Con una dulce y deliciosa inquietud en el corazón, el teniente se dedicó a sus citas. Era a la vez fuerte y tierno. La extraordinaria escena que había provocado en el Círculo de Oficiales de Marina lo había convertido en un héroe. En efecto. Cuando se sentó en la mesa donde departían algunas damas con otros oficiales, no quiso abandonar el recuerdo de Querelle que, de esa suerte, según le parecía, permaneció en la puerta del salón. Reconocemos aquí, en la persona del teniente Seblon, la presencia de la cortesía ante las cosas. Su actitud sentimental no parece tener origen en su amor por Querelle, aunque ese amor le haya dado la oportunidad de aflorar. Está en el temor y nace del amor en sí, en la importancia devocional que Seblon le concede a la vida. A través del mundo, su búsqueda de una felicidad tan difícil le obliga a provocar mediante la amabilidad la buena voluntad de las cosas que teme que se rebelen en su contra. Como Gil, en el fondo de su desamparo, después de matar a Théo, trata con gran torpeza de domesticar aquellos objetos cuya voluntad de resistírsele sea dudosa. El imaginario movimiento de hombros del teniente no era para desafiar a la sombra de Querelle, sino ante todo para serle fiel, cuando él osó oponérsele a bordo, eligió representarlo oponiéndose a su vez a los otros oficiales. El movimiento se plegó sobre sí mismo con armoniosa lentitud y siguiendo una curva tan suave que él mismo no tuvo conciencia de su cambio de posición interior hasta que la rabia hizo temblar su voz para responder a una dama:
—¿Y usted qué sabe?
El tono y la sequedad impertinentes de su frase hicieron que todos los ojos se posasen sobre él:
—Pues es lo que se dice… —dijo la dama un poco molesta pero aún sonriente.
—¿Está segura?
Ella informaba que los comunistas habían dado a una calle el nombre de un obrero que murió tratando de salvar a una niña que se ahogaba. Añadió: «según dicen, estaba borracho y simplemente se cayó al agua…».
—No estoy segura, es sólo lo que dicen.
Tosieron. En la mesa se hizo a la vez el barullo y el silencio. El teniente habría querido no decir nada, pero el temblor de su voz, debido a su timidez, a su falta de seguridad, le obligó a ser más seco aún en su respuesta:
—Pues eso es la generosidad: ante un acto cuyo móvil es ambiguo, postular el más noble posible.
Los elementos de la frase se habían presentado en su mente en una especie de tumultuoso amontonamiento para ser organizados y divididos según una sintaxis clara —que a causa de su propio desorden dispuso la frase de un modo muy duro, muy noble, muy solemne— forzando al oficial a una mayor atención, a una perfecta lucidez. Tuvo una visión trágica del momento y de su propia situación. La dama dijo:
—Pero…
Alguien, molesto, dijo:
—Bromeábamos entre nosotros.
Seguro de ser ahora el más fuerte en un combate cuyas armas eran morales, el teniente se levantó.
—Me temo, dijo, que he mantenido demasiado tiempo mi actitud de juez. Permítanme retirarme.
Salió. La violenta proyección espiritual de sí mismo le había dado de repente un vigor del que se maravillaba. Al pasar ante los urinarios donde había escrito los graffitis, pensó con ternura y con ligera melancolía en esa forma vaga y abandonada de sí mismo, en el desecho vergonzoso y blando agazapado en sus rincones oscuros, en el oficial que buscaba cada noche las pollas como los pescadores, con admirables brazos, buscaban las anguilas entre los peñascos. Y cuando llegó al muelle de embarque, vio a Querelle. Un inmenso sentimiento de fraternidad lo unía a su ordenanza. Pero al día siguiente su virilidad se desvanecía, se disolvía bajo la mirada maliciosa de Querelle, no podía resistir la comparación de esa virilidad terrible, indestructible, personificada por un cuerpo espléndido. De nuevo, conoció la vergüenza y bajó a tierra para absorberse en ella. En los urinarios, encontró sus propias inscripciones, a las que nadie había añadido una respuesta. Sin embargo, cada una de ellas le causa la deliciosa emoción que una flor, un guante, un pañuelo del amado, pone en el corazón de un joven enamorado.