Gil dormía acostado boca abajo. Como todos los domingos por la mañana se despertó tarde. Aunque normalmente ese día se les pegaban las sábanas, algunos obreros se habían levantado. El sol, alto ya, horadaba la niebla. Simultáneamente a una imperiosa necesidad de mear, Gil experimentó en primer lugar el angustioso sentimiento de tener que afrontar aquella jornada cuya atmósfera sabía compuesta con vergüenza y, para tragársela lo antes posible, abrió de par en par la boca. Aplazó el momento de levantarse. Que procure sobre todo ser parco en ademanes, ya que necesita inventar todo un sistema para iniciarse en una vida que a partir de ahora se va a desarrollar bajo el signo del desprecio. Así pues, a partir de esta mañana, se verá obligado a dar los primeros pasos de unas nuevas relaciones con los compañeros del tajo. Estirado bajo las sábanas, permaneció inmóvil. No para volver a dormirse, sino para pensar mejor en lo que le esperaba, para «hacerse» a la nueva situación, para pensarla primero a fin de que su cuerpo se fuera haciendo a ella. Poco a poco, cerrados los ojos como si estuviera durmiendo, con la esperanza de dar el pego si todas las miradas estaban pendientes de su despertar, se dio la vuelta en la cama. Un rayo de sol procedente de la ventana caía de lleno sobre sus mantas, en las que se habían posado infinidad de moscas zumbonas. Sin haber visto con detalle de qué se trataba, Gil comprendió que suponía la violación de un secreto. Con la naturalidad de que fue capaz, atrajo bajo las sábanas el calzoncillo, que, manchado en la horcajadura de un poco de sangre y de mierda, con la ayuda del sol, atraía a las moscas. Estas se echaron a volar con un zumbido infernal que llenó el silencio de la sala, señalando la infamia de Gil, proclamándola majestuosa y solemne con música de órgano. Gil estaba seguro de que Théo seguía vengándose. Había debido de dar con aquel calzoncillo asqueroso en el morral de Gil. Mientras el joven albañil dormía, lo habría enseñado. Los muchachos del astillero habían contemplado gravemente y en silencio los preparativos, dándoles su aprobación porque Théo era violento y porque les permitían sentir mejor su propia realidad. Al fin y al cabo no les parecía mal retroceder hasta lo ignominioso a un muchacho contra el que no tenían suficientes motivos de desprecio. Y el sol y las moscas, con los que Théo no había contado, acababan de dar más pompa al asunto. Sin levantarla de la almohada, Gil volvió la cabeza hacia la izquierda: sintió bajo su mejilla un objeto duro. Con mucha precaución, lentamente, estiró la mano y bajo las sábanas, contra su pecho, apretó una enorme berenjena. La tenía en su mano, hermoso objeto, espantosamente gordo, violeta y redondo. Toda la malicia de Gil —malicia puesta de manifiesto por sus músculos enjutos bajo la epidermis lisa y blanca, por la fijeza sin objeto de sus ojos verdes, por su falta de inteligencia, por su boca incómoda al sonreír, por su sonrisa nunca abierta del todo y negándose a enseñar otros dientes que no fueran los incisivos, tensa como un elástico cruel que os abofeteara al replegarse, por sus cabellos recios, pálidos y ralos, por sus silencios, por el timbre puro y gélido de su voz, por todo aquello, en fin, que hacía decir de él: «Es un colérico»—, la malicia de Gil quedó herida, magullada hasta el enternecimiento, hasta hacer que el mismo chiquillo llorara por ella. Se estaban ensañando tanto en ella que se derretía, se tornaba cálida, tierna, lastimosa, a punto de expirar. Desde el dedo gordo del pie hasta el borde de sus ojos secos, profundos sollozos sacudían el cuerpo de Gil y disolvían todos sus elementos de crueldad. La necesidad de orinar era cada vez más intensa. Concentraba toda la atención de Gil en su vejiga, pero para ir a las letrinas tendría que levantarse, y atravesar el cuarto erizado de dardos sarcásticos. Permanecía acostado, pendiente de aquella violenta necesidad fisiológica. Por fin se decidió a vivir en la vergüenza. Sus gestos fueron ya torpes para apartar las sábanas. Le flaqueó la muñeca sobre los pliegues, sin que la mano pudiera apretarlos —el puño le estaba vedado— con la humildad de una frente cristiana, pecador inclinado sobre su cuello cuya piel es cenicienta, indigna de cualquier resplandor. Levantó con humildad la cabeza sin mirar a su alrededor y prácticamente a tientas recogió los calcetines y se los puso sin descubrir sus piernas. Casi frente a él la puerta se abrió. Gil no alzó la vista.

—Hace frío, muchachos.

Era la voz de Théo que volvía. Se acercó a la estufa donde estaba puesta a calentar una tetera con agua.

—Ese agua ¿es para la sopa? ¿No es una barbaridad?

—No es para la sopa, es para afeitarme —respondió alguien.

—¡Ah, perdona, creía que sí!

Con fingida amargura en la voz prosiguió:

—La verdad es que no se puede hacer demasiada sopa. Va a haber que apretarse algo el cinturón. Yo no sé lo que ocurre, pero no se encuentran legumbres.

Gil se sonrojó al tiempo que oía cuatro o cinco risas sarcásticas. Uno de los albañiles más jóvenes replicó:

—Es porque no sabéis buscarlas.

—¿Tú crees? —dijo Théo—. Sin coñas, ¿tú puedes encontrarlas? ¿No serás tú, por casualidad, el que las esconde?

Hubo carcajada general. El mismo albañil respondió riendo:

—No te equivoques conmigo. Yo no hago ese tipo de cosas.

Parecía que aquel diálogo no iba a terminar nunca. Gil se acababa de poner los calcetines. Alzó la cabeza y se quedó inmóvil un instante, en cuclillas sobre la cama y con los ojos fijos al frente. Comprendió que le iba a hacer la vida insoportable, pero ya era demasiado tarde para pelearse con Théo. Ahora sería contra todos los albañiles contra los que tendría que luchar. Todos le habían hecho el vacío. Estaban excitados por un enjambre de moscas esparcidas al sol en un canto de alegría. Su malicia tenía que tomar venganza: todos los albañiles debían morir. Gil pensó en prender fuego al barracón. Semejante idea se le fue de la cabeza en seguida. Su malignidad, su rabia, no podían soportar más la espera. Tenían que manifestarse mediante un gesto, aunque ese gesto estuviera dirigido hacia el interior de Gil y le produjera una hemorragia interna. Théo dijo de nuevo:

—¡Qué se le va a hacer! Hay fulanos a los que les gusta eso. Quieren jalar por cierto agujero.

Las ganas de mear iban en aumento. Cobraban la violencia que activa las máquinas de vapor. Gil tenía que ser breve. Se daba cuenta inconscientemente de que todo su valor, su audacia, residían en la necesidad de ser breve y tenso para cumplir con una obligación imperiosa. Al sentarse en la cama con los pies en el suelo se le humanizó la mirada y lentamente, como un rayo de luz, se posó sobre Théo.

—Te has empeñado, ¿verdad, Théo?

Se le crisparon los labios al pronunciar esta última palabra, y movió suavemente la cabeza.

—¿Te has empeñado? ¿Me vas a estar chorreando durante mucho tiempo?

—Chato, no me gustaría. Preferiría mejor que el chorro me viniese pronto.

Y una vez que se hubieron extinguido los estremecimientos de la risa socarrona que semejante réplica había suscitado en cada uno de los albañiles, prosiguió:

—Si alguna vez tienes ganas de tomar, a mí no me disgusta dar.

Gil se irguió. Estaba en mangas de camisa. Descalzo, se acercó hasta donde estaba Théo, luego se volvió y mirándole de frente, pálido, glacial, terrible, dijo:

—¿Me darías por el culo? ¿Tú? Pues venga, lánzate, ¡no te rajes!

Y con un solo movimiento se volvió, alzó su camisa y se inclinó, ofreciéndole las nalgas. Los albañiles miraban. Ayer, sin ir más lejos, Gil era un obrero como los demás, ni más ni menos que los demás. Nadie le tenía odio, sino más bien simpatía. No vieron el rostro desesperado del niño. Rieron, Gil se levantó y recorriéndolos con la mirada les dijo:

—¿Os hace gracia, estáis empeñados en dejarme solo? ¿Hay alguien que quiera metérmela?

Estas palabras fueron pronunciadas con una voz estridente, áspera. Representaba la escena como una operación fantástica, y dentro de ese niño, un personaje mágico cumplía un rito tan audaz como el de las brujas, donde la obscenidad es necesaria para conseguir la cura. Delante de los albañiles volvió a hacer el mismo gesto, acentuándolo aún más al separarse las nalgas con las dos manos, y gritando con voz dolorida dirigida hacia el suelo como un humo demasiado pesado:

—¡Animaos! ¿Os excita saber que tengo almorranas? Pues entonces, ¡venga!, ¡al ataque! ¡Meteos en la mierda!

Se enderezó. Estaba rojo. Se le acercó un muchacho alto:

—No sigas. Si tienes problemas con Théo, eso a nadie le importa.

Théo se rio con sarcasmo. Gil se quedó mirándole fríamente y le dijo:

—Nunca has podido poseerme y eso es lo que te trae loco.

Giró sobre sus talones. En mangas de camisa, con sus pies descalzos, volvió junto a su cama, donde siguió vistiéndose en silencio. Salió. Había cerca de las barracas un pequeño cobertizo de tablas donde los albañiles guardaban las bicicletas. Gil entró. Se acercó a su bici. Tenía el cuadro amarillo. Le relucía el níquel. A Gil le gustaba de su bici la curva del manillar de carreras que le obligaba a inclinarse, le gustaban sus cámaras, las llantas de madera, los guardabarros. La limpiaba todos los domingos, y algunas veces entre semana, al volver del trabajo por la noche. Con el pelo sobre los ojos y la boca entreabierta aflojaba las tuercas, desataba la cadena, desmontaba la bici apoyada sobre la silla y el manillar. Aquella ocupación dotaba a Gil de su verdadero sentido. Cada gesto era perfecto, ya fuera ejecutado con un trapo grasiento o con una llave inglesa. En cuclillas sobre las corvas o inclinado sobre la rueda libre a la que hacía girar, Gil se transfiguraba. Irradiaba precisión y delicadeza en cada movimiento. Se acercó, pues, a su bici, pero en cuanto hubo puesto su mano en el sillín, se sintió avergonzado. Hoy no le era posible ocuparse de ella. No era digno de ser aquello en lo que su bici le transformaba. La volvió a adosar a la pared y salió dirigiéndose a los maderos. Cuando se hubo limpiado, Gil se pasó la mano por entre las nalgas para palparse la ligera excrecencia de las almorranas y se sintió feliz de poseer allí, bajo su mano, el signo y el objeto de su rabia y su violencia. Siguió tocándolo despacito, con la punta del dedo índice. Se sentía feliz y orgulloso de saber que disponía de aquella protección. Era un tesoro al que debía reverenciar religiosamente, ya que le brindaba la ocasión de ser él mismo. Hasta nueva orden, sus almorranas eran él. Los amores más sanos, esos «contactos de epidermis» no son tan claros y luminosos como se dice. Si de repente, el joven nadador de la playa se levanta hacia la hermosa chica desnuda que lo acaricia como a nosotros la bragueta o el pulgar de un soldado, el contacto de su pecho, o de sus caderas, el hueco de su nuca, contienen una región de sombra que suele devorar la razón del nadador. Más allá sólo queda un deseo oscuro. Así que nada impedirá que nos internemos en esa zona oscura donde sucumbe nuestra razón si debemos conocer la felicidad. No hablamos de la apariencia de misterio que puede sostener un ritual repetido, sino de las regiones sombrías que la imaginación descubre, en la cuales la penetración de nuestra mirada no llega a apartar las tinieblas, a medir la profundidad; en frente de las cuales nos captura el vértigo. En ellas nos perdemos para ahí elaborar los ritos de un culto eterno. Habiéndose puesto el sol hacia el atardecer de aquel mismo día, la niebla amortajó la ciudad. Gil estaba seguro de encontrar a Roger en la explanada. Callejeó durante algunos minutos. A las cuatro de la tarde las tiendas estaban iluminadas. La rue de Siam espejeaba suavemente. Paseó durante algunos minutos, casi solo, por el Cours Dajot. No había tomado aún decisión alguna. No tenía una idea clara de lo que iba a ocurrir una hora más tarde, pero la angustia apesadumbraba por entero su visión del mundo. Caminaba por un universo de formas todavía embrionarias. Para acceder al luminoso mundo en el que la gente se atreve, parecía ineludible una punzada de estilete. Perdonad un paréntesis: si el asesinato con ayuda de un instrumento agudo, acerado o simplemente pesado es capaz de aliviar al asesino al reventar una especie de odre inmundo que le mantiene prisionero, parece que el veneno no puede otorgar la misma liberación. Gil se asfixiaba. Al conferirle el don de la invisibilidad, la niebla le permitía cierto reposo, pero no podía aislarle del ayer ni, sobre todo, del mañana. Con un poco de imaginación, Gil hubiera podido destruir lo ocurrido, pero siendo seca su malignidad, carecía de imaginación. Mañana y el resto de sus días tendría que vivir en el desprecio.

«¿Pero por qué no le partí la jeta en el acto?»

Furioso, se repetía esta frase vacía de cualquier inflexión interrogativa. Veía la jeta burlona y perversa de Théo. Dentro de los bolsillos se le apretaban bruscamente los puños y las uñas mordían en sus palmas. Aunque no era capaz de interrogarse ni de responder, sabía encaminar su pensamiento desolado de tal modo que al llegar cerca de la balaustrada, en el lugar más desierto de la plaza, su mente desembocaba en el momento más humillante para él. Volvía entonces la cabeza del lado del mar y en alta voz, pero retrayendo su garganta sobre sí mismo de modo que sólo emitiera un grito ronco, gritaba:

—¡Ah!

Por algunos instantes se sentía aliviado. Su sombrío mal volvía a apoderarse de él dos pasos más adelante.

«¿Por qué no le partí la jeta a ese cerdo? No es por los compañeros, que me importan un bledo. Que piensen lo que quieran, a mí me da igual. Pero a él había que…»

Cuando Gil llegó por primera vez al astillero, Théo le manifestó una camaradería paternal. Poco a poco, dejándose invitar a beber, el chaval había aceptado la autoridad del albañil. No deliberadamente, sino con una especie de sumisión derivada del hecho de que Théo debía mandar puesto que pagaba las rondas. Querelle podía manifestar un gran descaro ante el oficial, al no hablar este el mismo lenguaje que él. Gastaba bromas, sin duda, pero con tal discreción que podía hacer creer en su timidez o su altivez, bajo las cuales Querelle adivinaba un violento deseo no confesado. Querelle se sabía a medias ligero y audaz. Incluso si el oficial no se hubiera mostrado tímido, el marinero lo habría despreciado abiertamente. En primer lugar, porque sentía que lo tenía a su merced a causa de aquel amor, y después, porque el oficial quería que tal amor permaneciera oculto. Querelle era capaz de ser cínico. Gil estaba inerme frente al cinismo de Théo, quien hablaba el lenguaje de los albañiles, gastaba bromas pesadas y no temía proclamar sus costumbres, ni ser, por causa de ellas, despedido del trabajo. Si Théo consentía en pagar algunos chatos, Gil estaba seguro de que no hubiera pagado una perra por el amor. Finalmente, lo que le había puesto bajo el dominio del albañil era aquella amistad —superficial, sin embargo— que les había unido durante un mes. A medida que se dio cuenta de que aquella amistad no servía para nada, y que jamás serviría para sus objetivos, Théo se volvió venenoso. Se negó a aceptar que había perdido su tiempo en aquellas atenciones y se consoló tratando de convencerse a sí mismo de que había iniciado aquella amistad para desembocar en las torturas que Gil se veía obligado a soportar. Odiaba cada vez más a Gil, y con tanta más intensidad cuanto que no encontraba razón alguna para odiarle, sino solamente motivos para hacerle sufrir. Gil odiaba a Théo por haberse dejado dominar por él hasta tal punto. Un atardecer en el que este, al salir de la taberna, le estaba sobando el culo cachazudamente, Gil no se atrevió a darle un puñetazo.

«Si acaba de pagarme el aperitivo», pensó.

Se contentó con rechazarle la mano, pero sonriendo como si fuese una broma. Los días siguientes, casi inconscientemente, porque sentía a su alrededor el deseo del albañil, se le escaparon algunos ademanes coquetos. Acentuó las posturas provocativas. Se paseó por el tajo con el torso al descubierto, cimbreó la cintura, se echó la visera algo más hacia atrás para que le sobresalieran los cabellos, y cuando veía a Théo captar cada uno de estos ademanes exagerados, sonreía. Théo volvió a la carga otro día. Sin enfadarse, Gil le manifestó que aquello no le gustaba.

—Quiero que seamos amigos, diantre, pero de lo otro, nanay.

Théo montó en cólera. Gil también, pero no se atrevió a golpear porque acababa de tomar algo invitado por el albañil. A partir de entonces, en el astillero —en el trabajo y durante los descansos para el bocadillo—, en el dormitorio, en la mesa y hasta en la cama algunas veces, Théo le gastaba bromas terribles a las que Gil no sabía responder. Poco a poco la cuadrilla, al reírse de las bromas de Théo, se estaba riendo de Gil, quien trataba de desembarazarse de sus ademanes provocativos, habiéndose dado cuenta de que por culpa de estos las bromas cobraban sentido; pero no consiguió destruir su belleza natural, ni aquellos ramos excesivamente vivaces y verdes que le florecían y le perfumaban, negándose a morir porque estaban recorridos y nutridos por la savia de la adolescencia. Sin que se diesen cuenta de ello, todo sentimiento de estima hacia el muchacho iba evaporándose de los demás albañiles. Gil perdía su consistencia poco a poco; literalmente, su dignidad. Era tan sólo un motivo de risa. Había perdido, por obra de una afirmación exterior a él, toda seguridad de ser él mismo. Esta seguridad tan sólo se alimentaba ahora dentro de él por la presencia de la vergüenza, cuya llama lívida ascendía como bajo el soplo de la rebelión. Se dejaba abrumar.

Roger no llegaba. ¿Qué hubiera podido decirle? Paulette no debía de haber salido. No podía verse con ella. Ya no era camarera en la pequeña taberna y era difícil encontrarla. Y si por desgracia hubiera aparecido, una vergüenza todavía más lacerante hubiese hecho centellear a Gil. Prefirió que Paulette no viniera.

«Y todo por no haberle partido la jeta a su debido tiempo.»

Un malestar más agobiante le aplastaba. De haber sido más hábil, y menos viril también, se habría dado cuenta de que las lágrimas, sin ablandarle, le hubieran aliviado algo. Sólo sabía arrastrar en la oscuridad la palidez de los jóvenes que no han aceptado pelearse, la faz crucificada de las naciones que se niegan a combatir. Apretaba con fuerza los dientes, con un golpe seco de las mandíbulas.

«Pero ¿por qué no le partí la jeta a ese cabrón?»

Pero ni por un momento se le ocurrió la idea de hacerlo. Ya era tarde. La frase le acunaba. La oía pronunciar dentro de sí con mucha serenidad. La furia se transformaba en un enorme sufrimiento, pesado y grave, que nacía del pecho para cubrirle el cuerpo y el espíritu con una infinita tristeza, sumido en la cual iba a vivir de ahora en adelante. Caminó un poco más en medio de la niebla, con las manos en los bolsillos, seguro siempre de la elegancia de sus andares, feliz de poseerla incluso en medio de aquella soledad. Tenía pocas posibilidades de encontrar a Roger. No se habían citado. Gil se puso a pensar en el chaval. Se imaginó su rostro adornado con aquella sonrisa que mantenía siempre mientras escuchaba las canciones. No tenía exactamente el mismo rostro que Paulette, cuya sonrisa era menos clara, turbada por la femineidad que destruía la identidad natural de las sonrisas de Gil y de Roger.

«¡Entre los muslos, Dios mío, lo que debe tener entre los muslos la Paulette!»

Pensó, casi en un susurro:

«¡El conejo! ¡El conejito! ¡La conchita!»

Y lo pensó poniendo en sus palabras tal ternura que se convirtieron en desesperada imploración.

«¡La conchita babosa! ¡Los muslitos!»

Reanudó sus pensamientos: «No debo decir sus muslitos, tiene unos hermosos muslos la Paulette. Son unos gruesos muslos con su mejilloncito entre el musgo». Se empalmó. En el centro de su tristeza —o vergüenza— y destruyéndola conocía la existencia de una certeza nueva aunque experimentada con anterioridad. Se encontraba de nuevo. Todo su ser afluía a su picha para ponerla en erección. Esta era él mismo, pero lo era con un vigor terrible, providencial, capaz de anular la vergüenza. Más bien lo contrario, pues extraía de sí esa vergüenza que venía de su cuerpo y entraba por la base para hincharle la verga, que Gil iba sintiendo más dura, más fuerte, más orgullosa, y para llenarle los tejidos esponjosos. Había llegado sin duda el momento de atraer hacia sí todo el fluido en que se bañaban sus órganos. En su bolsillo, su mano juntó la verga a los muslos. Instintivamente, buscó el lugar más oscuro y más apartado de la explanada. La sonrisa de Paulette alternaba con la de su hermano. Animado por una prisa loca, ávida, la mirada de Gil descendió hasta los muslos, levantándole las faldas: encontró las ligas. Por encima (su pensamiento avanzaba despacio) estaba la piel blanca, ensombrecida al punto por la presencia de un vellón que le desesperaba no poder fijar, conservarlo inmóvil en su imaginación, bajo el sol de su deseo. De un tirón, recorriéndola a pesar del vestido y de la ropa interior, la verga llegó hasta la altura del pecho de Paulette: con la punta del nabo podría ver mejor. Gil se apoyó en la barandilla frente al mar. Las luces del «Dunkerque» brillaban tenuemente en la ensenada. Gil continuó subiendo desde el pecho hasta el cuello blanco y rollizo, la barbilla, la sonrisa (sonrisa de Roger, luego sonrisa de Paulette). Gil se daba cuenta confusamente de que la femineidad que turbaba la sonrisa del chaval dimanaba de entre los muslos. Aquella sonrisa era de la misma naturaleza que… no sabía exactamente qué…, pero en todo caso era tanto más alejada, tanto más sutil —pero también tanto más fuerte por poder venir de tan lejos—, la más turbadora de las ondas emitidas por aquel solapado aparato situado entre los muslos. Fulgurante, su pensamiento la reconoció:

—Oh, la pequeña guarra, su pequeño y jugoso coño, voy a meterle un gran cipote…

Su atención era atraída a la vez por la boca y el coño de Paulette. Se creía arrimado a ella, besándola y jodiéndola. Presto, se interpuso la imagen de Théo. Durante un instante Gil abandonó sus ensoñaciones en vías de realización, para llenarse de odio contra Théo. Esta breve fisura le hizo desempalmarse un poco. Quiso alejar toda imagen del albañil, al que sentía tras de sí, acariciándole las nalgas con una enorme verga, doble de gorda que la suya. Los espumarajos llegaron tan fuertes que emplearon todo el fluido de Gil cuyo vigor parecía transmitirse de la polla a los ojos. Para volver a empalmarse se esforzó por ser tierno, pero al mismo tiempo, para oponerse a la idea de Théo dándole por el culo, un gesto de desafío creció en él desde su polla.

«Yo soy un macho —articuló en la niebla—. ¡Yo dejo plantados a los machos! ¡Te voy a dar, yo!»

En vano trató de componerse la imagen de un Théo al que él jodería. Aunque llegaba a evocar las ropas empolvadas y desabrochadas del albañil, su pantalón bajado, su camisa remangada, Gil no lograba llegar más lejos. Para que su dicha fuera completa, y su goce seguro, hubiera tenido que imaginarse en detalle, con alegría en los detalles, el rostro o el trasero de Théo; pero no pudiendo imaginárselos —puesto que realmente lo eran— sino velludos y barbudos, se le fueron sobreponiendo en su lugar el rostro y la espalda aterciopelada de otro macho: de Roger. Apenas se dio cuenta, comprendió Gil que con ello aumentaba su placer. Mantuvo la imagen del niño, que difuminó la del albañil, con violencia, creyendo así dirigirse a Théo, y sin duda también furioso y desesperado al darse cuenta de que inevitablemente iba a joder con el chiquillo, dijo:

—¡Venga, pon el culo, te voy a ensartar!, ¡asquerosa! ¡Ahora mismo y nada de quejas!

Le agarraba por detrás. Gil se oyó cantar sobre el estrépito de los vasos y las botellas rotas:

Es un jovial bandido

que de nada se espanta

Sonrió también. Arqueó el torso y la pierna. Se sintió macho frente a Roger. Su mano aminoró la marcha. No se corrió. Aquella gran tristeza nacida de la vergüenza se propagó de nuevo, pero ahora velaba la sonrisa de Roger respondiendo a la suya.

«¿Por qué no le rompí allí mismo la jeta?»

Durante un instante, Gil pensó que a fuerza de dirigir su pensamiento tan obstinadamente contra él llegaba a molestar al albañil, le turbaba, no le dejaba el menor reposo. Roger ya no vendría. Era demasiado tarde. Y aunque viniera, desde el fondo de la niebla, Gil no le vería. No se atrevía a pensar que el chaval estuviese encaprichado con él, pero también era incapaz de saber que él mismo había recordado el gesto y la palabra de Roger con el fin de justificar su amor por el chaval a partir del amor del chaval por él. Si quería pensar en Roger le molestaba el recuerdo de Théo. Casi sin pensarlo entró en la taberna.

—Una de aguardiente, patrón.

A la vista de las botellas se le alegró el espíritu. Leyó las etiquetas.

—Otra.

No bebiendo de ordinario más que tinto o blanco, no estaba acostumbrado al alcohol.

—Otra, por favor.

Se metió seis en el cuerpo. Una lucidez arrogante, vigorosa, disipaba poco a poco su confusión, su tristeza, desvanecía la atmósfera agobiante en la que respiraba su cerebro y que generalmente le servía de razón clara. Salió. Se atrevía ya a pensar sin ambigüedades en su deseo por Roger. Algunas veces evocaba la cara interna, pálida y mate de los muslos de Paulette, pero en seguida desembocaba en la sonrisa del chaval. Sin embargo, se encontraba todavía bajo el imperio de Théo, cuya imagen se tornaba más crispante cuanto que se atenuaba su poder, aunque negándose a abolirse.

«¡El dao por culo!»

Pensó en el chico mientras descendía hacia Recouvrance.

«Apenas hay nada que hacer», se dijo, pensando vagamente en el exiguo lugar que ahora Théo ocupaba. «Puedo hacerle desaparecer en cuanto quiera.»

Fluían de sus ojos las lágrimas. Se daba cuenta ahora con toda claridad de que el albañil obstaculizaba su amor por Roger. Se daba cuenta además de que ese amor ahuyentaba a Théo, aunque no del todo. Minúsculo, el albañil permanecía en un rincón. Comprimiendo el amor como un gas, Gil confiaba en aplastar, en asfixiar lo que quedaba de la imagen de Théo y, confundiéndose con la persona física, aquella idea se tornaba cada vez más minúscula en sus relaciones con Gil. Si no se hubiera encontrado con el muchacho en medio de la niebla, al subir la escalera de la rue Casse, a Gil se le habría pasado sola la borrachera. Acaso hubiera reanudado su vida, velada con crespones, entre los albañiles. Lanzó un alarido de alegría al tiempo que, con un gesto rápido, se secaba las lágrimas con el dorso de la mano.

—Roger, tronco, ¡vamos a tomar un chato juntos!

Abrazó al chico por el cuello. Roger sonrió. Miró aquel rostro húmedo y frío, separado del suyo por un fino espesor de bruma que ambos alientos traspasaban.

—¿Cómo estás, Gil?

—Muy bien, chaval. Y por mí no te preocupes. El viejo no tiene nada que hacer. No hace falta nada. Conmigo no hay que equivocarse, a mi no me la da. Él no tiene nada de hombre. Es un maricón. ¡Un mariquita! ¿Me oyes, Roger, un mariquita? Una loca, si prefieres. Tú y yo somos dos troncos, dos hermanos. Hacemos lo que nos da la gana. Tenemos derecho: somos cuñados. Estamos en familia. Pero él ¡es un mariquita!

Hablaba de prisa para no tartamudear, caminaba de prisa para no tropezar.

—Vamos, Gil, ¿has empinado el codo?

—No te preocupes, muchacho. Ha sido con mi pasta. Que se vaya a la mierda con su dinero. Te digo que vamos a beber. Ven por aquí.

Roger sonreía. Era feliz. Su cuello se sentía orgulloso bajo la mano ruda y tierna de Gil.

—No tiene nada que hacer. Es un mosquito, te digo que es un mosquito. Voy a aplastarlo.

—¿De quién estás hablando?

—De una guarra, por si te interesa saberlo. No te preocupes. Ya lo verás. Y yo te aseguro que no nos volverá a molestar.

Bajaron por la rue du Sac y siguieron por la rue B… Gil iba derecho a la taberna donde estaba seguro de encontrar a Théo. Entraron. Al oír que se abría la puerta vidriera, la mirada de los clientes se volvió en dirección a ella. Como dentro de una nube y muy lejos de él, Gil vio al albañil, solo ante un vaso y una botella de un litro, sentado a la mesa más cercana a la puerta. Gil hundió las manos en los bolsillos y le dijo a Roger:

—Lo ves, ese es.

Y a Théo:

—Hola, muchacho.

Se acercó, Théo sonreía.

—¿Nos invitas a un chato, Théo? Estoy con mi tronco.

Al mismo tiempo empuñaba por el cuello la botella de litro y con rápido ademán, quebrado en dos líneas de fuego, la rompía contra la mesa. Accionando el casco a modo de barrena le cortó la carótida al albañil gritando:

—Te digo que no tienes nada que hacer.

Cuando a la patrona y a los bebedores, estupefactos, atontados, se les ocurrió intervenir, Gil se había ido ya. Se perdió entre la niebla. Hacia las diez de la noche la policía fue a buscar a Roger a casa de su madre. Le soltaron al día siguiente.

El doble escudo de Francia y de Bretaña constituye el principal ornamento del frontón majestuoso del presidio de Brest, en el que los motivos arquitectónicos son los atributos de la Marina de vela. Abrazados, los dos escudos de piedra oval no son planos sino cóncavos, hinchados. Poseen la importancia de una esfera que el escultor hubiera olvidado cincelar, pero cuyo conjunto impone a estos fragmentos su poder de cosa absoluta. Son las dos mitades de un huevo fabuloso puesto por Leda, tal vez después de haber conocido al Cisne y conteniendo el germen de una fuerza y de una riqueza sobrenaturales y naturales a un tiempo. No los ha motivado un juego, un trabajo torpe, una preocupación de decorativismo pueril, sino el poder evidente, terrestre y cimentado en una fuerza armada y moral, a pesar de las flores de lis y los armiños.

De ser planos, no poseerían esta autoridad fecundante. Por la mañana, muy temprano, los dora el sol. Luego se derrama sobre la fachada entera. Cuando los galeotes cargados de cadenas salían del presidio, permanecían en este patio empedrado que desciende hasta los edificios del Arsenal bordeando los muelles de la Penfeld. Acaso simbólicamente, y para tornar más evidente y liviano el cautiverio de los presidiarios, hay enormes mojones de piedra encadenados unos a otros, pero con cadenas más pesadas que las de las anclas y que parecen blancas de puro pesadas. En este ámbito, los carceleros reunían al rebaño a vergazos, le daban órdenes con aullidos de mando expresados de extraña manera. El sol descendía lentamente sobre el granito de una fachada armoniosa, tan noble y dorada como la de un palacio veneciano; luego se esparcía por el patio, sobre los adoquines, sobre los dedos grasientos y aplastados de los pies, sobre los magullados tobillos de los presidiarios. Enfrente, sobre la Penfeld, seguía cerniéndose una niebla dorada y sonora tras la que se adivinaba Recouvrance con sus casas bajas, y más allá, muy cerca, la Goulet, la rada de Brest, con su animación de barcas y navíos de alta borda. Desde por la mañana iba componiendo el mar su arquitectura de cuerpos, de maderas y sogas, ante los ojos, aún nublados por el sueño, de los hombres encadenados de dos en dos. Los galeotes tiritaban de frío en sus trajes de tela gris (el fagot). Les repartían un caldo insípido y tibio en una escudilla de madera. Se frotaban un poco los ojos para despegarse las pestañas enmarañadas por las secreciones del sueño. Sus manos estaban entumecidas y rojas. Veían el mar; es decir, oían, al fondo de la niebla, los gritos de los capitanes, de los marineros libres, de los pescadores, el chapoteo de los remos, las blasfemias rodando por el agua; distinguían poco a poco las velas que se hinchaban con la solemne y vana importancia del doble escudo de piedra. Cantaban los gallos. Sobre la ensenada, la aurora era cada vez más bella. Descalzos sobre los adoquines redondos y húmedos, los galeotes aguardaban todavía un instante en silencio o murmurando entre ellos. Unos instantes más tarde se verían obligados a subir a bordo de la galera para remar. Un capitán con medias de seda, puños y chorreras de encaje pasaba por entremedias de ellos. Todo se iluminaba. Llevado hasta allí en una silla de manos surgida de la niebla, no es absurdo pensar que era el rey de esta, su encarnación, ya que la bruma, en cuanto él se acercaba, se desvanecía. Había debido de habitarla durante la noche, confundirse con ella, convertirse él mismo en esta bruma (salvo un pequeño reducto, sin embargo, una cierta partícula de radio que ocho a diez horas más tarde cristalizaría en torno suyo los elementos más tenues de la niebla para obtener este hombre duro, violento, dorado, esculpido, engalanado como una fragata). Los galeotes han muerto. De esperanza tal vez. No los han reemplazado. Sobre la Penfeld, obreros especializados trabajan en navíos de acero. Otra dureza —más feroz todavía— ha sustituido la dureza de las caras y de los corazones, que hacían tan patético este lugar. Existe la belleza del fugitivo que el miedo revela e ilumina con un resplandor interior, tan delicioso, y la belleza del vencedor cuya serenidad se ha cumplido, cuya vida se ha completado y que debe permanecer inmóvil. Sobre el agua y la bruma la presencia del metal resulta cruel. La fachada y el frontón permanecen intactos, pero en el interior del presidio sólo quedan paquetes de betas, sogas manchadas de brea y ratas.

Cuando aparece el sol descubriendo el «Juana de Arco» anclado al pie del acantilado de Recouvrance, los grumetes están atareados en la maniobra. Estos niños torpes son la prole monstruosa, delicada y débil de los presidiarios empalmados y uncidos. Detrás del buque-escuela sobre el acantilado se divisan las líneas imprecisas de la Escuela de Aspirantes. Y a todo nuestro alrededor, a derecha e izquierda, se encuentran los astilleros del Arsenal donde están construyendo el «Richelieu». Se oyen los martillos y las voces. En la ensenada se adivina la presencia de monstruos de acero, espesos y duros, algo suavizados por la humedad de la noche, por la primera y tímida caricia del sol. El almirante ya no es, como lo era antaño el príncipe de Rosen, un gran Almirante de Francia, sino un gobernador marítimo. La convexidad del doble escudo ya no significa nada. Ha dejado de corresponder a la hinchazón de las velas, a la curva de los cascos de madera, al pecho fiero de las figuras de proa, a los suspiros de los galeotes, a la magnificencia de los combates navales. Del inmenso edificio de granito que es el presidio, dividido en celdas que dan a un lado y donde los condenados dormían sobre la paja y la piedra, el interior no es más que una cordelería. Cada habitación de granito mal labrado conserva todavía sus dos argollas de hierro, pero sólo contiene ya enormes masas de beta, abandonadas por la Administración que no las visita nunca. Sabe que están allí conservadas en brea, por los siglos de los siglos. Ni siquiera abre las ventanas a las que le faltan casi todos los cristales. La puerta principal, la que da a ese patio en pendiente del que hemos hablado, está cerrada con varias vueltas de llave y esta, enorme, de hierro forjado, cuelga de un clavo en la oficina de un contramaestre destinado en el Arsenal y que no la ve jamás. Existe otra puerta, que cierra muy mal, olvidada de todos, tan evidente es que nadie va a robar los paquetes de sogas amontonados detrás de ella. Se encuentra en el extremo norte del edificio, al que pone en comunicación directa con una callejuela estrecha y casi ignorada que separa el presidio del hospital marítimo. La callejuela se escurre entre los edificios del hospital y se pierde, obstruida por las rondas, en las murallas. Gil conocía esta disposición. Deslumbrado por la sangre, corrió a toda prisa un instante, deteniéndose finalmente para tomar aliento, una vez pasada la borrachera, espantosamente iluminado por la barbaridad de su acto; enloquecido, su primera preocupación fue tirar por las calles más oscuras y desiertas para cruzar una puerta y encontrarse fuera de la ciudad. No se atrevía a volver al astillero. Luego se acordó del presidio abandonado y de aquella puerta fácil de abrir. Dispuesto a pasar la noche, se acomodó en una de las habitaciones de piedra. Detrás de rollos de sogas se acurrucó en un rincón y, viendo que el miedo se apoderaba de él, trató él de apoderarse del miedo. Meditó su desesperación.