19

La cara suave y de pómulos salientes de Jessie estaba tensa por el esfuerzo de luchar contra las ráfagas de viento y lluvia que zarandeaban el dirigible. Se le estaban entumeciendo los brazos y las muñecas de tanto manejar las válvulas y el timón de inclinación. Con el peso añadido de la lluvia, era casi imposible mantener en equilibrio y al nivel adecuado la oscilante aeronave. Empezaba a sentir la fría caricia del miedo.

—Tendremos que dirigirnos a la tierra más próxima —dijo, con voz insegura—. No podré mantenerlo mucho más tiempo en el aire, con esta tormenta.

Pitt la miró.

—La tierra más próxima es Cuba.

—Vale más la cárcel que la muerte.

—Todavía no —replicó Pitt desde su asiento, a la derecha y un poco detrás de ella—. Aguante un poco más. El viento nos empujará hacia Key West.

—Con la radio estropeada, no sabrán dónde buscarnos si tenemos que caer al mar.

—Hubiese debido pensar en esto antes de derramar café en el transmisor y provocar un cortocircuito.

Ella le miró. Dios mío, pensó, es para volverse loca. Él estaba mirando por la ventanilla de estribor, contemplando tranquilamente el mar con unos gemelos. Giordino estaba observando por el lado de babor, mientras Gunn leía los datos de la computadora VIKOR de navegación y marcaba su rumbo en una carta. Con frecuencia, Gunn observaba también las marcas de la aguja del gradiómetro Schonstedt, un instrumento para detectar el hierro por mediación de la intensidad magnética. Parecía como si aquellos tres hombres no tuviesen la menor preocupación en el mundo.

—¿No han oído lo que he dicho? —preguntó, desesperada, ella.

—Lo hemos oído —respondió Pitt.

—No puedo dominarlo con este viento. Es demasiado pesado. Tenemos que echar lastre o aterrizar.

—El último saco de lastre fue arrojado hace una hora.

—Entonces tiren esa chatarra que subieron a bordo —ordenó ella, señalando una montañita de cajas de aluminio fijadas en el suelo.

—Lo siento. Esta chatarra, como usted la llama, puede sernos muy útil.

—Pero estamos perdiendo altura.

—Haga todo lo que pueda.

Jessie señaló a través del parabrisas.

—Esa isla a estribor es Cayo Santa María. La tierra de más allá es Cuba. Voy a poner rumbo al sur y probar suerte con los cubanos.

Pitt se volvió, con una mirada resuelta en sus ojos verdes.

—Fue usted quien quiso intervenir en esta misión —dijo rudamente—. Quería ser un tripulante más. Ahora aguante.

—Emplee la cabeza, Pitt —saltó ella—. Si esperamos otra media hora, el huracán nos hará pedazos.

—Creo que he encontrado algo —gritó Giordino.

Pitt se levantó y pasó al lado de babor.

—¿En qué dirección?

Giordino señaló.

—Acabamos de pasar por encima. A unos doscientos metros a popa.

—Y es grande —dijo Gunn excitado—. La aguja del detector se sale de la escala.

—Gire a babor —ordenó Pitt a Jessie—. Llévenos por donde hemos venido.

Jessie no discutió. Contagiada súbitamente del entusiasmo del descubrimiento, sintió que desaparecía su cansancio. Aceleró y viró a babor, aprovechando el viento para invertir el rumbo. Una ráfaga azotó la cubierta de aluminio, haciendo que el dirigible se estremeciese y oscilase la barquilla. Después amainó la corriente de aire y el vuelo fue más suave a partir del momento en que las ocho aletas de la cola dieron la vuelta y el viento sopló desde la popa.

El interior de la cabina de mandos quedó en silencio como la cripta de una catedral. Gunn desenrolló la cuerda de la unidad sensible del gradiómetro hasta que pendió a ciento cincuenta metros de la panza del dirigible y rozó las crestas de las olas. Entonces volvió su atención al registro y esperó a que la aguja marcase una raya horizontal en el papel. Pronto empezó a oscilar arriba y abajo.

—Nos estamos acercando —anunció Gunn.

Giordino y Pitt, haciendo caso omiso del viento, se asomaron a las ventanillas. El mar estaba agitado y saltaba espuma de las crestas de las olas, dificultando la visión de las transparentes profundidades. Jessie las estaba pasando moradas, luchando con los mandos, tratando de reducir las violentas sacudidas y el balanceo del dirigible, que se comportaba como una ballena tratando de remontar los rápidos del río Colorado.

—¡Ya lo tengo! —gritó de pronto Pitt—. Yace en dirección de norte a sur, a unos cien metros a estribor.

Giordino pasó al otro lado de la cabina de mandos y miró hacia abajo.

—Sí, también yo lo veo.

—¿Podéis distinguir si lleva grúas? —preguntó Gunn.

—El perfil es claro, pero no puedo distinguir los detalles. Yo diría que está a unos veinticinco metros de la superficie.

—Más bien a treinta —dijo Pitt.

—¿Es el Cyclops? —preguntó ansiosamente Jessie.

—Demasiado pronto para saberlo. —Se volvió a Gunn—. Marca la posición que indica el VIKOR.

—Posición marcada —dijo Gunn.

Pitt se dirigió a Jessie.

—Muy bien, piloto, hagamos otra pasada. Y esta vez, como tendremos el viento en contra, trate de acercarse al objetivo.

—¿Por qué no me pide que convierta plomo en oro? —replicó ella.

Pitt se le acercó y la besó ligeramente en la mejilla.

—Lo está haciendo estupendamente. Aguante un poco más y la sustituiré en los mandos.

—No adopte ese aire protector —dijo malhumoradamente ella, pero sus ojos tenían una expresión cálida y desaparecieron las arrugas provocadas por la tensión alrededor de sus labios—. Dígame solamente dónde tengo que parar el autobús.

Muy voluntariosa, pensó Pitt. Por primera vez, sintió envidia de Raymond LeBaron. Se volvió y apoyó una mano en el hombro de Gunn.

—Emplea el clinómetro y mira si puedes obtener la medida aproximada de sus dimensiones.

Gunn asintió con la cabeza.

—Así lo haré.

—Si es el Cyclops —dijo Giordino con entusiasmo—, habrás hecho un cálculo magnífico.

—Mucha suerte mezclada con un poco de percepción —admitió Pitt—. Esto y el hecho de que Raymond LeBaron y Buck Caesar nos encaminaron hacia la meta. El enigma es por qué se encuentra el Cyclops fuera de la ruta corriente de navegación.

Giordino sacudió la cabeza.

—Probablemente nunca lo sabremos.

—Volvemos sobre el objetivo —informó Jessie.

Gunn midió la distancia con el clinómetro y después miró a través del ocular, midiendo la longitud del oscuro objeto sumergido. Consiguió mantener fijo el instrumento, mientras Jessie luchaba denodadamente contra el viento.

—No hay manera de medir exactamente la manga, porque es imposible verlo: el barco yace de costado —dijo, estudiando las calibraciones.

—¿Y la eslora? —preguntó Pitt.

—Entre ciento setenta y ciento noventa metros.

—No está mal —dijo Pitt, visiblemente aliviado—. El Cyclops tenía ciento ochenta metros de eslora.

—Si bajásemos un poco más, podría conseguir medidas más exactas —dijo Gunn.

—Otra vez, Jessie —gritó Pitt.

—Creo que será imposible —dijo ella, levantando una mano de los mandos y señalando más allá de la ventanilla de delante—. Tenemos un comité de bienvenida.

Su expresión parecía tranquila, casi demasiado tranquila, mientras los hombres observaban con cierta fascinación cómo aparecía un helicóptero entre las nubes, treinta metros por encima del dirigible. Durante unos segundos, pareció suspendido allí inmóvil en el cielo, como un halcón acechando a una paloma. Después aumentó de tamaño al acercarse y volar paralelamente al Prosperteer. Gracias a los gemelos, pudieron ver claramente las caras hoscas de los pilotos y dos pares de manos que empuñaban armas automáticas asomando en la puerta lateral abierta.

—Han traído amigos —dijo brevemente Gunn.

Estaba apuntando sus gemelos a una lancha cañonera cubana que surcaba las olas a unas cuatro millas de distancia, levantando grandes surtidores de espuma.

Giordino no dijo nada. Arrancó las cintas que sujetaban las cajas y empezó a arrojar su contenido al suelo, con toda la rapidez que le permitían sus manos. Gunn se unió a él mientras Pitt empezaba a montar una pantalla de extraño aspecto.

—Nos están mostrando un letrero en inglés —anunció Jessie.

—¿Qué dice? —preguntó Pitt, sin mirar hacia arriba.

—«Sígannos y no empleen la radio» —leyó ella en voz alta—. ¿Qué tengo que hacer?

—Evidentemente, no podemos usar la radio; por lo tanto, sonría y salúdeles con la mano. Esperemos que no disparen, si ven que es una mujer.

—Yo no confiaría en eso —gruñó Giordino.

—Y manténgase sobre el barco hundido —añadió Pitt.

A Jessie no le gustó lo que estaba pasando dentro de la cabina de mandos. Su cara palideció ostensiblemente. Dijo:

—Será mejor que hagamos lo que ellos quieren.

—Que se vayan al diablo —dijo fríamente Pitt.

Desabrochó el cinturón de seguridad de Jessie y la apartó de los mandos. Giordino levantó un par de botellas de aire y Pitt pasó rápidamente las correas por encima de los hombros de ella. Gunn le tendió una máscara, unas aletas y un chaleco.

—Rápido —ordenó—. Póngase esto.

Ella estaba perpleja.

—¿Qué están haciendo?

—Creí que lo sabía —dijo Pitt—. Vamos a nadar un poco.

—¿Qué?

Los negros ojos de gitana estaban ahora muy abiertos, menos de alarma que de asombro.

—No hay tiempo para que el abogado defensor presente el pliego de descargo —dijo tranquilamente Pitt—. Llámelo un plan descabellado para salvar la vida y no insista. Ahora haga lo que le han dicho y tiéndase en el suelo detrás de la pantalla.

Giordino miró dubitativamente la pantalla de una pulgada de grueso.

—Esperemos que sirva para algo. No quisiera estar aquí si una bala le da a una botella de aire.

—No tengas miedo —replicó Pitt, mientras los tres se ponían apresuradamente su equipo de inmersión—. Es de un plástico muy resistente. Garantizado para detener hasta un proyectil de veinte milímetros.

Al no manejar nadie los mandos, el dirigible se desplazó hacia un lado bajo una nueva ráfaga de viento y se inclinó hacia abajo. Todos se echaron instintivamente al suelo y trataron de agarrarse a alguna parte. Las cajas que habían contenido el equipo se desperdigaron por el suelo y se estrellaron contra los asientos de los pilotos.

No hubo vacilación ni ulteriores intentos de comunicación.

El comandante cubano del helicóptero, creyendo que el súbito y errático movimiento del dirigible significaba que trataba de escapar, ordenó a sus hombres que abrieran fuego. Una lluvia de balas alcanzó el lado de estribor del Prosperteer desde no más de treinta metros de distancia. La cabina de mandos quedó inmediatamente hecha trizas. Los viejos cristales amarillentos de las ventanillas saltaron en añicos que se desparramaron sobre el suelo. Los mandos y el panel de instrumentos quedaron convertidos en chatarra retorcida, llenando la destrozada cabina de humo producido por los cortocircuitos.

Pitt yacía de bruces sobre Jessie, cubierto por Gunn y Giordino, escuchando cómo los proyectiles con punta de acero repicaban contra la pantalla a prueba de balas. Entonces los tiradores del helicóptero cambiaron la puntería y dispararon contra los motores. Las capotas de aluminio fueron arrancadas y trituradas por aquel fuego devastador, hasta que se desprendieron y fueron arrastradas por la corriente de aire. Los motores tosieron y callaron, destrozadas las culatas, escupiendo aceite entre nubes de humo negro.

—¡Los depósitos de carburante! —gritó Jessie entre el ensordecedor estruendo—. ¡Estallarán!

—Esto es lo que menos debe preocuparnos —le gritó Pitt al oído—. Los cubanos no emplean balas incendiarias y los depósitos están hechos de una goma de neopreno que se cierra por sí sola.

Giordino se arrastró hacia el destrozado y revuelto montón de cajas de equipo y encontró lo que le pareció a Jessie una especie de contenedor tubular. Lo empujó delante de él en el fuertemente inclinado suelo.

—¿Necesitas ayuda? —aulló Pitt.

—Si Rudi puede sujetarme las piernas…

Su voz se extinguió. Gunn no necesitaba que le diesen instrucciones. Apoyó los pies en un mamparo y agarró con fuerza las rodillas de Giordino.

El dirigible estaba ahora totalmente fuera de control, muerto en el aire, con el morro apuntando al mar en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Ya no le quedaba fuerza de sustentación y empezó a descender del cielo mientras los cubanos rociaban de balas la abultada e indefensa envoltura. Las aletas estabilizadoras apuntaban todavía a las nubes, pero el viejo Prosperteer estaba a las puertas de la muerte.

No moriría solo.

Giordino abrió el tubo, sacó un lanzador de mistes M-72 y lo cargó con un cohete de 66 milímetros. Lentamente, moviéndose con gran cautela, apoyó aquella arma que parecía un bazooka en el marco de la ventanilla rota y apuntó.

Los asombrados hombres de la lancha cañonera, a menos de una milla de distancia, vieron cómo parecía desintegrarse el helicóptero en un enorme hongo de fuego. El ruido de la explosión sacudió el aire como un trueno, seguido de una lluvia de retorcidos metales al rojo que silbaron y despidieron vapor al tocar el agua.

El dirigible todavía estaba suspendido allí, girando lentamente sobre su eje. El helio brotaba a chorros de las rajas del casco. Los soportes circulares del interior empezaron a romperse como palos secos. Lanzando su último suspiro, el Prosperteer se dobló sobre sí mismo, rompiéndose como una cascara de huevo, y cayó sobre las hirvientes y espumosas olas.

Toda aquella furiosa devastación ocurrió rápidamente. En menos de veinte segundos, ambos motores fueron arrancados de sus soportes, y los que sostenían la cabina de mandos se rompieron con chasquidos de mal agüero. Como un frágil juguete arrojado a la acera por un niño destructor, los remaches estallaron y la estructura interior chirrió al desintegrarse.

La cabina de mandos siguió hundiéndose y el agua penetró por las rotas ventanillas. Era como si una mano gigantesca apretase al dirigible hacia abajo hasta hacerle desaparecer en lo profundo. Entonces se desprendió la barquilla y cayó como una hoja muerta, arrastrando una confusa maraña de alambres y cables. Los restos de la cubierta de duraluminio siguieron después, aleteando locamente como un murciélago borracho.

Una bandada de peces de cola amarilla escapó debajo de aquella masa que se hundía, un instante antes de chocar contra el fondo y levantar nubes de fina arena.

Entonces todo quedó en sepulcral silencio, roto solamente por el suave gorgoteo del aire de las botellas.

Sobre la agitada superficie, los pasmados tripulantes de la lancha cañonera empezaron a recorrer el lugar del accidente, buscando algún superviviente. Pero sólo encontraron grandes manchas de carburante y de aceite.

El viento del huracán que se acercaba aumentó hasta fuerza 8. Las olas alcanzaron una altura de seis metros, haciendo imposible continuar la búsqueda. El capitán de la lancha no tuvo más remedio que cambiar de rumbo y dirigirse a un puerto seguro de Cuba, dejando atrás un mar turbulento y maligno.