LA GLORIA DE QUERELLE

Pegado el oído al tabique vibrante de su cofre, Querelle escucha latir y tocar para él solo el oficio de los muertos. Se rodea de prudencia para recibir el aviso del ángel. Agazapado en el negro terciopelo de las hierbas, de los faros, de los helechos, en la noche viviente de su íntima Oceanía, abre de par en par sus ojos asombrados. Por su faz delicada, abierta, ofrecida generosamente, el deseo del asesinato había pasado su dulce lengua sin que Querelle se estremeciese siquiera. Sólo sus rubios cabellos se emocionaron. A veces, el moloso que vela entre sus piernas se yergue sobre sus patas, se pega contra el cuerpo de su amo y se confunde con los músculos de sus hombros, entre los que se oculta, vigila y gruñe. Querelle se sabe en peligro de muerte. Sabe también que la bestia le protege. Dice: «De un mordisco voy y le corto la carótida…». Sin saber a ciencia cierta si está hablando de la carótida del moloso o del cuello tierno de un niño que mea.