5

El cadáver desnudo de una negra adulta yacía sobre una mesa de reconocimiento bajo las fuertes luces de la sala de autopsias. La conservación era excelente; no había señales visibles de violencia. Para el experto, el grado de rigor mortis indicaba que había muerto hacía menos de siete horas. Su edad parecía estar entre los veinticinco y los treinta años. Aquel cuerpo podía haber atraído un día las miradas masculinas, pero ahora estaba desnutrido, consumido y estragado por diez años de consumo de drogas.

Al forense de Dade County, doctor Calvin Rooney, no le gustaba demasiado tener que hacer esta autopsia. Había bastantes muertes en Miami para tener ocupado a su personal durante las veinticuatro horas del día, y él prefería emplear su tiempo en las autopsias más dramáticas y desconcertantes. Una sobredosis de droga tenía poco interés para él. Pero esta mujer había sido encontrada tirada en el jardín de un comisario del condado y, por eso, habría resultado inadecuado encargarla a un médico de tercera categoría.

Llevando una bata azul, porque detestaba las acostumbradas batas blancas, Rooney, nacido en Florida, veterano del Ejército de los Estados Unidos y graduado en la Facultad de Medicina de Harvard, introdujo una cassete nueva en un magnetófono portátil y empezó a comentar secamente las condiciones generales del cadáver.

Tomó un bisturí y se inclinó para hacer la disección, empezando a unas pulgadas por debajo del mentón y rajando en dirección al pubis. De pronto, interrumpió la incisión sobre la cavidad torácica y se inclinó más, para observar a través de los gruesos cristales de unas gafas con montura de concha. Durante los quince minutos siguientes, extrajo y estudió el corazón, mientras recitaba un monólogo ininterrumpido al magnetófono.

Rooney estaba haciendo una última observación cuando el sheriff Tyler Sweat entró en la sala de autopsias. Era un hombre de aire pensativo, de mediana estatura y hombros ligeramente redondeados, con una mezcla de melancolía y resolución brutal en el semblante. Serio, metódico y astuto, era muy respetado por los hombres y mujeres que trabajaban para él.

Dirigió una mirada inexpresiva al cadáver rajado y saludó con la cabeza a Rooney.

—¿Otro trozo de carne?

—La mujer del jardín del comisario —respondió Rooney.

—¿Otra víctima de la droga?

—No hemos tenido tanta suerte. Más trabajo para homicidios. Fue asesinada. Encontré tres pinchazos en el corazón.

—¿Con un punzón para romper hielo?

—Según todos los indicios.

Sweat miró al patólogo bajito y medio calvo, cuyo aspecto bonachón parecía más propio de un párroco.

—No hay quien pueda engañarle, doctor.

—¿Qué es lo que trae al terror de los malvados al palacio del forense? —preguntó amablemente Rooney—. ¿Está visitando los barrios bajos?

—No; una identificación de personas importantes. Quisiera que estuviese usted presente.

—Los cuerpos encontrados en el dirigible —dedujo Rooney. Sweat asintió con la cabeza.

—La señora de LeBaron está aquí para ver los restos.

—Yo no lo recomendaría. El cadáver de su marido tiene un aspecto demasiado desagradable para quien no se enfrenta diariamente con la muerte.

—Traté de convencerla de que la identificación de sus efectos sería legalmente suficiente; pero ella insistió. Incluso ha traído a un auxiliar del gobernador para allanarle el camino.

—¿Dónde están?

—En la oficina del depósito, esperando.

—Y la prensa, ¿qué?

—Todo un regimiento de reporteros de la televisión y los periódicos, corriendo de un lado a otro como locos. He ordenado a mis agentes que les mantengan en el vestíbulo.

—El mundo tiene cosas muy extrañas —dijo Rooney, en uno de sus momentos filosóficos—. El famoso Raymond LeBaron merece grandes titulares en primera página, mientras que a esa pobre infeliz no le dedican más que un par de líneas junto a los anuncios por palabras. —Entonces suspiró, se quitó la bata y la arrojó sobre una silla—. Acabemos con esto, tengo otras dos autopsias esta tarde.

Mientras hablaba, se desencadenó una tormenta tropical y el ruido de los truenos retumbó en las paredes. Rooney se puso una chaqueta deportiva y se arregló la corbata. Echaron a andar; Sweat contemplaba pensativamente el dibujo de la alfombra del pasillo.

—¿Alguna idea sobre la causa de la muerte de LeBaron? —preguntó el sheriff.

—Es demasiado pronto para saberlo. Los resultados del laboratorio no han sido concluyentes. Quiero hacer algunas pruebas más. Hay demasiadas cosas que no coinciden. No me importa confesar que este caso es un enigma.

—¿Alguna presunción?

—Nada que me atreviese a poner por escrito. El problema es la increíble rapidez de la descomposición. Raras veces he visto desintegrarse tan de prisa los tejidos, salvo tal vez en una ocasión, en 1974.

Antes de que Sweat pudiese sondear la memoria de Rooney, llegaron a la oficina del depósito y entraron. El ayudante del gobernador, un tipo de aspecto desagradable que vestía un traje con chaleco, se levantó de un salto. Incluso antes de que abriese la boca, Rooney lo clasificó como un pelmazo.

—¿Podríamos despachar esto a toda prisa, sheriff? La señora LeBaron está muy afligida y quisiera volver a su hotel lo antes posible.

—Le doy mi más sentido pésame —dijo el sheriff—. Pero no hace falta que recuerde a un funcionario público que hay ciertas leyes que hemos de cumplir.

—Y no hace falta que yo le recuerde que el gobernador espera que su departamento la trate con la máxima cortesía para aliviar su dolor.

Rooney se maravilló de la paciencia de Sweat. El sheriff se limitó a pasar junto al ayudante como lo habría hecho para evitar un cubo de basura en una acera.

—Éste es nuestro forense jefe, el doctor Rooney. Asistirá a la identificación.

Jessie LeBaron no parecía en modo alguno afligida. Estaba sentada en un sillón de plástico de color naranja, serena, fría, erguida la cabeza. Y sin embargo, Rooney advirtió una fragilidad que era compensada por la disciplina y el valor. Estaba acostumbrado a asistir a la identificación de cadáveres por los parientes. Había pasado por este mal trago cientos de veces en su carrera y habló instintivamente en tono suave y con amables modales.

—Señora LeBaron, comprendo lo que está usted pasando y haré que esto sea lo menos doloroso posible. Pero antes quiero dejar bien claro que la simple identificación de los efectos encontrados en los cadáveres bastará para cumplir las leyes federales y del condado. Segundo: cualquier característica física que pueda recordar, como cicatrices, prótesis dentales, fracturas de huesos o incisiones quirúrgicas, serán de gran ayuda para mi propia identificación. Y tercero: le suplico respetuosamente que no vea los restos. Aunque las facciones son todavía reconocibles, la descomposición está muy avanzada. Creo que preferiría recordar al señor LeBaron como era en vida a como aparece ahora en un depósito de cadáveres.

—Gracias, doctor Rooney —dijo Jessie—. Le agradezco su preocupación. Pero debo asegurarme de que mi marido está realmente muerto.

Rooney asintió con la cabeza, contrariado, y luego señaló una mesa donde había varias prendas de vestir, carteras, relojes de pulsera y otros artículos personales.

—¿Ha identificado los efectos del señor LeBaron?

—Sí, los he examinado.

—¿Y está convencida de que le pertenecían?

—No puede haber duda sobre la cartera y su contenido. El reloj es un regalo que le hice en nuestro primer aniversario.

Rooney se acercó a la mesa y tomó el reloj.

—Un Cartier de oro con cadena haciendo juego y números en cifras romanas que… ¿acierto al decir que son diamantes?

—Sí, una forma rara de diamante negro. Era la piedra que correspondía a su mes de nacimiento.

—Abril, según creo.

Ella asintió con la cabeza.

—Aparte de los efectos personales de su marido, señora LeBaron, ¿reconoce algo que perteneciese a Buck Caesar o a Joseph Cavilla?

—Los relojes no, pero estoy segura de que las prendas de vestir son las que llevaban Buck y Joe la última vez que les vi.

—Nuestros investigadores no pueden encontrar parientes próximos de Caesar y Cavilla —dijo Sweat—. Nos sería de gran ayuda si pudiese indicarnos qué prendas de vestir eran de cada uno de ellos.

Jessie LeBaron vaciló por primera vez.

—No estoy segura… Creo que los shorts y la camisa floreada son de Buck. Las otras cosas pertenecieron probablemente a Joe Cavilla. —Hizo una pausa—. ¿Puedo ver ahora el cuerpo de mi marido?

—¿No puedo hacerla cambiar de idea? —preguntó Rooney en tono compasivo.

—No; debo insistir.

—Será mejor que haga lo que dice la señora LeBaron —dijo el ayudante del gobernador, que ni siquiera había tenido la delicadeza de decir su nombre.

Rooney miró a Sweat y se encogió resignadamente de hombros.

—Si tiene la bondad de seguirme… Los restos se conservan en la cámara frigorífica.

Todos le siguieron, obedientes, hasta una puerta maciza con una ventanilla al nivel de los ojos, y permanecieron en silencio mientras él corría un pesado cerrojo. Brotó aire frío al abrirse la puerta, y Jessie se estremeció involuntariamente cuando Rooney les invitó a entrar. Apareció un empleado del depósito que les condujo a una de las puertas cuadradas a lo largo de la pared. La abrió, tiró de una camilla de acero inoxidable con ruedas y se apartó a un lado.

Rooney asió una punta de la sábana que cubría el cadáver y vaciló. Ésta era la única parte de su trabajo que aborrecía. Las reacciones al ver al muerto solían pertenecer a una de cuatro categorías de personas: los que vomitaban, los que se desmayaban, los que sufrían un ataque de histerismo. Pero era la cuarta categoría la que intrigaba a Rooney. Los que permanecían como petrificados y no mostraban emoción alguna. Habría dado un mes de su salario por saber los pensamientos que pasaban por sus mentes.

Levantó la sábana.

El ayudante del gobernador echó una mirada, emitió un patético gruñido y se desmayó en brazos del sheriff. Los terribles efectos de la descomposición se manifestaron en todo su horror.

A Rooney le pasmó la reacción de Jessie. Miró larga y fijamente aquella cosa grotesca que se pudría sobre la camilla. Contuvo el aliento y todo su cuerpo se puso rígido. Después levantó los ojos, sin pestañear y habló con voz tranquila y controlada.

—¡.Eso no es mi marido!

—¿Está segura? —preguntó suavemente Rooney.

—Véalo usted mismo —dijo ella llanamente—. La línea de los cabellos no es la de él. Tampoco la estructura ósea. Raymond tenía la cara angulosa. Ésa es más redonda.

—La descomposición de la carne deforma las facciones —explicó Rooney.

—Por favor, observe los dientes.

Rooney bajó la mirada.

—¿Qué hay de particular en ellos?

—Tienen fundas de plata.

—No comprendo.

—Mi marido llevaba fundas de oro.

No podía discutir con ella a este respecto, pensó Rooney. Un hombre acaudalado como Raymond LeBaron no habría aceptado una prótesis dental barata.

—Pero la ropa, el reloj…, usted los ha identificado como suyos.

—¡Me importa un bledo lo que haya dicho! —gritó ella—. Esa cosa asquerosa no es el cadáver de Raymond LeBaron.

Rooney se quedó pasmado por su furia. Atolondrado y sin saber qué decir, la vio salir, frenética, de la habitación. El sheriff confió el blandengue ayudante al empleado del depósito y se volvió al forense.

—¿Qué diablos piensa usted de esto?

Rooney sacudió la cabeza.

—No lo sé.

—Yo supongo que ha sufrido una terrible impresión. Ésta ha sido demasiado fuerte, y ha empezado a delirar. Usted sabe mejor que yo que la mayoría de la gente se niega a aceptar la muerte de un ser amado. Ella ha cerrado su mente y se ha negado a aceptar la verdad.

—No estaba delirando.

Sweat le miró.

—¿Cómo lo llamaría usted?

—Yo diría que ha representado una magnífica comedia.

—¿Cómo ha llegado a esta conclusión?

—El reloj de pulsera —respondió Rooney—. Un miembro de mi equipo trabajó un tiempo de noche en una joyería para pagarse los estudios en la Facultad de Medicina. Lo descubrió en seguida. El costoso reloj Cartier que la señora LeBaron regaló a su marido en su aniversario de boda es falso, es una de esas imitaciones baratas que se fabrican ilegalmente en Taiwán o en México.

—¿Por qué una mujer que puede firmar cheques de un millón de dólares tendría que regalar una imitación barata a su marido?

—Raymond LeBaron no era tonto en lo tocante a estilo y a buen gusto. Debió darse cuenta de lo que era en realidad. Será mejor que nos hagamos esta pregunta: ¿por qué aceptó llevarlo?

—Entonces, ¿cree usted que ha representado una comedia y ha mentido sobre la identidad del cadáver?

—Mi instinto me dice que se había preparado para lo que esperaba encontrar —respondió Rooney—. Y llegaría al extremo de apostar mi Mercedes nuevo a que la investigación genética, el dictamen sobre la dentadura y los resultados del análisis por los laboratorios del FBI de los restos de huellas digitales que pude tomar y les envié, demostrarán que ella tiene razón. —Se volvió y contempló el cadáver—. No es Raymond LeBaron el que yace sobre esta camilla.