El teniente detective Harry Victor, distinguido investigador del Departamento de Policía de Dade County, se retrepó en un sillón giratorio y estudió varias fotografías tomadas en el interior de la cabina de mandos del Prosperteer. Al cabo de unos minutos, levantó las gafas sin montura sobre la frente, rematada por un postizo de cabellos rubios, y se frotó los ojos.
Victor era un hombre ordenado; todo estaba en su sitio, cuidadosamente clasificado por orden alfabético y numerado, y era el único policía en la historia del Departamento que disfrutaba realmente redactando informes. Mientras la mayoría de los hombres miraban retrasmisiones deportivas en la televisión los fines de semana o descansaban junto a la piscina de un lugar de vacaciones, leyendo las novelas policíacas de Rex Burns, Victor revisaba los expedientes sobre casos no resueltos. Obstinado, prefería atar cabos sueltos a obtener una condena.
El caso del Prosperteer era diferente de todos los que había visto en dieciocho años de servicio en la Policía. Tres hombres muertos cayendo del cielo en un dirigible antiguo no requerían exactamente una investigación policíaca de rutina. No existían pistas. Los tres cuerpos que se hallaban en el depósito de cadáveres no presentaban ninguna indicación de dónde habían estado escondidos durante una semana y media.
Bajó las gafas y empezaba a observar de nuevo las fotografías cuando sonó el teléfono que tenía sobre la mesa. Levantó el aparato y dijo pensativamente:
—¿Sí?
—Aquí hay un testigo que quiere hablarle sobre una declaración —respondió la recepcionista.
—Hágale pasar —dijo Victor.
Cerró la carpeta que contenía las fotografías y la dejó sobre la mesa de metal, cuya superficie estaba completamente limpia, salvo por un pequeño rótulo con su nombre y el teléfono. Sostuvo el auricular junto al oído, como si recibiese una llamada, y se volvió a un lado, mirando a través de la espaciosa oficina de Homicidios y manteniendo los ojos enfocados de soslayo hacia la puerta que daba al pasillo.
Una recepcionista uniformada apareció en el umbral y señaló en la dirección de Victor. Un hombre alto saludó con la cabeza, pasó junto a la mujer y se acercó. Victor le indicó un sillón al otro lado de la mesa y empezó a hablar por el teléfono desconectado. Era un viejo truco en sus interrogatorios, porque le permitía observar al testigo o al sospechoso durante un minuto entero, y retratarle mentalmente. Más importante aún, era una oportunidad para observar hábitos y peculiaridades que podían ser empleados más tarde para lograr una posición de ventaja.
El hombre sentado delante de Victor tenía unos treinta y siete o treinta y ocho años, aproximadamente un metro noventa de estatura y noventa kilos de peso, cabellos negros ligeramente ondulados y sin el menor indicio de gris. La piel estaba tostada por su exposición al sol durante todo el año. Las cejas eran negras y bastante pobladas. La nariz, recta y estrecha; los labios, firmes, con las comisuras inclinadas hacia arriba en una ligera pero fija sonrisa. Llevaba una chaqueta deportiva de color azul claro, pantalón blanco y camisa polo de un amarillo pálido y con el cuello desabrochado. Todo de buen gusto, sencillo y no demasiado caro, comprado probablemente en Saks y no en una tienda de lujo. No fumaba, pues no se veía el bulto de la cajetilla en la chaqueta o en la camisa. Tenía los brazos cruzados, indicando tranquilidad e indiferencia, y las manos eran estrechas, largas y curtidas. No llevaba anillos ni otras joyas, sino solamente un viejo reloj sumergible de esfera naranja y con muñequera de acero inoxidable.
No era un tipo común. Los otros que se habían sentado en aquel sillón se ponían nerviosos al cabo de un rato. Algunos disimulaban su nerviosismo con una actitud arrogante, y la mayoría miraba a su alrededor, a través de las ventanas, los cuadros que pendían de las paredes y a los otros oficiales que trabajaban en sus despachos, y cambiaban de posición, cruzando y descruzando las piernas. Por primera vez en mucho tiempo, Victor se sintió incomodo y en desventaja. Su rutina le había fallado, su comedia perdió rápidamente eficacia.
El visitante no estaba turbado en absoluto. Miraba a Victor con distraído interés a través de unos ojos verdes opalinos que poseían una cualidad magnética. Parecían pasar a través del detective y, al no encontrar nada de interés, examinar la pintura de la pared de detrás de éste. Después miró el teléfono.
—La mayoría de los departamentos de policía emplean el Sistema de Comunicaciones Horizon —dijo en tono llano—. Si quiere usted hablar con alguien, le sugiero que apriete el botón correspondiente.
Victor miró hacia abajo. Uno de los cuatro botones estaba encendido, pero no apretado.
—Es usted muy astuto, señor…
—Pitt, Dirk Pitt. Si es usted el teniente Victor, teníamos una cita.
—Soy Victor. —Se interrumpió para colgar el teléfono—. Usted fue la primera persona que entró en la cabina de mandos del dirigible Prosperteer, ¿no?
—Cierto.
—Gracias por venir, especialmente tan temprano y en domingo. Agradeceré su colaboración para aclarar unas cuantas cuestiones.
—No hay de qué. ¿Tardaremos mucho?
—Veinte minutos, tal vez media hora. ¿Tiene que ir a alguna parte?
—Tengo que tomar un avión para Washington dentro de dos horas.
Victor asintió con la cabeza.
—Tendrá tiempo de sobra. —Abrió un cajón y sacó un magnetófono portátil—. Vayamos a un sitio más reservado.
Condujo a Pitt por un largo pasillo hacia un pequeño cuarto de interrogatorios. El interior era espartano; solamente una mesa, dos sillas y un cenicero. Victor se sentó e introdujo una cassete nueva en el magnetófono.
—¿Le importa que registre nuestra conversación? Tomando notas, soy terrible. Ninguna de las secretarias es capaz de descifrar mi escritura.
Pitt se encogió cortésmente de hombros.
Victor puso la máquina en el centro de la mesa y apretó el botón rojo.
—¿Su nombre?
—Dirk Pitt.
—¿Inicial intermedia?
—E, de Eric.
—¿Dirección?
—266 Airport Place, Washington, D.C. 2001.
—¿Un teléfono al que pueda llamarle?
Pitt dio a Victor el número de teléfono de su oficina.
—¿Profesión?
—Director de proyectos especiales de la Agencia Marítima y Submarina Nacional (NUMA).
—¿Quiere describir lo que ocurrió la tarde del sábado 20 de octubre?
Pitt contó a Victor cómo había visto el dirigible fuera de control durante la regata maratón de windsurfing; la loca carrera aferrado a la cuerda de amarre, y la captura a pocos metros de un posible desastre. Terminó con su entrada en la barquilla.
—¿Tocó algo?
—Solamente los interruptores de encendido y de las baterías. Y apoyé la mano en el hombro del cadáver sentado a la mesa ante el navegante.
—¿Nada más?
—El único otro sitio donde pude dejar una huella digital fue la escalerilla de embarque.
—Y en el respaldo del asiento del copiloto —dijo Victor, con una irónica sonrisa—. E, indudablemente, en los interruptores.
—Veo que se han dado prisa. La próxima vez me pondré guantes de cirujano.
—El FBI se mostró muy diligente.
—Admiro su eficacia.
—¿Se llevó usted algo?
Pitt miró fijamente a Victor.
—No.
—¿Pudo entrar alguien más y llevarse algún objeto?
Pitt sacudió la cabeza.
—Cuando yo me marché, los guardias de seguridad del hotel cerraron la barquilla. La primera persona que entró después fue un oficial de policía uniformado.
—Y entonces, ¿qué hizo usted?
—Pagué a uno de los empleados del hotel para que fuese a buscar mi tabla a vela. Tenía una pequeña furgoneta y tuvo la amabilidad de llevármela a la casa donde me hospedaba con unos amigos.
—¿En Miami?
—Coral Gables.
—¿Puedo preguntarle qué estaban haciendo en la ciudad?
—Terminé un proyecto de exploración en el mar para la NUMA y decidí tomarme una semana de vacaciones.
—¿Reconoció a alguno de los cadáveres?
—Ni por asomo. No habría podido identificar a mi propio padre en aquellas condiciones.
—¿Alguna idea de quiénes podían ser?
—Presumo que uno de ellos era Raymond LeBaron.
—¿Se enteró de la desaparición del Prosperteer?
—Los medios de comunicación se ocuparon de ello en detalle. Solamente un recluso en un lugar remoto pudo no haberse enterado.
—¿Tiene alguna teoría sobre dónde permanecieron el dirigible y su tripulación ocultos durante diez días?
—No tengo la menor pista.
—¿Ni siquiera una idea extravagante? —insistió Victor.
—Podría ser un truco colosal de publicidad, una campaña de prensa para promover el imperio editorial de LeBaron.
Victor le miró con interés.
—Prosiga.
—O tal vez un plan ingenioso para jugar con las acciones del conglomerado Raymond LeBaron. Vende grandes paquetes de acciones antes de desaparecer y compra cuando los precios caen en picado. Y vende de nuevo cuando suben al conocerse su resurrección.
—¿Cómo explica sus muertes?
—La intriga fracasó.
—¿Por qué?
—Pregúntelo al instructor.
—Se lo pregunto a usted.
—Probablemente comieron pescado en malas condiciones en la isla desierta donde se escondieron —dijo Pitt, cansándose del juego—. ¿Cómo puedo saberlo? Si quiere un argumento, contrate a un guionista.
El interés se extinguió en la mirada de Victor. Se retrepó en su silla y suspiró, desalentado.
—Por un momento pensé que podría decirme algo, alguna sorpresa que pudiese sacarnos, a mí y al departamento, del atolladero. Pero su teoría ha quedado en nada, como todas las demás.
—No me sorprende en absoluto —dijo Pitt, con una sonrisa de indiferencia.
—¿Cómo pudo parar los motores a los pocos segundos de entrar en la cabina de mandos? —preguntó Victor, recobrando el hilo del interrogatorio.
—Después de pilotar veinte aviones diferentes durante mi servicio en las Fuerzas Aéreas y en la vida civil, sabía dónde tenía que mirar.
Victor pareció satisfecho.
—Otra pregunta, señor Pitt. Cuando vio por primera vez el dirigible, ¿de qué dirección venía?
—Del nordeste, empujado por el viento.
Victor alargó una mano y cerró el magnetófono.
—Creo que esto es suficiente. ¿Podré hablar con usted si le llamo a su oficina durante el día?
—Si no estoy allí, mi secretaria sabrá dónde encontrarme.
—Gracias por su ayuda.
—Temo que le servirá de poco —dijo Pitt.
—Tenemos que tirar de todos los hilos. Las presiones son grandes, ya que LeBaron era un personaje. Y éste es el caso más misterioso con que jamás se haya tropezado el departamento.
—No le envidio su trabajo. —Pitt miró su reloj y se levantó—. Será mejor que vaya en seguida al aeropuerto.
Victor se puso en pie y le tendió la mano sobre la mesa.
—Si sueña en alguna otra intriga, señor Pitt, tenga la bondad de llamarme. Siempre me interesan las buenas fantasías.
Pitt se detuvo en el umbral y se volvió, con una expresión de zorruno en su semblante.
—¿Quiere una pista, teniente? Fíjese en ésta. Los dirigibles necesitan helio para elevarse. Una antigualla como el Prosperteer debió necesitar siete mil metros cúbicos de gas para despegar. Al cabo de una semana, habría perdido el gas suficiente como para no poder mantenerse en el aire. ¿Me sigue?
—Depende de adonde quiera ir a parar.
—El dirigible no podía aparecer en Miami, a menos que una tripulación experta y con los materiales necesarios lo hubiese inflado cuarenta y ocho horas antes.
Victor tenía el aire de un hombre antes del bautismo.
—¿Qué está sugiriendo?
—Que busque una estación de servicio complaciente en el vecindario, capaz de bombear siete mil metros cúbicos de helio.
Y Pitt salió del pasillo y desapareció.