Los periódicos continuaban hablando del caso Gil —el doble asesinato de Brest— y la policía buscaba al asesino descrito en los artículos como un monstruo espantoso cuya astucia era capaz de hacer fracasar durante largo tiempo a la policía. Gil se convertía en algo tan horroroso como Gille de Rais. Inhallable, lo que para la población de Brest equivalía a decir invisible. ¿Lo era a causa de la niebla o por otra razón más maravillosa?

No se le escapaba a Querelle ni un solo periódico, y se los llevaba a Gil. El joven albañil experimentó una extraña emoción cuando por primera vez en su vida vio su nombre en letras grandes. Estaba en primera página. En un primer momento creyó que se trataba al mismo tiempo de otro y de él solo. Se ruborizó y sonrió. La emoción acentuó su sonrisa hasta convertirla en una risa amplia y silenciosa que a él mismo le resultó casi macabra. Aquel nombre impreso, compuesto con grandes caracteres, era el nombre de un asesino, y el asesino que lo llevaba no era aire. Existía en la vida diaria. Al lado de Mussolini y de Mr. Eden. Por encima de Marlene Dietrich. Los periódicos hablaban de un asesino que se llamaba Gilbert Turko. Gil apartó el periódico y desvió los ojos al papel, con el fin de reproducir en su interior, en la intimidad de su conciencia, la imagen de aquel nombre. Quería hacerse a la idea, es decir, conseguir de inmediato que el nombre estuviera escrito y leído desde hacía mucho tiempo, consignado en un registro. Para ello era necesario recordarlo y volver a verlo. Gil hizo que su nombre (que era nuevo por ser el de otro) recorriera bajo aquella forma nueva irrevocablemente definitiva, toda la noche de su memoria. Lo paseó por los rincones más oscuros, por las anfractuosidades, lo hizo brillar con todos sus resplandores, llevando los destellos de sus facetas a las más recónditas intimidades de sí mismo; después volvió a fijar sus ojos en el periódico. Experimentó una nueva sacudida al volver a ver aquel nombre tan verdaderamente remarcado. El mismo estremecimiento de delicada vergüenza tornasoló su epidermis, pues se sentía desnudo. Su nombre lo exhibía y lo exhibía desnudo. Era la gloria, terrible gloria a fuerza de ser bochornosa, a fuerza de llegar por la puerta del desprecio. Gil no se acostumbró del todo a su nombre. Ni siquiera era seguro que se tratase de un simple asesino (¿O de un doble?). Gilbert Turko del que los diarios hablarían siempre en adelante. Pero cada día más, la costumbre despelusaba los artículos sobre sus maravillas. Gil podía leerlos y discutirlos: habían dejado de ser poemas. Dejando de ser poemas, le indicaban un peligro que Gil descubría con toda claridad, que saboreaba incluso, en el que le gustaba a veces disolverse, experimentando entonces al tiempo que una conciencia de ser, más aguda y casi dolorosa, una especie de olvido, de abandono de sí mismo y de confianza, como cuando rozaba con el dedo la carne —rosa, sin duda— de sus almorranas, como también, allá en su infancia, acurrucado al borde de la carretera, con los dedos había escrito sobre el polvo su nombre en hueco y había conocido la extraña dulzura provocada por lo aterciopelado del polvo y por la curva de las letras, olvidó al que se abandonó hasta la náusea, hasta sentir zozobrar su corazón, casi hasta desear tenderse sobre su nombre y dormirse encima de él a pesar de los coches; pero no consiguió más que embrollar las letras, demoler la frágil muralla de polvo, pasando sus dedos separados suavemente por el suelo. Al comienzo, la magia que envolvía el descubrimiento de su nombre impreso acompañaba e iluminaba la confusión entre las dos muertes, arrojaba sobre una las sombras de la otra y sobre la otra el sol de la primera, en suma, mezclaba dos arquitecturas, una de las cuales era irreal para Gil.

—Pero a pesar de todo los jueces se darán cuenta…

—¿De qué se darán cuenta? ¿Qué jueces? No te vas a ir a entregar ahora. Sería una tontería mayúscula. Primero: dirán que eres culpable puesto que te has escondido durante tanto tiempo. Segundo: ya ves lo que dice el periódico, que has matado a un tipo que era marica y a otro que era marinero. Y qué puedes decir a eso.

Gil se dejaba convencer por los argumentos de Querelle. Quería dejarse convencer. Ya no tenía la sensación de correr un gran peligro, sino que, por el contrario, estaba a salvo al haber sido fijado. Algo quedaría de él, ya que quedaría su nombre, pues estaba escrito, librándose una vez más de la justicia por el hecho de haber sido designado para la gloria; aunque en su boca se mezclaba la amargura de la desesperación, Gil se sentía perdido pues su nombre iba siempre acompañado de la palabra «crímenes».

—Voy a darte unos cuantos planes. Ganarás un poco de pasta. Después te vas a España. O a América. Soy marinero, conseguiré embarcarte. Yo me encargo de todo.

A Gil le gustaba creer en Querelle. Un marino debe de tener las mejores relaciones con toda la Marina del mundo, debe de estar en relación secreta con la más secreta de las tripulaciones, e incluso con el mar. La idea le gustaba a Gil. Se acurrucaba dentro de ella para consolarse y hallándose allí seguro, se negaba a discutirla.

—¿Qué tienes que perder? Aunque robes, no lo tendrán en cuenta. ¿Qué es un robo comparado con un crimen?

Querelle no había vuelto a evocar el asesinato del marinero, con el fin de no suscitar las recriminaciones de Gil, con el fin de no hacer aflorar a sus labios ese deseo de justicia pura que todos tenemos y que le hubiera hecho ir a entregarse. Llegado de fuera, tranquilo y lúcido, sentía que el joven albañil estaba angustiosamente unido a él. La ansiedad traicionaba a Gil, delataba la más mínima alteración de su carácter y la inflaba un poco a modo de aguja que pasando de nuevo sobre la aspereza del disco transforma esta aspereza en vibración sonora. Registraba Querelle cada una de las diferencias y jugaba con ellas.

—Yo, si no fuera marinero… Pero como lo soy no puedo hacer nada. Sí, lo que puedo hacer es pasarte soplos. Porque yo te creo seguro.

Gil escuchaba sin decir una sola palabra. Ahora estaba convencido de que el marinero no le traería jamás sino algo de pan, una caja de sardinas, un paquete de pitos, pero no dinero. Con la cabeza gacha y un rictus amargo sopesaba en su interior la idea de aquellos dos asesinatos. Un inmenso cansancio le forzaba a resignarse de ellos, a admitirlos, a aceptar finalmente que su vida se había internado por una senda infernal. Respecto a Querelle experimentaba una rabia enorme, y al mismo tiempo una confianza absoluta, sorprendentemente entremezclada con el temor a que Querelle pudiera «chivarse».

—En cuanto tengas la pasta y estés trajeado, te encontrarás listo para el viaje.

La aventura parecía hermosa y como si hubiese sido traída por los asesinatos. Gracias a ellos, Gil se vería obligado a vestirse con elegancia, como nunca lo había hecho, ni siquiera los domingos. Total, aquello era Jauja.

—Observa que te comprendo. No es que me niegue a trabajar, a apuntarme un robo. ¿Pero dónde? ¿Tú sabes dónde?

—De momento, en Brest sólo conozco una cosa, sólo un trabajo. En otros lugares sé de más, pero en Brest solo sé de un trabajo. Voy a ver si me lo soplan y después, si quieres, lo podemos hacer juntos. No hay ningún peligro. Y además yo estaré contigo.

—¿No puedo hacerlo solo? Quizá fuese preferible.

—¿Estás mal de la cabeza? Ni hablar. Quiero estar contigo. No creerás que te voy a dejar hacer el trabajo peligroso a ti solo…

Querelle había domesticado la noche. Se las había arreglado para hacerse familiares todas las expresiones de la oscuridad, para poblar las tinieblas con los monstruos más peligrosos que portaba en sí mismo. Habíalos vencido a continuación mediante profundas inhalaciones de aire por la nariz. Ahora, sin pertenecerle enteramente, la noche le era sumisa. Se había acostumbrado a vivir en la repugnante compañía de sus crímenes, para los que llevaba una especie de registro de minúsculo formato, un registro de masacres que dominaba para él solo: «mi ramillete de flores callejeras». Contenía aquel registro el plano de los lugares donde se habían llevado a cabo los crímenes. Los dibujos eran ingenuos. Cuando Querelle no sabía dibujar un objeto lo nombraba, y la ortografía del nombre era a veces falsa. No tenía instrucción.

Cuando por segunda vez salió del presidio (la primera fue para personarse en casa de Roger) creyó Gil que la noche y el campo, apostados a la puerta, le echaban mano al cuello para detenerle. Tuvo miedo. Querelle iba por delante. Tomaron el sendero que lleva desde el Hospital de la Marina, a lo largo de los muros, hasta entrar en la ciudad. No se atrevía Gil a mostrar sus canguelos ante Querelle. La noche era oscura, pero esto no le tranquilizaba del todo, pues, si se proponía disimularlos, podía la noche encubrir otros peligros, peligros de orden policíaco. Querelle estaba alegre, pero procuraba ocultar su alegría. Como de costumbre, llevaba erguida la cabeza en medio del cuello alzado, rígido y frío de su impermeable. Gil tiritaba. Entraron en el estrecho camino abierto entre el muro del presidio y la explanada que dominaba Brest, donde se halla construido el cuartel Guépin. Al final del camino se encuentra la ciudad y Gil lo sabía. Apoyada al muro de los edificios del antiguo Arsenal, en la prolongación del presidio, había una casa con una planta baja y un solo piso. La planta baja era un café cuya fachada daba a la calle perpendicular al camino donde nos encontramos. Querelle se detuvo. Susurró al oído de Gil:

—Lo ves, es la taberna. La puerta de entrada da a la calle. Tiene un telón metálico. Pero la vivienda está ahí. En el primero. Te lo explicaré. No es difícil. Yo entraré.

—¿Y la puerta?

—No cierran nunca con llave. Vamos a entrar los dos en el pasillo. Porque hay un pasillo. Y una escalera. Subes despacito hasta arriba. Yo entraré por la tienda. Si hay peligro, si ves que el patrón abre la puerta de arriba de la escalera, entras dentro y bajas corriendo. Yo me las piro al mismo tiempo. En dirección al hospital. Si no hay peligro, cuando yo haya acabado, te llamo bajito. ¿Lo has cogido?

—¡Sí!

Gil no había robado nunca. Se quedó sorprendido de que fuera tan difícil y tan fácil. Tras haber observado la calle devorada por la niebla, Querelle, sin hacer ruido, abrió la puerta y entró en el pasillo de la casa. Gil le siguió. Querelle le cogió la mano y se la puso sobre la barandilla. Le sopló al oído: «Sigue». Y él, separándose del chiquillo, se deslizó bajo la escalera. Cuando consideró que Gil había llegado al rellano superior, dejó oír una serie de golpecitos muy ligeros. Gil estaba escuchando delante de la puerta. Oía los cascabeles de la diligencia que debía asaltar con los demás bandidos. Un fogonazo perdido en los bosques, un eje que se rompe, jóvenes que alzan sus velos, y Maria Taglioni[14] bailando bajo los árboles mojados, sobre alfombras extendidas por joviales bandidos. Gil aguzó el oído. Escuchó un ligero silbido en la noche. Entendido: «Gil, vente». Descendió lentamente, con el corazón palpitante. Querelle volvió a cerrar la puerta despacito. Por el camino recorrido antes caminaron deprisa y en silencio. Gil estaba ansioso. Por fin susurró:

—¿Ha salido bien?

—Sí, caminemos.

Atravesaron las mismas masas de tinieblas y bruma. Gil sentía acercarse el presidio, regresar a él la seguridad, recobrando de nuevo cierta calma. En el antro del presidio, al resplandor de la vela, Querelle sacó de su bolsillo el dinero. Dos mil seiscientos francos. Le dio a Gil la mitad.

—Es poca cosa, pero qué quieres. Es la recaudación del día.

—No está mal, oye. Con esto ya puedo ir tirando.

—¡Pero tú estás loco, en serio! ¿A dónde puedes ir con esto? Ni siquiera tienes para los trapos. No, tronco, todavía tienes algo que hacer.

—De acuerdo. Cuenta conmigo. Pero la próxima vez soy yo el que currela. No quiero que te pringues por mí.

—Ya veremos. Mientras tanto, coge la pasta.

Cuando vio a Gil guardarse el dinero en el bolsillo, a Querelle se le desgarró el corazón. Aquel dolor iba a servirle de justificación para la guarrada que le estaba preparando a Gil. Sin duda el dinero que había fingido robar en una casa que él sabía deshabitada podría ser recuperado con creces dentro de algunos días, pero, sin embargo, experimentaba un enorme dolor al ver a Gil picando en el anzuelo y comiéndose el gusano. Y cada día Querelle le llevaba a Gil algunas ropas. En tres días consiguió darle un pantalón, una marinera, un impermeable, una camiseta y un gorro de marino. Era Roger quien sirgaba los paquetes siguiendo el mismo procedimiento que para el opio. Una tarde, Querelle le hizo saber a Gil:

—Todo está listo. No te rajarás, ¿verdad? Dímelo antes si vas a desinflarte a última hora…

—Confía en mí.

Gil debería salir en pleno día por Brest. El uniforme le tornaría invisible. Había pocas posibilidades de que los policías pensaran que el asesino andaba paseando por la ciudad disfrazado de marinero.

—¿Estás seguro de que el teniente no plantará cara?

—Ya te he dicho que es una loca. Así, a primera vista, parece fornido, pero en la pelea no tiene nada que hacer.

El traje de marinero transformaba a Gil, le daba una personalidad extraña. No se reconocía. En la oscuridad se vistió minuciosamente sólo para sí. Tratando de ser elegante, se colocó el gorro sobre los cabellos, luego se lo echó hacia atrás con arrogante coquetería. Le estaba penetrando el alma ágil y encantadora del arma más elegante. Se convertía en uno de los miembros de esa Marina de Guerra más propiamente destinada a adornar la costa francesa que a defenderla. Recorta y borda un gracioso festón sobre la orilla del mar, desde Dunkerque a Villefranche, con, aquí y allá, algunos nudos más densos y apretados que constituyen nuestros puertos de guerra. La Marina es una organización magníficamente montada, integrada por jóvenes a los que todo un aprendizaje enseña el modo de hacerse desear. Cuando todavía trabajaba en el tajo de albañilería, Gil se encontraba con los marineros en los bares. Se rozaba con ellos, no osando desear convertirse en uno de ellos, pero los respetaba por el simple hecho de formar parte de esa empresa galante. En el día de hoy, por la noche, en secreto, únicamente para sí, se había convertido en uno de aquellos muchachos. Por la mañana salió. La niebla era densa. Gil se dirigió hacia la estación. Llevaba la cabeza baja, tratando de meterla en el cuello alzado de su impermeable. No era probable que se encontrara con un obrero, con alguno de sus antiguos compañeros, ni que le reconocieran, sobre todo con este traje. Cuando hubo llegado cerca de la estación, Gil se dirigió hacia el camino que baja a los almacenes portuarios. El tren llegaba a las seis y diez. Gil llevaba el revólver que Querelle le había confiado. Si el oficial se ponía a gritar, ¿sería capaz de disparar? Entró en los pequeños meaderos de plaza única, junto al antepecho que domina el mar. La niebla le ocultaba. Si alguien venía, sólo vería la espalda de un marinero meando. No había que temer a ningún oficial ni a ninguna patrulla. Querelle lo había combinado todo a la perfección. A Gil sólo le quedaba esperar la llegada del tren: el teniente pasaría por allí con toda seguridad. ¿Sería Gil capaz de reconocerlo? Llevó a cabo en su mente un ensayo detallado de la agresión. De repente se quedó parado ante la preocupación de saber si debía tutear al oficial. «Pues claro, para impresionarlo.» Aunque, bien mirado, resulta más bien raro que un marinero tutee a un oficial. Gil se decidió a tutearle, pero con la ligera nostalgia de no poder conocer, en la mañana misma en que se revestía por primera vez de su uniforme, todas las dulzuras, todos sus consuelos, que consisten sobre todo en anonadaros en una profunda quietud mediante el encanto de un aparato ritual. Gil aguardó con las manos en el bolsillo de su impermeable. La niebla mojaba y helaba su rostro, tornando dolorosa su decisión de ser brutal. Querelle debía de estar durmiendo, todavía en su coy. Gil oyó pitar el tren, lo vio franquear el puente de hierro, entrar en la estación. Minutos más tarde desfilaron ante él extrañas siluetas: eran mujeres y niños. Palpitó su corazón. El teniente atravesaba la niebla, solo. Gil salió de los meaderos con su arma bajada en la mano. Cuando llegó a su altura, se acercó a él. —No las píes. Pasa la bolsa o disparo.

Súbitamente tomó conciencia el teniente de que se le brindaba la posibilidad de llevar a cabo un acto heroico; al mismo tiempo lamentó que aquel acto no tuviera testigos capaces de contárselo a sus hombres y a Querelle en primer lugar. Se dio cuenta de que un acto tal era inútil, pero se sintió deshonrado si no lo llevaba a cabo; vio además por el tono, por la mirada, por toda la belleza pálida y crispada de su agresor, prendido del arma, que no cabía ninguna apelación (en cualquier caso el marinero se llevaría el dinero). Esperó la intervención de un viajero, pero, no creyéndola posible, llegó incluso a temerla. Todo esto se presentó en bloque en su mente. Dijo:

—No dispare.

Tal vez fuera posible envolver al marinero en los pliegues de una dialéctica acerada, maniatarlo con frases e irle llevando poco a poco a la amistad hacia él. La juventud y la osadía del chico le inquietaron.

—No te muevas. No las píes. Suelta la pasta.

En medio de su miedo, Gil estaba muy tranquilo. El miedo le proporcionaba el coraje de hablar de una manera cortante, brutal. Le proporcionaba la lucidez suficiente para comprender que pronunciando frases cortas no dejaba margen para la discusión.

El teniente no se movió.

—La pasta o disparo al vientre.

—Dispare.

Gil le disparó al hombro esperando deshacérselo para que se le cayera la bolsa. El tiro fue terrible, estallando en la pequeña garita luminosa que sus dos cuerpos estaban horadando y formando en medio de la niebla. Rápidamente llevó Gil su mano izquierda a la correa de la bolsa, tirando de ella, al tiempo que ponía la boca de su arma pegada al ojo del teniente:

—Suelta o te dejo seco.

El teniente soltó la correa y Gil, retrocediendo algo, giró bruscamente y huyó a toda velocidad. Desapareció en la niebla. Un cuarto de hora más tarde estaba en su escondrijo. La policía no sospechó de él. Buscó entre los marineros sin descubrir a nadie. Querelle no fue molestado.

A medida que Querelle iba cobrando cada vez más importancia, Roger veía con tristeza que Gil se alejaba de él. Cuando llegaba, Gil ya no le acariciaba; sencillamente le daba la mano. Sentía Roger que todo ocurría fuera de él, por encima de su edad. Estaba celoso de Querelle, sin odiarlo. Le hubiera gustado tener su pequeña importancia en una aventura tan seria. Por sí mismo también se estaba alejando de Gil, pues amaba la doble belleza de los dos hermanos. Se encontraba cogido en una especie de mecanismo de complicados engranajes en el que los rostros de Querelle y de Robert se tornaban necesarios para la plenitud de su amor. Vivía en espera de un nuevo milagro que le pusiera en presencia de los dos jóvenes y que le hiciera ser amado al mismo tiempo por ambos. Todas las tardes daba largos rodeos para pasar cerca de «La Féria» que, efectivamente, le parecía una capilla, como había dicho un albañil al que Roger había oído el día que fue a ver a Gil al tajo:

—Yo voy a misa a la capilla de la rue du Sac.

Roger recordaba la risotada del albañil y su mano ancha y blanca que agarraba una trulla a la que daba vueltas, con gestos regulares y breves, en una pila llena de mortero. No se había preguntado qué culto rendía allí aquel enorme mozarrón de aspecto tan poco suave: Roger conocía de oídas y de vista el burdel, pero «La Féria» le emocionaba hoy porque encerraba un sagrario, o al mismo dios (aquel monstruo bicéfalo que le había turbado sin que supiera darle un nombre) en dos personas; aquel objeto insólito que vertía sobre su almita abrumadores encantos, y al que los albañiles acudían sin duda a rendirle homenaje, cargados no de flores, sino de esperanza y temor. Roger recordaba también que ante aquella broma (sólo sabía esto, pero resultaba indicativo de que aquello superaba el alcance de las simples bromas) uno de los albañiles se había encogido de hombros. Al principio, Roger se había sorprendido de que un chiste sobre burdeles provocara la reprobación de un obrero en mangas de camisa, de pecho amplio y velludo, despechugado hasta la cintura, de cabellos recios y cubiertos de cal, de polvo, de sol, de brazos duros y llenos de polvo, de un obrero, en fin, que era tan hombre. Hoy aquel gesto de hombros, con el que fueron acogidas la frase y la risa, turbaba la segura afirmación de la existencia de ese culto secreto. Bastaba para introducir en la fe la señal de duda y de desprecio que acompaña siempre a las creencias religiosas.

Roger venía a ver a Gil todos los días. Le traía pan, mantequilla, queso que compraba muy lejos, por la parte de Saint-Martin, en una mantequería donde nadie le conocía. Gil se mostraba más exigente cada vez. Se sentía rico. La fortuna que ocultaba junto a sí le proporcionaba la autoridad suficiente para tiranizar a Roger. En fin, se iba acostumbrando a su vida recluida, se instalaba en ella y poco a poco se iba moviendo con seguridad. Al día siguiente de su agresión al teniente trató de saber a través de Roger qué decían los periódicos sobre el suceso, pero Querelle le había prohibido mantener al chico al corriente. Al no poder confesarle nada ni obtener nada de él, Gil se puso furioso contra Roger. Además sentía que el muchacho se estaba alejando de él.

—Tengo que irme.

—¡Faltaría más! ¡Ya me estás abandonando!

—No te abandono, Gil. Vengo todos los días. Sólo que mi vieja se enfada y ladra cuando vuelvo tarde. No habríamos conseguido nada si no me dejara salir.

—Todo eso son cuentos. Y además ya sabes lo que te he dicho sobre eso… Mañana trata de traerme un litro de tintorro. ¿Entendido?

—Sí, lo intentaré.

—No te digo que lo intentes, te digo que me traigas un litro de morapio.

Roger no experimentaba sufrimiento alguno viendo que le maltrataba. Como la atmósfera corrompida del antro, el mal humor que emanaba de Gil se iba haciendo cada día más espeso; pero Roger no distinguía su progresiva densidad. Si hubiera estado todavía enamorado, habría encontrado sin duda un punto de referencia para darse cuenta del cambio de tono de su amigo, pero seguía viniendo todas las tardes mecánicamente, obedeciendo más que nada a una especie de rito cuyo sentido profundo e imperioso había olvidado. No pensaba poder liberarse de aquella pesada tarea, sino sólo en el doble rostro de Robert y Querelle. Vivía con la esperanza de encontrar juntos a los dos hermanos.

—He visto a Jo. Ha dicho que no te hagas mala sangre. Dice que todo va bien. Vendrá a verte dentro de dos o tres días.

—¿Dónde le has visto?

—Salía de «La Féria».

—¿Y tú qué pintas en «La Féria»?

—Yo no estaba allí, pasaba…

—No tienes por qué pasar. No te pilla de camino. No sueñes con llegarle a la suela de los zapatos a los duros. «La Féria» no es para un mierda como tú.

—Te estoy diciendo que pasaba por allí, Gil.

—Eso se lo cuentas a otro.

Gil se dio cuenta de que ya no lo era todo para el chiquillo, quien, fuera del presidio, llevaba una vida en la que él no ocupaba ningún lugar. Temía que aquella vida fuera más prestigiosa que la suya. De todos modos, habiendo dejado de estar unido a Gil, Roger podía moverse con seguridad, ir a fiestas de las que aquel se encontraba excluido, en el interior del burdel, donde los dos hermanos iban y venían de una habitación a otra (cuya disposición y mobiliario eran difíciles de imaginar creyéndolos pobres por el testimonio de la fachada desvencijada) buscándose, hallándose de pronto (y de su encuentro emanaba un orden) para separarse, perderse y volver a buscarse de nuevo entre el va y viene de las mujeres vestidas con velos y encajes. Osaba imaginarse a los dos hermanos ante él, mirándole sonrientes y cogidos de la mano. Tenían una misma sonrisa. Extendían un brazo para coger al chico, que acudía dócilmente, y lo guardaban entre ellos un momento. En casa, Roger no podía mencionar a los dos hermanos, no podía hablar del chulo ni del ladrón. Si hubiera soltado prenda, su hermana se lo habría contado a su madre. Sus cuitas de enamorado actuaban, sin embargo, en él con tan violento empuje que en cualquier momento corría el riesgo de traicionarse. Por lo demás, hablaba de ello con una torpeza ingenua. Un día dijo:

—¡Los Caballeros!

Era incapaz de soñarse con ellos en múltiples aventuras. En sus ojos se formaban algunas imágenes en las que se veía ofreciendo a los dos hermanos reunidos no sabía qué, pero que era lo más valioso de sí mismo. Llegó incluso a ocurrírsele la idea de separar como heraldo a Jo y a Robert, con el fin de que aceptasen la amistad que la persona única y esencial, que no había salido de la habitación, les ofrecía. Querelle volvió una noche en que suponía ausente a Roger.

—Ahora ya está. Listo. Te he sacado un billete para Burdeos. Sólo que tienes que ir a tomar el tren a Quimper.

—Pero ¿y los trapos? No tengo nada que ponerme.

—Precisamente en Quimper los conseguirás. Aquí no puedes comprarte nada. Tienes pasta, puedes ir tirando. Con esto tienes cincuenta mil cucas. Ya no te mueres de hambre.

—Menos mal que has estado conmigo; de veras, Jo.

—Claro. Ahora tienes que arreglártelas para no dejarte trincar. Además, estoy seguro de que aguantarás si te agarran.

—En eso puedes estar tranquilo. Sabré defenderme y los polis no sabrán nunca nada de ti. Como si no te conociera. Entonces, ¿salgo esta noche?

—Sí, tienes que largarte. Me fastidia un poco ver que te piras, palabra, Gil, pequeño, me habías caído bien.

—Tú también me habías caído bien. Pero nos volveremos a ver. No te olvidaré.

—Dices eso, pero a las primeras de cambio me echarás por la borda.

—No, viejo. Ni lo sueñes. Eso no va conmigo.

—¿De veras? ¿No me olvidarás?

Querelle pronunció las últimas palabras poniendo su mano sobre el hombro de Gil, quien lo miró para responder:

—Ya lo verás.

Querelle sonrió y rodeó con su brazo amistosamente el cuello de Gil.

—¿A que es cierto que nos estamos haciendo troncos de verdad?

—Nos hicimos troncos al momento.

Estaban de pie, uno frente al otro, mirándose a los ojos.

—¡Con tal de que no te ocurra nada!

Querelle atrajo contra su hombro a Gil, quien vino sin resistencia.

—Maldito chiquillo, hay que ver.

Le besó y Gil le devolvió el beso, pero Querelle no aflojó su abrazo. Estrechándole todavía en sus brazos, susurró:

—¡Qué lástima!

En parecido susurro, Gil dijo:

—¿Qué es lo que es una lástima?

—¿Cómo? No sé. Te digo que es una lástima. Y no sé el qué. Qué lástima perderte.

—Pero si no me pierdes, de verdad; nos volveremos a ver. Te enviaré noticias mías. Vendrás a verme cuando termines tu alistamiento.

—¿De veras? ¿Te acordarás de mí?

—Palabra de honor, Jo. Eres mi tronco para siempre.

Todas estas réplicas apenas fueron susurradas coa voz cada vez más sorda. Verdaderamente, Querelle sentía crecer la amistad dentro de sí. Todo su cuerpo tocaba el cuerpo de Gil abandonado. Querelle le volvió a besar y Gil le devolvió de nuevo el beso.

—Nos besuqueamos como dos enamorados.

Gil sonrió. Querelle le besó otra vez con más entusiasmo y mucha sabiduría, a golpecitos, subiendo hacia la oreja, donde depositó un beso prolongado. Luego, puso su mejilla contra la mejilla de su amigo. Gil le estrechó entre sus brazos.

—Bueno, chavalito. Te quiero mucho, de verdad.

Querelle aprisionó entre sus brazos la cabeza de Gil y le dio más besos. Lo apretó más fuerte contra él, entrelazando sus piernas con las suyas.

—¿Somos de verdad troncos?

—Sí, Jo. Eres mi verdadero amigo.

Permanecieron largo tiempo abrazados, acariciando Querelle los cabellos de Gil y dándole nuevos y cada vez más cálidos besos. Al fin Querelle sintió que se empalmaba. Se aferró a esa idea para mantener y agravar su emoción. Finalmente, Querelle deseó a Gil.

—Eres cojonudo, ¿sabes?

—¿Por qué?

—Te dejas besuquear así, sin decir nada, sin enfadarte.

—¿Y qué? Te he dicho que eres mi amigo. Tenemos derecho a hacerlo, ¿no?

De agradecimiento Querelle le dio un rápido y violento beso en la oreja y su boca descendió hasta la de Gil. Cuando la hubo encontrado, labios contra labios, susurró en un suspiro:

—De verdad, ¿no te molesta?

Con otro suspiro, Gil respondió:

—No.

Sus labios se pegaron y entrelazaron las lenguas.

—Gil.

—Tienes que ser totalmente amigo mío. Para siempre. ¿Lo has entendido?

—Sí.

—¿Quieres?

—Sí.

La amistad por Gil crecía en Querelle hasta los confines del amor. Experimentaba hacia él una especie de ternura de hermano mayor. También Gil, lo mismo que él, había matado. Era un pequeño Querelle, pero que no debía desarrollarse, que no debía llegar más lejos y frente al cual Querelle conservaba un sentimiento de respeto y curiosidad, como si se hubiera hallado ante el feto de un Querelle niño. Deseaba hacer el amor, pues pensaba que con ello se fortalecía su ternura, porque se uniría más a Gil, quien a su vez se uniría más a él. Pero no sabía cómo arreglárselas para ello. Como siempre se había hecho follar, no sabía dar a un chico por el culo. El gesto lo habría molestado. Pensaba pedirle a Gil que le metiese la polla en el culo. Recordaba haber sentido cierta ternura respecto al maricón armenio pero si, de repente, en su ignorancia, Querelle había creído que Joachim quería follarlo, ahora sabía que el armenio tenía gestos y una voz que querían decir que deseaba exactamente lo contrario. A fin de cuentas, no sentía ninguna ternura por Nono. Nono podía reventar, le daba igual. Comprendió oscuramente que el amor es voluntario. Cuando uno ama a los hombres, dejarse penetrar puede darle cierto placer, pero para follarlos, aunque sea durante el instante en que uno les ofrece su polla, debe amarlos. Para amar a Gil debía renunciar a su pasividad. Se esforzó.

—Mi pequeño tronco…

Su mano descendió sobre Gil hasta detenerse en sus nalgas, que se estremecieron. Querelle, con mano solida y amplia, las estrechó. Tomaba posesión de ellas con un movimiento de auténtica autoridad. Luego introdujo los dedos entre el cinturón del pantalón y la camisa. Se empalmó. Amaba a Gil. Se obligaba a amarle.

—Es lástima que no podamos quedarnos los dos juntos siempre, ¿verdad?

—Si, pero nos volveremos a ver…

Gil tenía la voz algo alterada, angustiada incluso.

—Me hubiera gustado vivir los dos juntos siempre, como aquí…

La visión de la soledad en la que hubiera florecido su amor aumentó su ternura por Gil, a quien sintió enteramente suyo, su único amigo, su único pariente. Lo tomó del brazo y obligó a la mano de Gil a tocarle la polla. Gil frotó bajo la tela del pantalón y desabrochó la hebilla él mismo. Acarició el cipote tieso que seguía irguiéndose: era la primera vez que un hombre lo tocaba así. Aplastó la boca contra la oreja de Gil que le devolvió un beso parecido.

—Nunca he amado a un muchacho, sabes, eres el primero.

—¿De veras?

—Palabra de honor.

Gil apretó más en la mano la polla de Querelle. Y Querelle le susurró dulcemente:

—Chúpamela.

Gil permaneció un momento inmóvil y bajó la boca lentamente. Se la chupó a Querelle que seguía de pie, en equilibrio sobre sus piernas, acariciando el pelo de Gil ante él.

—Chupa bien.

Agarró la cabeza de Gil con las dos manos y la llevó a la altura de su cadera. Se negó a llegar hasta el límite del placer. Apretó contra su mejilla la cabeza de su amigo.

—Me gustas, ¿sabes?, te quiero mucho.

—Yo también.

Cuando se separaron, Querelle amaba de un modo verdadero a Gil…

Querelle otorgará a su estrella una confianza ciega. Tal estrella debía su existencia a la confianza depositada en ella por el marinero; era, si se prefiere, el estrellamiento contra su noche del rayo de su confianza en, precisamente, su confianza, y para que la estrella conservase su magnitud y su brillo, es decir, su eficacia, Querelle tenía que conservar su confianza en ella —que era su confianza en sí mismo— y en primer lugar su sonrisa para que ni la más sutil de las nubes se interpusiera entre la estrella y él, para que el rayo no amenguara su energía, para que ni la duda más vaporosa hiciera empañarse algo a la estrella. Permanecía suspendido de ella, que nacía de él a cada segundo. Ahora bien, ella le protegía, en efecto. El temor a verla apagada suscitaba en él una especie de vértigo. Querelle vivía a tumba abierta. Su tensa atención para alimentar siempre su estrella le obligaba a una precisión de movimientos que no hubiera logrado con una vida muelle (a fin de cuentas, ¿para qué?). Siempre alerta, veía mejor el obstáculo y el ademán osado que debía hacer para esquivarlo. Sólo flaqueará cuando se encuentre agotado (si algún día llega a estarlo). Su seguridad de poseer una estrella nacía de un entrelazado de circunstancias (que nosotros llamamos suerte) bastante azaroso aunque organizado y de tal índole —formando rosetones— que nos sentimos tentados a buscarle una razón metafísica. Mucho antes de ingresar en las tripulaciones de la flota, Querelle había escuchado la canción titulada La estrella del amor:

Todos los marinos tienen una estrella

que les protege desde el cielo.

Cuando a sus ojos nada la vela,

el infortunio nada puede contra ellos.

En las tardes de borrachera, los estibadores se la hacían cantar a uno de los suyos que tuviera buena voz. El muchacho se hacía primero rogar, que se le sirviera de beber, pero finalmente se levantaba y en medio de aquellos forzudos apoyados sobre la mesa, y para subyugarlos, iban saliendo de su boca sin dientes palabras de ensueño:

Eres tú, Nina, mi elegida

entre todos los astros de la tarde,

y eres la estrella de mi vida,

aunque quizá no lo sabes

Se desarrollaba en la noche un drama sangriento: la sombría historia del naufragio de un navío iluminado, símbolo del naufragio del amor. Estibadores, pescadores y marineros aplaudían. Con un codo apoyado en el mostrador de zinc y las piernas cruzadas, Querelle les miraba apenas. No envidiaba sus músculos ni sus alegrías. Tampoco quería ser como ellos. Si se alistó fue solamente a causa de un cartel que le mostró de pronto la solución de una vida fácil. Más tarde hablaremos de los carteles.