Cuando hubieron llegado al final de la calle, Robert tiró espontáneamente a la izquierda, en dirección al burdel, y Querelle a la derecha. Iba apretando los dientes. Delante de Dédé, su hermano, ebrio de rabia, casi a media voz, le había dicho:

—Guarro. Te dejas dar por culo por Nono. ¿Por qué tuvo que traerte aquí tu jodido barco? ¡Basura!

Querelle se puso lívido. Se quedó mirando fijamente a Robert:

—He hecho cosas peores. Hago lo que me da la gana. ¡Y lárgate si no quieres que te demuestre lo que es una basura!

El chico se quedó quieto. Esperaba que Robert defendiera hasta la muerte su honor perdido. Los dos hombres lucharon. No obstante, al volverse Querelle a la derecha, iba ya buscando un motivo que le permitiera lanzar su desprecio a la pálida faz de su hermano, para que con ello, estando ambos en paz en lo que respecta a ese odio aparente —pero no por ello menos real—, pudiera unirse a él en su interior. Con la cabeza alta, erguida, inmóvil, con la mirada fija, los labios violentamente apretados, los codos pegados al cuerpo, en fin, poniendo unos andares más tensos, más estirados, se dirigió, haciendo un esfuerzo para que su paso fuese más elástico, en dirección a las murallas, y más concretamente, a la muralla donde tenía enterradas las joyas. A medida que se acercaba, iba desapareciendo su amargura. No se acordaba ya con exactitud de las audaces proezas que le habían puesto en posesión de las joyas, pero estas joyas —bastaba para ello su proximidad— constituían la prueba concluyente de su valor y de su existencia. Llegado al talud situado frente a la muralla sagrada, invisible a causa de la niebla, Querelle, con las piernas abiertas y las manos en los bolsillos del impermeable, se quedó inmóvil: se encontraba junto a uno de aquellos focos encendidos por él sobre la superficie del planeta, arropado en su suave resplandor. Siendo su riqueza un refugio donde hallaba un bienestar en potencia, Querelle dejaba ya beneficiarse de ella a su hermano odiado. Una cierta preocupación ensombrecía su vida: el hecho de que Dédé hubiera presenciado la pelea, no por vergüenza ante el chiquillo, sino por el vago temor a que careciera de discreción. Querelle sabía que era ya célebre en Brest.