadió Gly. Suspiró, fue a ponerse en pie y se estiró. La piel estaba tan tirante y las venas eran tan pronunciadas que le daban un aspecto grotesco. Acabó de levantarse de la silla y miró hacia arriba, pues su afeitado cráneo estaba a la altura de la barbilla de Pitt—. Me gustaría continuar esta conversación sobre los tiempos pasados, señor Pitt, pero tengo que hacerle varias preguntas y ha de firmar su confesión.

—Comentaré todos los temas que le interesen cuando esté seguro de que los LeBaron y mis amigos no sufrirán daño alguno.

Gly no replicó; solamente le miró con una expresión lindante en indiferencia.

Pitt previó un golpe y puso el cuerpo en tensión para aguantarlo. Pero Gly no colaboró. En vez de aquello, alargó despacio una mano y agarró a Pitt por la base del cuello, por la parte blanda del hombro. Al principio la presión fue ligera, una apretón, pero después se acentuó gradualmente hasta que el dolor se hizo insoportable.

Pitt agarró la muñeca de Gly con ambas manos y trató de librarse de aquella garra de acero, pero igual habría podido tratar de arrancar de raíz un roble de siete metros. Apretó los dientes hasta que pensó que iban a romperse. Vagamente, a través del fuego que ardía en su cerebro, pudo oír la voz de Gly.

—Está bien, Pitt, no tiene por qué soportar esto. Dígame simplemente quién le ordenó desembarcar en esta isla y por qué. No hace falta que sufra, a menos que sea un masoquista profesional. Créame si le digo que no le gustaría la experiencia. Diga al general lo que éste quiere saber. Lo que está ocultando, sea lo que fuere, no cambiará el curso de la Historia. No dependerán miles de vidas de ello. ¿Por qué sentir que su cuerpo es destrozado día tras día hasta tener todos los huesos aplastados, rotas todas las articulaciones, reducidos sus tendones a la consistencia de puré de patata? Porque esto es exactamente lo que le ocurrirá si no colabora. ¿Lo ha entendido?

La terrible angustia menguó cuando Gly aflojó su presa. Pitt se tambaleó y miró a su verdugo con los ojos medio cerrados, mientras se frotaba con una mano la fea moradura que se extendía por su hombro. Se dio cuenta de que dijera lo que dijese, verdadero o inventado, nunca sería aceptado. La tortura continuaría en forma interminable hasta que cediesen sus recursos físicos y perdiese el conocimiento.

—¿Le dan un vale por cada confesión? —preguntó Dirk cortésmente.

—Yo no trabajo a comisión —dijo humorísticamente Gly.

—Usted gana —dijo sencillamente Pitt—. Aguanto mal el dolor. ¿Qué quiere que confiese? ¿Un intento de asesinar a Fidel Castro o una intriga para convertir a los consejeros rusos en demócratas?

—Solamente la verdad, señor Pitt.

—Ya se la he dicho al general Velikov.

—Tengo la grabación de sus palabras.

—Entonces sabe que la señora LeBaron, Al Giordino, Rudi Gunn y yo tratábamos de encontrar la clave de la desaparición de Raymond LeBaron, mientras buscábamos un barco naufragado del que se decía que contenía un tesoro. ¿Qué hay de siniestro en esto?

—El general Velikov cree que era un pretexto para una misión más secreta.

—¿Por ejemplo?

—Un intento de comunicar con los Castro.

—Ridículo es la primera palabra que acude a mi mente. Tiene que haber maneras más fáciles para que nuestros gobernantes negocien entre ellos.

—Gunn nos lo ha contado todo —dijo Gly—. Usted debía dirigir la operación para extraviarse en aguas cubanas, donde habrían sido capturados con un guardacostas y escoltados a la isla. Una vez allí, entregarían información vital referente a las negociaciones secretas entre los Estados Unidos y Cuba.

Pitt estaba ahora auténticamente perplejo. Todo esto era griego para él.

—Éste es el cuento chino más estúpido que he oído en mi vida.

—Entonces, ¿por qué iban armados y pudieron destruir el helicóptero cubano?

—No llevábamos armas —mintió Pitt—. El helicóptero estalló de pronto delante de nosotros. No puedo darle la razón.

—Entonces, explíqueme por qué no pudo el guardacostas cubano encontrar algún superviviente en el lugar de la catástrofe.

—Nosotros estábamos en el agua. La oscuridad era muy intensa y el mar estaba alborotado. No nos localizaron.

—Y sin embargo, fueron capaces de nadar seis millas en pleno huracán, manteniéndose juntos los cuatro y llegando ilesos a Cayo Santa María. ¿Cómo es posible?

—Pura suerte, supongo.

—Ahora es usted quien está contando un cuento chino, ¿eh?

Pitt no tuvo oportunidad de responder. Sin la menor advertencia, Gly le descargó un puñetazo en el costado, cerca del riñón izquierdo.

El dolor y la súbita compresión estallaron al mismo tiempo dentro de él. Al hundirse en el negro pozo de la inconsciencia, tendió una mano a Jessie, pero ésta se echó a reír y no hizo el menor movimiento para asirlo.