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El presidente se levantaba temprano; se despertaba a eso de las seis de la mañana y hacía gimnasia durante media hora, antes de ducharse y tomar un desayuno frugal. En una vuelta ritual a los días que siguieron a su luna de miel, bajaba con cuidado de la cama y se vestía sin hacer ruido, mientras su esposa seguía durmiendo. Ésta se acostaba tarde y por nada del mundo se habría levantado antes de las siete y media.

Se puso un traje deportivo y después tomó una pequeña cartera de cuero de un armario del cuarto de estar contiguo. Después de dar a su esposa un beso cariñoso en la mejilla, bajó por la escalera de atrás al gimnasio de la Casa Blanca, debajo de la terraza oeste.

La espaciosa estancia, que contenía muy diversos aparatos de gimnasia, estaba desierta, salvo por un hombre gordo que yacía de espaldas levantando pesas. Cada vez que las levantaba gemía como una mujer dando a luz. Brotaba sudor de su cabeza redonda, cubierta de espesos cabellos de color marfil, cortados al cepillo. La panza era enorme y vellosa, y los brazos y las piernas parecían nudosas ramas de un árbol. Tenía el aspecto de un luchador de feria muy lejos de la flor de su juventud.

—Buenos días, Ira —dijo el presidente—. Me alegro de que hayas podido venir.

El gordo dejó la barra de las pesas en un par de ganchos, se levantó del banco y estrechó la mano del presidente.

—Me alegro de verte, Vince.

El presidente sonrió. Nada de reverencias ni de dar el tratamiento de «señor presidente». El duro y estoico Ira Hagen, musitó. El valiente y viejo agente secreto no se inclinaba ante nadie.

—Espero que no te importe que nos encontremos aquí.

Hagen lanzó una ronca risotada que resonó en las paredes del gimnasio.

—He recibido órdenes en lugares peores.

—¿Cómo marcha el negocio del restaurante?

—Rinde buenos beneficios desde que dejamos la cocina refinada y nos dedicamos a la sencilla comida americana. El costo de la materia prima nos estaba comiendo vivos. Veinte entradas con salsas caras y hierbas eran demasiado. Ahora nos especializamos en sólo cinco platos: jamón, pollo, cazuela de pescado, estofado y empanada de carne.

—No está mal —dijo el presidente—. Yo no he comido una buena empanada de carne desde que era pequeño.

—A nuestros clientes les encanta, especialmente desde que tenemos un buen servicio y un buen ambiente íntimo. Todos mis camareros visten de smoking, hay velas en las mesas, la decoración es excelente y los platos se presentan a la manera europea. Y lo mejor es que los clientes comen más deprisa y las mesas se llenan varias veces.

—Y con la comida no ganas nada, pero sacas un buen provecho del vino y los licores, ¿eh?

—Vince, eres estupendo. No me importa lo que diga de ti la prensa. Cuando seas un viejo ex político, llámame y montaremos juntos una cadena de bares —dijo Hagen riendo.

—¿Echas de menos la investigación criminal, Ira?

—Algunas veces.

—Eras el mejor agente secreto que tuvo jamás el Departamento de Justicia —dijo el presidente—, hasta que murió Martha.

—Investigar para el Gobierno ya no parece tener importancia. Además, yo tenía tres hijas a las que educar y las exigencias del trabajo me tenían alejado de casa durante semanas seguidas.

—¿Están bien las chicas?

—Muy bien. Como sabes, tus tres sobrinas son felices en sus matrimonios y me han dado cinco nietos.

—Lástima que Martha no pudiese verlos. De mis cuatro hermanas y dos hermanos, era mi predilecta.

—No me has hecho venir aquí desde Denver en un reactor de la Fuerza Aérea sólo para hablarme de los viejos tiempos —dijo Hagen—. ¿Qué sucede?

—¿Has perdido tu olfato?

—¿Te has olvidado tú de montar en bicicleta?

Ahora fue el presidente quien se echó a reír.

—A preguntas necias…

—Los reflejos son un poco más lentos, pero la materia gris sigue rindiendo al ciento por ciento.

El presidente le arrojó la cartera.

—Empápate de esto, mientras yo hago un par de kilómetros en la cinta sinfín.

Hagen se enjugó la sudorosa frente con una toalla y se sentó en la bicicleta fija, amenazando con romperla por su corpulencia. Abrió la cartera de cuero y no interrumpió la lectura de su contenido hasta que el presidente caminó un par de kilómetros.

—¿Qué piensas de esto? —preguntó al fin el presidente. Hagen se encogió de hombros y siguió leyendo—. Sería un magnífico argumento para un serial televisado. Fondos que no se saben de dónde vienen, un velo de secreto impenetrable, actividades encubiertas en gran escala, una base lunar desconocida. El material que habría entusiasmado a H. G. Wells.

—¿Te imaginas que es una broma pesada?

—Digamos que quiero creer que lo es. ¿Qué contribuyente entusiasta no lo creería? Hace que nuestro servicio de información parezca compuesto de mutantes sordos y ciegos. Pero si es una broma, ¿cuál es el motivo?

—Salvo que sea un gran plan para estafar al Gobierno, no se me ocurre ninguno.

—Deja que acabe de leer. Esta última parte está escrita a mano.

—Es lo que recuerdo de lo que se dijo en el campo de golf. Disculpa las patas de mosca, pero es que nunca aprendí a escribir a máquina.

Hagen le dirigió una mirada interrogadora.

—¿No has hablado de esto a nadie, ni siquiera a tu consejo de seguridad?

—Tal vez soy paranoico, pero ese tal Joe pasó a través del cordón de mi Servicio Secreto como entra una zorra en un gallinero. Y afirmó que miembros del «círculo privado» están muy bien situados en la NASA y en el Pentágono. Es lógico pensar que se han infiltrado también en las agencias de información y en el personal de la Casa Blanca.

Hagen estudió el informe del presidente sobre la reunión en el campo de golf, retrocediendo en ocasiones para comprobar lo referente a la Jersey Colony. Por último, levantó su cuerpo de la bicicleta, se sentó en un banco y miró al presidente.

—Esta ampliación de un hombre sentado a tu lado en un carrito de golf, ¿es de una fotografía de Joe?

—Sí. Cuando volvíamos a la casa del club, vi a un reportero del Washington Post que había estado fotografiando mi juego con una lente telescópica. Le pedí que me hiciese el favor de enviarme una ampliación a la Casa Blanca, para poder regalarla con mi autógrafo al caddy.

—Buena idea. —Hagen estudió atentamente la fotografía y después la dejó a un lado—. ¿Qué quieres que haga, Vince?

—Averigua los nombres del «círculo privado».

—¿Nada más? ¿Ninguna información o prueba sobre el proyecto de Jersey Colony?

—Cuando sepa quiénes son —dijo el presidente, con voz fría—, serán detenidos e interrogados. Entonces sabré hasta dónde llegan sus tentáculos.

—Si quieres saber mi opinión, te diré que daría una medalla a cada uno de esos tipos.

—Tal vez lo haga —respondió el presidente, con una fría sonrisa—. Pero no sin antes impedir que emprendan una sangrienta batalla por la posesión de la Luna.

—Por consiguiente, esto representa una situación esencialmente peliaguda. No puedes confiar en nadie y me contratas para que sea tu agente secreto privado en el campo.

—Sí.

—¿Qué plazo me das?

—La nave espacial rusa tiene que aterrizar en la Luna dentro de nueve días. Tengo que aprovechar todas las horas de que disponga para evitar una lucha entre sus cosmonautas y nuestros colonos lunares que podría derivar en un conflicto espacial que nadie podría detener. Hay que convencer al «círculo privado» de que se retire. Tengo que tenerlos bajo control, Ira, al menos veinticuatro horas antes de que los rusos alunicen.

—Ocho días no son muchos para encontrar a nueve hombres.

El presidente encogió los hombros en ademán de resignación.

—Sé que no será fácil.

—Un certificado diciendo que soy tu cuñado no será suficiente para que pueda sortear las barreras legales y burocráticas. Necesitaré una buena cobertura.

—Lo dejo en tus manos. Una habilitación Alfa Dos debería abrirte la mayoría de las puertas.

—No está mal —dijo Hagen—. El vicepresidente sólo tiene una Tres.

—Te daré el número de una línea de teléfono secreta. Infórmame de día o de noche. ¿Comprendido?

—Comprendido.

—¿Alguna pregunta?

—Raymond LeBaron, ¿está vivo o muerto?

—No se sabe. Su esposa se negó a identificar como suyo el cadáver encontrado en el dirigible. Hizo bien. Entonces pedí al director del FBI, Sam Emmett, que se hiciese cargo de los restos que se hallaban en Dade County, Florida. Ahora están siendo examinados en el Walter Reed Army Hospital.

—¿Puedo ver el dictamen del forense del condado?

El presidente sacudió la cabeza con admiración.

—Nunca se te escapa nada, ¿verdad, Ira?

—Evidentemente, tiene que existir.

—Cuidaré de que recibas una copia.

—Y los resultados del laboratorio del Walter Reed.

—También eso.

Hagen guardó los documentos en la cartera, pero no la foto del campo de golf. Estudió las imágenes quizá por cuarta vez.

—Desde luego, te das cuenta de que es posible que Raymond LeBaron no sea encontrado jamás.

—He considerado esta posibilidad.

—Nueve pequeños indios. Y después ocho… y después siete.

—¿Siete?

Hagen puso la foto delante de los ojos del presidente.

—¿No lo reconoces?

—Francamente, no. Pero él dijo que nos habíamos conocido hace muchos años.

—De nuestro equipo de béisbol del Instituto. Tú jugabas de primera base. Yo jugaba en la izquierda, y Leonard Hudson, de catcher.

—¡Hudson! —exclamó el presidente con incredulidad—. ¿Joe es Leo Hudson? Pero Leo era un muchacho gordo. Pesaba al menos cien kilos.

—Se volvió loco por las cuestiones de salud. Perdió treinta kilos y se hizo corredor de maratón. Tú nunca apreciaste mucho a tus compañeros de clase. Yo todavía les sigo la pista. ¿No te acuerdas? Leo era el cerebro del Instituto. Ganó toda clase de premios por sus proyectos científicos. Más tarde se graduó con honores en Stanford y llegó a ser director del Laboratorio Nacional de Física Harvey Pattenden, en Oregón. Inventó cohetes y sistemas espaciales antes de que nadie más trabajase en este campo.

—Tráele, Ira. Hudson es la clave para llegar a los otros.

—Necesitaré una pala.

—¿Quieres decir que está enterrado?

—Muerto y enterrado.

—¿Cuándo?

—En 1965. Un avión ligero se estrelló en el río Columbia.

—Entonces, ¿quién es Joe?

—Leonard Hudson.

—Pero tú dijiste…

—Su cuerpo no fue encontrado nunca. Muy conveniente, ¿en?

—Simuló su muerte —dijo el presidente, sorprendido por la revelación—. El hijo de perra simuló su muerte para poder desaparecer y dedicarse al proyecto de Jersey Colony.

—Una brillante idea, si lo pensamos bien. Nadie ante quien responder. Ninguna posibilidad de ser relacionado con un programa clandestino. Representar el personaje que más le conviniera. Una persona no existente puede conseguir mucho más que el contribuyente común, cuyo nombre, señas y malos hábitos están registrados en mil ordenadores.

Se hizo un silencio; después, el presidente dijo gravemente:

—Encuéntralo, Ira. Encuentra a Leonard Hudson y tráemelo antes de que se desencadenen todas las fuerzas del infierno.

El secretario de Estado Douglas Oates examinó a través de sus gafas de lectura la última hoja de una carta de treinta páginas. Estudió atentamente la estructura de cada párrafo, tratando de leer entre líneas. Por fin levantó la cabeza y miró al subsecretario, Victor Wykoff.

—Me parece auténtica.

—Nuestros expertos sobre la materia creen lo mismo —dijo Wykoff—. La semántica, la prolijidad incoherente, las frases sin conexión, todo sigue la pauta acostumbrada.

—No se puede negar que parece de Fidel —dijo pausadamente Oates—. Sin embargo, el tono de la carta me preocupa. Casi da la impresión de una súplica.

—No lo creo. Parece más bien que está tratando de hacer hincapié en el máximo secreto, en un tono saludablemente apremiante.

—Las consecuencias de su proposición son asombrosas.

—Mi personal le ha estudiado desde todos los puntos de vista —dijo Wykoff—. Castro no tiene nada que ganar con gastarnos una broma pesada.

—Ha dicho que empleó un procedimiento muy tortuoso para hacer llegar el documento a nuestras manos.

Wykoff asintió con la cabeza.

—Aunque parezca una locura, los dos correos que lo entregaron en nuestra oficina de Miami afirman que pasaron de Cuba a los Estados Unidos a bordo de un dirigible.