Treinta minutos más tarde, Pitt metió el Daimler en su plaza de aparcamiento delante del alto edificio encristalado donde se hallaba la sede de la NUMA. Firmó en el registro de seguridad y tomó el ascensor hasta la décima planta. Cuando se abrieron las puertas, salió a un vasto laberinto electrónico, que comprendía la red de comunicaciones y de información de la agencia de la Marina.
Hiram Yaeger miró desde detrás de una mesa en forma de herradura, cuya superficie quedaba oculta debajo de un revoltijo de «hardware» de ordenador, y sonrió.
—Hola, Dirk. ¿Vestido de etiqueta, y no tienes adónde ir?
—La anfitriona decidió que era una persona non grata y me echó a la calle.
—¿La conozco?
Ahora rué Pitt quien sonrió. Miró a Yaeger. El mago de los ordenadores era un vivo recuerdo de los días hippies de principios de los setenta. Llevaba los cabellos rubios largos y atados en cola de caballo, y la barba de enmarañados rizos sin recortar. Su uniforme de trabajo y de juego era una chaqueta Levi’s y unos pantalones remetidos en toscas botas de cowboy.
—No puedo imaginarme a Jessie LeBaron y tú moviéndoos en los mismos círculos sociales —dijo Pitt.
Yaeger lanzó un grave silbido.
—¿Te echó a patadas un matón de Jessie LeBaron? Hombre, eres una especie de héroe de los oprimidos.
—¿Estás de humor para una excavación?
—¿Sobre ella?
—Sobre él.
—¿Su marido? ¿El que desapareció?
—Raymond LeBaron.
—¿Otra operación al margen de lo habitual?
—Llámalo como quieras.
—Dirk —dijo Yaeger, mirando por encima de sus anticuadas gafas—, eres un bastardo entremetido, pero te aprecio. Me contrataron para construir una red de informática de primera clase y llenar un archivo sobre ciencia e historia marítimas, pero cada vez que me descuido compareces tú, queriendo que emplee mis creaciones para propósitos oscuros. ¿Por qué lo aguanto? Te diré la razón. La ratería fluye más de prisa por mis venas que por las tuyas. Y ahora dime, ¿tengo que cavar muy hondo?
—Hasta su pasado más remoto. De dónde vino. Cuál fue la base económica de su imperio.
—Raymond LeBaron era muy reservado en lo tocante a su vida privada. Debió borrar las pistas.
—Lo comprendo, pero no será la primera vez que sacas un esqueleto del armario.
Yaeger asintió reflexivamente con la cabeza.
—Sí, la familia Bougainville de navieros, hace unos meses. Una linda travesura, si quieres llamarlo así.
—Otra cosa.
—Dime cuál.
—Un barco llamado Cyclops. ¿Podrías averiguar su historia?
—Desde luego. ¿Algo más?
—Creo que esto será suficiente —respondió Pitt.
Yaeger le miró fijamente.
—¿De qué se trata esta vez, viejo amigo? No puedo creer que vayas detrás de los LeBaron porque te echaron de una fiesta de sociedad. Fíjate en mí; me han echado de los lugares más sórdidos de la ciudad. Y lo acepto.
Pitt se echó a reír.
—No se trata de ninguna venganza. Simple curiosidad. Jessie LeBaron dijo algo que me chocó sobre la desaparición de su marido.
—Lo leí en el Washington Post. Había un párrafo que te mencionaba como el héroe del día, por haber salvado el dirigible de LeBaron con tu truco de la cuerda y la palmera. Entonces, ¿cuál es el problema?
—Ella afirmó que su marido no estaba entre los muertos que encontré en la cabina de mandos.
Yaeger guardó un momento de silencio, con expresión perpleja.
—No tiene sentido —dijo—. Si el viejo LeBaron se elevó en aquella bolsa de gas, lo lógico es que estuviese todavía en ella cuando reapareció.
—No, según su desconsolada esposa.
—¿Crees que persigue algún objetivo, financiero o por cuestión de algún seguro?
—Tal vez sí, tal vez no. Pero existe la posibilidad de que se pida a la NUMA que contribuya a la investigación, ya que el misterio se produjo sobre el mar.
—Y nosotros estaremos ya en la primera base.
—Algo así.
—¿Y qué tiene que ver el Cyclops con esto?
—Ella me dijo que LeBaron lo estaba buscando cuando desapareció.
Yaeger se levantó de su silla.
—Está bien, pongamos manos a la obra. Mientras yo trazo un programa de investigación, estudia tú lo que tenemos sobre el barco en nuestros archivos.
Condujo a Pitt a un pequeño salón de proyecciones, con un gran monitor montado en la pared del fondo, y le hizo señas para que se sentase detrás de una consola donde había un teclado de ordenador. Después se inclinó sobre Pitt y pulsó una serie de teclas.
—Instalamos un nuevo sistema la semana pasada. La terminal está conectada con un sintetizador de voces.
—¿Un ordenador parlante? —dijo Pitt.
—Sí, puede asimilar más de diez mil órdenes verbales, dar la respuesta adecuada y, en realidad, seguir una conversación. La voz suena un poco extraña, parecida a la de Hal, el ordenador gigante de la película 2001. Pero uno se acostumbra a ello. Le llamamos «Esperanza».
—¿«Esperanza»?
—Sí, porque esperamos que nos dé las respuestas adecuadas.
—Es curioso.
—Si necesitas ayuda, estaré en la terminal principal. No tienes más que descolgar el teléfono y marcar cuatro-siete.
Pitt miró la pantalla. Era de un gris azulado. Tomó cautelosamente un micrófono y habló por él.
—Esperanza, me llamo Dirk. ¿Estás dispuesta a realizar una búsqueda para mí?
Se sintió como un idiota. Aquello era como hablar a un árbol y esperar que respondiese.
—Hola, Dirk —respondió una voz vagamente femenina que sonó como si saliese de una armónica—. Estoy a su disposición.
Pitt respiró hondo y se lanzó de cabeza.
—Esperanza, quisiera que me hablases de un barco llamado Cyclops.
Hubo una pausa de cinco segundos; después, dijo el ordenador:
—Tendrá que concretar más. Mis discos de memoria contienen datos referentes a cinco barcos diferentes llamados Cyclops.
—Es el único que llevaba un tesoro a bordo.
—Lo siento, pero no consta ningún tesoro en sus manifiestos.
¿Lo siento? Pitt todavía no podía creer que estaba conversando con una máquina.
—Si puedo hacer una breve digresión, Esperanza, te diré que eres un ordenador muy inteligente y muy simpático.
—Gracias por el cumplido, Dirk. Por si le interesa, también puedo producir efectos de sonido, imitar anímales, cantar, aunque no demasiado bien, y pronunciar «supercalifragilísticoexpialidoso», aunque no he sido programada para dar su definición exacta. ¿Quiere que la pronuncie al revés?
Pitt se echó a reír.
—Otro día. Volviendo al Cyclops, el que me interesa se hundió probablemente en el Caribe.
—Esto reduce el número a dos. Un pequeño vapor que encalló en Montego Bay, Jamaica, el 5 de mayo de 1968, y un carbonero de la Marina de los Estados Unidos, que se perdió sin dejar rastro, entre el 5 y el 10 de marzo de 1918.
Raymond LeBaron no hubiese volado en busca de un barco encallado, sólo veinte años atrás, en un puerto de mucho tráfico, razonó Pitt. Entonces recordó el carbonero de la Marina. Su pérdida fue considerada como uno de los grandes misterios del mítico Triángulo de las Bermudas.
—Hablemos del barco carbonero —dijo Pitt.
—Si quiere que imprima los datos para usted, Dirk, pulse el botón de control de su teclado y las letras PT. También, si observa la pantalla, puedo proyectar todas las fotos disponibles.
Pitt siguió las instrucciones y la máquina empezó a funcionar. Fiel a su palabra, Esperanza proyectó una imagen del Cyclops anclado en un puerto anónimo.
Aunque el casco era estrecho, con su anticuada proa recta y su popa en graciosa curva de copa de champaña, su superestructura tenía el aspecto de un juego de construcción de un niño que se hubiese vuelto loco. Un laberinto de grúas, unidas por una telaraña de cables y sujetas con altos soportes, se alzaba en mitad de la cubierta como un bosque muerto. Una larga camareta se alzaba en la parte de popa del barco, sobre la sala de máquinas, rematado el techo por dos chimeneas gemelas y varios altos ventiladores. En la parte de proa, la caseta del timón se levantaba sobre la cubierta como un tocador de cuatro patas, perforada por una hilera de ojos de buey y abierta por debajo. Dos altos mástiles con un travesaño surgían de un puente que habría podido pasar por una meta de rugby. En conjunto, parecía un barco tosco, un patito feo que no había llegado a convertirse en cisne.
También había en él algo misterioso. Al principio, Pitt no pudo dar con ello, pero después lo comprendió de pronto: extrañamente, no se veía ningún tripulante sobre cubierta. Era como si el barco hubiese sido abandonado.
Pitt se volvió y observó la impresión de los datos de la nave:
Botadura: 7 mayo 1910 por William Cramp amp; Sons Shipbuilders, Filadelfia.
Tonelaje: 19 360 de desplazamiento. Eslora: 180 metros (en realidad más largo que los buques de guerra de su tiempo). Manga: 20 metros. Calado: 9 metros 30 centímetros.
Velocidad: 15 nudos (3 nudos más veloz que los barcos Liberty de la Segunda Guerra Mundial). Armamento: Cuatro cañones de 4 pulgadas. Tripulación: 246. Capitán: G. W. Worley, Servicio Auxiliar Naval.
Pitt observó que Worley había sido capitán del Cyclops desde que entró en servicio hasta que desapareció. Se retrepó en su silla, reflexionando mientras estudiaba la imagen del barco.
—¿Tienes otras fotografías de él? —preguntó a Esperanza.
—Tres desde el mismo ángulo, una de la popa y cuatro de la tripulación.
—Echemos un vistazo a la tripulación.
La pantalla se oscureció un momento y pronto apareció la imagen de un hombre, de pie junto a la barandilla de un barco y asiendo de la mano a una niña pequeña.
—El capitán Worley con su hija —explicó Esperanza.
Era un hombrón de cabellos ralos, bigote recortado y manos grandes, que llevaba traje oscuro, corbata casualmente torcida y zapatos relucientes, y miraba fijamente a la cámara que congeló su imagen setenta y cinco años atrás. La niña que estaba a su lado era rubia, llevaba un vestido hasta las rodillas y un sombrerito, y sujetaba lo que parecía ser una muñeca muy rígida y en forma de botella.
—Su verdadero nombre era Johann Wichman —dijo Esperanza sin que nadie se lo preguntase—. Nació en Alemania y entró ilegalmente en los Estados Unidos saltando de un barco mercante en San Francisco durante el año 1878. Se ignora cómo falsificó sus documentos. Mientras estuvo al mando del Cyclops, vivió en Norfolk, Virginia, con su esposa y su hija.
—¿Alguna posibilidad de que trabajase para los alemanes en 1918?
—No se demostró nada. ¿Quiere ver los informes de la investigación naval sobre la tragedia?
—Imprímelos. Los estudiaré más tarde.
—La foto siguiente es la del teniente David Forbes, segundo comandante —dijo Esperanza.
La cámara había captado a Forbes en uniforme de gala, de pie junto a lo que Pitt presumió que era un turismo Cadillac de 1916. Tenía cara de galgo, nariz larga y estrecha, y los ojos pálidos, aunque no podía determinarse su color en la fotografía en blanco y negro. Iba pulcramente afeitado y tenía las cejas arqueadas y los dientes ligeramente salientes.
—¿Qué clase de hombre era? —preguntó Pitt.
—Su historial en la Marina era intachable hasta que Worley le arrestó por insubordinación.
—¿Motivo?
—El capitán Worley alteró la ruta que había fijado el teniente Forbes y casi naufragó al entrar en Río. Cuando Forbes le pidió explicaciones, Worley se enfureció y le arrestó.
—¿Estaba Forbes todavía arrestado durante el último viaje?
—Sí.
—¿Quién es el siguiente?
—El teniente John Church, segundo oficial.
La foto mostraba a un hombre bajito y de aspecto casi endeble, vestido de paisano y sentado a la mesa de un restaurante. Su cara tenía el aire cansado del agricultor después de una larga jornada en el campo; sin embargo, sus ojos oscuros parecían indicar un carácter humorístico. Los cabellos grises, sobre una alta frente, estaban peinados hacia atrás sobre unas orejas pequeñas.
—Parece mayor que los otros —observó Pitt.
—En realidad, sólo tenía veintinueve años —dijo Esperanza—. Ingresó en la Marina a los dieciséis y ascendió gracias a su trabajo.
—¿Tuvo problemas con Worley?
—No consta en su historial.
La última fotografía era de dos hombres en actitud de firmes ante un tribunal. No había señal de temor en sus semblantes; más bien parecían hoscos y desafiadores. El de la izquierda era alto y esbelto, de brazos musculosos. El otro tenía la corpulencia de un oso pardo.
—Esta fotografía fue tomada durante el consejo de guerra contra el maquinista de primera James Coker y el maquinista de segunda Barney DeVoe por el asesinato del maquinista de tercera Osear Stewart. Los tres estaban destinados a bordo del crucero de los Estados Unidos Pittsburgh. Coker, que es el de la izquierda, fue condenado a muerte en la horca, sentencia que se ejecutó en Brasil. DeVoe, el de la derecha, fue condenado a una pena de cincuenta a noventa y nueve años de prisión, en la cárcel naval de Portsmouth, New Hampshire.
—¿Cuál es su relación con el Cyclops? —preguntó Pitt.
—El Pittsburgh estaba en Río de Janeiro cuando se cometió el asesinato. Cuando el capitán Worley llegó a puerto, recibió instrucciones de transportar a DeVoe y otros cuatro presos que había en el calabozo del Cyclops a los Estados Unidos.
—Y estuvieron a bordo hasta el final.
—Sí.
—¿No hay otras fotos de la tripulación?
—Probablemente las habrá en álbumes de familia y en otros sitios privados, pero éstas son las únicas que tengo en mi biblioteca.
—Cuéntame los sucesos que precedieron a la desaparición.
—¿De palabra o por escrito?
—¿Puedes escribirlo y hablar al mismo tiempo?
—Lo siento, pero sólo puedo hacer una cosa tras otra. ¿Con qué prefiere que empiece?
—De palabra.
—Está bien. Déme un momento para recopilar datos.
—Pitt empezaba a sentirse soñoliento. Había sido un día muy largo. Aprovechó la pausa para telefonear a Yaeger y pedirle una taza de café.
—¿Cómo te va con Esperanza?
—Casi empiezo a creer que es real —respondió Pitt.
—Con tal que no empieces a fantasear sobre su cuerpo inexistente…
—Todavía no he llegado a este estado.
—Sé que conocerla es amarla.
—¿Qué tal te va a ti con LeBaron?
—Lo que me temía —dijo Yaeger—. Borró el rastro de una gran parte de su pasado. No hay nada sobre su personalidad, sino solamente estadísticas, hasta el momento en que se convirtió en el número uno de Wall Street.
—¿Algo interesante?
—En realidad, no. Procedía de una familia bastante rica. Su padre poseía una cadena de ferreterías. Me parece que Raymond y su padre no se llevaron bien. En ninguna de las biografías que publicaron los periódicos después de convertirse en magnate financiero se hace la menor mención de su familia.
—¿Has averiguado cómo empezó a ganar dinero en cantidad?
—No hay muchos datos al respecto. Él y un socio que se llamaba Kronberg tuvieron una compañía de rescates marítimos a mediados de los años cincuenta. Parece que fueron tirando durante unos pocos años, hasta que quebraron. Dos años más tarde, Raymond lanzó su periódico.
—El Prosperteer.
—Exacto.
—¿Hay alguna mención de quién le prestó apoyo?
—Ninguna —respondió Yaeger—. A propósito, Jessie es su segunda esposa. La primera se llamaba Hillary. Murió hace pocos años. No hay datos sobre ella.
—Sigue buscando.
Pitt colgó cuando Esperanza le dijo:
—Tengo los datos del último viaje del Cyclops.
—Oigámoslos.
—Zarpó de Río de Janeiro el 16 de febrero de 1918, con rumbo a Baltimore, Maryland. Iban a bordo su tripulación regular de 15 oficiales y 231 marineros, 57 hombres del crucero Pittsburgh, que eran enviados a la base naval de Norfolk para un nuevo destino, 5 presos, incluido DeVoe, y el cónsul general de los Estados Unidos en Río, Alfred L. Morean Gottschalk, que regresaba a Washington. El cargamento era de 11 000 toneladas de manganeso.
»Después de una breve escala en el puerto de Bahía para recoger correspondencia, el barco hizo una nueva escala, ésta no prevista, al entrar en Carlisle Bay, en la isla de Barbados, y anclar en ella. Aquí cargó Worley más, carbón y provisiones, que dijo que eran necesarios para continuar el viaje a Baltimore; pero más tarde se consideró que el cargamento había sido excesivo. Cuando el barco se hubo perdido en el mar, el cónsul norteamericano en Barbados informó sobre ciertos rumores sospechosos acerca de la poco habitual acción de Worley, de extraños sucesos a bordo y de un posible motín. La última vez que fueron vistos el Cyclops y los hombres que iban a bordo fue el 4 de marzo de 1918, cuando zarpó de Barbados.
—¿No hubo ningún otro contacto? —preguntó Pitt.
—Veinticuatro horas más tarde, un carguero que transportaba madera, llamado Crogan Castle, informó de que su proa fue rota por una enorme ola. Sus peticiones de auxilio por radio fueron contestadas por el Cyclops. Las últimas palabras radiadas por éste fueron su número y este mensaje: «Estamos a cincuenta millas al sur y acudimos a todo vapor».
—¿Nada más?
—Esto es todo.
—¿Dio el Crogan Castle su posición?
—Sí, veintitrés grados treinta minutos de latitud norte por setenta y nueve grados veintiún minutos de longitud oeste, lo cual le situaba a unas veinte millas al sudeste de un banco de arrecifes llamado Anguilla Keys.
—¿Se perdió también el Crogan Castle?
—No; según los datos, pudo llegar a La Habana.
—¿Se encontró algún resto del naufragio del Cyclops?
—La Marina efectuó una búsqueda en un amplio sector y no encontró nada.
Pitt vaciló cuando Yaeger entró en la sala de proyecciones y dejó una taza de café junto a la consola, retirándose en silencio. Tomó unos sorbos y pidió a Esperanza que volviese a mostrarle la foto del Cyclops. El barco se materializó en la pantalla del monitor y él lo contempló reflexivamente.
Descolgó el teléfono, marcó un número y esperó. El reloj digital de la consola marcaba las once cincuenta y cinco, pero la voz que le respondió pareció animada y alegre.
—¡Dirk! —exclamó el doctor Raphael O’Meara—. ¿Qué diablos sucede? Me has pillado en un buen momento; esta mañana acabo de regresar de una excavación en Costa Rica.
—¿Has encontrado otro camión de tiestos?
—El más rico escondrijo de arte precolombino descubierto hasta la fecha. Unas piezas sorprendentes, algunas de las cuales se remontan a trescientos años antes de Cristo.
—Lástima que no puedas quedártelas.
—Todos mis hallazgos van a parar al Museo Nacional de Costa Rica.
—Eres muy generoso, Raphael.
—Yo no las regalo, Dirk. Los gobiernos de los países donde hago mis hallazgos se los quedan como parte del patrimonio nacional. Pero no quiero aburrir a un vejestorio como tú. ¿A qué debo el placer de tu llamada?
—Necesito que me cuentes lo que sepas sobre un tesoro.
—Desde luego —dijo O’Meara, en tono ahora más serio—, sabes que tesoro es una palabra prohibida para un arqueólogo serio.
—Todos tenemos nuestros fallos —dijo Pitt—. ¿Podemos tomar una copa juntos?
—¿Ahora? ¿Sabes la hora que es?
—Sé que eres un pájaro nocturno. Tranquilízate. Podría ser en algún lugar cerca de tu casa.
—¿Qué te parece el Old Angler’s Inn de MacArthur Boulevard? Digamos dentro de media hora.
—Me parece bien.
—¿Puedes decirme cuál es el tesoro que te interesa?
—Aquél en que sueña todo el mundo.
—¡Oh! ¿Y cuál es?
—Te lo diré cuando nos veamos.
Pitt colgó y contempló el Cyclops. Tenía un aire misterioso y solitario. No pudo dejar de preguntarse qué secretos se habría llevado a su tumba submarina.
—¿Puedo proporcionarle más datos? —preguntó Esperanza, interrumpiendo su morboso ensueño—. ¿O desea que termine?
—Creo que podemos dejarlo —respondió Pitt—. Gracias, Esperanza. Quisiera poder darte un beso.
—Gracias por el cumplido, Dirk. Pero no soy fisiológicamente capaz de recibir besos.
—Pero seguiré queriéndote.
—Estoy a su servicio siempre que quiera.
Pitt se echó a reír.
—Buenas noches, Esperanza.
—Buenas noches, Dirk.
Ojalá fuese real, pensó éste, con un suspiro soñador.