Los dos hermanos se estaban peleando desde hacía cinco minutos. No sabiendo de dónde agarrarse, puesto que cada uno desbarataba los gestos del otro previniendo la llave, hicieron primero algunos movimientos de aproximación ridículamente vacilantes. Más que querer pelearse parecían huirse, evitarse con mucho talento. La concordancia cesó. Querelle resbaló torpemente y pudo asirse a la pierna de Robert. Fue a partir de este instante cuando el combate se tornó frenético. Dédé se había apartado, para probar al hombre que germinaba y dormitaba en él, queriendo desarrollarse, que no se debe intervenir en un arreglo de cuentas de hombre a hombre. La calle era estrecha y sombría, pero algunos movimientos rencorosos de ambos hermanos la habían bañado en una luz cruel que percibía Mario. La calle se transformaba en un pasaje de la Biblia en el que dos hermanos, dirigidos por dos dedos de un dios único, se insultan y se matan por dos razones que en realidad son una sola. Para Dédé, la calle estaba cortada del resto de Brest. Esperaba que se escapase un alma. Los dos hombres luchaban en silencio y con furia que aumentaba a medida que los iba exaltando el silencio, al no dejarles oír sino el ruido de sus momentos de respiro y el de sus instantes de concentración, el resoplido de sus hocicos; aumentaba además a medida que crecía su cansancio, exponiéndolos a ambos a su pérdida, a entregarlos al golpe artero y definitivo asestado lentamente, casi con ternura, que mataría por agotamiento al vencedor. Tres estibadores miraban, fumando un cigarrillo. Secretamente, en su fuero interno, apostaban alternativamente por uno u otro. Era difícil mantener cualquier pronóstico, tan parejo parecía el vigor de los combatientes, igualdad que acentuaba aún más su parecido, que equilibraba la batalla y la hacía armoniosa como una danza. Dédé miraba. Aunque conocía la musculatura en reposo de su tronco, desconocía su eficacia en la pelea —sobre todo contra Querelle, a quien nunca había visto pelear—. Querelle se acurrucó de repente y con la cabeza baja arremetió contra el vientre de Robert, quien derribó a su hermano de espaldas. Fue al decidirse a golpear a su hermano cuando Robert conoció el más puro instante de libertad, brevísimo instante en que se hallaba apenas la posibilidad de elegir el combate o rechazarlo. A un lado de la pareja enzarzada cayó la boina del marinero, al otro la gorra de Robert. Con el fin de tener la razón de su parte, con el fin de justificar su lucha, a Robert se le ocurrió la idea de proclamar muy alto, en el fragor del combate, su desprecio por su hermano. La primera palabra que le vino a los labios fue: «Asqueroso dao por culo.»
Pero lo expresó sólo con un gruñido. Todo un discurso confuso, embrollado en su aliento, afluía a su mente:
«¡Dejarse dar por culo por un patrón de burdel! ¡Cacho cabrón! Y se atreve a fanfarronear encima. Deja que le tabiquen el trasero y aún se toma por un duro. ¡Estoy listo con un hermano que se deja atiborrar el culo!»
Osaba pensar por primera vez las palabras obscenas que nunca había podido acostumbrarse a pronunciar ni a escuchar.
«¡Estoy arreglado, estoy arreglado! ¡Y la cara de satisfacción que ponía el cabrón de Nono cuando me lo estaba contando!»
Los tres estibadores se retiraron. Dédé vio durante un instante la cabeza de Robert apretada entre los gruesos muslos de Querelle, quien la aporreaba con los puños. De repente, un pie de Robert, calzado con zapatillas de fieltro, dio un golpetazo violento en la cara de Querelle, cuyos muslos se entreabrieron. Dédé vaciló un segundo; después recogió el gorro del marinero en primer lugar. Lo sostuvo un momento en la mano y lo puso sobre el mojón. Si Robert era vencido no había que añadir a su pena la tristeza de ver a su amiguito, con cara desconsolada, engalanarse con aquel gorro flamante que le iluminaba con la potencia de un foco; ni de ver al chico ofrecerle al vencedor, a modo de corona, un tocado tan significativo. Su vacilación apenas había durado un instante; sin embargo, al encerrarse en ella toda una liberación, asombró a Dédé. Se quedó sorprendido y la elección le causó una impresión a un tiempo penosa —como un desgarro— y casi voluptuosa. Se quedó estupefacto al tomar conciencia —habiendo tenido que decidirse ante algo aparentemente trivial— de que aquel hecho fuese importante. Su importancia estribaba en la conciencia de su libertad que le había sido revelada al niño. Pensó. Al besar a Mario, la víspera, había roto con la muelle secuencia de un movimiento iniciado hacía mucho tiempo, y aquel primer acto de audacia le permitía vislumbrar la libertad, le embriagaba y le daba fuerzas para intentar un segundo acto. Pero esta tentativa (lograda) de libertad hizo retroceder al hombre que, ya lo hemos dicho, dormitaba en Dédé y que no era sino el parecido que perseguía, algo de Mario y, sobre todo, de Robert. En efecto, Dédé había conocido a Robert cuando este trabajaba en los almacenes portuarios. Juntos habían llevado a cabo algunos robos en los depósitos, y cuando Robert dejó de ser estibador para hacerse chulo, Dédé le había ocultado su relación con el policía. Hay que añadir, sin embargo, que a causa de su antigua amistad, y por respeto hacia su éxito, Dédé no había pensado nunca en espiar a Robert; pero se las arreglaba para sonsacarle informes para Mario. La calle se iluminaba con sus gestos fraternales surcados de reflejos, se oscurecía por la fuerza de su odio, de toda la negrura de sus gestos invisibles, de su aliento. Querelle se había enderezado. Dédé miraba su lomo como un resorte. Una voz burlona, aunque admirativa, exclamó:
—¡Le echa mano al trasero!
Bajo la tela azul del pantalón, Dédé adivinaba el funcionamiento y la resistencia de aquellos músculos que conocía por los de Robert. Sabía las reacciones de las nalgas, de los muslos, de las pantorrillas. Veía, a pesar de la tela de la marinera, el dorso repujado, los hombros y los brazos. Querelle parecía pelearse contra sí mismo. Se habían acercado dos mujeres. Al principio no dijeron nada. Apretaban contra ellas sus capazos de provisiones y sus colines de pan. Finalmente, se decidieron a preguntar por qué luchaban los dos hombres:
—¿Qué pasó? ¿Sabéis qué ha pasado?
Pero ellas no sabían. Nadie sabía nada. Luchaban por razones familiares. Las mujeres no se atrevían tampoco a seguir su camino, estando la calle cortada por la refriega; sus ojos estaban fascinados por aquel nudo de machos sudorosos y despeinados. El parecido de los dos hermanos era cada vez mayor. La crueldad de la mirada había desaparecido de su rostro. Sólo era visible, a primera vista, la fatiga y la voluntad —no de vencer, sólo la voluntad—, una especie de encarnizamiento por no abandonar la lucha que era a la vez una unión. Dédé seguía tranquilo. Consideraba poco importante cuál de los dos fuese el vencedor, ya que, en cualquier caso, sería siempre el mismo cuerpo y el mismo rostro el que se enderezaría, se sacudiría las mismas ropas desgarradas y polvorientas y se atusaría con la mano, desaliñadamente, antes de ponerse una u otra gorra, los cabellos despeinados. Aquellos dos rostros tan exactamente idénticos acababan de entablar una lucha heroica e ideal —de la que el combate no era sino la grosera proyección visible ante la mirada de los hombres— por la singularidad. Más que destruirse parecían querer unirse, confundirse en una unidad mediante la cual, de aquellos dos ejemplares, saldría un animal mucho más raro. El combate que libraban se parecía más a una lucha amorosa en la que nadie osaba intervenir seriamente. Se adivinaba que los dos combatientes se habrían unido contra el mediador, que —en el fondo— no hubiera deseado intervenir sino para participar en aquella orgía. Oscuramente, Dédé lo comprendió así. Experimentó celos de los dos hermanos por igual. Pero una gran resistencia se oponía a sus esfuerzos. Se contorsionaban, se deshacían, para asimilarse mutuamente: su doble resistía. Querelle era el más fuerte. Cuando estuvo totalmente seguro de dominar a su hermano, le susurró al oído:
—Repítelo, anda, repítelo.
Robert jadeaba bajo la presión resuelta, entre los anillos, imposibles de aflojar, de los músculos de Querelle. Miraba al suelo. Estaba mordiendo el polvo. El otro, con llamas, humo y rayos en los ollares, en la boca y en los ojos, le susurraba sobre la nuca:
—Repite.
—No lo repito.
Querelle tuvo vergüenza. Sin dejar de aprisionar entre sus anillos el cuerpo y las piernas de su hermano, golpeó más fuerte por la vergüenza sentida por haber golpeado. No contento con haber vencido al enemigo, sino habiéndolo además humillado, se encarnizó con él para acabar con quien, tumbado en el polvo o erguido, le odiaba. Arteramente, Robert sacó un cuchillo. Una mujer lanzó un grito y toda la calle se asomó a las ventanas. Iban apareciendo mujeres despeinadas, en enaguas, los pechos casi visibles, desbordantes, precipitados sobre los antepechos de las balaustradas de los balcones. Se sentían sin fuerzas para apartarse del espectáculo, ir hasta el fregadero a buscar un cubo de agua para arrojarlo sobre aquellos machos como se arroja sobre los perros lúbricos anudados por el furor. El mismo Dédé sintió miedo; pero tuvo la fanfarronería de decir a los estibadores que estaban acaso a punto de intervenir:
—Pero dejadlos. Palabra, son hombres. Son hermanos, ellos saben lo que tienen que hacer.
Querelle se zafó. Estaba en peligro de muerte. Por primera vez en su vida el asesino se veía amenazado y sintió incubarse en él un embotamiento profundo contra el que tuvo que luchar. Sacó a su vez su cuchillo y, retrocediendo contra la pared, dispuesto a saltar, lo mantuvo abierto en su mano.
—¡Dicen que son hermanos! ¡Hay que separarlos!
Pero la gente de la calle, que seguía atentamente desde los balcones, no podría escuchar un diálogo más emocionante que el que ambos mantenían:
—«Estoy pasando un río cubierto de encajes. Ayúdame, estoy abordando en tu orilla…»
—«Será difícil, hermano mío: ofreces demasiada resistencia…»
—«¿Qué estás diciendo? Apenas puedo oírte…»
—«Salta sobre mi sonrisa. Agárrate. No te preocupes por tu sufrimiento. Salta.»
—«¡No te escapes!»
—«Estoy aquí.»
—«Habla más bajo ¡Ya estoy contigo!»
—«Te amo más que a mí mismo. Sólo finjo odiarte. Mis querellas me separan de ti hacia donde me llama una dulzura demasiado peligrosa. Mi risa es el sol que devora las tinieblas que has levantado en mí. He acribillado la noche a puñaladas. Acumulo barricadas. Mi risa me aísla, me aleja de ti. Eres hermoso.»
—«¡Tú lo eres tanto como yo!»
—«¡Calla! Nos arriesgamos a disolvernos en una unidad demasiado exactamente precisa. Arrójame tus perros y tus lobos.»
—«Es inútil. Cada querella te embellece, te dota de un estallido doloroso.»
—«No te desanimes. Trabaja.»
Sonaron las trompetas.
—¡Se van a matar!
—Venga, los hombres, ¡separadlos!
Gemían las mujeres. Los dos hermanos se observaban con el cuchillo en la mano y el cuerpo erguido, apacible casi, como si fueran a caminar pausadamente uno hacia el otro, para intercambiar, con el brazo alzado, el juramento florentino que sólo se pronuncia con un puñal en la mano. Iba acaso a hendirse la carne para coserse el uno al otro, para injertarse. Apareció una patrulla al final de la calle.
—¡La «pasma»! Rápido, quitaos de en medio.
Al tiempo que con voz sorda y apresurada decía esto, Mario se había abalanzado contra Querelle, quien intentó rechazarle, pero Robert, tras mirar en dirección a la patrulla, cerró el cuchillo. Estaba temblando. Algo intranquilo, con voz jadeante, dirigiéndose a Dédé —pues la intervención de un mediador seguía siendo indispensable— le dijo:
—Dile que se largue.
A la vez que se desembarazaba de un golpe, puesto que el tiempo urgía, de todo el protocolo trágico impuesto por el rigor teatral, como un emperador que lanzara invectivas directamente al enemigo, por encima de los circunloquios de la etiqueta guerrera, por encima de la barrera de generales y ministros, se dirigió directamente a su hermano. Con una sequedad y una seriedad que sólo Querelle podía comprender y en las que se encerraba una familiaridad secreta que excluía del debate a los mantenedores y a los espectadores, dijo:
—Píratelas. Ya iré a buscarte. Zanjaremos esto más tarde. A Robert se le ocurrió por un momento la idea de afrontar solo a la patrulla, pero esta se acercaba a una velocidad peligrosa. Dijo:
—Está bien. Ya me ocuparé de ello.
Partieron ambos sin hablarse, sin ni siquiera mirarse; por la acera opuesta, del lado libre de la calle, Dédé seguía a Robert en silencio. Miraba a veces a Querelle, cuya mano derecha estaba ensangrentada.
Frente a Robert, Nono recobraba su auténtica virilidad, que perdía algo ante Querelle. No quiere ello decir que hiciera suyos el alma o los ademanes de un marica, sino que al lado de Querelle, olvidándose del hombre que ama a las mujeres, se bañaba en esa atmósfera especial que evoca siempre un hombre que ama a los hombres. Entre ellos, para ellos dos solos, se establecía un mundo (con sus leyes y sus relaciones secretas, invisibles) del que la idea de mujer estaba desterrada. En el momento del goce cierta ternura había turbado las relaciones de los dos machos, sobre todo por lo que respecta al patrón. Ternura no es la palabra exacta, pero expresa mejor la mezcla de agradecimiento hacia el cuerpo del que se extrae el placer, de dulzura que os derrite cuando el placer se acaba, de laxitud física, de asco incluso que os ahoga y os alivia, os sumerge y os hace bogar, y en fin, de tristeza; y esta pobre ternura, emitida como un relámpago gris y tenue, continúa alterando suavemente las simples relaciones físicas entre machos. No es que estas se transformen en algo que se acerque al verdadero amor entre hombre y mujer o entre dos seres de los que uno es femenino, sino que la ausencia de la mujer dentro de ese universo obliga a los dos machos a extraer de sí mismos un poco de femineidad: a inventar a la mujer. No es el más débil, o el más joven, o el más tierno el que tiene más éxito en la operación, sino el más hábil, que a menudo suele ser el más fuerte y el de más edad. Ambos hombres quedan unidos por una complicidad que, nacida de la ausencia de mujer, suscita a la mujer, que los une precisamente por su carencia. A este respecto, en sus relaciones no había nada fingido, ni necesidad alguna de ser otra cosa que lo que eran: dos machos muy viriles que sienten celos tal vez, que se odian, pero que no se aman. Sin apenas premeditación, Nono le había confesado todo a Robert. La especie de alivio que sentía, el hecho de no sentir más rabia al recordar el breve diálogo entre los dos hermanos: —«Me gusta más tu trabajo». —«No siempre es muy divertido», es evidente que la confesión era la eclosión de una vergüenza que lo obsesionaba desde aquella famosa noche. Nono nunca había intentado tirarse a Robert. Robert, conocedor de las reglas del juego, nunca le había pedido pasarse por la piedra a la patrona. Por otra parte, aunque venía al burdel como cliente, sólo se fijó en Madame Lysiane cuando esta ya le hubo elegido. Al comprobar la indiferencia de Robert ante la idea de que su hermano se acostaba con Nono, este experimentó una enorme alegría. Deseaba inconscientemente que Robert se uniera más a él, reconocerle por cuñado. Dos días más tarde le confesó todo. Al principio con prudencia:
—Creo que he ganado. Con tu hermano esto va que arde.
—Me extraña mucho.
—Palabra. Pero no lo digas, ni siquiera a él.
—No es que me importe, pero no me vas a hacer creer que has conseguido metérsela.
Nono se echó a reír, molesto y triunfante a la vez.
—De veras, ¿lo has conseguido? Me extraña mucho, sabes.
Madame Lysiane era buena y dulce. A la dulzura sabrosa de su carne pálida se añadía la bondad de la mujer cuya función esencial consiste en velar por los viciosos, tratándoles como a enfermos encantadores. Encarecía a sus «niñas» que fueran ángeles para con aquellos señores: para con el funcionario de la subprefectura, al que le gustaba que Carmen le chupase la mermelada; para con el antiguo almirante que se paseaba desnudo, cloqueando, con una pluma en el trasero, perseguido por la habitación por Elyane, vestida de granjera; un ángel para con el señor procurador que quería que le acunaran; un ángel para con el que se encadena al pie de la cama y ladra; un ángel para con aquellos señores rígidos y secretos que con la dulzura del burdel y el apostolado de Madame Lysiane se desnudaban hasta el alma, mostrándonos que esta encierra la riqueza y la belleza de un paisaje mediterráneo. Alzando los hombros, Madame Lysiane se decía a veces a sí misma:
«Menos mal que hay viciosos, señoritas; porque si no los feos no podrían conocer el amor.» Era buena.