El rostro de Nono estaba hecho de comas: la curva de las cejas, la sombra de la curva de las aletas nasales, los labios, los bigotes. La suprema fórmula de la estructura de toda su cabeza tenía su esencia en la coma. Dar por el culo a quienes se follasen a su mujer bastaba para darle paz a su alma.

—Sólo se acuesta con enculados, decía él. Enculados por mí. Por el patrón. No debes olvidar eso.

Mario le concedía su indulgencia. La masa física del encargado le cortaba un poco la respiración. En cuanto a Nono, la severidad del policía que se elevaba ante él, agudo, severo, rígido y ágil como la hoja triangular de una bayoneta, lo sostenía con la ferocidad del acero. Después de follarse al chico que deseaba a su mujer, a medida que se desempalmaba, el amor se le iba diluyendo. Con el calzoncillo cayendo sobre sus pantorrillas y el borde de la camisa blanca ligeramente elevado con el dedo para no mancharlo, mostraba su cipote reblandecido y manchado de mierda:

—¿Ya ves lo que haces? Me ensucias la polla. Venga, ponte el calzoncillo y vete a ver a la patrona. Si te he hecho gozar, volverás a gozar con ella.