Nono conservaba un aire plácido, indiferente. Dijo:
—Se echan la bronca. Se parten la cara. No se sabe bien qué hacen.
—¿Qué se dicen?
—¿No lo sabes? ¿Vas a comenzar a joderme la paciencia? No me tomes por un gilipollas ¿Me oyes? Me la suda que te folies chicos, lo único que te pido es que no traigas aquí tus rollos.
La voz del patrón era severa. No miraba a su mujer. Continuaba ocupándose de las botellas. Agregó:
—Se revientan por tonterías. Se dan golpes que sanan rápido. Son como gatos.
En ella misma se aceleraba el drama. Inmóvil en la caja ante una sala vacía y deslumbrante, asistía al desarrollo que pretendía ordenar, concretar en los más mínimos detalles. Al mismo tiempo no cesaba de exaltarse siguiendo el ritmo de pensamientos cada vez más apremiantes. No ocurriéndosele ningún medio para justificar su crimen ante los magistrados, se decidió a incendiar el burdel. Pero teniendo que justificar también este incendio, se dio cuenta que tras haberlo prendido sólo le quedaba la muerte. Y así decidió asfixiarse. Respiraba a veces tan profundamente que, endureciéndosele el pecho, se le ponía tenso, trasportando toda su persona en un comienzo de ascensión. Sus ojos secos bajo los párpados ardientes permanecían fijos en el vacío espantoso de los espejos y las luces, mientras deambulaban aquellos temas exasperantes cuyos pasos seguía con precisión: «Aunque estén separados, se llamarán de un extremo a otro de la tierra…» «Si su hermano se hace a la mar, la cara de Robert se dirigirá siempre hacia el oeste. Me habré casado con un girasol…» «Sus sonrisas y sus injurias van del uno al otro, se enrollan alrededor de ellos, les atan, les amarran. Nunca se sabrá cuál de los dos es más fuerte. Y su chaval pasa a través de todo esto sin romper el orden…» Madame Lysiane sentía desplegarse en el preciado palacio de carne blanca, nácar y marfil que era su cuerpo, las ricas banderolas de moaré que llevaban bordadas las frases suntuosas que descifraba llena de miedo y admiración. Asistía a la historia secreta de los amantes a los que nada separa. Cuyas batallas están acribilladas de sonrisas, cuyos juegos se adornan con insultos. Risas e insultos cobran otro sentido. Se injurian riendo. Y se unen mediante ceremonias incluso ante la puerta de esta habitación, incluso el umbral de Madame Lysiane. Celebran sus fiestas en las que sus rostros son los protagonistas de honor. Minuto a minuto celebran sus bodas. La idea del incendio se hizo más concreta. Para mejor pensar en ello, para decidir el lugar donde vaciaría el bidón de gasolina, Madame Lysiane hundió su cuerpo en una especie de olvido, pero se acordó de él en cuanto hubo decidido. Cogió con ambas manos, por debajo del vestido, los dos bordes del corsé. Se irguió.
«Tendré que tener el talle muy rígido.»
Pero apenas lo hubo pensado, se desplomó en la vergüenza. Torpe, Madame Lysiane veía escrito lo que pronunciaba, pero escrito según su propia ortografía. Al pensar en sus amantes, veía:
«Ellos cantan.» Frente a Querelle, Madame Lysiane no experimentaba ya lo que la gente de esgrima llama el sentimiento de la espada. Estaba sola. Ella lo reconoció con una especie de gentileza afectada bajo la cual Querelle no llegaba a disimular su impaciencia. Cuando se desvistió acostado al lado de ella, Madame Lysiane comenzó con sus quejas y amenazas. Querelle se rio. Bromeó para calmarla. Pero poco a poco, siguiendo el deslizamiento habitual, las bromas a las que se prestaba Madame Lysiane le condujeron a confesar sus aventuras con Nono.
—No es verdad.
—¿Cómo que no es verdad? ¿Qué te estoy diciendo? Pregunta, si no.
Madame Lysiane estaba aterrada. Le parecía evidente, si Querelle se había acostado con Nono, que hubiese amado a Robert al punto de tener un hijo suyo. Cada vez más estaba fuera de juego.
Lo más bello y lo más monstruoso se hacía al margen de ella. Ella dijo:
—Cuentos. Sé que hay hombres y mujeres que hacen eso. Pero por parte de Nono no es verdad. Son cuentos que circulan.
Querelle rompió a reír.
—Como quieras. Si lo crees o no, ya sabes, me da igual.
Ella se levantó un poco, como con pudor porque sentía que en eso residía su vergonzosa femineidad, en el pelo que caía sobre su rostro y la mirada de desesperada insolencia con que dijo a Querelle:
—Así que eres un putillo.
La palabra putillo lo hirió. Pero rio porque sabía que se dice «una» putilla.
—¿Te da risa?
—¿A mí? ¿Y qué quieres que haga? Nono también es uno entonces.
—¿Y Robert?
—¿Qué pasa con Robert? Él no me importa. Yo hago lo que me sale de los cojones.
Sin atreverse a insultarlo directamente, ella dijo:
—Eso me da asco.
Retomó sus borrosas quejas mezcladas con saliva y pelos. Querelle la acarició para consolarla, luego, irritado, hizo ademán de partir. Madame Lysiane se aferró a él, que se escapaba con el cuerpo liso y resbaloso trepando a la cama mientras el de su señora bajaba de la cama empujado por él. Gimiendo despeinada, acabó por tener entre las manos sólo el delicado talón del marinero que trataba de abandonar la cama con los brazos desnudos, extendidos hacia el papel de la pared como para pegarse a él, aferrar con los dedos los ramos de flores azules y rosadas, los canastos frágiles, la escalera. Cuando terminó de abandonar las sábanas con su verga blanda y su pelo deshecho, Madame Lysiane ya no tuvo frente a ella dos adversarios cualquiera que pudiesen ser vencidos con hábiles coqueteos, sino un enemigo que la aplastaba de golpe con fuerzas no muy grandes pero multiplicadas hasta el infinito ya que entre esos dos rostros existía una comprensión ya no de amistad o utilidad sino de otra naturaleza, indestructible por el hecho de estar escindida, forjada en el cielo sublime donde los parecidos se enlazan y más profundamente todavía en el cielo de los cielos donde ella misma había desposado la Belleza. Al pie de la cama, Madame Lysiane tuvo la certeza del abandono.
—¡Ya ves! ¡Ya lo ves!
No podía repetir más que esas pobres palabras, mezcladas con sus lágrimas y sus mocos.
—Eres tú a quien no entiendo. Con vosotros nunca se sabe. Mejor dicho, tú me ahuyentas con tus lágrimas. Soy un marino. Mi mujer es el mar; mi señora es mi capitán.
—¡Me das asco!
Madame Lysiane sintió cruelmente, apasionadamente, que era gracias a Querelle que había salido, como Mario y Norbert, de la soledad en que su partida los había dejado. Él había aparecido entre ellos con la súbita prontitud y la elegancia de un comodín. Desdibujaba las figuras pero les daba un sentido. En cuanto a Querelle, al dejar la habitación de su patrona, conoció un extraño sentimiento: la abandonó con lástima. Mientras se vestía, lentamente, con un poco de tristeza, su mirada se posaba sobre la foto del patrón, colgada del muro. Uno tras otro pasaron ante él los rostros de sus amigos: Nono, Robert, Mario, Gil. Experimentó una suerte de melancolía, un temor apenas consciente de que ellos envejeciesen sin él y, vagamente, llevado al límite del asco por los suspiros, por los gestos demasiado distinguidos en el espejo del armario de Madame Lysiane, que se vestía detrás de él, deseó incluirlos en su crimen para fijarlos en él, para que no pudiesen amar nunca más o de ningún modo que no fuese a través de él. Cuando se acercó a ella, Madame Lysiane estaba vacía de reproches. Sobre su rostro, los cabellos que los ganchos apenas retenían estaban pegados por las lágrimas, el rojo de los labios se desparramaba un poco. Querelle la estrechó contra sí, ya rígida en su armadura de sábana azul marino, y la besó en las mejillas.