24

La niebla se despejó en el cerebro de Pitt y, uno a uno, sus sentidos volvieron a la vida como luces de un tablero electrónico. Se esforzó en abrir los ojos y fijarlos en el objeto más próximo. Durante medio minuto contempló la piel arrugada de su mano izquierda y, después, la esfera naranja de su reloj sumergible, como si fuese la primera vez que la viese.

A la débil luz del crepúsculo, las saetas fluorescentes marcaban las seis y treinta y cuatro. Sólo habían pasado dos horas desde que habían escapado de la arruinada cabina de control. Más bien parecía una eternidad, y todo era irreal.

El viento seguía aullando, viniendo del mar con la velocidad de un tren expreso, y la espuma de las olas combinada con la lluvia le azotaba la espalda. Trató de incorporarse sobre las manos y las rodillas, pero tuvo la impresión de que sus piernas estaban sujetadas por cemento. Se volvió y miró hacia abajo. Estaban medio enterradas en la arena por la acción excavadora del reflujo.

Pitt yació allí unos momentos más, recobrando fuerzas, como un pecio arrojado a la playa. Las rocas se alzaban a ambos lados de él, como casas flanqueando un callejón. Su primera idea realmente consciente fue que Giordino había conseguido pasar a través del ojo de aguja en la barrera rocosa.

Entonces, entre los aullidos del viento, pudo oír que Jessie llamaba débilmente. Sacó las piernas y se puso de rodillas, balanceándose bajo el vendaval, escupiendo el agua salada que se había introducido en su nariz, en su boca y en su garganta.

Medio a rastras, medio andando a tropezones sobre la pegajosa arena, encontró a Jessie sentada, aturdida, con los cabellos lacios sobre los hombros, y la cabeza de Gunn descansando en su falda. Le miró con ojos absortos que se abrieron de pronto con inmenso alivio.

—Oh, gracias a Dios —murmuró, y la tormenta ahogó sus palabras.

Pitt le rodeó los hombros con los brazos y le dio un apretón tranquilizador. Después volvió su atención a Gunn.

Estaba medio inconsciente. El tobillo roto se había hinchado como una pelota de fútbol. Tenía una fea herida en la cabeza, por encima de la línea de los cabellos, y arañazos en todo el cuerpo producidos por el coral, pero estaba vivo y su respiración era honda y regular.

Pitt hizo pantalla con la mano y observó la playa. Giordino no aparecía por ninguna parte. Al principio, Pitt se negó a creerlo. Transcurrieron los segundos y permaneció como paralizado, inclinando el cuerpo contra el viento, mirando desesperadamente a través de la torrencial oscuridad. Vio un destello anaranjado en la curva de una ola que acababa de romper, e inmediatamente lo reconoció como los restos del bote hinchable. Era presa de la resaca, que lo llevaba mar adentro, para ser empujado de nuevo por la ola siguiente.

Pitt entró en el agua hasta las caderas, olvidando las olas que rompían a su alrededor. Buceó debajo de la maltrecha embarcación y extendió las manos, tanteando a un lado y otro como un ciego. Sus dedos sólo encontraban tela desgarrada. Impulsado por una profunda necesidad de estar absolutamente seguro, empujó el bote hacia la playa.

Una ola grande le pilló desprevenido y le golpeó la espalda. De alguna manera, consiguió mantenerse en pie y arrastrar el bote hasta aguas poco profundas. Al disolverse y alejarse la capa de espuma, vio un par de piernas que salían de debajo del arruinado bote. La impresión, la incredulidad y una fantástica resistencia a aceptar la muerte de Giordino pasaron por su mente. Frenéticamente, olvidando la fuerza del huracán, acabó de rasgar los restos del bote hinchable y vio que el cuerpo de Giordino flotaba de pie, con la cabeza metida dentro de una cámara de flotación. Pitt sintió primero esperanza y después un optimismo que le sacudió como un puñetazo en el estómago.

Giordino podía estar todavía vivo.

Pitt arrancó el revestimiento interior y se inclinó sobre la cara de Giordino, temiendo en lo más hondo que estuviese azul y sin vida. Pero tenía color y respiraba entrecortada y superficialmente; pero respiraba. El pequeño y musculoso italiano había sobrevivido increíblemente gracias al aire encerrado en la cámara de flotación.

Pitt se sintió súbitamente agotado hasta la médula de los huesos. Agotado emocional y físicamente. Se tambaleó cuando una ráfaga de viento trató de derribarle. Sólo la firme resolución de salvar a todos le mantuvo en pie. Poco a poco, con la rigidez impuesta por miles de cortes y contusiones, pasó los brazos por debajo de Giordino y cargó con él. El peso muerto de los ochenta y cinco kilos de Giordino parecía una tonelada.

Gunn había vuelto en sí y estaba acurrucado junto a Jessie. Miró interrogadoramente a Pitt, que estaba luchando contra el viento bajo el cuerpo inerte de Giordino.

—Tenemos que encontrar un sitio donde resguardarnos —gritó Pitt, con voz enronquecida por el agua salada—. ¿Puedes andar?

—Yo le ayudaré —gritó Jessie, en respuesta.

Ciñó con ambos brazos la cintura de Gunn, afirmó los pies en la arena y lo levantó.

Jadeando por el peso de su carga, Pitt se dirigió a una hilera de palmeras que flanqueaban la playa. Cada seis o siete metros miraba hacia atrás. Jessie, de alguna manera, había conservado su máscara, de modo que era la única que podía mantener los ojos abiertos y ver claramente delante de ellos. Sostenía casi la mitad del peso de Gunn, mientras éste cojeaba a su lado, cerrados los ojos contra la punzante arena y arrastrando el pie hinchado.

Llegaron hasta los árboles, pero éstos no les resguardaron del huracán. El vendaval doblaba las copas de las palmeras hasta casi tocar el suelo, y sus hojas se desgarraban como papel en una máquina trituradora. Algunos cocos eran arrancados de sus racimos y caían con la velocidad y la peligrosidad de proyectiles de cañón. Uno de ellos rozó el hombro de Pitt, rasgando su piel desnuda. Era como si corriesen por la tierra de nadie en un campo de batalla.

Pitt mantenía la cabeza gacha e inclinada a un lado, observando el suelo directamente delante de él. De pronto se encontró delante una cerca de cadenas. Jessie y Gunn llegaron junto a él y se detuvieron. Pitt miró a derecha e izquierda, pero no vio ninguna abertura y estaba rematada por alambre espinoso inclinado en un fuerte ángulo. Pitt vio también un pequeño aislador de porcelana y comprendió que las cadenas estaban electrizadas.

—¿Hacia donde iremos? —gritó Jessie.

—Guíanos tú —le gritó Pitt al oído—. Ya apenas veo nada.

Ella señaló con la cabeza hacia la izquierda y echó a andar, con Gunn cojeando a su lado. Avanzaron tambaleándose, azotados a cada paso por la fuerza implacable del viento.

Diez minutos más tarde, habían avanzado solamente cincuenta metros. Pitt no podía aguantar mucho más. Tenía los brazos entumecidos y casi no podía sostener a Giordino. Cerró los ojos y empezó a contar los pasos a ciegas, rozando la verja con el hombro para andar en línea recta, convencido de que el huracán tenía que haber cortado la corriente eléctrica.

Oyó que Jessie gritaba algo y entreabrió un ojo. Ella señalaba enérgicamente hacia delante. Pitt se puso de rodillas, tendió delicadamente el cuerpo de Giordino en el suelo y miró más allá de Jessie. Una palmera había sido arrancada de raíz por el furioso viento y arrojada al aire como una monstruosa jabalina, y el árbol había caído sobre la cerca, aplastándola contra la arena.

Con espantonsa rapidez, cerró la noche y el cielo se volvió negro como el carbón. Pasaron a ciegas sobre la aplastada valla, como zánganos aturdidos, impulsados por el instinto y por una disciplina interior que les prohibía tumbarse en el suelo y darse por vencidos. Jessie llevaba la delantera, cojeando. Pitt había cargado a Giordino sobre sus hombros y asía con una mano la pretina del pantalón de baño de Gunn, no tanto para apoyarse como para no separarse de él.

Cien metros, otros cien, y, de pronto, Gunn y Jessie parecieron hundirse como si se los tragase la tierra. Pitt soltó a Gunn y cayó hacia atrás, gruñendo cuando todo el peso de Giordino le aplastó el pecho e hizo que se escapara todo el aire de sus pulmones. Después logró salir de debajo de Giordino y alargó una mano en la oscuridad hasta que encontró un vacío.

Jessie y Gunn habían caído por una abrupta pendiente de tres metros a un camino que discurría en el fondo. Pudo distinguir vagamente sus formas amontonadas allá abajo.

—¿Os habéis hecho daño?

—Estábamos ya tan doloridos que no sabríamos decirlo.

La voz de Gunn era amortiguada por el vendaval, pero no tanto como para que Pitt no advirtiese que brotaba de entre unos dientes apretados.

—¿Jessie?

—Estoy bien…, me parece.

—¿Puedes echarme una mano con Giordino?

—Lo intentaré.

—Bájalo —dijo Gunn—. Ya nos arreglaremos.

Pitt arrastró el cuerpo fláccido de Giordino hasta el borde de la pendiente y le bajó sosteniéndole de los brazos. Los otros le sujetaron las piernas hasta que Pitt pudo deslizarse junto a ellos y aguantar la mayor parte del peso. Una vez tendido Giordino cómodamente en el suelo, Pitt miró a su alrededor y examinó el terreno.

El profundo camino constituía un refugio contra la fuerza del viento. La tempestad de arena había cesado y Pitt pudo al fin abrir los ojos. El camino estaba cubierto de conchas aplastadas y apretadas y parecía ser poco utilizado. No se veía ninguna luz en parte alguna, lo cual no era de extrañar, habida cuenta de que todos los habitantes del sector debían de haber evacuado la zona próxima a la costa antes de que llegase con toda su fuerza el huracán.

Tanto Jessie como Gunn estaban casi agotados; su respiración era entrecortada y jadeante. Pitt se dio cuenta de que también él respiraba deprisa y fatigosamente, y de que su corazón latía como un motor a pleno rendimiento. Exhaustos y maltrechos como estaban, todavía parecía un paraíso yacer detrás de una barrera que reducía a la mitad la fuerza del vendaval, pensó Pitt.

Dos minutos más tarde, Giordino empezó a gemir. Le incorporaron despacio y miró a su alrededor, sin ver nada.

—Jesús, qué oscuro está todo —murmuró para sí, mientras su mente salía a rastras de una niebla espesa.

Pitt se arrodilló a su lado y dijo:

—Bienvenido al país de los muertos que andan.

Giordino levantó la mano y tocó la cara de Pitt en la oscuridad.

—¿Dirk?

—En carne y hueso.

—¿Y Jessie y Rudi?

—Los dos están aquí.

—¿Dónde es aquí?

—Más o menos a una milla de la playa. —Pitt no se tomó el trabajo de explicarle cómo habían sobrevivido en la rompiente ni cómo habían llegado a aquel camino. Habría tiempo para esto—. ¿Dónde te has lastimado?

—En todo el cuerpo. Siento como si me ardiese la caja torácica. Creo que me he dislocado el hombro izquierdo; una pierna me duele como si tuviese descoyuntada la rodilla, y siento unos latidos infernales en la base del cráneo, junto al cuello. —Lanzó un juramento—. ¡Maldita sea, lo eché todo a perder! Creí que podríamos pasar entre las rocas. Perdonad mi fracaso.

—¿Me creerías si te dijese que todos seríamos pasto de los peces de no haber sido por ti? —Pitt sonrió y después palpó suavemente la rodilla de Giordino, sacando la conclusión de que tenía un ligamento roto. Después prestó atención al hombro—. No puedo hacerte nada en las costillas, la rodilla ni la cabeza, pero tienes el hombro dislocado, y, si quieres, creo que te lo puedo volver a poner en su sitio.

—Esto me recuerda lo que me hacías cuando jugábamos a fútbol en el Instituto. El médico del equipo se ponía furioso. Decía que debías dejar que lo hiciese él.

—Porque era un sádico —dijo Pitt, agarrando el brazo de Giordino—. ¿Preparado?

—Adelante, arráncame el brazo.

Pitt dio un tirón y el hueso volvió a su sitio con un chasquido perfectamente audible. Giordino lanzó un gemido que se convirtió inmediatamente en un suspiro de alivio. Pitt buscó en la oscuridad, por el lado del camino, hasta que encontró una rama gruesa que había sido arrancada de un pequeño pino, y se la dio a Gunn para que la emplease como cayado, en vez de una muleta. Jessie asió a Gunn de un brazo para que mantuviese el equilibrio, mientras Pitt levantaba a Giordino sobre su pierna sana y le sujetaba con un brazo alrededor de la cintura.

Esta vez fue Pitt quien tomó la delantera, lanzando mentalmente una moneda al aire y caminando hacia la derecha, sin separarse de la alta pared para resguardarse de los continuos ataques de la tormenta. Ahora la marcha era más fácil. No había una gruesa capa de arena donde se hundiesen sus pies, ni árboles caídos con los que pudiesen tropezar, ni siquiera el tormento de la lluvia impulsada por el viento, pues la alta pared hacía que pasara sobre sus cabezas. Sólo veían el camino que se adentraba en la turbulenta oscuridad.

Al cabo de una hora, Pitt calculó que habrían caminado más o menos un kilómetro. Estaba a punto de decir que se detuviesen para descansar, cuando Giordino se irguió de pronto y se detuvo tan inesperadamente que perdió el apoyo de Pitt y cayó al suelo.

—¡Barbacoa! —gritó—. ¿No lo oléis? Alguien está asando carne de buey.

Pitt husmeó el aire. El aroma era débil pero inconfundible. Levantó a Giordino y siguió adelante. El olor a carne asada sobre carbón se hizo más fuerte a cada paso. Al cabo de unos cincuenta metros encontraron una maciza puerta de hierro cuyos barrotes habían sido forjados en forma de delfines. Una pared coronada por vidrios rotos se extendía a ambos lados y, en uno de éstos, se hallaba la caseta del guarda. Como era de esperar, con el tiempo que hacía, no había nadie en ella.

La verja, de más de cuatro metros de altura, se erguía hacia el cielo de ébano y estaba cerrada, pero las puertas exterior e interior de la caseta del guarda estaban abiertas, y las cruzaron.

A poca distancia de allí, el camino terminaba en un paseo circular que pasaba delante de lo que, en la tormentosa oscuridad, parecía ser un montículo, pero que, al acercarse ellos, se convirtió en una estructura parecida a un castillo cuyos tejado y tres costados estaban recubiertos de tierra arenosa y protegidos con palmitos y arbustos propios del lugar. Solamente la fachada del edificio permanecía descubierta, desnuda y sin ventanas y con sólo una enorme puerta de caoba artísticamente tallada con peces de tamaño natural.

—Me recuerda un templo egipcio enterrado —dijo Gunn.

—Si no fuese por la puerta adornada —dijo Pitt—, yo diría que es una especie de depósito de pertrechos militares.

Jessie les sacó de su error.

—Una casa acondicionada. La tierra es un aislante ideal de las temperaturas y la humedad. Es el principio que se empleaba en las casas de la primitiva pradera americana. Yo conozco a un arquitecto especializado en diseñarlas.

—Parece deshabitada —observó Giordino.

Pitt probó el pomo de la puerta. La puerta cedió. Pitt empujó y abrió. El olor a comida llegó de alguna parte del oscuro interior.

—No huele a deshabitada —dijo Pitt.

El vestíbulo estaba pavimentado con baldosas de dibujo español e iluminado por varias velas grandes colocadas en un alto candelero. Las paredes eran de bloques tallados de piedra negra de lava y la única decoración era una horrible pintura de un hombre ensartado en los colmillos de un monstruo marino en forma de serpiente. Entraron y Pitt cerró la puerta a sus espaldas.

Por alguna extraña razón, el aullido de la tempestad y la fatigosa respiración de los intrusos parecían aumentar el silencio mortal de la casa.

—¿Hay alguien aquí? —gritó Pitt.

Repitió otras dos veces la pregunta, pero la única respuesta fue un silencio misterioso. Un oscuro corredor les atraía, pero Pitt vaciló. Percibió otro olor. A humo de tabaco. Más fuerte que el gas casi letal producido por los cigarros del almirante Sandecker. Pitt no era experto en la materia, pero sabía que los cigarros caros apestaban más que los baratos. Sospechó que el humo procedía de un habano de alta calidad.

Se volvió a los otros.

—¿Qué opináis?

—¿Tenemos otra alternativa? —preguntó, aturdido, Giordino.

—Dos —respondió Pitt—. Podemos salir de aquí mientras podamos, y desafiar al huracán. Después, cuando empiece a amainar, podemos tratar de robar una barca y volver a Florida…

—O entregarnos a los cubanos —le interrumpió Gunn.

—Así está la cosa.

Jessie sacudió la cabeza y le miró con ojos tiernos.

—No podemos volver atrás —dijo pausadamente y sin sombra de miedo—. La tormenta puede tardar días en amainar y ninguno de nosotros está en condiciones de sobrevivir cuatro horas más. Yo propongo que corramos el riesgo con el Gobierno de Castro. Lo peor que puede hacernos es meternos en la cárcel hasta que el Departamento de Estado negocie nuestra liberación.

Pitt miró a Gunn.

—¿Qué dices tú, Rudi?

—Estamos destrozados, Dirk. Lo que dice Jessie es lógico.

—¿Y tú qué opinas, Al?

Giordino se encogió de hombros.

—Si tú lo dices, amigo, volveré nadando a los Estados Unidos. —Y Pitt supo que lo decía en serio—. Pero la verdad es que no podemos aguantar mucho más. Lamento decirlo, pero creo que deberíamos arrojar la toalla.

Pitt les miró y pensó que no habría podido tener un equipo mejor para enfrentarse a una situación desagradable, y no hacía falta ser vidente para saber que las cosas iban a ser ciertamente muy desagradables.

—Está bien —dijo, con una triste sonrisa—. Vamos a interrumpirles la fiesta.

Echaron a andar por el pasillo y pronto pasaron por debajo de un arco que se abría a un vasto cuarto de estar decorado con antigüedades españolas. Tapices gigantes pendían de las paredes, representando galeones que navegaban en mares crepusculares o eran arrojados implacablemente contra los arrecifes por furiosas tormentas. El mobiliario tenía un aire náutico; la habitación estaba iluminada por antiguas linternas de barco, de cobre y cristal coloreado. La chimenea resplandecía con un fuego que calentaba la habitación hasta una temperatura de invernadero.

No se veía un alma en parte alguna.

—Horrible —murmuró Jessie—. Nuestro anfitrión tiene un gusto espantoso para la decoración.

Pitt levantó una mano, pidiéndole silencio.

—Voces —dijo suavemente—. Vienen de aquel otro arco, entre las dos armaduras.

Pasaron a otro corredor, que estaba débilmente iluminado por candelabros a intervalos de diez pies. El ruido de risas y palabras confusas, de voces tanto masculinas como femeninas, se hizo más fuerte. Una luz se filtraba por debajo de una cortina, delante de ellos. Esperaron un segundo y, después, corrieron la cortina a un lado y entraron.

Se encontraron en un largo comedor ocupado por casi cuarenta personas, que interrumpieron sus conversaciones y se quedaron mirando a Pitt y a sus acompañantes con la pasmada expresión de un grupo de campesinos en su primer encuentro con extraterrestres.

Las mujeres vestían elegantes trajes de noche, mientras que la mitad de los hombres iban de smoking y la otra mitad vestía uniforme militar. Varios criados que servían la mesa se quedaron petrificados como personajes de una película súbitamente encallada. El pasmado silencio era tan espeso como una manta de lana. Parecía una escena tomada de un melodrama de Hollywood de principio de los años treinta.

Pitt se dio cuenta de que él y sus amigos debían tener un aspecto muy extraño. Empapados en agua, con la ropa sucia y hecha jirones, contusa y rasgada la piel, con huesos rotos y músculos distendidos. Con los cabellos pegados a la cabeza, debían parecer ratas ahogadas y lanzadas a la orilla de un río contaminado.

Pitt miró a Gunn y dijo:

—¿Cómo se dice «Perdonen la intromisión» en español?

—No tengo la menor idea. Sólo estudié francés en el colegio.

Entonces vio Pitt que la mayoría de los hombres de uniforme eran altos oficiales soviéticos. Sólo uno parecía ser cubano.

Jessie estaba en su elemento. A Pitt le pareció majestuosa, incluso con su vestido de safari hecho jirones.

—Alguno de ustedes, caballeros, ¿quiere ofrecerle una silla a una dama? —preguntó ella.

Antes de que recibiese respuesta, diez hombres con metralletas rusas entraron en la habitación y les rodearon, impávidos como esfinges y apuntando con sus armas a los cuatro. Tenían los ojos helados y los labios apretados. Pitt se dio perfecta cuenta de que habían sido adiestrados para matar cuando se lo ordenasen.

Giordino, parecía un hombre atropellado por un camión de basura, se irguió fatigosamente en toda su estatura y miró atrás.

—¿Viste alguna vez tantas caras sonrientes? —preguntó con naturalidad.

—No —dijo Pitt, iniciando una malévola sonrisa—. No desde Little Big Horn.

Jessie no les oyó. Como en trance, se abrió paso entre los guardias y se detuvo cerca de la cabecera de la mesa, mirando a un hombre alto y de cabellos grises, vestido de etiqueta, que la miró a su vez con asombro e incredulidad.

Ella se echó atrás los mojados y revueltos cabellos y adoptó una sofisticada actitud felina. Después, dijo en voz suave y autoritaria.

—Por favor, Raymond, sirve a tu esposa un vaso de vino.