27

El núcleo del huracán Evita rodeó la isla y giró hacia el nordeste y el golfo de México. El viento redujo su velocidad a cuarenta nudos, pero habrían de transcurrir otros dos días para que fuese sustituido por el suave alisio del sur.

Cayo Santa María parecía vacío de toda vida, animal o humana. Diez años antes, en un momento de generosa camaradería, Fidel Castro había donado la isla a sus aliados comunistas en un gesto de buena voluntad. Entonces dio una bofetada a la Casa Blanca al proclamar que era un territorio de la URSS.

Los nativos fueron trasladados en secreto pero por la fuerza a la isla grande, y unidades de ingenieros del GRU (Glavnoye Razvedyvatelnoye Upravleniye, o Primer Directorio de Información del Estado Mayor General Soviético), rama militar de la KGB, vinieron y empezaron a construir una instalación subterránea secreta. Trabajando en etapas y solamente al amparo de la oscuridad, dieron poco a poco forma al complejo debajo de la arena y las palmeras, Aviones espías de la CÍA examinaron la isla, pero no detectaron instalaciones defensivas ni envío de materiales por mar o por aire. Las ampliaciones fotográficas sólo mostraron unos pocos caminos en mal estado que al parecer no llevaban a ninguna parte. La isla fue estudiada rutinariamente, pero nada se descubrió que indicase una amenaza a la seguridad de los Estados Unidos.

En alguna parte del subsuelo de la isla azotada por el viento, Pitt se despertó en una pequeña habitación estéril, sobre una cama con un colchón de plumas y bajo una luz fluorescente que estaba continuamente encendida. No podía recordar si había dormido alguna vez sobre un colchón de plumas, pero lo encontró muy cómodo y tomó mentalmente nota de buscar uno igual, si volvía algún día a Washington.

Aparte de las magulladuras, las articulaciones doloridas y unas ligeras punzadas en la cabeza, se sentía bastante bien. Yació allí y contempló el techo pintado de gris, mientras recordaba lo acaecido la noche pasada: el descubrimiento por Jessie de su marido; los guardias que les escoltaron, a él, a Giordino y a Gunn, a una enfermería donde una doctora rusa, con una figura parecida a un bolo, curó sus lesiones; una comida de cordero estofado en un comedor que Pitt valoró muy por debajo de los restaurantes para camioneros del este de Texas, y, finalmente, su encierro en una habitación con un retrete y una jofaina, una cama y un pequeño armario de madera.

Deslizando las manos por debajo de la sábana, exploró su cuerpo. A excepción de varios metros de vendas y esparadrapo, estaba desnudo. Le maravilló la obsesión de la feúcha doctora por los vendajes. Sacó los pies descalzos y los apoyó en el suelo de hormigón, y permaneció sentado allí, pensando en lo que tenía que hacer. Una exigencia de la vejiga le recordó que todavía era humano, por lo que se dirigió al retrete, deseando poder tomar una taza de café. Ellos, fueran quienes fuesen, le habían dejado su reloj Doxa. Las saetas marcaban las once y cincuenta y cinco. Como nunca había dormido más de nueve horas seguidas en su vida, presumió con razón que eran de la mañana.

Un minuto más tarde, se inclinó sobre la jofaina y se lavó la cara con agua fría. La única toalla era áspera y apenas si absorbía la humedad. Se dirigió al armario, lo abrió y encontró una camisa y unos pantalones caqui en una percha, y un par de sandalias. Antes de vestirse, se quitó varias vendas de las heridas que empezaban a cicatrizar y flexionó los músculos, gozando de la recobrada libertad de movimientos. Después de vestirse, probó la pesada puerta de hierro. Estaba cerrada con llave, por lo que golpeó la gruesa plancha de metal, produciendo un ruido hueco que resonó en las paredes de hormigón.

Un muchacho que parecía no tener más de diecinueve años y llevaba uniforme soviético de faena, abrió la puerta y se echó atrás, apuntando una pistola no más grande que un martillo corriente al estómago de Pitt. Señaló un largo pasillo a la izquierda y Pitt siguió la indicación. Pasaron por delante de otras puertas de hierro y Pitt se preguntó si Gunn y Giordino estarían detrás de alguna de ellas.

Se detuvieron ante un ascensor cuya puerta fue abierta por otro guardia. Entraron en él y Pitt sintió una ligera presión en las plantas de los pies al elevarse la cabina. Miró el indicador de encima de la puerta y advirtió que había luces para cinco plantas. Una instalación muy grande, pensó. El ascensor se detuvo y se abrieron las puertas automáticas.

Pitt y su guardián salieron a una habitación alfombrada y de techo abovedado. Las dos paredes laterales tenían estanterías llenas de cientos de libros. La mayoría de ellos eran en inglés y muchos correspondían a los más famosos escritores americanos actuales. Un gran mapa de América del Norte cubría toda la pared del fondo. Pitt pensó que aquella habitación parecía un estudio particular. Había una grande y antigua mesa tallada cubierta de mármol y llena de números actuales del Washington Post, el New York Times, el Wall Street Journal y USA Today. Sobre otras mesas colocadas a ambos lados de la puerta, había montones de revistas técnicas, entre ellas Computer Technology, Science Digest y el Air Force Journal. La alfombra era de color granate, muy gruesa, y sobre ella descansaban seis sillones de cuero verde colocados a espacios regulares.

Manteniendo su silencio, el guardián volvió a entrar en el ascensor y dejó a Pitt solo en la habitación vacía.

Debe de haber llegado el momento de observar al mono, murmuró para sí. No se molestó en buscar la lente de la cámara de vídeo en las paredes. Estaba seguro de que se hallaba oculta en alguna parte de la habitación, registrando sus acciones. Resolvió provocar una reacción, se tambaleó un momento como si estuviese borracho, puso los ojos en blanco y se derrumbó sobre la alfombra.

Al cabo de quince segundos, se abrió una puerta secreta, cuyos bordes coincidían perfectamente con líneas de latitud y longitud del mapa gigantesco de la pared, y entró en la habitación un hombre bajito que vestía un elegante uniforme soviético cortado a la medida. Se arrodilló y miró los ojos entreabiertos de Pitt.

—¿Puede oírme? —preguntó en inglés.

—Sí —murmuró Pitt.

El ruso se dirigió a una mesa y vertió algo de una botella de cristal en un vaso haciendo juego. Volvió y levantó la cabeza de Pitt.

—Beba esto —le ordenó.

—¿Qué es?

—Coñac Courvoisier, seco y fuerte —le respondió el oficial ruso, con perfecto acento americano—. Es bueno para su dolencia.

—Prefiero el Rémy Martin, más suave y aromático —dijo Pitt, levantando el vaso—. A su salud.

Sorbió el coñac hasta que no quedó nada en el vaso; entonces se puso en pie, buscó un sillón y se sentó.

El oficial sonrió, divertido.

—Parece haberse recobrado muy pronto, señor…

—Snodgrass, Elmer Snodgrass, de Moline, Illinois.

—Un bonito nombre del Medio Oeste —dijo el ruso, sentándose detrás de la mesa—. Yo soy Peter Velikov.

—El general Velikov, si la memoria de las insignias militares rusas no me engaña.

—No le engaña —reconoció Velikov—. ¿Quiere otro coñac?

Pitt sacudió la cabeza y estudió al hombre sentado al otro lado de la mesa. Calculó que no mediría más de un metro setenta de estatura, que pesaría unos sesenta y cinco kilos y que tendría menos de cincuenta años. Tenía un aire amistoso y tranquilizador, pero Pitt percibió una frialdad disimulada. Sus cabellos cortos eran negros, con sólo un toque de gris en las patillas, y tenía entradas sobre la frente. Sus ojos eran tan azules como un lago alpino, y la cara de piel blanca parecía esculpida más al estilo clásico romano que al eslavo. Vístele con una toga y pon en su cabeza una corona de laurel, pensó Pitt, y Velikov podría servir de modelo para un busto en mármol de Julio César.

—Espero no molestarle si le hago unas pocas preguntas —dijo cortésmente Velikov.

—En absoluto. No tengo citas urgentes para el resto del día. Mi tiempo es suyo.

Una expresión helada se manifestó un instante en los ojos de Velikov, pero se desvaneció rápidamente.

—Supongamos que me dice cómo ha llegado a Cayo Santa María.

Pitt extendió las manos en ademán de impotencia.

—No quiero hacerle perder tiempo. Será mejor que confiese. Soy presidente de la CÍA. Mi consejo de dirección y yo pensamos que sería una buena propaganda alquilar un dirigible y arrojar cupones para papel higiénico en toda Cuba. Tengo entendido que aquí escasea mucho. Desgraciadamente, los cubanos no comprendieron nuestra estratagema de mercado y nos derribaron.

El general dirigió una mirada tolerante pero irritada a Pitt. Se caló unas gafas y abrió una carpeta sobre su mesa.

—Veo por su historial, señor Pitt…, Dirk Pitt, si no lo leo mal…, que es usted una persona muy ingeniosa.

—¿Dice también que soy un embustero patológico?

—No; pero creo que tiene usted una historia fascinante. Es una lástima que no esté de nuestra parte.

—Vamos, general, ¿qué posibilidades podría tener un no conformista en Moscú?

—Temo que muy pocas.

—Le felicito por su sinceridad.

—¿Por qué no me dice la verdad?

—Sólo si está dispuesto a creerla.

—¿Quiere decir que no podría?

—No, si comparte la manía comunista de ver un complot de la CÍA a cada paso.

—Parece que no tiene en mucha estima a la Unión Soviética.

—Dígame una sola cosa que haya hecho su gente en los últimos setenta años que haya merecido el aplauso de la humanidad. Lo más desconcertante es cómo no se han dado cuenta nunca los rusos de que son el hazmerreír del mundo. Su imperio es la broma más patética de la Historia. El siglo veintiuno está a la vuelta de la esquina y su Gobierno actúa como si nunca hubiese dado un paso adelante desde los años treinta.

Velikov no parpadeó siquiera, pero Pitt observó que su cara se ponía ligeramente colorada. Saltaba a la vista que el general no estaba acostumbrado a recibir lecciones de un hombre al que consideraba como un enemigo del Estado. Estudió a Pitt con la inconfundible mirada de un juez que tuviese la vida de un asesino convicto en la balanza. Después, su expresión se hizo reflexiva.

—Haré que sus comentarios lleguen a conocimiento del Politburó —dijo secamente—. Y ahora, si ha terminado su discurso, señor Pitt, me gustaría saber cómo llegaron hasta aquí.

Pitt señaló con la cabeza la botella.

—Creo que ahora tomaría ese coñac.

—Sírvase usted mismo.

Pitt llenó su vaso hasta la mitad y volvió al sillón.

—Lo que voy a contarle es la pura verdad. Quiero que comprenda que no tengo motivos para mentir. Que yo sepa, no estoy en modo alguno involucrado en ninguna misión secreta de mi Gobierno. ¿Me comprende hasta ahora, general?

—Sí.

—¿Está funcionando su magnetófono oculto?

—Sí.

Entonces Pitt explicó, con todo detalle, su descubrimiento del dirigible incontrolado, su encuentro con Jessie LeBaron en el despacho del almirante Sandecker, el último vuelo del Prosperteer y, finalmente, cómo se habían salvado por los pelos del huracán, pero sin mencionar que Giordino había derribado el helicóptero, ni que habían descubierto el Cyclops al sumergirse.

Velikov no levantó la mirada cuando Pitt dejó de hablar.

Hojeó el legajo sin cambiar en absoluto de expresión. El general actuaba como si su mente se hallase a años luz de distancia y no hubiese oído una palabra.

Pitt podía jugar también al mismo juego. Asió su vaso de coñac y se levantó del sillón. Tomando un número del Washington Post, observó con ligera sorpresa que llevaba la fecha de aquel mismo día.

—Deben tener un sistema de correo muy eficaz —dijo.

—¿Perdón?

—Digo que sus periódicos hace sólo unas horas que han salido a la calle.

—Cinco horas, para ser exactos.

El coñac calentaba agradablemente el estómago de Pitt. Su situación no le pareció tan apurada después de la tercera copa. Pasó al ataque.

—¿Por qué retienen a Raymond LeBaron? —preguntó.

—De momento, es un invitado de la casa.

—Esto no explica por qué se ha mantenido en secreto desde hace dos semanas el hecho de que sigue vivo.

—No tengo que darle ninguna explicación, señor Pitt.

—¿Cómo es que se ofrecen a LeBaron banquetes de gourmet, en traje de etiqueta, mientras se nos obliga a mis amigos y a mí a comer y vestirnos como presos comunes?

—Porque es esto precisamente lo que son, señor Pitt, presos comunes. El señor LeBaron es un hombre muy rico y poderoso, y los diálogos con él son muy instructivos. Ustedes, por el contrario, son un estorbo. ¿Satisface esto su curiosidad?

—No me satisface en absoluto —dijo bostezando Pitt.

—¿Cómo destruyeron el helicóptero de patrulla? —preguntó súbitamente Velikov.

—Le arrojamos los zapatos —respondió, malhumorado, Pitt—. ¿Qué otra cosa podían hacer cuatro paisanos, uno de ellos una mujer, que volaban en una bolsa de gas de cuarenta años de antigüedad?

—Los helicópteros no estallan en el aire sin una razón.

—Tal vez fue alcanzado por un rayo.

—Entonces, señor Pitt, si su misión tenía simplemente por objeto averiguar la causa de la desaparición del señor LeBaron y la búsqueda de un tesoro, ¿cómo explica el relato del capitán del buque patrulla, que afirmó que la cabina de mandos estaba tan acribillada a tiros que nadie podía haber sobrevivido, y que surgió un rayo de luz del dirigible un instante antes de que estallase el helicóptero, y que una búsqueda exhaustiva en el lugar del accidente no descubrió rastros de ningún superviviente? Sin embargo, todos ustedes aparecen como por arte de magia en esta isla, en medio de un huracán, cuando las patrullas de seguridad se habían resguardado del viento. Muy oportuno, ¿no le parece?

—¿Cómo lo interpreta usted?

—O la aeronave estaba dirigida por control remoto u otros tripulantes fueron muertos por los tiradores que iban en el helicóptero. Ustedes y la señora LeBaron fueron traídos cerca de la playa por un submarino y, durante el desembarco, fueron arrojados contra las rocas y sufrieron lesiones.

—Tiene usted mucha imaginación, general, pero no da en el blanco. Sólo la parte de nuestra llegada a tierra es correcta. Y ha olvidado el factor más importante: el móvil. ¿Por qué tendrían cuatro náufragos desarmados que atacar lo que, sea lo que fuere, tienen ustedes aquí?

—Todavía no tengo la respuesta —dijo Velikov, con una benévola sonrisa.

—Pero quiere tenerla.

—Yo nunca me doy por vencido, señor Pitt. Su historia, aunque ingeniosa, no se tiene en pie. —Apretó un botón del intercomunicador de encima de la mesa—. Pronto volveremos a hablar.

—¿Cuándo podemos esperar que se pongan en contacto con nuestro Gobierno, para que éste pueda iniciar las gestiones para nuestra liberación?

Velikov dirigió a Pitt una mirada bonachona.

—Le pido disculpas. Olvidé mencionar que su Gobierno ha sido informado hace solamente una hora.

—¿De nuestro accidente?

—No; de su muerte.

Durante un largo instante, Pitt no comprendió. Después, poco a poco, empezó a hacerse la luz en su cerebro. Apretó las mandíbulas y traspasó a Velikov con la mirada.

—Hable claro, general.

—Muy sencillo —dijo Velikov, en un tono tan amistoso como si estuviese pasando un rato con el cartero—. Sea por accidente o deliberadamente, han venido ustedes a dar con nuestra instalación militar más secreta fuera de la Unión Soviética. No podemos permitir que salgan de aquí. Cuando yo conozca los verdaderos hechos, tendrán ustedes que morir.