12

Las montañas desnudas y las sombrías crestas de los cráteres de la Luna se aparecieron a Anastas Rykov cuando miró a través de las lentes gemelas de un estereoscopio. Ante los ojos del geofísico soviético, el desolado paisaje lunar se desarrolló en tres dimensiones y vivido color. Tomados desde una altura de cincuenta kilómetros, los detalles eran sorprendentemente claros. Piedrecitas solitarias de menos de una pulgada se distinguían perfectamente.

Rykov yacía boca abajo sobre una colchoneta, estudiando el montaje fotográfico que se desarrollaba lentamente en el estereoscopio en dos anchas cintas. El proceso era parecido al de un director de cine realizando una película, aunque más cómodo. Tenía la mano apoyada en una pequeña unidad de control que podía detener las cintas y ampliar la zona que quisiera estudiar.

Las imágenes habían sido recibidas de aparatos perfeccionados de una nave espacial rusa que había circunnavegado la Luna. Dispositivos parecidos a espejos reflejaban la superficie lunar en un prisma que la descomponía en longitudes de onda espectrales en 263 diferentes tonos de gris: a partir del negro en 263 hasta el blanco en cero. Después, el ordenador de la nave espacial los convertía en una serie de elementos fotográficos en una cinta de alta densidad. Después de recibir los datos de la nave espacial en órbita, se imprimía la imagen en blanco y negro sobre un negativo, por medio de un láser, y se filtraba con longitudes de onda azul, roja y verde. Entonces se acentuaba el color por ordenador en dos hojas continuas de papel fotográfico que se superponía para la interpretación estereoscópica.

Rykov se levantó las gafas y se frotó los ojos enrojecidos. Consultó su reloj de pulsera. Faltaban tres minutos para medianoche. Había estado analizando los picachos y los valles de la Luna durante nueve días y nueve noches, sólo dormitando un poco de vez en cuando. Volvió a calarse las gafas y se pasó ambas manos por la espesa mata de grasientos cabellos negros, dándose tristemente cuenta de que no se había bañado ni cambiado de ropa desde el comienzo del proyecto.

Venció su agotamiento y volvió a su trabajo, examinando una pequeña zona de origen volcánico en el lado oculto de la Luna. Solamente quedaban cinco centímetros de rollo fotográfico cuando cesó misteriosamente la imagen. Sus superiores no le habían informado de la causa de aquella súbita interrupción, pero presumió que había sido por mal funcionamiento del aparato explorador.

La superficie aparecía arrugada y llena de hoyos, como una piel picada de viruelas bajo una fuerte lente de aumento, y su color parecía más castaño que gris. El continuo bombardeo de meteoritos a lo largo de las eras había producido cráteres dentro de los cráteres y cicatrices cruzando cicatrices anteriores.

A Rykov casi le pasó por alto. Sus ojos advirtieron algo extraño pero su fatigada mente no llegó a captar del todo la señal. Fatigosamente, hizo retroceder la imagen y amplió el borde de una empinada cresta que se elevaba desde el fondo de un pequeño cráter. Tres objetos diminutos aparecieron en la imagen.

Lo que vio era increíble. Rykov se apartó del estereoscopio y respiró hondo, para despejar la niebla que invadía su cerebro. Después miró de nuevo.

Todavía estaban allí, pero uno de los objetos era una roca. Los otros dos eran figuras humanas.

Rykov se quedó pasmado por lo que veía. Después empezaron a temblarle las manos y sintió como un nudo en el estómago. Estremecido, se levantó de la colchoneta, se dirigió a una mesa y abrió una libreta que contenía los números privados de teléfono del Mando Espacial Militar Soviético. Se equivocó dos veces antes de conectar con el número correcto.

Una voz enturbiada por el vodka le respondió:

—¿Qué pasa?

—¿El general Maxim Yasenin?

—Sí, ¿quién es?

—Usted no me conoce. Me llamo Anastas Rykov. Soy geofísico del Proyecto Lunar Cosmos.

El jefe de las misiones espaciales militares soviéticas no trató de disimular su irritación por la intrusión de Rykov.

—¿Por qué diablos me llama a esta hora de la noche?

Rykov se dio perfecta cuenta de que se estaba pasando de la raya, pero no vaciló.

—Mientras analizaba imágenes tomadas por el Selenos 4, he encontrado algo que es increíble. Pensé que debía informarle a usted directamente.

—¿Está usted borracho, Rykov?

—No, general. Cansado, pero absolutamente sobrio.

—A menos que esté completamente loco, debe saber que ha cometido una falta grave al saltarse a sus superiores.

—Esto es demasiado importante para comunicarlo a alguien de menos autoridad que usted.

—Duerma y no será tan impertinente por la mañana —dijo Yasenin—. Le haré un favor y olvidaré este asunto. Buenas noches.

—¡Espere! —gritó Rykov, prescindiendo de toda cautela—. Si no atiende mi llamada, no tendré más remedio que comunicar lo que he descubierto a Vladimir Polevoi.

La declaración de Rykov fue recibida con un helado silencio. Por último, dijo Yasenin:

—¿Qué le hace creer que el jefe de seguridad del Estado va a escuchar a un loco?

—Cuando él compruebe mi historial, verá que soy un miembro respetable del Partido y un científico que está muy lejos de estar loco.

—¿Eh? —dijo Yasenin, ahora más curioso que irritado. Decidió hacer que Rykov concretase más—. Está bien. Le escucho. ¿Qué es eso tan vital para los intereses de la Madre Rusia que no puede seguir los canales establecidos?

Rykov habló pausadamente.

—Tengo pruebas de que hay alguien en la Luna.

Cuarenta y cinco minutos más tarde, el general Yasenin entró en el laboratorio de análisis fotográfico del Centro Geofísico Espacial. Alto, corpulento y de cara colorada, llevaba un arrugado uniforme lleno de condecoraciones. Sus cabellos eran grises; sus ojos, firmes y duros. Avanzó sin ruido, como acechando a una presa.

—¿Es usted Rykov? —preguntó, sin preámbulos.

—Sí —dijo simplemente Rykov, pero con firmeza.

Se miraron un momento, sin que ninguno de los dos tendiese la mano al otro. Por último, Rykov carraspeó y señaló el estereoscopio.

—Por aquí, general —dijo—. Tenga la bondad de tumbarse en la colchoneta de cuero y mirar por el ocular.

Al colocarse Yasenin sobre el fotomontaje, preguntó:

—¿Qué debo buscar?

—Enfoque la pequeña zona que he marcado con un círculo —respondió Rykov.

El general ajustó la lente a su visión y miró hacia abajo, impasible el semblante. Al cabo de un minuto levantó extrañado la cabeza y volvió a inclinarse sobre el estereoscopio. Por fin se levantó despacio y miró a Rykov, con los ojos muy abiertos por el asombro.

—¿No es un truco fotográfico? —preguntó tontamente.

—No, general. Lo que ha visto es real. Dos figuras humanas, vistiendo trajes espaciales, están apuntando a Selenos 4 con alguna clase de aparato.

La mente de Yasenin no podía aceptar como cierto lo que sus ojos le decían que era verdad.

—No es imposible. ¿De dónde vienen?

Rykov encogió los hombros.

—No lo sé. Si no son astronautas de los Estados Unidos, sólo pueden ser extraterrestres.

—Yo no creo en cuentos de hadas.

—Pero ¿cómo podían los americanos lanzar hombres a la Luna sin que se enterasen los medios de comunicación o nuestro servicio secreto?

—Suponga que dejaron hombres y material allí durante el programa Apolo. Esto sería posible.

—Su último alunizaje conocido fue en 1972, con el Apolo 17 —le recordó Rykov—. Ningún ser humano podría sobrevivir en las duras condiciones lunares durante diecisiete años, sin recibir suministros.

—No puedo pensar en nadie más —insistió Yasenin.

Volvió al estereoscopio y estudió atentamente las figuras humanas que estaban en el cráter. La luz del sol venía de la derecha, proyectando sus sombras hacia la izquierda. Los trajes eran blancos, y pudo distinguir las viseras de un verde oscuro de los cascos. Éstos tenían una forma que le era desconocida. Yasenin pudo observar claramente unas pisadas que se perdían en la sombra negra como el carbón proyectado por el borde del cráter.

—Sé lo que está buscando, general —dijo Rykov—, pero ya he examinado el suelo del cráter y no he encontrado rastro de su nave espacial.

—Tal vez descendieron desde la cima.

—La pared tiene más de mil pies y está cortada a pico.

—No puedo explicármelo —reconoció Yasenin, a media voz.

—Por favor, observe atentamente el aparato que sostienen ambos, apuntando al Selenos 4. Parece una gran cámara fotográfica con un teleobjetivo sumamente largo.

—No —dijo Yasenin—. Ahora ha pisado usted mi terreno. No es una cámara, sino un arma.

—¿Un láser?

—Nada tan avanzado. Me parece que es un sistema de misil manual tierra-aire, de manufactura americana. Un Lariat tipo 40, diría yo. Es guiado electrónicamente y tiene un alcance de diez millas en la Tierra, probablemente mucho más en la rarificada atmósfera de la Luna. Las fuerzas de la OTAN lo pusieron en condiciones de funcionamiento hace unos seis años. Vea en qué para su teoría de los extraterrestres.

Rykov se quedó estupefacto.

—Cada kilogramo de peso es precioso en un vuelo espacial. ¿Por qué llevar algo tan pesado e inútil como un lanzador de cohetes?

—Los hombres del cráter tenían un objetivo. Lo emplearon contra el Selenos 4.

Rykov reflexionó un momento.

—Esto explicaría por qué el dispositivo explorador dejó de funcionar un minuto más tarde. Estaba averiado…

—Alcanzado por un cohete —terminó Yasenin.

—Tuvimos suerte de que emitiese los datos antes de estrellarse —explicó Rykov.

—Lástima que la tripulación fuese menos afortunada.

Rykov miró al general, inseguro de haberle oído bien.

—El Selenos 4 no iba tripulado.

Yasenin sacó una fina pitillera de oro de su guerrera, cogió un cigarrillo y lo encendió con un encendedor fijado en aquélla. Después la guardó de nuevo en un bolsillo del pecho.

—Sí, desde luego, el Selenos 4 no llevaba tripulación —afirmó el general.

—Pero usted ha dicho…

—No he dicho nada —dijo Yasenin, sonriendo fríamente.

El mensaje era claro. Rykov apreciaba demasiado su posición para insistir en el tema. Asintió con la cabeza.

—¿Quiere usted un informe sobre lo que hemos visto aquí esta noche? —preguntó Rykov.

—El original, sin sacar ninguna copia, debe estar sobre mi mesa antes de las diez de la mañana. Y, Rykov, es necesario que le recuerde que debe considerar esto como un secreto de Estado de máxima prioridad.

—No hablaré de ello a nadie, salvo a usted, general.

—Muy bien. Podrá llevarse parte del honor de esto.

Rykov no iba a dejar de respirar esperando la recompensa, pero no pudo reprimir una impresión de orgullo por su trabajo.

Yasenin volvió al estereoscopio, atraído por la imagen de los intrusos en la Luna.

—Conque han empezado las fabulosas guerras estelares —murmuró para sí—. Y los americanos han dado el primer golpe.