22

Pitt consultó su viejo reloj Doxa y calculó las paradas para descompresión. Añadió un minuto a cada una de ellas, como margen de mayor seguridad para eliminar las burbujas de gas de la sangre y los tejidos y evitar la enfermedad de los buzos.

Después de abandonar el Cyclops, habían cambiado las botellas de aire casi vacías por las de reserva y empezado su lenta ascensión a la superficie. A unos metros de distancia, Gunn y Giordino añadieron aire a sus compensadores de flotación para mantenerse a la profundidad debida mientras manejaban el engorroso paquete.

Debajo de ellos, en la penumbra marina, el Cyclops yacía desolado y condenado al olvido. Antes de que pasaran otros diez años, sus enmohecidos costados empezarían a combarse hacia dentro y, un siglo más tarde, el fondo del este mar inquieto cubriría los lastimosos restos con una mortaja de limo, dejando solamente unos cuantos trozos incrustados de coral para marcar su tumba.

Encima de ellos, la superficie era como un torbellino de azogue. En la siguiente parada de descompresión, empezaron a sentir el impulso aplastante de las enormes olas y se esforzaron en permanecer juntos en el vacío. Ni pensar en quedarse a una profundidad de seis metros. Su provisión de aire estaba casi agotada y sólo la muerte por ahogamiento les esperaba en las profundidades. No tenían más remedio que subir a la superficie y arrostrar la tempestad.

Jessie parecía tranquila, impertérrita. Pitt se dio cuenta de que no sospechaba el peligro que correrían en la superficie. Sólo pensaba en ver de nuevo el cielo.

Pitt miró el reloj por última vez y señaló hacia arriba con el pulgar. Empezaron a subir al unísono, agarrada Jessie a la pierna de Pitt, y cargando Gunn y Giordino con el paquete. Aumentó la luz y, cuando Pitt miró hacia arriba, se sorprendió al ver un remolino de espuma a pocos metros sobre su cabeza.

Emergió en un seno entre dos olas y fue levantado por una enorme e inclinada pared verde que lo lanzó hacia la cresta como si fuese un juguete en una bañera. El viento zumbó en sus oídos y la espuma del mar le azotó las mejillas. Se quitó la máscara y pestañeó. El cielo del este estaba cubierto de nubes turbulentas, negras como el carbón, mientras ellos flotaban en el mar verdegris. La rapidez con que se acercaba la tormenta era extraordinaria. Parecía saltar de un horizonte al otro.

Jessie apareció de pronto al lado de Pitt y miró con ojos muy abiertos aquellas negras nubes que se abatían sobre ellos. Escupió la boquilla.

—¿Qué es?

—El huracán —gritó Pitt entre aullidos del viento—. Viene más deprisa de lo que nadie se había imaginado.

—¡Oh, Dios mío! —jadeó ella.

—Suelta tu cinturón de lastre y despréndete de las botellas de aire —dijo él.

No necesitó decir nada a los otros. Habían tirado ya su equipo y estaban abriendo el paquete. Las nubes se extendieron en lo alto y los cuatro se vieron sumergidos en un mundo crepuscular desprovisto de todo color. Estaban aturdidos por la violenta exhibición de fuerza atmosférica. El viento redobló de pronto su velocidad llenando el aire de espuma arrancada de las crestas de las olas.

De pronto, el paquete que habían izado con tanto esfuerzo de la barquilla del Prosperteer se abrió y se convirtió en un bote hinchable, provisto de un motor fuera borda de veinte caballos, envuelto en una cubierta hermética de plástico. Giordino rodó sobre el costado, seguido de Gunn, y ambos rasgaron frenéticamente la cubierta del motor. Los furiosos vientos apartaron pronto el bote de Pitt y Jessie. La distancia empezó a aumentar con alarmante rapidez.

—¡El ancla! —gritó Pitt—. ¡Arrojad el ancla!

Gunn apenas si oyó a Pitt entre el aullido del viento. Levantó un saco de lona de forma cónica, mantenido abierto por un aro de hierro y lo deslizó sobre el costado del bote. Después lo abrió con una cuerda que sujetó fuertemente a la proa. Con la resistencia del ancla, el bote giró de cara al viento y se alejó más despacio.

Mientras Giordino trajinaba con el motor, Gunn arrojó una cuerda a Pitt, y éste la ató debajo de los brazos de Jessie. Mientras ésta era remolcada hacia el bote, Pitt nadó tras ella, rompiendo las olas sobre su cabeza. La máscara le fue arrancada y el agua salada le azotó los ojos. Redobló su esfuerzo cuando vio que la corriente se estaba llevando el bote más deprisa de lo que él podía nadar.

Giordino metió los musculosos brazos en el agua, agarró las muñecas de Jessie y la izó con la misma facilidad que si hubiese sido una lubina. Pitt frunció los párpados hasta casi cerrarlos del todo. Sintió, más que vio, caer la cuerda sobre su hombro. Podía distinguir a duras penas la cara sonriente de Giordino asomada sobre el costado del bote, mientras tiraba de la cuerda con sus manazas. Después, yació en el fondo del oscilante bote, jadeando y pestañeando para quitarse la sal de los ojos.

—Otro minuto y no habrías podido alcanzar la cuerda —gritó Giordino.

—El tiempo vuela cuando uno se divierte —le gritó Pitt.

Giordino puso los ojos en blanco al oír la jactanciosa respuesta de Pitt y volvió a trabajar en el motor.

El peligro inmediato que les amenazaba era ahora diferente. Hasta que pudiesen arrancar el motor para que les diese cierto grado de estabilidad, una ola grande podía hacerles volcar. Pitt y Gunn arrojaron bolsas de lastre, con lo que redujeron temporalmente la amenaza.

La fuerza del viento era infernal. Tiraba de sus cabellos y de sus cuerpos, y la espuma parecía tan abrasiva sobre su piel como la arena lanzada por un barreno. El pequeño bote hinchable se doblaba bajo la tensión del mar enfurecido y se balanceaba en manos del vendaval, pero, de algún modo, se resistía a volcar.

Pitt se arrodilló sobre el suelo de caucho endurecido, agarrando la cuerda con una mano y volvió la espalda al viento. Después extendió el brazo izquierdo. Era un antiguo truco de marinero que siempre daba resultado en el hemisferio septentrional. La mano izquierda señalaría hacia el centro de la tormenta.

Estaban ligeramente fuera del centro, consideró. No tendría el respiro de la relativa calma del ojo del huracán. El rumbo de éste estaba a más de cuarenta millas al noroeste. Todavía no había llegado lo peor.

Una ola cayó sobre ellos, y después, otra; dos en rápida sucesión que habrían roto el casco de una embarcación mayor y más rígida. Pero el duro y pequeño bote neumático se sacudió el agua y volvió a la superficie como una foca juguetona. Todos consiguieron agarrarse fuerte y nadie se cayó por la borda.

Por fin Giordino señaló que había puesto en marcha el motor. Nadie podía oírlo sobre el aullido del viento. Rápidamente, Pitt y Gunn izaron el ancla y las bolsas de lastre.

Pitt hizo bocina con una mano y gritó al oído de Giordino:

—¡Navega a favor de la tormenta!

Desviarse en un rumbo lateral era imposible. Las fuerzas combinadas del viento y el agua volcarían el bote. Poner proa a la tormenta significaría una derrota segura a la que no podrían sobrevivir. Su única esperanza era navegar en el sentido de menos resistencia.

Giordino asintió hoscamente y aceleró. El bote se inclinó de lado al virar en un seno de las olas y adentrarse en un mar que se había vuelto completamente blanco con la espuma de la estela. Todos se aplastaron contra el suelo, a excepción de Giordino. Éste siguió sentado, con la cuerda de salvamento enrollada en un brazo y agarrando el timón del motor fuera borda con la mano libre.

El día declinaba lentamente y al cabo de una hora sería de noche. El aire era cálido y sofocante, haciendo difícil la respiración. La pared casi sólida de agua azotada por el viento reducía la visibilidad a menos de trescientos metros. Pitt pidió la máscara a Gunn y levantó la cabeza encima de la proa. Era como estar debajo de las cataratas del Niágara, mirando hacia arriba.

Giordino sintió una helada desesperación cuando el huracán desencadenó toda su furia a su alrededor. Que hubiesen sobrevivido hasta ahora era casi un milagro. Estaba luchando contra el mar turbulento con una especie de frenesí contenido, esforzándose desesperadamente en evitar que su endeble oasis fuese sumergido por una ola. Cambiaba constantemente la marcha, tratando de navegar justo detrás de las imponentes crestas, mirando cautelosamente por encima del hombro, a cada momento, el seno que se abría detrás de la popa en seis metros de profundidad.

Giordino sabía que el fin estaba cerca, ciertamente a no más de una hora si tenían suerte. Sería fácil hacer girar el bote contra la tormenta y acabar de una vez. Lanzó una rápida mirada a los otros y vio una amplia sonrisa de ánimo en los labios de Pitt. Si el que había sido su amigo durante casi treinta años sentía cerca la muerte, no daba el menor indicio de ello. Pitt agitó vivamente una mano y volvió a mirar por encima de la proa. Giordino no pudo dejar de preguntarse qué estaría mirando.

Pitt estaba estudiando las olas. Éstas eran cada vez más altas y más empinadas. Calculó la distancia entre las crestas y pensó que se estaban acercando como las filas de una formación militar que redujese la marcha.

El fondo se estaba acercando. El oleaje los estaba lanzando a aguas menos profundas.

Pitt aguzó la mirada para penetrar la caótica pared de agua. Poco a poco, como en el revelado de una fotografía en blanco y negro, oscuras imágenes empezaron a tomar forma. La primera que concibió su mente fue la de unos dientes manchados, molares ennegrecidos y frotados por una pasta blanca. La imagen se concretó en unas rocas oscuras, con las olas rompiendo contra ellas en fuertes y continuas explosiones de blanco. Observó cómo se elevaba el agua hacia el cielo al chocar la resaca con una nueva ola. Entonces, al calmarse momentáneamente el oleaje, descubrió un bajo arrecife que se extendía paralelamente a las rocas que formaban una muralla natural delante de una ancha playa. Tenía que ser la isla cubana de Cayo Santa María, pensó.

Nada le costó a Pitt imaginar las probabilidades de la nueva pesadilla: cuerpos hechos trizas en el arrecife de coral o aplastados contra las melladas rocas. Enjugó la sal del cristal de la máscara y miró de nuevo. Entonces lo vio: una posibilidad entre mil de sobrevivir a aquel caos.

Giordino lo había visto también: se trataba de un pequeño canal entre las rocas. Puso proa en aquella dirección, sabiendo que le sería más fácil enhebrar una aguja dentro de una lavadora en funcionamiento.

En los treinta segundos siguientes, el motor fuera borda y la tormenta les hicieron avanzar cien metros. El mar hervía con una sucia espuma sobre el arrecife y la velocidad del viento aumentó, mientras los surtidores de espuma y la oscuridad hacían casi imposible la visión. La cara de Jessie palideció y su cuerpo se puso rígido. Su mirada se cruzó un instante con la de Pitt, temerosa pero confiada. Él le rodeó la cintura con un brazo y apretó con fuerza.

Una ola grande les alcanzó como un alud. La hélice del fuera borda giró más deprisa al levantarse fuera del agua, pero su zumbido de protesta fue ahogado por el ruido ensordecedor de la rompiente. Gunn abrió la boca para gritar una advertencia, pero no brotó de ella ningún sonido. La ola se encorvó sobre el bote y cayó con fantástica fuerza. Arrancó la cuerda del brazo de Gunn, y Pitt vio que éste daba vueltas en el aire como una cometa a la que se le ha roto el cordel.

El bote fue lanzado sobre el arrecife y sumergido en espuma. El coral rasgó el tejido de caucho y abrió las cámaras de aire; una serie de navajas de afeitar no habrían podido hacerlo con más eficacia. El grueso fondo del bote se deslizó vertiginosamente. Durante varios momentos estuvieron completamente sumergidos. Después, al fin, el fiel y pequeño bote neumático salió a la superficie y se encontraron fuera del acantilado con sólo cincuenta metros de mar abierto separándoles de las melladas rocas, que se erguían negras y mojadas.

Gunn emergió a pocos metros de distancia, jadeando para recobrar el aliento. Pitt alargó un brazo, lo agarró por el tirante del compensador de flotación, y lo izó a bordo. El auxilio le había llegado en el momento preciso. La ola siguiente rugió sobre el arrecife como una manada de animales enloquecidos tratando de escapar del incendio de un bosque.

Giordino continuó tercamente aferrado al motor, que seguía funcionando con la poca fuerza que podían darle sus pistones. No había que ser vidente para saber que la débil embarcación se estaba haciendo pedazos. Sólo la sostenía el aire todavía atrapado en sus cámaras.

Estaban casi al alcance del canal entre las rocas cuando les alcanzó la ola. El seno que la precedía la empujó por la base haciendo que doblase su altura. Su velocidad aumentó al precipitarse hacia la costa rocosa.

Pitt miró hacia arriba. Los amenazadores picos se erguían ante ellos, con el agua hirviendo alrededor de sus cimientos como en una caldera. El bote fue empujado por la ola y, durante un breve instante, Pitt creyó que podría pasar por encima del pico antes de que aquella rompiese. Pero se encorvó de pronto y se estrelló contra las rocas con el estruendo de un trueno, lanzando al maltrecho bote y a sus ocupantes al aire, en medio del torbellino.

Pitt oyó gritar a Jessie a lo lejos. Su aturdida mente lo percibió a duras penas, y se esforzó en responder, pero entonces todo se hizo confuso. El bote cayó con tal fuerza que el motor se desprendió de su soporte y fue lanzado a la playa.

Pitt no recordó nada después de esto. Se abrió un remolino negro y fue engullido por él.