7

—Odio las embarcaciones —gruñó Rooney—. No sé nadar, no puedo flotar y me mareo mirando por la ventanilla de una lavadora.

El sheriff Sweat le tendió un Martini doble.

—Tome, esto le curará de su obsesión.

Rooney miró tristemente las aguas de la bahía y bebió la mitad de su vaso.

—Espero que no saldrá a altamar.

—No, será solamente un viaje de placer alrededor de la bahía.

Sweat se agachó para entrar en la cabina de proa de su resplandeciente barca blanca de pesca y puso en marcha el motor. El turbo Diesel de 260 caballos se animó. Los tubos de escape rugieron en la popa y la cubierta tembló bajo sus pies. Entonces recogió los cables anclados y apartó la barca del muelle, navegando en un laberinto de yates anclados en Biscayne Bay.

Cuando la proa rebasó las boyas del canal, Rooney necesitaba una segunda copa.

—¿Dónde guarda el tónico?

—Abajo, en el camarote de delante. Sírvase usted mismo. Hay hielo en el casco metálico de buzo.

Cuando volvió Rooney, preguntó:

—¿A qué viene todo esto, Tyier? Hoy es domingo. No me habrá sacado de mi palco en medio de un buen partido de fútbol para mostrarme Miami Beach desde el agua.

—La verdad es que oí decir que había terminado su dictamen sobre los cadáveres del dirigible, la noche pasada.

—A las tres de esta mañana, para ser exacto.

—Pensé que tal vez querría decirme algo.

—Por el amor de Dios, Tyler, ¿tan urgente es que no pudo esperar hasta mañana por la mañana?

—Hace aproximadamente una hora, recibí una llamada telefónica de un federal, desde Washington. —Sweat se interrumpió para reducir un poco la velocidad—. Dijo que era una agencia de información de la que yo no había oído hablar jamás. No le aburriré contándole sus agresivas palabras. Nunca he podido entender por qué piensan todos los del Norte que pueden deslumbrar a los muchachos del Sur. La cuestión es que pidió que entreguemos los cadáveres del dirigible a las autoridades federales.

—¿A qué autoridades federales?

—No quiso nombrarlas. Su respuesta no pudo ser más vaga cuando se lo pregunté.

Rooney se sintió de pronto sumamente interesado.

—¿Dio alguna indicación de por qué quería los cadáveres?

—Afirmó que era un asunto secreto.

—Usted se negó, naturalmente.

—Le dije que lo pensaría.

El giro que tomaban las cosas, combinado con la ginebra, hizo que Rooney se olvidase de su miedo al agua. Empezó a fijarse en la esbelta línea de la embarcación de fibra de vidrio. Era la segunda oficina del sheriff Sweat, ocasionalmente puesta en servicio como embarcación auxiliar de la policía, pero empleada con más frecuencia para distraer a funcionarios del condado o del Estado en excursiones de pesca de fin de semana.

—¿Cómo se llama? —preguntó Rooney.

—¿Quién?

—La barca.

—Oh, la Southern Comfort. Tiene treinta y cinco pies de eslora y navega a quince nudos. Fue construida en Australia por una empresa denominada Stebercraft.

—Volviendo al caso de LeBaron —dijo Rooney, sorbiendo su Martini—, ¿va a darse por vencido?

—Tentado estoy de hacerlo —dijo sonriendo Sweat—. Homicidios no ha encontrado todavía una sola pista. Los medios de comunicación lo están convirtiendo en un espectáculo circense. Todo el mundo, desde el gobernador para abajo, me está apretando las clavijas. Y para colmo, existe todavía la probabilidad de que el crimen no se hubiese cometido en territorio de mi jurisdicción. Pues sí, estoy tentado de cargarle el muerto a Washington. Sólo que soy lo bastante terco como para pensar que podemos encontrar nosotros la solución de este lío.

—Está bien, ¿qué quiere de mí?

El sheriff se volvió del timón y le miró fijamente.

—Quiero que me diga lo que ha escrito en su dictamen.

—Lo que he descubierto ha aumentado el enigma.

Una barquita de vela con cuatro adolescentes pasó por delante de su proa; Sweat redujo la marcha y la dejó pasar.

—Dígame lo que es.

—Empecemos al revés; por el final y sigamos hacia atrás. ¿Le parece bien?

—Adelante.

—Esto me sacó de quicio al principio. Sobre todo porque no lo esperaba. Tuve un caso parecido hace quince años. El cadáver de una mujer fue descubierto sentado en el jardín de su casa. Su marido declaró que habían estado bebiendo la noche anterior y que él se había ido a la cama solo, pensando que ella le seguiría. Cuando se despertó por la mañana y la buscó, la encontró sentada donde la había dejado; sólo que ahora estaba muerta. Tenía todo el aspecto de una muerte natural, no había señales de violencia ni rastros de veneno, solamente una cantidad importante de alcohol. Los órganos parecían estar bastante sanos. No había indicios de enfermedades o dolencias anteriores. Para una mujer de cuarenta años, tenía el cuerpo de una joven de veinte. Me puso en un aprieto. Después empezaron a juntarse las piezas del rompecabezas. La lividez cadavérica, decoloración de la piel causada por el efecto de la gravedad sobre la sangre, es generalmente purpúrea. Su lividez era la de un rosa de cereza, cosa que indicaba una muerte por intoxicación de cianuro o de monóxido de carbono o por hipotermia. También descubrí una hemorragia en el páncreas. A través de un proceso de eliminación, descarté las dos primeras hipótesis. El último clavo del ataúd fue el trabajo del marido. La prueba no era exactamente irrebatible, pero fue suficiente para que el juez condenase al marido a cincuenta años de prisión.

—¿En qué trabajaba el marido? —preguntó Sweat.

—Conducía un camión de una empresa de productos congelados. El plan era perfecto. La atiborró de alcohol hasta que perdió el conocimiento. La metió en el camión, que siempre traía a casa por la noche y los fines de semana; puso en marcha la refrigeración y esperó a que ella se endureciese. Cuando la pobre mujer hubo expirado, volvió a ponerla en la silla del jardín y se fue a la cama.

Sweat le miró sin comprender.

—No me estará diciendo que los cadáveres encontrados en el dirigible eran de hombres que murieron congelados.

—Exactamente eso.

—¿No estará equivocado?

—En una escala de certidumbre de uno a diez, puedo prometerle un ocho.

—¿Se da cuenta de cómo suena esto?

—Supongo que a locura.

—¿Desaparecen tres hombres en el Caribe, a una temperatura de treinta grados, y mueren por congelación? —preguntó Sweat, a nadie en particular—. Nunca conseguiremos probarlo, doctor. No, si no encontramos un camión de productos congelados.

—En todo caso, no tenemos nada en que apoyarnos.

—¿Qué quiere decir?

—Ha llegado el informe del FBI. La identificación de Jessie LeBaron ha pesado mucho. No es su marido el que está en el depósito de cadáveres. Los otros dos tampoco son Buck Caesar ni Joseph Cavilla.

—Dios mío, ¿y qué más? —gimió Sweat—. ¿Quiénes son?

—Sus huellas dactilares no figuran en los archivos del FBI. Lo más probable es que fuesen extranjeros.

—¿Encontró algo que pueda dar una pista sobre su identidad?

—Puedo decirle su estatura y su peso. Puedo mostrarle radiografías de sus dientes y de antiguas fracturas de huesos. El estado del hígado sugirió que los tres eran fuertes bebedores. Los pulmones revelaron que eran fumadores, y los dientes y las puntas de los dedos, que fumaban cigarrillos sin filtro. También eran comilones. Su última comida fue de pan moreno y zanahorias. Dos de ellos tenían poco más de treinta años. El otro, cuarenta o algo más. Sus condiciones físicas eran superiores a lo normal. Aparte de esto, puedo decirle muy poco que pueda contribuir a su identificación.

—Ya es algo, para empezar.

—Pero todavía nos enfrentamos con la desaparición de LeBaron y Caesar y Cavilla.

Antes de que Sweat pudiese replicar, una voz femenina sonó ronca en la radio de la barca. Sweat respondió y, siguiendo instrucciones, puso otro canal.

—Disculpe la interrupción —dijo a Rooney—. Acabo de recibir una llamada de urgencia desde tierra.

Rooney asintió con la cabeza, se dirigió al camarote de proa y se sirvió otra copa. Un calor delicioso circuló por su cuerpo. Esperó unos momentos. Cuando volvió a subir a la cubierta y a la caseta del timón, Sweat estaba colgando el teléfono y tenía el rostro enrojecido por la cólera.

—¡Malditos bastardos! —silbó.

—¿Cuál es el problema?

—Se los han llevado —dijo Sweat, golpeando el timón con el puño—. Los malditos federales entraron en el depósito y se llevaron los cadáveres del dirigible.

—Pero hay que seguir el procedimiento legal —protestó Rooney.

—Seis hombres de paisano y dos agentes federales se presentaron con los papeles necesarios, metieron los cadáveres en tres cajas de aluminio llenas de hielo y se los llevaron en un helicóptero de la Marina de los Estados Unidos.

—¿Cuándo ha sido esto?

—Hace menos de diez minutos. Harry Victor, el principal investigador del caso, dice que también desvalijaron la mesa de su oficina en Homicidios, cuando estaba en el retrete, y se llevaron lo que quisieron de su archivo.

—¿Y mi dictamen de autopsia?

—Se lo llevaron también.

La ginebra había puesto a Rooney en un estado eufórico.

—Bueno, tómeselo bien. Les han sacado del atolladero, a usted y al departamento.

La cólera de Sweat se fue aplacando lentamente.

—No puedo negar que me han hecho un favor, pero son sus métodos los que me joden.

—Hay un pequeño consuelo —murmuró Rooney. Empezaba a costarle mantenerse en pie—. El Tío Sam no se lo ha llevado todo.

—¿Como qué?

—Omití algo en mi dictamen. Un resultado de laboratorio que se prestaba demasiado a controversias para consignarlo por escrito, que era demasiado estrafalario para mencionarlo como no fuese en una casa solitaria.

—¿De qué está hablando? —preguntó Sweat.

—De la causa de la muerte.

—Dijo usted hipotermia.

—Cierto, pero me dejé la parte mejor. Mire, olvidé consignar la fecha de la muerte.

El lenguaje de Rooney empezaba a ser estropajoso.

—Sólo pudo producirse dentro de los últimos días.

—¡Oh, no! A esos pobres hombres se les congelaron las tripas hace mucho tiempo.

—¿Cuánto?

—Hace uno o dos años.

El sheriff Sweat se quedó mirando fijamente a Rooney, con incredulidad. Pero el forense siguió sonriendo, como una hiena. Y todavía sonreía cuando se dobló sobre la borda y vomitó.