Pitt rechazó toda idea de almorzar y desenvolvió uno de los paquetes de cereales y fruta que guardaba en su mesa. Colocó el envoltorio sobre una papelera para que cayesen en ella las migajas, y mantuvo fija la atención en una gran carta náutica extendida sobre la mesa. La tendencia de la carta a enroscarse era contrarrestada con un bloc y dos libros sobre naufragios históricos que estaban abiertos en los capítulos correspondientes al Cyclops. La carta abarcaba una gran zona del Old Bahama Channel, flanqueada al sur por el archipiélago de Camagüey, un grupo de islas desparramadas frente a la costa de Cuba, y las aguas poco profundas del Great Bahama Bank al norte. En el ángulo superior izquierdo de la carta estaba el Cay Sal Bank, cuya punta sudeste incluía los Anguilla Cays.
Se echó atrás en su silla y tomó un puñado de cereales. Después se inclinó de nuevo sobre la carta, afiló un lápiz y tomó un par de compases de punta seca. Colocando las puntas fijas de los compases sobre la escala impresa al pie de la carta, midió veinte millas náuticas y marcó cuidadosamente con una punta de lápiz la distancia desde la punta de los Anguilla Cays. Después, trazó un corto arco a cincuenta millas al sudeste. Rotuló el punto de arriba con las palabras Crogan Castle y el arco inferior con la de Cyclops y un signo de interrogación.
En alguna parte por encima del arco es donde se hundió el Cyclops, razonó. Presunción lógica dadas la posición del barco maderero al pedir auxilio y la distancia del Cyclops expresada en la respuesta.
El único problema era que la pieza del rompecabezas correspondiente a Raymond LeBaron no se acoplaba.
Dada su experiencia en la búsqueda de barcos naufragados, Pitt estaba convencido de que LeBaron había realizado cien veces el mismo ejercicio, aunque fijándose más en las corrientes, y conocido las condiciones atmosféricas en el día del naufragio y la velocidad proyectada del carbonero de la Marina. Pero la conclusión era siempre la misma. El Cyclops debió de hundirse en medio del canal bajo 260 brazas de agua o sea a más de 1460 metros. Una profundidad demasiado grande para que el barco fuera visible, salvo para los peces.
Pitt se retrepó en su silla y contempló fijamente las marcas en la carta. A menos que LeBaron hubiese conseguido una información que nadie más conocía, ¿qué estaba buscando? Ciertamente, no el Cyclops, y ciertamente, no desde un dirigible. Una exploración desde la superficie o desde un submarino habría sido más adecuada.
Además, la primera zona de exploración estaba solamente a veinte millas de Cuba. Un lugar muy incómodo para volar en una lenta bolsa de gas. Las lanchas cañoneras de Castro habrían levantado la veda ante una presa tan fácil.
Estaba sentado, sumido en sus reflexiones, mordisqueando cereales y buscando en el plan de Raymond LeBaron algún detalle que se le hubiese escapado, cuando sonó el intercomunicador sobre su mesa. Apretó un botón:
—¿Sí?
—Sandecker. ¿Puede venir a mi despacho?
—Dentro de cinco minutos, almirante.
—Procure que sean dos.
El almirante James Sandecker era el director de la Agencia Marítima y Submarina Nacional. De poco menos de sesenta años, era un hombre de baja estatura, cuerpo delgado y enjuto, pero duro como el acero. Los cabellos lisos y la barba eran de un rojo fuerte. Fanático de la buena forma física, seguía un régimen estricto de ejercicio. Su carrera naval se distinguía más por la tenacidad y la eficacia que por la táctica de combate. Y aunque no era popular en los círculos sociales de Washington, los políticos le respetaban por su integridad y sus facultades de organizador.
El almirante saludó a Pitt cuando éste entró en su despacho con un breve asentimiento con la cabeza, y después señaló a una mujer que estaba sentada en un sillón de cuero al otro lado de la habitación.
—Dirk, creo que ya conoce a la señora Jessie LeBaron.
Ella levantó la mirada y sonrió, pero era una sonrisa zalamera. Pitt se inclinó ligeramente y le estrechó la mano.
—Lo siento —dijo con indiferencia—, pero preferiría olvidar cómo conocí a la señora LeBaron.
Sandecker frunció el entrecejo.
—¿Hay algo que yo ignore?
—Fue culpa mía —dijo Jessie, mirando a Pitt a los ojos verdes y gélidos—. Fui muy descortés con el señor Pitt la noche pasada. Espero que acepte mis disculpas y olvide mis malos modales.
—No tiene que ser tan ceremoniosa, señora LeBaron. Como somos viejos conocidos no me dará un berrinche si me llama Dirk. En cuanto a perdonarla, ¿cuánto va a costarme?
—Mi intención era contratar sus servicios —respondió ella, haciendo caso omiso de la pulla.
Pitt dirigió a Sandecker una mirada de perplejidad.
—Es extraño, pues tenía la rara impresión de que yo trabajaba para la NUMA.
—El almirante Sandecker ha tenido la amabilidad de acceder a darle unos días libres; siempre, desde luego, que usted acepte —dijo ella.
—¿Para hacer qué?
—Buscar a mi marido.
—No hay trato.
—¿Puedo preguntarle por qué?
—Tengo otros planes.
—No quiere trabajar para mí porque soy una mujer. ¿Es eso?
—El sexo no influye para nada en mi decisión. Digamos que no quiero trabajar para alguien a quien no puedo respetar.
Se hizo un silencio embarazoso. Pitt miró al almirante. Éste tenía los labios torcidos en una mueca, pero sus ojos centelleaban ostensiblemente. El viejo bastardo la está gozando, pensó Pitt.
—Me ha juzgado mal, Dirk.
Jessie se había puesto colorada y parecía confusa, pero sus ojos eran duros como el cristal.
—Por favor —dijo Sandecker, levantando ambas manos—. Firmemos una tregua. Sugiero que los dos se reúnan una tarde y discutan el asunto durante la cena.
Pitt y Jessie se miraron largamente. Después, la boca de Pitt se distendió en una amplia y contagiosa sonrisa.
—Por mi parte, de acuerdo, siempre que pague yo la cena.
Jessie tuvo que sonreír también, a su pesar.
—Permítame que tenga un poco de amor propio. ¿Pagamos a medias?
—Está bien.
—Ahora podemos ir al grano —dijo Sandecker, en su tono práctico—. Antes de que entrase usted, Dirk, estábamos discutiendo teorías sobre la desaparición del señor LeBaron.
Pitt miró a Jessie.
—¿No tiene usted la menor duda de que los cadáveres que se encontraron en el dirigible no eran los del señor LeBaron y sus acompañantes?
Jessie sacudió la cabeza.
—No.
—Yo les vi. Era difícil identificarlos.
—El cadáver que estaba en el depósito era más musculoso que Raymond —explicó Jessie—. También llevaba un reloj de pulsera Cartier de imitación. Una de esas copias baratas que fabrican en Taiwán. Yo había regalado a mi marido un costoso reloj auténtico en nuestro primer aniversario de boda.
—Yo he hecho unas cuantas llamadas por mi cuenta —añadió Sandecker—. El forense de Miami confirmó el juicio de Jessie. Las características físicas de los cadáveres no coincidían con las de los tres hombres que tripulaban el Prosperteer.
Pitt miró de Sandecker a Jessie LeBaron, dándose cuenta de que se estaba metiendo en algo que habría querido evitar: los embrollos sentimentales que complicaban cualquier proyecto que dependiese de una sólida investigación, un montaje práctico y una organización perfecta.
—Los cuerpos y la ropa cambiados —dijo Pitt—. Joyas auténticas sustituidas por otras falsas. ¿Se ha formado alguna idea sobre los motivos, señora LeBaron?
—No sé qué pensar.
—¿Sabía que, entre el tiempo en que desapareció el dirigible y el de su reaparición en Key Biscayne, hubo que volver a hinchar con helio las bolsas de gas?
Ella abrió el bolso, sacó un Kleenex y se enjugó deliciosamente la nariz, para hacer algo con las manos.
—Cuando la policía devolvió el Prosperteer, el jefe del personal de tierra de mi marido lo inspeccionó minuciosamente. Tengo su informe, si quiere verlo. Es usted muy perspicaz. Descubrió que las bolsas de gas habían sido rellenadas. Pero no con helio, sino con hidrógeno.
Pitt la miró, sorprendido.
—¿Con hidrógeno? Éste no ha sido empleado en los dirigibles desde que se incendió el Hindenburg.
—No se preocupe —dijo Sandecker—. Las bolsas de gas del Prosperteer han sido nuevamente llenadas de helio.
—¿Adónde quiere ir a parar? —preguntó cautelosamente Pitt.
Sandecker le dirigió una dura mirada.
—Tengo entendido que quiere ir en busca del Cyclops.
—No es ningún secreto —respondió Pitt.
—Tendría que hacerlo cuando dispusiera de tiempo y sin personal ni equipo de la NUMA. El Congreso me despellejaría si se enterasen de que he autorizado la busca de un tesoro con fondos del Gobierno.
—Lo sé.
—¿Quiere prestar oídos a otra proposición?
—Le escucho.
—No quiero andarme con rodeos para decirle que me prestará un gran servicio si considera confidencial esta conversación. Si sale a la luz, soy hombre al agua, pero esto es mi problema, ¿no es cierto?
—Si usted lo dice, sí.
—Usted había sido designado para dirigir una exploración del fondo del mar de Bering, cerca de las Aleutianas, el mes próximo. Haré que le substituya Jack Harris, que está trabajando en minas en aguas profundas. Para evitar preguntas o investigaciones ulteriores o jaleos burocráticos, cortaremos sus relaciones con la NUMA. A partir de ahora, estará de permiso hasta que encuentre a Raymond LeBaron.
—Hasta que encuentre a Raymond LeBaron —repitió sarcásticamente Pitt—. Un bonito regalo. La pista se ha enfriado en dos semanas y se enfría más a cada hora que pasa. No tenemos motivos, ni indicios, ni clave alguna para saber por qué desapareció, quién le hizo desaparecer, y cómo. Imposible es decir poco.
—¿Quiere al menos intentarlo? —preguntó Sandecker.
Pitt contempló el entablado de teca del suelo del despacho del almirante, viendo un mar tropical a dos mil millas de distancia. Le disgustaba intervenir en un enigma sin poder intuir al menos una solución aproximada. Sabía que Sandecker estaba convencido de que aceptaría el desafío. Perseguir una cosa desconocida más allá del horizonte era un señuelo que Pitt nunca podía resistir.
—Si me encargo de esto, necesitaré el mejor equipo científico de la NUMA y una embarcación exploradora de primera clase. Recursos y una influencia política que me respalde. Y apoyo militar en caso de conflicto.
—Tengo las manos atadas, Dirk. No puedo ofrecerle nada.
—¿Qué?
—Ya se lo he dicho. La situación exige que la búsqueda se realice con todo el secreto que sea posible. Tendrá que hacerla sin apoyo de la NUMA.
—¿Pero sabe usted lo que está diciendo? —preguntó Pitt—. ¿Espera que yo, un hombre trabajando solo, logre lo que la mitad de la Marina, la Fuerza Aérea y la Guardia Costera no han podido conseguir? ¡Caray! Fueron incapaces de encontrar una aeronave de cincuenta metros de longitud, hasta que se presentó por sí sola. ¿Qué se presume que voy a emplear yo? ¿Una canoa y una varita de zahorí?
—La idea —explicó pacientemente Sandecker— es que siga la última ruta conocida de LeBaron en el Prosperteer.
Pitt se dejó caer despacio en el sofá del despacho.
—Es el plan más descabellado que he oído en mi vida —dijo, con incredulidad. Se volvió a Jessie—. ¿Está usted de acuerdo con esto?
—Yo haré todo lo que sea necesario para encontrar a mi marido —dijo serenamente ella.
—Es una majadería —dijo gravemente Pitt. Se levantó y empezó a pasear de un lado a otro, cruzando y descruzando las manos—. ¿Y por qué tanto secreto? Su marido era un hombre importante, una celebridad, confidente de los ricos y famosos, íntimamente relacionado con altos funcionarios del Gobierno, un gurú financiero para los ejecutivos de las grandes corporaciones. En nombre de Dios, ¿por qué soy yo el único hombre del país que puede ir en su busca?
—Dirk —dijo suavemente Sandecker—, el imperio financiero de Raymond LeBaron afecta a cientos de miles de personas. Precisamente ahora, está en una situación ambigua, porque él figura todavía en la lista de desaparecidos. No puede demostrarse que esté vivo ni que esté muerto. El Gobierno ha suspendido la búsqueda, porque se han gastado más de cinco millones de dólares en equipos militares de rescate, sin que se haya averiguado nada, sin que se haya encontrado un indicio de dónde pudo desaparecer. Los congresistas atentos al presupuesto rugirán pidiendo cabelleras si se gasta más dinero del Gobierno en otro esfuerzo inútil.
—¿Y qué me dice del sector privado y de los asociados comerciales del propio LeBaron?
—Muchos magnates de los negocios respetaban a LeBaron, pero la mayoría de ellos fueron zaheridos por éste en alguna ocasión en sus editoriales. No se gastarán un centavo ni se apartarán ni un paso de su camino para buscarle. En cuanto a los hombres que le rodean, tienen más que ganar con su muerte.
—Lo mismo que Jessie, aquí presente —dijo Pitt, mirándola.
Ella sonrió débilmente.
—No puedo negarlo. Pero la mayor parte de su fortuna irá a parar a obras de caridad y a otros miembros de la familia. Sin embargo, me corresponde una importante herencia.
—Usted debe tener un yate, señora LeBaron. ¿Por qué no reúne un equipo de investigadores por su cuenta y buscan a su marido?
—Hay razones, Dirk, que me impiden realizar una acción así, que tendría gran publicidad. Unas razones que a usted no le incumben. El almirante y yo creemos que hay una posibilidad, aunque sea remota, de que tres personas puedan repetir sin ruido el vuelo del Prosperteer en las mismas condiciones y descubrir lo que le ocurrió a Raymond.
—¿Por qué tomarnos este trabajo? —preguntó Pitt—. Todas las islas y arrecifes en el radio que podía alcanzar el dirigible fueron examinados en la investigación inicial. Yo sólo podría hacer la misma ruta.
—Pudo pasarles algo por alto.
—¿Tal vez Cuba?
Sandecker sacudió la cabeza.
—Castro habría denunciado que LeBaron había volado sobre territorio cubano siguiendo instrucciones de la CÍA y habría pregonado la captura del dirigible. No; tiene que haber otra respuesta.
Pitt se dirigió a la ventana del rincón y contempló con nostalgia una flota de pequeños veleros que celebraban una regata en el río Anacostia. Las velas blancas resplandecían sobre el agua verde oscura mientras se dirigían a las boyas.
—¿Cómo sabremos dónde concentrar nuestra atención? —preguntó, sin volverse—. Tenemos ante nosotros una zona a investigar de mil kilómetros cuadrados. Tardaríamos semanas en cubrirla eficazmente.
—Yo tengo todas las cartas y notas de mi marido —dijo Jessie.
—¿Las dejó él antes de partir?
—No; fueron encontradas en el dirigible.
Pitt observó en silencio los veleros, con los brazos cruzados sobre el pecho. Trataba de sondear los motivos, de penetrar en la intriga, de buscar garantías. Trataba de distinguir todo esto y ordenarlo en su mente.
—¿Cuándo partimos? —preguntó al fin.
—Mañana al amanecer —respondió Sandecker.
—¿Insisten todavía los dos en que yo dirija la expedición?
—Así es —dijo llanamente Jessie.
—Quiero dos hombres experimentados para formar mi tripulación. Ambos pertenecientes a la NUMA. Es condición indispensable.
La cara de Sandecker se nubló.
—Ya le he explicado…
—Ha conseguido la Luna, almirante, y ahora pide Marte. Hace demasiado tiempo que somos amigos para que no sepa que nunca trabajo sobre bases equívocas. Dé también permiso para ausentarse a los dos hombres que necesito. Hágalo como mejor le parezca.
Sandecker no estaba irritado. Ni siquiera contrariado. Si había un hombre en el país capaz de realizar lo inconcebible, éste era Pitt. El almirante no tenía más cartas que jugar; por consiguiente se rindió.
—Está bien —dijo a media voz—. Los tendrá.
—Hay otra cosa.
—¿Y es? —preguntó Sandecker.
Pitt se volvió, con una fría sonrisa. Miró de Jessie al almirante. Después se encogió de hombros y dijo:
—No he pilotado nunca un dirigible.