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—Tenga la bondad de mantener los brazos en su posición actual —dijo el desconocido con naturalidad—. Conozco la señal con la mano que le dijeron que hiciese a los del Servicio Secreto si creía que su vida estaba en peligro.

El presidente permaneció sentado como un tronco, incrédulo, más curioso que asustado. No confiaba en encontrar las palabras adecuadas si era el primero en hablar. Sus ojos no se apartaban del paquete.

—Es una estupidez —dijo al fin—. No vivirá para disfrutarlo.

—Esto no es un asesinato. No sufrirá ningún daño si sigue mis instrucciones. ¿De acuerdo?

—Tiene usted muchas agallas, míster.

El desconocido hizo caso omiso de la observación y siguió hablando en el tono de un maestro de escuela que recitara las normas de conducta a sus alumnos.

—La bomba es capaz de destrozar cualquier cuerpo que se encuentre dentro de un radio de veinte metros. Si intenta usted avisar a sus guardaespaldas, la haré estallar con un control electrónico que llevo sujeto a la muñeca. Por favor, continúe jugando al golf como si no ocurriese nada extraordinario.

Detuvo el vehículo a varios metros de la pelota, se apeó sobre la hierba y miró con cautela a los agentes del Servicio Secreto, comprobando que parecían más interesados en escrutar los bosques de los alrededores. Entonces buscó en la bolsa y sacó un palo del seis.

—Es evidente que no sabe nada de golf —dijo el presidente, ligeramente complacido por poder adquirir cierto control—. Esto requiere un chip. Déme un palo del nueve.

El intruso obedeció y se quedó plantado a un lado mientras el presidente lanzaba la pelota al green y la empujaba después hasta el hoyo. Cuando arrancaron hacia el tee siguiente, estudió al hombre que se sentaba a su lado.

Los pocos cabellos grises que podían verse debajo del sombrero de paja, y las patas de gallo, revelaban una edad próxima a los sesenta años. El cuerpo era delgado, casi frágil; las caderas, estrechas, y su aspecto parecido al de Reggie Salazar, salvo que era un poco más alto. Las facciones eran estrechas y vagamente escandinavas. La voz era educada; los modales fríos y los hombros cuadrados sugerían una persona acostumbrada a hacer uso de la autoridad; sin embargo, no había indicios de crueldad o de maldad.

—Tengo la loca impresión —dijo tranquilamente el presidente— de que ha preparado esta intrusión para apuntarse un tanto.

—No tan loca. Es usted muy astuto, pero no podía esperar menos de un hombre tan poderoso.

—¿Quién diablos es usted?

—Mientras conversamos puede llamarme Joe. Y le ahorraré muchas preguntas sobre el objeto de todo esto cuando lleguemos al tee. Allí hay un cuarto de aseo. —Hizo una pausa y sacó una carpeta de debajo de la camisa, empujándola sobre el asiento hacia el presidente—. Entre en él y lea rápidamente el contenido. No tarde más de ocho minutos. Si pasara de este tiempo, podría despertar sospechas en sus guardaespaldas. No hace falta que le diga las consecuencias.

El cochecito eléctrico redujo la marcha y se detuvo. Sin decir palabra, el presidente entró en el lavabo, se sentó en el water y empezó a leer. Exactamente ocho minutos más tarde, salió y su cara era una máscara de perplejidad.

—¿Qué broma insensata es ésta?

—No es ninguna broma.

—No comprendo por qué ha llevado las cosas a este extremo para obligarme a leer una historieta de ciencia-ficción.

—No es ficción.

—Entonces tiene que ser alguna clase de engaño.

—La Jersey Colony existe —dijo pacientemente Joe.

—Sí, y también la Atlántida.

Joe sonrió irónicamente.

—Acaba usted de ingresar en un club muy exclusivo. Es el segundo presidente que ha sido informado del proyecto. Ahora le sugiero que dé el primer golpe y le describiré el panorama mientras sigue usted jugando. No será una descripción completa porque tenemos poco tiempo. Además, no es necesario que conozca algunos detalles.

—Ante todo, tengo que hacerle una pregunta. Lo menos que puede hacer es contestarla.

—Está bien.

—¿Qué ha sido de Reggie Salazar?

—Está durmiendo profundamente en la caseta de los caddies.

—Que Dios lo ampare si miente.

—¿Qué palo? —preguntó tranquilamente Joe.

—Para un golpe corto. Déme un cuatro.

El presidente golpeó mecánicamente la pelota, pero ésta voló recta, dio en el suelo y rodó hasta tres metros del hoyo. Arrojó el palo a Joe y se sentó pesadamente en el vehículo, esperando.

—Bien, veamos… —empezó a decir Joe, mientras aceleraba hacia el green—. En 1963, sólo dos meses antes de su muerte, el presidente Kennedy se reunió en su casa de Hyannis Port con un grupo de nueve hombres que le propusieron un proyecto secretísimo para ser desarrollado a la sombra del programa para colocar un hombre en el espacio. Formaban un «círculo privado» de brillantes y jóvenes científicos, grandes hombres de negocios, ingenieros y políticos, que habían logrado éxitos extraordinarios en sus respectivos campos. A Kennedy le gustó la idea y llegó al extremo de crear una agencia del Gobierno que actuaba como fachada para invertir dinero federal en la que había de llamarse en clave Jersey Colony. El capital fue completado por los hombres de negocios, que establecieron un fondo que igualó al del Gobierno hasta el último dólar. Para las investigaciones, se utilizaron edificios ya existentes, generalmente viejos almacenes, desparramados en todo el país. Así se ahorraron millones en el costo inicial y se evitaron preguntas de los curiosos sobre la nueva construcción de un gran centro de estudios.

—¿Cómo se mantuvo secreta la operación? —preguntó el presidente—. Tenía que haber filtraciones.

Joe se encogió de hombros.

—Una técnica sencilla. Los equipos de investigación tenían sus propios proyectos predilectos. Cada cual trabajaba en un lugar diferente. El antiguo sistema de hacer que una mano no sepa lo que hace la otra. La quincalla se encargaba a pequeños fabricantes. Algo elemental. Lo difícil era coordinar los esfuerzos ante las narices de la NASA sin que su gente no supiese lo que estaba pasando. Así, se enviaron falsos oficiales a los centros espaciales de Cabo Cañaveral y Houston, y también uno al Pentágono para impedir investigaciones enojosas.

—¿Me está usted diciendo que el Departamento de Defensa no sabe nada de esto?

Joe sonrió.

—Esto fue lo más fácil. Un miembro del «círculo privado» era un alto oficial de Estado Mayor, cuyo nombre no le interesa. No fue problema para él enterrar otra misión en el laberinto del Pentágono.

Joe se interrumpió cuando echaron a andar detrás de la pelota. El presidente dio otro golpe como un sonámbulo. Volvió al cochecito y miró fijamente a Joe.

—Parece imposible que pudiesen vendarse completamente los ojos a la NASA.

—También uno de los directores clave de la Administración del Espacio pertenecía al «círculo privado». Preveía también que una base permanente con infinitas oportunidades era preferible a unos pocos viajes temporales de naves tripuladas a la superficie lunar. Pero se daba cuenta de que la NASA no podía realizar al mismo tiempo dos programas tan complicados y caros, por lo que se hizo miembro de la Jersey Colony. El proyecto se mantuvo en secreto para que no hubiese interferencias del Poder Ejecutivo, del Congreso o de los militares. Tal como se desarrollaron las cosas, fue una sabia decisión.

—Y la conclusión es que los Estados Unidos tienen una sólida base en la Luna.

Joe asintió solemnemente.

—Sí, señor presidente, es exactamente esto.

El presidente no acababa de comprender del todo la enormidad de la idea.

—Es increíble que un proyecto tan vasto pudiese realizarse detrás de una cortina impenetrable de secreto, desconocido y no descubierto durante veintiséis años:

Joe miró fijamente la calle.

—Tardaría un mes en describir los problemas, los obstáculos y las tragedias que hubo que superar; los adelantos científicos y de ingeniería requeridos por un proceso de reducción de hidrógeno para hacer agua, para fabricar un aparato de extracción de oxígeno, y construir una planta de generación de energía cuya turbina es accionada por nitrógeno líquido; para la acumulación de materiales y equipos lanzados a una órbita determinada por una agencia espacial particular patrocinada por el «círculo privado»; para la construcción de un vehículo de transporte lunar que enlazara la órbita terrestre con la Jersey Colony.

—¿Y todo se hizo ante las narices de todos los encargados de nuestro programa espacial?

—Los que se anunciaban como complicados satélites de comunicación eran piezas disfrazadas del vehículo de transferencia lunar y, en cada una de ellas, viajaba un hombre en una cápsula interna. No entraré en los diez años de planificación ni en la enorme complejidad de la cooperación para reunir aquellas piezas en uno de nuestros abandonados laboratorios espaciales, que fue empleado como base para el montaje del vehículo. Ni en la hazaña que supuso la invención de un motor eléctrico solar ligero y eficaz, que empleaba oxígeno como medio de propulsión. Pero la tarea fue realizada con éxito.

Joe se interrumpió para que el presidente pudiese dar otro golpe.

—Entonces todo fue cuestión de recoger los sistemas y suministros vitales ya puestos en órbita, y transportarlos, en realidad remolcarlos, hasta el lugar predeterminado en la Luna. Incluso un viejo laboratorio soviético en órbita y toda pieza útil de chatarra espacial fueron llevados a la Jersey Colony. Desde el principio fue una operación sin alharacas, el viaje de unos pioneros desde su casa en la Tierra, el paso más importante de la evolución desde que el primer pez pasó a la tierra hace más de trescientos millones de años. Pero por Dios que lo hicimos. Mientras nosotros estamos hablando aquí, diez hombres viven y trabajan en un medio hostil a quinientos mil kilómetros de distancia.

Mientras Joe hablaba, sus ojos adquirieron una expresión mesiánica. Después, su visión volvió a ser normal y contempló su reloj.

—Será mejor que nos demos prisa, antes de que el Servicio Secreto se pregunte por qué nos retrasamos. En todo caso, esto es lo esencial. Trataré de responder a sus preguntas mientras juega.

El presidente le miró, pasmado.

—¡Jesús! —gruñó—. No creo que pueda asimilar todo esto.

—Mis disculpas por decirle tantas cosas en tan poco tiempo —dijo rápidamente Joe—. Pero era necesario.

—¿En qué lugar exacto de la Luna está Jersey Colony?

—Después de estudiar las fotografías de las sondas Lunar Orbiter y de las misiones Apolo, detectamos un géiser de vapor en una región volcánica del hemisferio sur del lado oculto de la Luna. Un examen más a fondo mostró que había allí una gran caverna, refugio perfecto para emplazar la instalación inicial.

—¿Ha dicho que hay diez hombres allá arriba?

—Sí.

—¿Y cómo hacen los turnos, las sustituciones?

—No hay turnos.

—Dios mío, esto significa que el primitivo equipo que montó el transporte lunar lleva seis años en el espacio.

—Cierto —reconoció Joe—. Uno murió y se incorporaron otros siete cuando se amplió la base.

—¿Y sus familias?

—Todos son solteros, todos conocían y aceptaron las penalidades y los riesgos.

—Ha dicho que yo soy solamente el segundo presidente que se entera del proyecto, ¿no?

—Correcto.

—No permitir que el jefe ejecutivo de la nación conozca el proyecto es un insulto a su cargo.

Los ojos azules de Joe se oscurecieron todavía más; miró al presidente con severa malicia.

—Los presidentes son animales políticos. Los votos son más preciosos para ellos que los tesoros. Nixon hubiese podido emplear la Jersey Colony como una cortina de humo para eludir el escándalo de Watergate. Lo propio cabría decir de Cárter y el fiasco de los rehenes en Irán. Reagan lo habría aprovechado para glorificar su imagen y echárselo en cara a los rusos. Todavía es más deplorable la idea de lo que haría el Congreso con el proyecto; las políticas partidistas entrarían en juego, y se iniciarían interminables debates sobre si el dinero sería mejor empleado en defensa o en alimentar a los pobres. Yo amo a mi país, señor presidente, y me considero más patriota que la mayoría, pero ya no tengo fe en el Gobierno.

—Se apoderaron de dinero de los contribuyentes.

—Que será devuelto con intereses en beneficios científicos. Pero no olvide que personas particulares y sus corporaciones aportaron la mitad del dinero y, debo añadir, que lo hicieron sin el menor propósito de beneficio o ganancia personal. Los contratistas de defensa y del espacio no pueden alardear de esto.

El presidente no lo discutió. Depositó en silencio la pelota en un tee y lanzó la bola hacia el decimoctavo green.

—Si desconfía usted tanto de los presidentes —dijo agriamente—, ¿por qué ha caído del cielo para contarme todo esto a mí?

—Podemos tener un problema. —Joe tomó una fotografía del fondo de la carpeta y se la mostró—. A través de nuestras relaciones, hemos obtenido esta foto tomada desde uno de los aviones de la Air Force que hacen vuelos de reconocimiento sobre Cuba.

El presidente comprendió que no debía preguntar cómo había llegado a las manos de Joe.

—¿Por qué me la muestra?

—Por favor, estudie la zona entre la costa norte de la isla y los Florida Keys.

El presidente sacó unas gafas del bolsillo de la camisa y observó la imagen de la foto.

—Parece el dirigible Goodyear.

—No; es el Prosperteer, una vieja aeronave perteneciente a Raymond LeBaron.

—Creía que se había perdido en el Caribe hace dos semanas.

—Diez días para ser exactos, junto con el dirigible y dos tripulantes.

—Entonces, esta foto fue tomada antes de que desapareciese.

—No; la película fue traída del avión hace solamente ocho horas.

—Entonces LeBaron debe estar vivo.

—Quisiera creerlo así, pero todos los intentos de comunicar por radio con el Prosperteer han quedado sin respuesta.

—¿Qué relación tiene LeBaron con la Jersey Colony?

—Era miembro del «círculo privado».

El presidente se acercó a Joe.

—Y usted, ¿es uno de los nueve hombres que concibieron el proyecto?

Joe no respondió. No hacía falta. El presidente, al contemplarle fijamente, estuvo seguro de ello.

Satisfecho, se echó atrás en su asiento.

—Está bien, ¿cuál es su problema?

—Dentro de diez días, los soviets lanzarán al espacio su más reciente vehículo pesado, con un módulo lunar tripulado, seis veces mayor y más pesado que el empleado por nuestros astronautas durante el programa Apolo. Usted conoce los detalles, por los informes secretos de la CÍA.

—Sí, me han informado de su misión lunar —convino el presidente.

—Y sabe también que, en los dos últimos años, han puesto tres sondas no tripuladas en órbita de la Luna, para descubrir y fotografiar lugares adecuados para el alunizaje. La tercera y última se estrelló contra la superficie de la Luna. La segunda sufrió una avería en el motor y estalló el depósito de carburante. En cambio, la primera sonda funcionó bien, al menos al principio. Dio doce vueltas alrededor de la Luna. Entonces, algo funcionó mal. Después de volver a la órbita alrededor de la Tierra y antes de volver a entrar en la atmósfera, desobedeció de pronto todas las órdenes que le eran enviadas desde tierra. Durante los siguientes dieciocho meses, los controladores soviéticos del espacio intentaron recobrar intacta la nave. Si fueron o no capaces de recoger sus datos visuales, no tenemos manera de saberlo. Por último consiguieron disparar los retropropulsores. Pero en vez de en Siberia, su sonda lunar, el Selenos 4, cayó al mar Caribe.

—¿Qué tiene esto que ver con LeBaron?

—Fue a buscar la sonda lunar soviética.

Una expresión de duda se pintó en el semblante del presidente.

—Según los informes de la CÍA, los rusos recobraron la nave espacial en aguas profundas frente a la costa de Cuba.

—Una cortina de humo. Incluso montaron un gran espectáculo sobre la recuperación de la nave, pero en realidad no pudieron encontrarla.

—¿Y creen ustedes saber dónde se encuentra?

—Tenemos un lugar señalado, sí.

—¿Por qué quieren quitarles a los rusos unas pocas fotografías de la Luna? Hay miles de fotos a disposición de cualquiera que desee estudiarlas.

—Todas aquellas fotos fueron tomadas antes de que se estableciese Jersey Colony. Las nuevas inspecciones de los rusos revelarán sin duda su situación.

—¿Qué mal puede hacernos esto?

—Creo que, si el Kremlin descubre la verdad, la primera misión de la URSS en la Luna será atacar, capturar nuestra colonia y emplearla para sus propios fines.

—No lo creo. El Kremlin expondría todo su programa espacial a represalias por nuestra parte.

—Olvida usted, señor presidente, que nuestro proyecto lunar está envuelto en el mayor secreto. Nadie puede acusar a los rusos de apoderarse de algo que no se sabe que existe.

—Está usted dando palos a ciegas —dijo el presidente.

La mirada de Joe se endureció.

—No importa. Nuestros astronautas fueron los primeros en pisar la superficie lunar. Nosotros fuimos los primeros en colonizarla. La Luna pertenece a los Estados Unidos y debemos luchar contra cualquier intrusión.

—No estamos en el siglo catorce —dijo, impresionado, el presidente—. No podemos empuñar las armas e impedir que los soviets o quien sea lleguen a la Luna. Además, las Naciones Unidas declararon que ningún país tenía jurisdicción sobre la Luna y los planetas.

—¿Haría caso el Kremlin de la política de las Naciones Unidas si estuviesen en nuestro lugar? Creo que no. —Joe se torció en su asiento y sacó un palo de la bolsa—. El decimoctavo green. Su último hoyo, señor presidente.

El presidente, confuso, estudió el terreno del green y dio un golpe corto de siete metros.

—Podría detenerles —dijo fríamente.

—¿Cómo? La NASA no tiene material para enviar una compañía de marines a la superficie lunar. Gracias a la improvisación de usted y de sus predecesores, sus esfuerzos se concentran en la estación espacial orbital.

—No puedo permitir que inicien ustedes una guerra en el espacio que podría repercutir en la Tierra.

—Tiene las manos atadas.

—Podrían equivocarse en lo que respecta a los rusos.

—Esperemos que sea así —dijo Joe—. Pero sospecho que pueden haber matado ya a Raymond LeBaron.

—¿Y es por esto por lo que me ha hecho estas confidencias?

—Si ocurre lo peor, al menos le habremos puesto al corriente de la situación y podrá preparar su estrategia para el follón que se va a armar.

—¿Y si hiciese que mis guardaespaldas le detuviesen como un loco asesino y descubriese lo de Jersey Colony?

—Deténgame, y Reggie Salazar morirá. Descubra el proyecto, y todas las intrigas entre bastidores, las puñaladas por la espalda, los fraudes y las mentiras y, sí, las muertes que se causaron para lograr lo que se ha conseguido, todo será expuesto delante de su puerta, empezando por el día en que prestó juramento como senador. Lo echarán de la Casa Blanca con más desprestigio que Nixon, suponiendo, desde luego, que viva hasta entonces.

—¿Me está amenazando con un chantaje? —Hasta ahora, el presidente había dominado su indignación, pero ahora estaba bufando de cólera—. La vida de Salazar sería un precio pequeño para preservar la integridad de la presidencia.

—Dos semanas, y después podrá anunciar al mundo la existencia de Jersey Colony, Entre toques de trompetas y redoble de tambores, podrá representar el papel de gran héroe político. Dos semanas, y podrá dar pruebas de la más grande hazaña política de este siglo.

—¿Por qué entonces, después de tanto tiempo?

—Porque es cuando tenemos programado que el equipo original abandone Jersey Colony y regrese a la Tierra con todo lo conseguido en dos decenios de investigación espacial: informes sobre sondeos meteorológicos y lunares; resultados científicos de mil experimentos biológicos, químicos y atmosféricos; innumerables fotografías y kilómetros de cintas de vídeo sobre el primer establecimiento humano de una civilización planetaria. La primera fase del proyecto ha quedado terminada. El sueño del «círculo privado» se ha hecho realidad. Jersey Colony pertenece ahora al pueblo americano.

El presidente jugó reflexivamente con su palo. Después preguntó:

—¿Quién es usted?

—Escudriñe en su memoria. Nos conocimos hace muchos años.

—¿Cómo puedo ponerme en contacto con usted?

—Concertaré otra reunión cuando lo crea necesario.

Joe levantó la bolsa de los palos y echó a andar por el estrecho sendero hacia la casa del club. Entonces se detuvo y volvió atrás.

—A propósito, le he dicho una mentira. Eso no es una bomba, sino un regalo del «círculo privado»: una caja nueva de pelotas de golf.

El presidente le miró, contrariado.

—Váyase al diablo, Joe.

—Ah, otra cosa… Lo felicito.

—¿Me felicita?

Joe le tendió el tanteador.

—He tomado nota de su juego. Han sido setenta y nueve golpes.