Cuando acababa de subir al tren para Nantes por el lado opuesto al que suben los viajeros, los inspectores apresaron a Gil Turko. Habían sido alertados por una llamada procedente de una cabina telefónica de la estación: un individuo semejante al asesino del marinero y del albañil trataba de subir al tren ocultándose. Fue Dédé quien telefoneó. Sobre Gil los inspectores sólo encontraron una insignificante suma de dinero. Condujeron al joven a la comisaría, donde le interrogaron respecto a su vida desde la fecha del último crimen hasta su detención. Gil sostuvo que había dormido de acá para allá, en los almacenes portuarios y en las murallas. Querelle conoció el dolor de enterarse por los periódicos de la detención de Gil y del traslado de este a la cárcel de Rennes.

El ritmo de este libro debe acelerarse. Lo importante sería descarnar el relato y que subsistiera sólo su esqueleto. Sin embargo, no pueden bastar las anotaciones. He aquí algunas explicaciones: si alguien se siente sorprendido (decimos sorprendido más que emocionado e indignado para evidenciar mejor que esta novela pretende ser demostrativa) por el sufrimiento experimentado por Querelle al enterarse de una detención que él había provocado la víspera, le rogamos que examine el curso de su aventura. Mata para robar. Efectuado el asesinato, el robo se encuentra, no ya justificado —parecería más lógico aventurar la proposición de que el asesinato se puede justificar con el robo—, sino santificado. Parece que el azar le hubiera dado a conocer a Querelle la fuerza moral del robo adornado y destruido por un crimen. Si el acto de robar cuando lo adorna y lo magnifica la sangre pierde su importancia aparente hasta el punto de quedar a veces completamente sepultado bajo los fastos del asesinato —aunque no perezca por completo, antes bien, continúe corrompiendo con su aliento nauseabundo el acto puro de matar—, fortalece la voluntad del criminal en aquellos casos en que la víctima es su amigo. El peligro que corre (se juega la cabeza) bastaría de por sí para que se estableciera en él un sentimiento de propiedad contra el cual pocos argumentos resistirían. Pero la amistad que le une a la víctima —y que hace de esta la prolongación de la personalidad del asesino— provoca un fenómeno mágico que trataremos de formular así: acabo de correr una aventura en la que estaba comprometida una parte de mí mismo (mi afecto por la víctima); sé ejecutar una especie de pacto (no formulado) con el diablo, al que no le entrego ni mi alma ni mi brazo, pero sí algo igual de valioso: un amigo; la muerte de este amigo santifica mi robo; no se trata de un aparato formal (aunque existen razones más poderosas que las leyes del código para los llantos, el luto, la muerte, la sangre, en tanto que objetos, o gestos, o materia), sino de un acto de verdadera magia que me convierte en auténtico poseedor del objeto con el que se ha trocado mi amigo voluntariamente; voluntariamente, puesto que mi víctima era, en tanto que amigo (mi dolor lo indica), una enramada más o menos cercana a la punta de mis ramas, nutrida de mi savia. Querelle supo que nadie, sin cometer un sacrilegio que él sabría impedir hasta el límite de sus fuerzas, lograría arrancarle aquellas joyas robadas; pues su cómplice (y amigo) al que, para escapar más aprisa, había abandonado en manos de los polizontes se hallaba condenado a cinco años de reclusión. No fue exactamente por su dolor por lo que Querelle se dio cuenta de que poseía verdaderamente los objetos robados, sino por un sentimiento que podemos considerar más noble —en el que no entra ningún afecto—, por una especie de viril fidelidad al compañero herido. No es que a nuestro héroe se le haya ocurrido la idea de conservarle a su cómplice un botín, sino la de preservar este fuera del alcance de la justicia de los hombres. A cada nuevo robo que comete, Querelle experimenta la necesidad de asegurarse una unión mística entre los objetos robados y él mismo. El derecho de conquista adquiere un sentido. Querelle transforma a sus amigos en pulseras, en collares, en relojes de oro, en pendientes. Si logra sacar partido de un sentimiento —la amistad—, se trata sin duda de una operación que ningún hombre puede juzgar. Tal transmutación sólo a él le concierne. Cualquiera que intentase «hacerle vomitar» incurriría en una profanación de sepultura. La detención de Gil causó, pues, un dolor viril a Querelle, quien al mismo tiempo sentía incrustarse casi en su carne las imaginarias joyas de oro representadas por el dinero de todos los robos llevados a cabo con la ayuda de Gil. Reivindicamos como algo corriente el mecanismo anteriormente descrito. No pertenece a conciencias complicadas, sino a todas las conciencias. Salvo que la de Querelle, por tener más necesidad de todos sus recursos, tenía que obtenerlos constantemente de sus propias contradicciones.

Cuando Dédé le hubo contado la pelea entre los dos hermanos, concretando maliciosamente los insultos de Robert a Querelle, Mario experimentó de súbito una inmensa liberación de algo que todavía no tenía muy claro. Nacía de lo siguiente: en su mente aparecía, aunque imprecisa, la idea de la culpabilidad de Querelle en lo referente al asesinato del marinero Vic. Idea imprecisa, pues el policía quedó, en un primer momento, aliviado, sacado de dudas. Se sintió salvado por esta sola idea, tan poco clara, sin embargo. Poco a poco, y como a partir de este sentimiento salutífero, fue estableciendo nexos efectivos entre aquel asesinato y lo que creía saber de los maricas: si era cierto que Nono se lo ventilaba, Querelle era «de la acera de enfrente». Nada tenía, pues, de extraño que estuviera mezclado en el asesinato de un marino. Lo que Mario se imaginaba de Querelle era falso, sin duda, pero fue esto mismo, sin embargo, lo que le permitió llegar a la verdad. Pensando vagamente sobre Querelle y el crimen, se vio en principio obstaculizado por aquella idea, admitida como cierta en la comisaría y contra la que no podía defenderse, negándose a combatirla abiertamente para no traicionarse en absoluto, de que Gil era culpable de dos asesinatos; luego se atrevió en seguida a relacionar cosas concretas, aunque aventuradas. Por fin se entregó deliberadamente al juego delicado de las hipótesis. Mario podía imaginarse a Querelle enamorado de Vic y matándole en un ataque de celos —o a Vic enamorado de Querelle, al que quería matar—. Durante todo un día Mario dio vueltas en su cabeza a estos pensamientos que no podían ser comprobados de modo alguno, pero poco a poco se fue convenciendo de la culpabilidad de Querelle. Mario evocó su rostro, pálido a pesar del bronceado del mar. Pálido y tan semejante al de Robert. En Mario esta semejanza suscitaba una regocijante confusión, un embrollo de pensamientos que no le hacían ningún favor a Querelle. (Por una encantadora confusión, queremos decir una confusión ligera pero sensible, que envolvió su personalidad en una bruma y borró un poco los rasgos de este hecho, hizo oscilar su belleza perfecta en la indecisión, la hizo vacilar un instante, buscar su equilibrio y su nitidez, con la duda punzante de manifestarse en la superficie de una materia tan dura.) Una noche incluso, en los fosos, reconoció al contemplarlos algo de aquel malestar experimentado, según dijimos, por Madame Lysiane. Mario atraía hacia sí cada una de las facciones de Robert con las que recomponía dentro de sí, sin esfuerzo, el rostro de este. Poco a poco aquel rostro le llenaba, ocupaba el lugar del suyo. En la noche, bajo las ramas, Mario permaneció inmóvil durante algunos segundos. Se debatía entre la visión real y la imagen. Frunció el ceño. Arrugó la frente. El rostro presente e inmóvil de Querelle era un obstáculo para imaginarse a Robert. Ambas jetas se confundían, se enredaban, se combatían, se identificaban. Aquella noche nada podía diferenciarlas, ni siquiera la sonrisa que convertía a Querelle en la sombra de su hermano (su sonrisa extendía por todo su cuerpo una arruga moviente, un velo trémulo, muy fino, roto en pliegues de sombra, que se agregaba al frescor de su cuerpo indolente, ágil y vivo, mientras que la tristeza de Robert estaba hecha de pasión por sí mismo: en vez de volverlo sombrío, instalaba en él un foco sin irradiación, pero que parecía aún más sofocante por la inmovilidad de aquel cuerpo de movimientos lentos y firmes). El hechizo no duró mucho. El policía se reveló contra aquel repugnante torbellino.

«¿Cuál de los dos?», pensó.

Pero no podía dudar que no fuera Querelle el autor del asesinato.

—¿En qué estás pensando?

—En nada.

Se negó a aceptar engañarse con el parecido de los dos hermanos, en el que se sentía a punto de zozobrar. Experimentó, en lo que se refiere a Querelle, un sentimiento algo burlón que hubiera podido suscitar este pensamiento: «Tú, amiguito, tratas de enredar las cartas, pero no me la vas a jugar», y rechazó deliberadamente aquella complicación que la astucia policíaca no podía desentrañar. Una complicación que no había sido tejida adrede para que él, Mario, tropezara con ella y probara sus fuerzas. En resumen, aquello no era de su incumbencia. Con todo, dijo:

—Qué tipo tan raro eres.

—¿Por qué dices eso?

—Por nada. Así, sin más.

Si Mario, habíamos dicho, experimentaba una especie de liberación, se debía a que la culpabilidad del marinero le había dejado «ver» bruscamente la posibilidad de una redención. Sin conocer la razón, y sin formulársela, comprendió que nunca debería hablar de su descubrimiento. Se hizo a sí mismo en secreto el juramento de callarse. Proteger al asesino, convertirse voluntariamente en cómplice de un asesinato, bastaría tal vez para que le fuese perdonada su traición a Tony. No era que Mario temiera especialmente la venganza mortal de su antiguo amigo y la de los estibadores de Brest, sino que más bien sentía miedo al desprecio universal. Si no nos atrevemos a hablar de una psicología del policía, intentaremos al menos mostrar cómo en el desarrollo y la utilización de ciertas reacciones generales —su cultura— se obtiene esa planta asombrosa, rezumante de dicha: un polizonte. A Mario le gustaba en primer lugar este gesto: hacer girar en torno al dedo corazón su sortija de oro, de amplio escudo y cuyas aristas herían delicadamente el índice y el anular de su mano ensortijada. Lo ejecutaba sobre todo cuando, sentado a su escritorio, «trabajaba» a un ladrón de los almacenes portuarios o de los depósitos. En la Sûreté Nationale compartía con su colega una habitación en la que cada uno de ellos disponía de una mesa de trabajo. Mario era elegante (la excelencia de su gusto es indiscutible); le gustaba parecer bien vestido. Hagamos notar asimismo la severidad de sus ropas, lo austero sobre todo de su manera de llevarlas, la rigidez de sus rasgos, finalmente la sobriedad y el aplomo de sus ademanes. La posesión de un escritorio confería a Mario, a los ojos de los delincuentes a quienes interrogaba, una indiscutible autoridad intelectual. A veces lo abandonaba, con aparente indiferencia, como se aleja uno sin riesgos de algo que se sabe bien protegido. Era para ir a consultar uno de sus numerosos ficheros. Este trabajo suscitaba en él además otro sentimiento intensísimo: el de poseer los secretos de varios millares de hombres. Cuando salía, su rostro se transformaba inmediatamente en una máscara. Había que impedir que se tuviera la sospecha, en el café o en otra parte, de estarse confiando a un policía. Ahora bien, era tras esta máscara —pues el hecho de llevar tal accesorio requería un rostro que lo sustentara— donde Mario componía un rostro de policía. Durante algunas horas tenía que ser aquel cuya obligación consiste en descubrir los fallos de los hombres, su pecado, el ligero indicio que puede, con la mayor seguridad posible, conducir al menos sospechoso de los hombres al más terrible de los castigos. Sublime oficio que sólo un loco rebajaría a la práctica de escuchar tras de las puertas, de mirar por el ojo de las cerraduras. Mario no experimentaba ninguna curiosidad hacia la gente ni deseaba cometer indiscreciones; pero tras haber detectado aquel ligero indicio del mal, debía proceder algo así como el niño con la espuma del jabón: elegir con la punta de una paja el frágil elemento capaz de ser trabajado hasta convertirse en una burbuja irisada. Conocía entonces Mario un sentimiento de alegría exquisita yendo de descubrimiento en descubrimiento, sintiendo que el crimen se hinchaba por su propio aliento, y continuaba hinchándose más y más hasta desprenderse y subir al cielo por sus propios medios. Sin duda, Mario se decía a veces que su oficio era útil y perfectamente moral. Dédé, durante más de un año, había consentido que cohabitaran dentro de él estos dos principios: el de robar y el de denunciar a los ladrones a la policía. Actitud tanto más extraña cuanto que para mantener sus costumbres de delación Mario le repetía a veces:

—Eres útil, de veras. Nos ayudas a detener a los bribones.

No experimentando el chico ninguna inquietud, aquel argumento sólo podía afectarle gracias al nos, que le confería la impresión de participar en una vasta aventura. Vendía a los bribones y robaba con ellos, con toda naturalidad.

—¿Conocías tú a Gilbert Turko?

—Sí. No es que fuera mi amigo, pero lo conocía.

—¿Dónde está?

—No sé nada.

—Vamos…

—Palabra, Mario. No sé nada. Si lo supiera, te lo diría.

El chico, incluso antes de que el policía se lo hubiera ordenado, había hecho su propia investigación, sin descubrir nada. Sin haber reconstruido exactamente las contraseñas amorosas intercambiadas entre Gil y Roger, había adivinado al menos el verdadero sentido de sus sonrisas y de sus encuentros, pero la ingenuidad le otorgaba a Roger una destreza negada con frecuencia a lo que se conoce por habilidad.

—¡Tienes que buscar!

Para su propia inquietud, Mario intuía oscuramente que el desprecio universal ya notado, del que le parecía estar saboreando la espuma de las primeras oleadas, sería conjurado cuando consiguiera el secreto del asesino y sus labios fueran una tumba que lo guardaran.

—Voy a intentarlo otra vez. Pero me da la impresión de que se ha ido de Brest.

—No se sabe nada. Si se hubiera ido, no habría podido ir muy lejos. Sus señas personales han sido distribuidas. Tú lo que tienes que hacer es abrir silenciosamente tu periscopio y escotillas y sintonizar lo que caiga a la chita callando.

Ligeramente boquiabierto, Dédé miró al policía que se sonrojó violentamente. De súbito, sintióse indigno de hablar una lengua cuya función es sin duda el intercambio de ideas prácticas, pero cuya belleza trasmite, sobre todo del que la habla al que la escucha, el sentimiento, inexpresable de otro modo, y casi inmediato de una fraternidad secreta, enigmática —no de la sangre ni del lenguaje—, sino del impudor y del pudor monstruosos, esencias contrarias, de tal lenguaje. Y el sacrilegio de haberlo querido hablar no estando Mario ya en estado de gracia provocaba aquel escándalo: no entender ya lo que significaba y pronunciar una «frase tan ridículamente literaria». Mario no era ya más que un policía, pero siéndolo sin su contrario (es decir, sin aquello contra lo que lucha un policía), lo que suponía un poco menos. Sólo podía serlo hacia fuera de sí mismo, oponiéndose al mundo contra el que luchaba. Ahora bien, no podía alcanzar en sí esa consistencia, esa profunda unidad que es la lucha de deseos opuestos dentro de uno mismo. Cuando era policía, Mario conocía en sí la presencia del delincuente, o del criminal —en cualquier caso la presencia del macarra que habría sido efectivamente en lugar del policía— pero su traición a Tony lo apartó del mundo criminal, le prohibió referirse a él frente a quien debía permanecer y erigirse como juez, y no penetrarlo más como un elemento simpático capaz de ser cambiado. El amor que todo artista debe a la materia, la materia se lo negaba. Esperaba, en fin, en la angustia. Confundía, en un solo presentimiento de liberación, el castigo de los estibadores y la prueba luminosa de la culpabilidad de Querelle. Durante el día bromeaba con sus compañeros, a los que nunca había hablado de las amenazas de que era objeto. Se encontraba con Querelle casi todas las tardes en aquel lugar de la ciudad donde el terraplén domina la vía férrea. No habiéndosele ocurrido que el descubrimiento de un mechero junto al cadáver de Vic podía explicar la complicidad de Gil y del marinero si Querelle era culpable, Mario no pensó seguirle la pista a este. Al volver del presidio, Querelle pasaba por el terraplén. Respecto al policía, no sentía ninguna amistad, sino que le unía a él una cierta costumbre vinculada al hecho de que estaba a merced suya. Se creía, en fin, protegido; sentíase echar raíces. En la oscuridad, una noche susurró:

—Si me cogieras birlando algo, ¿me mandarías al trullo?

Tomada al pie de la letra, la expresión «a punto de desfallecer» es falsa; sin embargo, la fragilidad a que se reduce a quien la suscita, nos obliga a emplearla, Mario estuvo «a punto de desfallecer». Por tomarle el pelo respondió:

—¿Por qué no? Cumpliría con mi deber.

—¿Eso sería tu deber? ¿Meterme en chirona? No tiene gracia.

—¿Y qué quieres? Y sí mataras a alguien, sería lo mismo. Te mandaría a Deibler.

—¡Ah!

En cuanto se enderezaba, tras lo que ni el policía ni él osaban denominar amor, Querelle volvía a convertirse en un hombre que está frente a otro. Sonreía un poco, al abrocharse el pantalón, al cerrar tras de su espalda la correa que hacía las veces de cinturón: trataba de convertir este acto en una broma. Habiendo tenido lugar esta escena al comienzo de los amores de la patrona con Querelle, incapaz este de desenredar la maraña de las relaciones entre Nono, el polizonte, Mario y su hermano, no anduvo lejos de sospechar una especie de conjura. Tuvo miedo. Al día siguiente por la noche ordenó a Gil la huida. Desde su entrada en el presidio ejecutó metódicamente los ademanes que durante la noche había anticipado como indispensables para su salvaguardia: lo primero fue quitarle a Gil el revólver. Solapadamente le dijo:

—¿Tienes el chopo?

—Sí, ahí está. Escondido.

—Déjame verlo.

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

Gil no se atrevió a preguntar si había llegado la hora de utilizarlo, pero lo temió. La voz de Querelle se hizo muy suave. Tenía que proceder con mucha pericia para no despertar sospechas en Gil. Podemos escribir que actúa como un gran comediante. Para aplazar la explicación, pero para imposibilitar un rechazo de Gil, una simple vacilación por su parte, no le dijo: «Dámelo», sino: «Déjame verlo, ahora te lo explico»… Gil contemplaba cómo Querelle le miraba, perdidos uno y otro en la dulzura de su voz, aumentada aún, hasta la ternura, por la tristeza de las tinieblas. Las tinieblas y aquella dulzura los sumergían desnudos, desollados vivos, en un mismo bálsamo. Querelle experimentó una auténtica amistad, un verdadero amor por Gil, que le era correspondido. No queremos decir que Gil sospechara ya aquello hacia donde (aquel final sacrificial y necesario) le conducía Querelle; nuestro papel consiste en señalar lo universal de un fenómeno particular. Hablar de presentimientos en caso semejante sería un error. No quiere ello decir que no creamos en estos, sino que son más propios de un estudio que no pertenece ya a la obra de arte —puesto que la obra de arte es libre—. Nos ha parecido una execrable literatura que se haya escrito sobre una pintura que pretendía representar al Niño Jesús: «En su mirada y en su sonrisa se distinguían ya la tristeza y la desesperación de la crucifixión». Sin embargo, con el fin de alcanzar la verdad sobre las relaciones entre Gil y Querelle, debe el lector permitirnos utilizar ese detestable lugar común literario que estamos condenando, y tolerar que escribamos que Gil tuvo de pronto el presentimiento de la traición de Querelle y de su propia inmolación. Este rasgo de literatura vulgar no tiene como única utilidad precisar más rápida y eficazmente los papeles de ambos héroes: uno como redentor, otro como personaje para quien no ha sido hecha la redención; queda algo que descubriremos con el lector. Gil hizo un movimiento que le liberó algo de aquella aletargadora ternura que le unía a su asesino. (Es este el momento de decir que un sentimiento diferente del odio puede hacer que, ante los ojos consternados y escandalizados del público, un padre hable amistosamente al asesino de su hijo, que interrogue suavemente al que fue testigo de los últimos instantes del ser adorado.) Gil retrocedió a la sombra, a donde le siguió Querelle con un impulso natural.

—¿Lo tienes?

Gil levantó la cabeza. Estaba en cuclillas buscando el arma bajo un montón de jarcias.

—¿Eh?

Luego se echó a reír, con una risa un poco frágil.

—¡Estoy chiflado! —añadió.

—¿Me dejas ver?

Querelle le pidió dulcemente el revólver y dulcemente se apoderó de él. Se vio salvado. Gil se había levantado.

—¿Qué vas a hacer?

Querelle vaciló. Se volvió de espaldas a Gil para regresar al rincón donde este se apostaba habitualmente. Por fin le dijo:

—Tienes que pirártelas. Esto comienza a estar que arde.

—¿De veras?

Felizmente la palabra terminaba en una ese, pues de lo contrario Gil no habría conseguido pronunciar una consonante más fuerte. El terror a la guillotina, reprimido desde hacía tiempo en su interior, provocó de súbito este extraño fenómeno: hizo refluir a su corazón toda la sangre de su cuerpo.

—Sí. Te están buscando. Pero no te pongas nervioso. No creas que te voy a dejar en la estacada.

Gil trataba de comprender, lánguidamente y sin conseguirlo, para qué iba a servir su revólver, cuando vio que Querelle lo introducía en el bolsillo de su impermeable. Le iluminó la idea de que se estaba llevando a cabo una traición, al tiempo que experimentaba un profundo alivio al verse libre de un objeto que le obligaba a la acción y probablemente al crimen. Alargando la mano, dijo:

—¿Me lo dejas?

—Tienes que comprender. Te lo explicaré. Escúchame bien, yo no digo que te vayan a coger, estoy seguro de que no, pero por si acaso, quién sabe. Más vale que no lleves un arma.

El razonamiento de Querelle era el siguiente: si le dispara a los polis, los polis disparan a su vez. O lo matan o fallan el tiro. Si lo detienen, van a saber —por Gil herido o por un interrogatorio serio— que el revólver pertenece al teniente Seblon, quien se verá obligado a acusar a su asistente. Al querer precisar el impulso psicológico de nuestro héroe, deseamos exponer a la luz del día nuestra alma. Anotar libremente la actitud que nosotros elegiríamos —a la vista quizás, o más bien en previsión, de un fin codiciado— nos conduce al descubrimiento de ese mundo psicológico dado sobre el que se basa la libertad de elección; pero si para el desarrollo de la intriga se hace necesario que uno de los protagonistas pronuncie un juicio o reflexione, nos hallamos de golpe frente a lo arbitrario: el personaje escapa a su autor. Se singulariza. Tendremos pues que admitir que uno de los factores que lo componen será, a posteriori, descubierto por el autor. Si en el caso de Querelle hace falta una explicación, vamos a aventurar la siguiente, ni mejor ni peor que otra: estando en relación su escasa sensibilidad con su escasa imaginación, juzgaba mal al oficial, quien, como atestigua su diario, hubiera preferido ser acusado antes que denunciar a Querelle. Según una nota de su cuaderno íntimo, el teniente Seblon siente deseos de designar a Querelle como autor del asesinato, pero ya veremos el uso sublime que hará de este deseo.

Gil se ofuscaba. No llegaba a comprender las intenciones de su amigo. Se escuchó pronunciar:

—Entonces, en cueros. Me voy en cueros.

Querelle acababa de reclamar los efectos de marinero. Nada debía quedarle que pudiera denunciar a Querelle ante la policía.

—¡Cómo que te vas en cueros! ¡Anda, corta!

A punto Gil de rebelarse —a lo que le incitaba poco a poco la actitud de Querelle, actitud dulce y algo distante—, aquella expresión particularmente hiriente le hizo someterse. Querelle se dio cuenta a las mil maravillas de que una vez más demostraba ser el amo, atreviéndose a tratar con tanto desprecio a quien podía perderlo. Magnífico en su caradura y destreza, acentuó su juego tornándolo grave hasta el punto de que el más venial de los errores podía perder al jugador. Oliéndose, la palabra nos parece exacta, el éxito de aquel hallazgo, lo jugó a fondo.

—¿No me vas a incordiar empezando a hacerte el duro? Tu trabajo consiste en escucharme.

Pero, hablando con aquel tono bordeó tanto el peligro (una chispa de lucidez por parte de Gil podía hacer que este cediese a la crispación) que distinguió con más habilidad todavía, con más claridad y agilidad de espíritu los mil matices necesarios para provocar, por medio de la muerte de Gil y de su silencio, su propia salvación. Agudo, rápido, victorioso ya, moderó su desprecio y su altivez, capaces de hacer resquebrajarse —o romperse— el equilibrio que conduce a la alegría o a la libertad conquistada y conservada. (Querelle, anotémoslo, distinguía con tanta claridad el mecanismo que conducía al éxito, porque estaba, y era consciente de que estaba, en el corazón de la libertad.) Moderando su desprecio y su altivez con algo de llaneza, sonrió ligeramente de lado a Gil, con el fin, mentalmente, de hacerle ver la ironía y la poca gravedad de la situación. Dijo:

—Bueno, ¿y qué? Los tipos como tú no se rajan. Sobre todo tienes que escucharme. ¿Entendido? ¿Eh?

Puso la mano sobre el hombro de Gil, a quien a continuación le va a hablar como a un enfermo, como a un moribundo, refiriéndose ya los últimos consejos más al alma que al cuerpo de Gil.

—Entras en un departamento vacío. Escondes lo primero el dinero. Lo escondes bajo un cojín. Encima de ti no guardes apenas nada. ¿Comprendes? No conviene que tengas demasiado dinero.

—¿Y los trapos?

Gil tuvo la idea de añadir: «Me dejas marcharme así»; pero indicando demasiada intimidad, una dependencia sentimental ante la que había empezado a sentir pudor, una fórmula tal podía crispar a Querelle. Dijo:

—Me van a descubrir.

—¡Que no! Ni lo pienses. Los guris ya no saben cómo ibas vestido.

Querelle continuó en ese mismo tono, imperioso y tierno a la vez. La dicha —especie de afección, en el sentido también de enfermedad nacida de los humores que circulan por el sistema vascular del acontecimiento— deparó además un accidente concreto. Estrechando a Gil por los hombros, Querelle pronunció estas palabras:

—No te preocupes. Haremos otras trastadas.

Se refería a los robos con escalo, y así lo entendió Gil; pero la emoción que experimentó tenemos que atribuirla al doble sentido secreto que permite que esta expresión sea aplicable a los niños e, indistintamente, revele a Gil su preocupación, en suma, que muestre una confusión deliciosa entre el cómplice y el amante. Para Gil fue la revelación. Sólo anotaremos una falta: la misma que cometen los supervivientes acuciando con esperanzas y ánimos a los moribundos. Con delicadeza, pidiéndole a Gil que no le traicionara si por desgracia le cogía la policía, dijo:

—Eso no conduciría a nada. ¿Te das cuenta? Tú de todos modos no arriesgas nada.

Desde el seno mismo de la inocencia, Gil preguntó:

—¿Por qué?

—Bueno. ¡Estás ya condenado a muerte!

Gil sintió que su vientre se vaciaba, se anudaba, se le deshacía, y que se le llenaba con la bola de la Tierra. Buscó apoyo en Querelle, quien le estrechó entre sus brazos. Señalemos desde ahora mismo que Gil no hablará jamás de Querelle a los policías. Antes de ser conducido a Rennes, Mario se las arregló para asistir a todos los interrogatorios. Tenía un poco de miedo de que Gil pronunciara el nombre de Querelle. Si estaba seguro de que el joven albañil había cometido uno de los dos asesinatos, del otro era inocente. A partir del momento de su detención se olvidó de Querelle, y si no lo volvió a evocar, fue porque nadie se lo sugirió. No insistamos: el lector comprende perfectamente por qué ni Gil ni los policías (excepto Mario) podían darse cuenta del nexo en el asesinato del marinero y la vida soterrada del asesino de un albañil. En lo relativo a Mario, su situación respecto al acontecimiento resulta curiosa. Con el fin de darle una significación extrema, y tal vez definitiva, tenemos que recurrir a la novela. Dédé estaba —o creía estarlo— al corriente de todas las intrigas sentimentales de los tipos de Brest. Con el fin de servir mejor —a Mario, sin duda, y más que a él, a la policía, pero sobre todo de servir— se daba forma a sí mismo (y ello parece tener su origen en su habilidad física y moral, en la habilidad de su mirada) mediante la rapidez de sus observaciones. Antes de tener el sentimiento de su propia conciencia —y con él la inquietud— era Dédé sobre todo una maravillosa máquina registradora. Dejemos aparte, sin embargo, su admiración por Robert. Aquella misión de observar a Querelle que Mario le encargó poseía el sentido profundo de descubrir una relación simpática entre los maleantes traicionados por el policía y el mismo policía. Dédé no se atrevió nunca a recordar a Robert la batalla entre los dos hermanos de la que fue testigo; pero creía saber que Roger era el querido de Gil. Nunca tuvo la idea de observar su comportamiento, ni de seguirle. Un día le dijo a Mario:

—Es el pequeño Roger, el amiguito de Turko.

Hacia la misma época, Gil declaraba a Querelle, que lo ignoraba:

—A lo mejor, si me detuvieran, tal vez me podría entender con Mario.

—¿Eh? Bueno, a lo mejor…

—¿Por qué?

—¡Qué sé yo! Es un marica. Hace buenas migas con Dédé.

El sentimiento que semejante reflexión delata es moneda corriente; en cuanto es detenido, el adolescente sueña con utilizar este factor: la homosexualidad. Puesto que estamos señalando una reacción general fuera de nosotros mismos, abordaremos tan sólo una explicación de ella rápida y discutible: ¿acepta el niño conceder lo más preciado de sí mismo?; ¿le entrega el peligro a sus más secretos deseos?; ¿espera apaciguar el destino mediante tal inmolación?; ¿tiene un súbito conocimiento de la todopoderosa fraternidad de los pederastas y cree en su fuerza?; ¿está creyendo en la fuerza del amor? Bastaría para saberlo vivir un instante en la continuidad de Gil y ya no tenemos tiempo de hacerlo. Ni tampoco la fe. Este libro dura ya demasiadas páginas y nos hastía. Anotemos, pues, la profunda esperanza de los jóvenes detenidos cuando se enteran de que su juez o su abogado es una loca.

—¿Quién es Dédé?

—¿Dédé? Tienes que haberlo visto con Mario. Es uno joven; está casi siempre con él. Pero, no creas, Dédé no es un chivato. ¿Eh?

—¿Cómo es?

Gil lo describió. Al encontrárselo una noche, a punto de dejar a Mario, que venía a su encuentro, Querelle se sintió desgarrado por una profunda herida. Reconoció al niño testigo de la pelea con Robert y a su propio rival en el corazón de Mario. A pesar de todo, le tendió la mano. En la actitud, en la sonrisa, en la voz de Dédé, Querelle creyó distinguir un tono irónico. Cuando el muchacho se hubo alejado de ellos, sonriendo, Querelle le dijo a Mario:

—¿Quién es ese? ¿Es tu chaval?

Con voz risueña, algo burlona, Mario respondió:

—¿Por qué te metes en eso? Es un chaval. No estarás celoso, ¿verdad?

Querelle se echó a reír y tuvo la audacia de decir:

—Bueno, ¿y por qué no?

—Vamos…

Con voz alterada, quebrada, el policía añadió: «Hazme gozar». La rabia se apoderó de Querelle, que besó a Mario furiosa, desesperadamente, en la boca. Con más ardor que de costumbre, y con más precisión, exigió tener conciencia de la penetración de su garganta por la verga del poli. Mario sentía aquella desesperación. Mediante la acumulación de hipos eróticos, y de una peligrosa confesión, liberada en forma de estertores o de súplicas el policía aumentaba más el temor, que gravitaba sobre él, de que el marinero, fuera de sí, le cortara el miembro de un mordisco. Convencido de que su amante disfrutaba por estar arrodillado ante un polizonte, Mario exhaló su ignominia. Con los dientes apretados y el rostro tendido hacia la niebla, susurraba:

—¡Sí, soy un poli! ¡Soy un cabrón! ¡He jodido con tipos! ¡Están todos en el trullo! Pero me gusta, ¿sabes?, me gusta mi oficio…

A medida que evocaba su abyección, se iban poniendo tensos sus músculos, se endurecían, imponiéndole a Querelle una presencia imperiosa, dominadora, invencible y buena. Cuando se encontraron de nuevo cara a cara, de pie, abrochándose, hombres otra vez, ni uno ni otro osaron evocar su delirio; pero con el fin de ahuyentar la inquietud que les aislaba a uno del otro, Querelle sonrió y dijo:

—Entonces, sigues sin decírmelo todavía, ¿es tu chaval?

—¿Quieres saber lo que es?

Querelle se sintió de pronto asustado. Dijo con voz tranquila:

—Bueno, venga.

—Es mi confidente.

—No bromees.

Ahora podían hablar de asuntos de trabajo. En voz baja, pero con timbre de voz clara, a fin de no permitir que el asombro ni la vergüenza les turbasen, prosiguieron la conversación hasta que Querelle declaró:

—Yo puedo hacer que detengas a Turko.

Mario no chistó.

—¿Ah, sí? —dijo.

—Si me das tu palabra de que no hablarás de mí.

Mario lo juró. Empezaba a abandonar sus precauciones, olvidaba su reconciliación mística con los maleantes: le era imposible dejar de actuar como policía. Se negó a interrogar a Querelle acerca de las fuentes de sus informaciones y sobre el valor de estas. Confió en él. En seguida decidieron las medidas que iban a tomar para que el nombre de Querelle permaneciese ignorado.

—Arréglatelas con tu chaval. Pero que no se huela nada.

Una hora más tarde Mario encargaba a Dédé que vigilase en la estación los trenes que salían y que avisase a la comisaría en cuanto reconociera a Turko. El chico no vaciló, vendió a Gil. Mediante este gesto Dédé se separaba del mundo de sus semejantes. A partir de aquel momento comienza la ascensión cuya importancia os ha sido expuesta.