De vuelta a casa, Roger miraba a su hermana con un sentimiento de respeto e ironía mezclados. Sabiendo que era ella lo que Gil buscaba en su trató con él, maliciosa e ingenuamente a la vez, trató de copiar sus modales, sus gestos de chica, incluso aquellos que consisten en echarse los cabellos sobre los hombros o en estirarse sobre las caderas los pliegues del vestido de tela. La observaba con ironía, sintiéndose feliz de interceptar en su propio cuerpo los homenajes de Gil, y también con respeto, pues ella era la depositaría de los secretos que conmovían el alma de Gil, el altar mayor del templo donde él era sólo el Sumo Sacerdote. Para su madre, Roger había adquirido una singular madurez por el hecho de estar tan íntima, tan sencillamente complicado en un crimen que tenía como móvil un asunto de costumbres. No se atrevía a interrogarlo por miedo a escuchar de su boca un relato maravilloso en el que su hijo jugara el papel de héroe amoroso. No estaba segura de que a la edad de quince años su hijo no hubiera conocido ya los misterios del amor y los que ella ignoraba del amor prohibido.