La mano de Querelle era compacta y fuerte, y Mario, sin planteárselo con mucha precisión, al tenderle la suya, había supuesto que estrecharía una mano afeminada, es decir frágil. Sus músculos no estaban preparados para tanto vigor. Examinó a Querelle. Aquel muchacho alto, de rostro perfecto pese a la barba de un día, tenía el mismo rostro y la contextura atlética de Robert, era de aspecto viril, algo brutal, osado. (Brutalidad y fuerza acentuadas además por la parquedad de sus gestos.)
—¿Está por aquí Nono?
—No, ha salido.
—¿Eres tú quien guarda el tugurio?
—Está la patrona. ¿No os conocéis?
Mario formuló esta pregunta mirándole fijamente a los ojos a Querelle y riéndose con sorna. Si su boca reflejaba la ironía, su mirada era dura, despiadada. Pero Querelle no sospechaba nada.
—Sí…
Pronunció un «sí» arrastrado, infundiendo a la palabra un tono de evidencia tan indiscutible que imponía la negligencia. Al mismo tiempo cruzaba las piernas y sacaba un cigarrillo. Todo en su persona se esforzaba en demostrar, no se sabe a quién, que la importancia del momento no residía en aquella afirmación, sino en el gesto más fútil.
—¿Quieres uno?
—Bueno.
Encendieron sus cigarrillos, aspiraron la primera bocanada y Querelle la exhalaba orgullosamente, sobre todo por la nariz, confundiendo la osadía de aquellos ollares humeantes con la victoria sobre sí mismo, guardada en secreto, que le permitía tutear a un poli, casi a un oficial.
La policía tuvo rápidamente la sospecha de que los dos crímenes eran obra de Gil. Se ratificó en esta sospecha cuando los albañiles descubrieron e identificaron aquel encendedor hallado en la hierba, junto al marinero asesinado. La policía pensó al principio en una venganza, luego en un drama amoroso y, por fin, se detuvo en la idea de aberración sexual. De todas las dependencias de la Comisaría de Brest se desprendía un sentimiento desesperante y más consolador, sin embargo, que ningún otro. No podemos decir que los policías se habituaban a la atmósfera que ellos exhalaban. Sobre los muros estaban prendidas algunas fotografías del servicio de antropometría judicial, algunas fichas con la filiación de los criminales buscados y con probabilidades de haber alcanzado un puerto. Sobre las mesas se amontonaban los expedientes conteniendo notas, precisiones importantes. A partir del momento en que Gil entró en la oficina de la Comisaría se verá sumergido en un océano de seriedad. Desde el instante de su detención por Mario, entró en contacto con esta seriedad: cuando el policía le agarró por la manga Gil se desasió, pero, como si hubiera estado previsto, sin interrumpirse, Mario repitió o, más exactamente, continuó el gesto, con más severidad, apretándole el bíceps con tal autoridad que el joven albañil se dejó vencer. En el breve momento de libertad contenido entre uno y otro apresamiento —el primero fallido, el segundo decisivo— estaba encerrada toda la capacidad de juego, de caza, de ironía, de crueldad, de justicia que componen la seriedad de la policía, el alma del policía y la desesperación total de Gil. Se puso rígido para no sucumbir a ella, pues el inspector que acompañaba a Mario tenía un rostro muy joven que irradiaba la furia y el placer de la captura. Gil dijo:
—¿Qué quiere de mí?
Temblando, añadió:«… Señor…»
El joven inspector respondió:
—Ya verás lo que queremos.
Ante tal arrogancia, Gil comprendió con estupor que el joven policía se había sentido aliviado ante el ademán definitivo de Mario, que acababa de apresar las manos del asesino con un par de esposas. Quedaba libre para acercarse, insultar o golpear a una fiera orgullosa y libre, convertida ahora en inofensiva. Gil se volvió hacia Mario. Su alma infantil, recobrada por un instante, le abandonó. Tras invocar el socorro de miles de legiones de ángeles, supo que la voluntad de Dios debía cumplirse. Cediendo a la necesidad de pronunciar una bella frase antes de morir —hasta el silencio puede ser en ese momento una bella frase— que resumiera su vida, que la consumara regiamente, que la expresara en su totalidad, dijo: «Así es la vida». Cuando entró en el despacho del comisario se sintió abrumado en primer lugar por el calor de la dependencia y poco a poco fue flaqueando hasta el punto de pensar que iba a morir de agotamiento, incapaz de ningún esfuerzo para alejarse del radiador que comenzaba a estremecerse, que se disponía a desenroscarse como una boa para enroscarse alrededor de él y asfixiarlo. Tenía miedo y vergüenza. Se reprochaba el no haber mostrado suficiente grandeza de ánimo. Adivinaba en las paredes enigmas sangrientos más terribles que el suyo. Cuando el comisario lo vio se quedó sorprendido. No había soñado con semejante asesino. Mientras daba consejos a Mario sobre cómo actuar, no podía por menos de inventarse de arriba abajo un asesino a la medida. Ahora bien, en ese terreno la experiencia nunca enseña nada. Sentado delante de su escritorio y jugando con una regla, se empeñaba en dar vida a un criminal pederasta. Mario le escuchaba sin darle crédito.
—Tenemos precedentes. Por ejemplo, Vacher. Son individuos cuyo vicio les conduce a la locura. Son sádicos. Y estos dos asesinatos son obra de un sádico.
Con la misma ligereza el comisario se había entrevistado con el gobernador marítimo. Ambos trataron de hacer concordar lo que sabían de los invertidos —su aspecto físico— con la actividad de los asesinos. Se inventaban monstruos. El comisario buscaba en torno al muerto detalles insólitos que correspondieran al célebre frasco de aceite del que se servía un criminal ilustre para dar por culo con más facilidad a las víctimas, a las defecaciones en el lugar del crimen. Ignorando que cada uno de los crímenes correspondía a un autor diferente, trataba de relacionarlos, entremezclando sus móviles. No podía saber que en lo relativo a su ejecución y al móvil que lo determina, cada crimen obedece a leyes que lo convierten en una obra de arte. A la soledad moral de Querelle y Gil se añadía la soledad del artista que no puede reconocer ninguna autoridad, ni siquiera la de otro artista. (Así pues, Querelle estaba también solo por esta razón.) Los albañiles contaron que Gil era marica. Descubrieron a los policías cien detalles demostrativos de que Gil era un sarasa. No se percataron de que lo estaban describiendo, no como era, es decir, como un niño perseguido por un obseso, sino justamente como Théo quería que se viera al chico, como él lo habría presentado. Tímidos frente a los inspectores, se aventuraron a una descripción disparatada, vacilante —y tanto más disparatada por sus temblores en la vacilación—, y cada vez más acentuada a medida que hablaban. Se daban cuenta, sin duda, de que ninguna de sus afirmaciones tenía base real, de que no eran sino una efusión lírica que les permitía, por fin, hablar en serio de aquello con lo que habían adornado siempre sus palabrotas —es decir, sus cantos—, pero al mismo tiempo se dejaban embriagar por estos súbitos efluvios. Sentían que habían hinchado su retrato como se hincha el cadáver de un ahogado. Veamos algunos rasgos que constituían para los albañiles otras tantas pruebas de que Gil era invertido: la delicada belleza de su rostro, su manera de cantar, poniendo una voz aterciopelada, la coquetería de su vestimenta, su pureza y su indolencia en el trabajo, su timidez frente a Théo, la blancura y la tersura de su piel, detalles todos que les parecían reveladores tras haber oído a Théo y a otros tipos, en el curso de sus vidas, burlarse de los sarasas diciendo: «Es una niña…, tiene una carita de muñeca…, a ese le gusta el trabajo tanto como a una puta de lujo…, ha nacido para trabajar en la cama…, zurea como una paloma…, con ese pañuelo que le sobresale es igualito que las gachís que hacen la carrera en Marsella con el pañuelo asomándoles por la manga o el bolsillo». Este conjunto de rasgos, mal interpretados, dibujaban la imagen de un marica que ningún albañil había podido ver en su vida. Las madres y los pederastas les eran familiares por lo que Théo les había contado al respecto y por lo que ellos mismos decían, interpelándose en broma con frases como estas: ¡Ese es de la acera de enfrente! ¿Cómo te los tiras, a lo largo, a lo ancho o de través? ¡Vete a tomar por culo! ¡Vete a donde tu bujarrón, te ganarás mejor los garbanzos! Pero estas expresiones, lanzadas sin pensar, no tenían para ellos ningún significado preciso. Pues en realidad estaban tan poco interesados por el tema que ninguna de sus conversaciones les había enseñado nada auténtico sobre él. En cambio, les preocupaba. Queremos decir que precisamente a causa de su ignorancia experimentaban una ligera inquietud, indestructible por ser tan imprecisa y tan amorfa, desconocida en suma al no tener nombre, pero que se manifestaba en mil reflexiones. Sospechaban todos la existencia de un universo abominable y maravilloso a la vez, al que por muy poco no podían acceder: en efecto, les faltaba lo mismo que separa vuestra conversación de la palabra esquiva, vislumbrada, ante la que decís: «La tengo en la punta de la lengua». Cuando se encontraron en la situación de tener que hablar de Gil, a cada una de sus características que recordaba o podía recordar superficialmente lo que no conocían de las madres, le dieron un aire caricaturesco que con espantoso realismo constituía un retrato fiel del marica. Mencionaron las relaciones entre Gil y Théo:
—Andaban siempre juntos.
—Pero debieron de pelearse. Posiblemente Gil le ponía los cuernos con algún otro…
No pensaron al principio en pronunciar el nombre de Roger. Sólo cuando uno de los inspectores hubo dicho: «¿Y el chiquillo ese que iba con Gil el día del asesinato?…», se decidieron a contar las visitas de Roger a la obra. Explotaron aquel filón. Para ellos, «los que lo son» constituían un grupo indiferenciado, sin matices; por eso les parecía normal que un muchacho de dieciocho años se acostara con un niño de quince años al salir de los brazos de un albañil de cuarenta.
—¿No lo visteis nunca con un marinero?
Lo ignoraban, pero suponían que sí. En la niebla se ve mal. Hay demasiados marinos en Brest para que Gil no haya conocido a algunos. Además, llevaba un pantalón de marino.
—¿Estáis seguros?
—Pues claro. Un auténtico pantalón de marino. Con trabilla.
—Si no nos creen ustedes, no vale la pera hablar.
Viendo al fin que podían dar detalles concretos sobre un hecho cierto, comprobable, se apresuraron a salir de su timidez, de su espantosa humillación frente a los policías. Se volvieron arrogantes. Podían demostrar lo que afirmaban. Descubrir, por fin, a la policía un hecho comprobado que esta ignoraba, les daba derechos sobre ella. La policía interrogó a Roger durante toda una noche con una precisión cruel. Sólo le descubrieron el humilde cuchillo mal afilado.
—¿Para qué lo llevas?
Roger se ruborizó, pero el policía pensó que era a causa de una ligera vergüenza motivada por el humilde aspecto del cuchillo. No insistió. No había adivinado que, al ser falsa y prácticamente inútil, aquel arma se convertía en símbolo, tornándose más peligrosa. En el filo de un arma verdadera, en su destino, en su perfecto afilado, reside un comienzo de ejecución del acto de matar, suficiente para descartar de él a un niño lleno de miedo (el niño que se inventa símbolos tiene miedo de eso que se llama torpemente la realidad); mientras que el cuchillo simbólico no ofrece peligro práctico alguno, pero, empleado en una multitud de vidas imaginarias, se convierte en el emblema del asentimiento al crimen. No captaron los policías que aquel cuchillo era el asentimiento al asesinato de Gil mucho antes de que Gil lo hubiese llevado a cabo.
—¿Dónde lo conociste?
El muchacho negó haberse acostado con el asesino, como tampoco con Théo, al que había visto por primera vez el día de su muerte. Durante un rato Roger estuvo pensando. Luego confesó que una tarde vino a esperar a su hermana a la taberna en la que servía como camarera. En el mostrador estaba Gil, bromeando con ella. A la media noche ella termino de trabajar y Gil acompañó a ambos hermanos hasta su casa. Al día siguiente estaba otra vez allí. Se volvieron a encontrar cinco veces consecutivas en el mismo lugar. Y de vez en cuando, al tropezarse con él por casualidad, Gil le invitaba a un chato.
—¿No intentó nunca acostarse contigo?
Roger abrió inmensamente unos ojos asombrados cuya inocencia ganó a los policías:
—¿Conmigo? ¿Por qué?
—¿Nunca ha hecho nada contigo?
—¿Cómo hecho nada? No.
Posaba serenamente su mirada límpida sobre los policías molestos.
—¿No te ha toqueteado a veces, así, digamos, por la bragueta?
—Jamás.
Nada pudieron sonsacarle a aquel que más quería a Gil. Lo amaba en primer lugar como un niño de imaginación rápida y vertiginosa. El crimen le estaba haciendo penetrar en un mundo en el que los sentimientos son violentos; la disposición del drama le ligaba a Gil sin el que tal drama no habría existido. Pero era preciso estar unido al criminal por la más sólida y la más estrecha de las ataduras: el amor. El amor se intensificaba por el esfuerzo que hacía Roger para engañar a la policía. Necesitaba amar para sacar fuerzas de flaqueza, y si al principio la engañó por la simple necesidad de proteger su vida y sus sueños, pronto cayó en la cuenta de que tomar partido contra la policía era, forzosamente, tomar partido a favor de Gil. Deliberadamente, y para acercarse a Gil, cuya magnificencia llegaba entonces a su apogeo (a causa de sus crímenes y de su desesperación), Roger se dedicó a fingir encarnizadamente. De Gil no quedaba dentro de él, a sus pies, sino una sombra acurrucada en el suelo como un perro. Roger quiso ponerle el pie encima. Secretamente le imploró que no huyera, que permaneciera a su lado como el mensajero o el testimonio de un dios oculto. Que al menos la sombra vacile, permanezca inmóvil, vuelva a tumbarse, se estire desde Gil hasta él. Al punto descubrió las astucias del amor, pero aun sabiendo servirse tan bien de ellas, se aferraba al amor que las suscita. Cuanto más cándido parecía, más retorcido era, más puro; es decir, más puros eran su amor y la conciencia de su amor por Gil. Le soltaron por la mañana. La policía sacó la conclusión de que Gil era un loco sádico, peligroso. Empezaron a buscarlo por toda Francia. En el antiguo presidio marítimo Gil eludía la soledad. La hubiera conocido entre la muchedumbre, donde, acorralado, casi monstruoso, se hubiera sentido hinchado, inflado con miembros y ademanes espantosamente reveladores. Dentro del presidio, y en tanto no saliera de él, la certeza de no poder ser descubierto atenuaba su angustia. Podía vivir una vida desconsolada en lo relativo a lo mucho que le estaba vedado, pero no una vida falsa. Con algo de alimento la habría soportado, tenía hambre. Desde los tres días que hacía que se ocultaba, su crimen le daba miedo. Eran atroces sus sueños y también sus despertares. Las ratas le daban miedo, pero pensó seriamente en cazar una para comérsela cruda. Pasada casi instantáneamente su borrachera, se le había revelado en seguida la inutilidad de su crimen. Llegó incluso a experimentar cierta ternura hacia Théo. Recordó su amabilidad de los primeros tiempos, los chatos de vino que habían bebido juntos. Le pidió perdón. Se encontraba socavado por un remordimiento que aumentaba su hambre. Pensaba además en sus viejos. La prensa y la policía los habían, sin duda, puesto al corriente. ¿Qué estaba haciendo su madre?, ¿y su padre? Ellos también eran obreros. Su padre era albañil. ¿Qué pensaba de un hijo que mata a otro albañil en un ataque de odio amoroso? ¿Y los compañeros de escuela? Gil dormía sobre la piedra. Olvidado el cuidado de sus ropas —una camisa, una chaqueta y un pantalón—, estas se le estaban deshaciendo por sí solas, tendían a abandonar a un Gil que, acurrucado, pasaba maquinalmente y con voluptuosidad —no una voluptuosidad de contenido erótico— un dedo ligero, casi mimoso, sobre aquella excrecencia de carne sensible que imaginaba de color rosa pálido y que le había dado ya en otra ocasión el sentimiento de ser un hombre, puesto que le había impedido ser poseído por Théo. Permaneciendo allí, tan fieles, las almorranas le recordaban aquella escena y su presencia fortalecía su conciencia de ser.
«Ya deben de haber enterrado a Théo. Los compañeros no habrán currelado. Todos habrán cotizado para la corona.»
La corona de Gil. Enterramos a Gil. Se acurrucaba, permanecía en un rincón de las murallas, con las rodillas apretadas entre sus brazos. A veces andaba, pero siempre lo hacía sigilosamente, con miedo, misteriosamente, aprisionado a la muralla, como el barón Franck, por una complicada red de cadenas que iban desde su cuello a sus muñecas, a su talle, a sus tobillos y a las piedras del muro. Arrastraba con prudencia aquel metal invisible y pesado y se quedaba asombrado, sin querer, de poderse quitar con tanta facilidad las ropas, el pantalón que hubiera debido abrocharse a lo largo de los muslos y la chaqueta a lo largo de las mangas. Caminaba, en fin, despacito por miedo al espectro, al que podía hacer levantarse ligeramente por un paso demasiado rápido, desplegarse totalmente y a toda vela por el viento, por el más leve jadeo producto de la menor carrera. El espectro se hallaba bajo sus pies, Gil tenía que achatarlo, aplastarlo con su caminar pesado. El espectro estaba en sus brazos, en sus piernas. Gil tenía que ahogarlo moviéndose lentamente. Una vuelta demasiado rápida le hubiera hecho desplegarse de él, abrir un ala, blanca o negra, y sobre todo reclinar sobre la cabeza de Gil su cabeza informe e invisible, y susurrarle luego al oído, al oído mismo de Gil, con voz tonante, las amenazas más terribles. El espectro estaba en él y Gil tenía que impedirle levantarse. De nada le servía haber dado muerte a Théo. Un hombre al que se ha matado está más vivo que en vida. Es más peligroso también. Gil no pensó ni por un segundo en Roger, quien no pensaba sino en Gil. Obstinadamente huían de su mente las circunstancias del drama. Sabía que había matado y que el muerto era Théo. Pero ¿era en verdad Théo? ¿Era cierto que estaba muerto? Gil hubiera debido preguntarle antes: «¿Eres verdaderamente Théo, al menos?». Si le hubiera respondido que sí habría saboreado un inmenso consuelo; aunque, pensándolo bien, no por ello la certidumbre hubiera sido mayor. El moribundo podía responderle adrede, por malicia, para hacerle cometer un asesinato inútil. Théo era un tipo que tal vez le odiaba hasta ese punto, que sentía por Gil un odio metafísico. Gil se tranquilizaba a veces por haber reconocido los millares de minúsculas arrugas de la piel y las delicadas comisuras de los labios de la víctima. Otras veces se ponía a temblar de miedo. Había cometido un crimen que ni siquiera le había reportado ninguna pasta. Ni un céntimo. Era un crimen vacío como un cubo sin fondo. Un error. Gil pensó qué podía hacer para repararlo. Primero, acurrucado en el rincón, agazapado entre las piedras húmedas, con la cabeza baja, trató de destruir su acto descomponiéndolo en gestos que, por separado, eran inofensivos. «¡Abrir una puerta! No está prohibido abrir una puerta. ¿Y coger una botella? No está prohibido. ¿Y romper una botella? No está prohibido. ¿Y colocar las partes cortantes contra la piel del cuello? No es nada del otro mundo, no está prohibido. ¿E hincarlas? ¿Y seguir hincándolas? No es nada del otro mundo. ¿Y hacer que brote un poco de sangre? No está prohibido. Se puede. ¿Y un poco más de sangre, un poco más todavía?…» El crimen podía, pues, quedar reducido a muy poca cosa, quedar reducido a esa medida inaprensible que va de lo permitido hasta aquello que hace —pero bordeando lo permitido y sin poder separarse de ello— que se haya cometido un asesinato. Gil se aplicó encarnizadamente a reducir el crimen, a hacerlo tan tenue como fuera posible. Obligó a su mente a fijar el punto que separa lo «permitido» del «demasiado tarde». Pero no conseguía resolver esta cuestión: «¿Por qué haber matado a Théo?». Continuaba siendo un asesinato inútil, un error, y no se puede reparar un error. Dejando a un lado el primer mecanismo de destrucción del crimen, es, sin embargo, a esto último a lo que se consagró Gil. Pronto, tras algunos rodeos, algunos tropezones en torno a ciertos acontecimientos en su vida, su espíritu se apoderó de esta idea: para reparar este crimen inútil hay que cometer otro (el mismo), pero que sirva. Un crimen que proporcione fortuna, que torne eficaz el precedente (como un acto definitivo) por haber provocado el segundo. ¿A quién podría matar ahora? En resumidas cuentas, no conocía a ningún ricachón. Tendría, pues, que salir al campo, coger el tren, llegar a Rennes, a Paris quizá, donde las gentes son ricas y se pasean por la calle esperando impaciente o apaciblemente que un ladrón los mate. Este destino aceptado por los ricos, su voluntaria espera del crimen, obsesionaban a Gil. En las grandes ciudades le parecía evidente que los ricachones no esperaran sino al criminal que les va a matar y saqueará sus riquezas. En cambio, aquí, en esta aldea y este escondrijo, tendría que arrastrar la mole embarazosa e inútil de su primer crimen. Varias veces se le ocurrió la idea de entregarse a la policía, pero se lo impidió el miedo, que conservaba desde su infancia, a los guardias y a sus uniformes fúnebres. Temió que le fueran a guillotinar inmediatamente. Se enterneció pensando en su madre. Le pidió perdón. Revivió su juventud, el período de aprendizaje con su padre, y luego sus comienzos en los astilleros del sur. Cobrando sentido cada uno de los detalles de su vida, le indicaban que desde siempre había sido designado para un destino trágico. Pronto llegó a la conclusión de que si se hizo albañil, fue para cometer el asesinato. El miedo a su acto —y a un destino tan fuera de lo común— le obligaba a meditar, a reconcentrarse en sí mismo, es decir, a pensar. La desesperación llevaba a Gil a tomar conciencia —o conocimiento de sí—. Pensaba, pero bajo esta forma al principio: en el presidio, mirando al mar, se vio tan lejos del mundo como si hubiese estado repentinamente en Grecia, en lo alto de una roca, meditando en cuclillas ante el mar Egeo. Habiéndole obligado el abandono en que se encontraba a considerar el mundo como exterior a él y a los objetos como otros tantos enemigos, por fin se establecían relaciones entre ellos y él. Estaba pensando. Se veía y se veía grande, muy grande, puesto que se oponía al mundo. Y en primer lugar a Mario, cuyos insomnios adquirían la amplitud de una meditación musical sobre el origen y el fin de los tiempos. La imposibilidad de detener a Gil Turko, de descubrir su escondrijo y la ligazón que presentía entre los dos asesinatos le producía al policía un sordo malestar que él relacionaba místicamente con la amenaza de Tony Cuando Dédé regresó sin haberse enterado de nada en concreto, Mario se dejó llevar por aquella angustia que le había hecho dudar, al salir de la habitación del niño, si debía bajar o no las escaleras. Dédé reparó en aquella ligera vacilación. Le dijo:
—De todos modos, no tienes nada que temer: no se atreverá.
Mario se tragó la palabrota. Si procuraba salir solo, sin que le acompañara su habitual compañero (aquel joven policía que hacía exclamar a Dédé entusiasmado: «Los dos juntos formáis un hermoso par», erigiéndolos de este modo a los ojos del chiquillo en un potente atributo sexual), era para borrar la vergüenza de aquel primer impulso de miedo y también con la esperanza de conjurar el peligro por miedo de su audacia. Así pues, Mario decidía salir por la noche, en plena niebla, donde un crimen se comete en un santiamén. Caminaba entonces con paso firme, las manos en los bolsillos de la gabardina, o bien ajustando perfectamente a sus dedos los guantes de cuero oscuro. Este simple gesto le ligaba al aparato invencible de la policía. La primera vez salió sin revólver, confiando en que con ayuda de este definitivo gesto de candor, de esta pureza, desarmaría a los estibadores que querían su pellejo; pero al día siguiente cogió el arma que aumentaba lo que él llamaba su cotización y que representaba su confianza en un orden cuyo símbolo es el revólver. Para encontrarse con Dédé trazaba en el vaho de las vidrieras de la comisaría el nombre de una calle que tendría que descifrar al revés, al pasar, el pequeño soplón, cuya ingenuidad se obstinaba en buscar dónde podría reunirse el tribunal de maleantes encargado de juzgar al policía. En cuanto a Gil, partiendo de su acto, a fin de justificarle, de convertirlo en inevitable, recorría hacia atrás su vida. Procediendo así: «Si no me hubiera encontrado a Roger…, si no hubiera venido a Brest…, si etc.», llegaría a la conclusión de que aunque el crimen había salido de su brazo, de su cuerpo, y del curso entero de su vida, tenía su fuente fuera de él.
Esta manera de entender su acto sumía a Gil en el fatalismo, era un obstáculo más a aquel deseo de superar el crimen aceptándolo deliberadamente. Una noche salió por fin del presidio. Consiguió llegar a casa de Roger. La oscuridad era total, espesada aún más por la niebla. Brest dormía. Sin equivocarse, después de hábiles rodeos, Gilíes llegó hasta Recouvrance sin encontrarse con nadie. Ya ante la casa se preguntó con inquietud cómo dar a conocer a Roger su presencia. De súbito, impaciente por conocer si tendría éxito su truco, por primera vez en tres días sonrió ligeramente y ligeramente silbó:
«Es un jovial bandido
que de nada se espanta.
Su voz en la maleza
enternece a la pasma…»
En el primer piso se abrió despacio una ventana. La voz de Roger cuchicheó:
—Gil.
Gil se acercó cautelosamente. Al pie de la pared, con la cabeza alzada, silbó, más suavemente todavía, el mismo estribillo. La niebla era demasiado espesa para que pudiera ver a Roger.
—Gil, ¿eres tú?… Soy Roger.
—Baja. Tengo que hablarte.
Con infinito cuidado Roger cerró la ventana. Instantes después abría la puerta. Estaba en camisa y descalzo. Sin hacer el menor ruido, Gil entró.
—Habla muy bajito porque mi vieja a veces no duerme. Paulette tampoco.
—¿Tienes algo que jalar?
Se encontraban en la sala principal, donde dormía la madre, cuya respiración oían. En la sombra, Roger asió la mano de Gil y le susurró:
—No te muevas de ahí; voy a buscarlo.
Corrió suavemente la tapa de la artesa y volvió con un trozo de pan que puso a tientas en la mano de Gil, inmóvil en medio de la sala.
—Oye, Roger, ¿por qué no vienes a verme mañana?, ¿quieres?
—¿A dónde?
Las réplicas eran tan sólo un aliento que circulaba de una boca a la otra.
—Al presidio marítimo. Estoy escondido allí. Pasas por la puerta del Arsenal. Te espero hacia la noche. Pero no te dejes ver.
—Sí, cuenta conmigo, Gil.
—¿No ha habido nada más? ¿Te han preguntado los polis?
—Sí, pero no he dicho nada.
Roger se acercó más. Cogió a Gil por ambos brazos y le susurró:
—Te lo juro. Iré.
El pequeño albañil se arrimó al chico y con el aliento en sus ojos quedó tan turbado como si le besara en las mejillas o en los labios. Dijo:
—Hasta mañana.
Roger abrió la puerta de la calle con la misma prudencia. Gil salió. En el umbral retuvo un instante a Roger y le preguntó después de un momento de vacilación:
—¿La diñó?
—Ya te contaré mañana.
Sus manos se separaron en la oscuridad y, de puntillas, Gil volvió al presidio marítimo, devorando a dentelladas el pedazo de pan.