—¿Lo vas a pagar en dinero contante y sonante?

—Te he dicho que sí.

Querelle se había quedado helado ante la mirada de Mario. Aquella mirada, así como la actitud, eran algo más que indiferentes: glaciales. Para fingir que no le veía, Querelle se obstinaba en mirar directamente a los ojos tan sólo al patrón del burdel. Se sentía al mismo tiempo incómodo por su propia inmovilidad. Recobró un poco de aplomo cuando inició un movimiento de marcha. Un poco de elasticidad accionó ligeramente su cuerpo, al tiempo que pensaba: «Yo soy un marinero. Vivo de una triste soldada. Tengo que arreglármelas de alguna otra manera. No es ninguna deshonra ofrecer mandanga de la buena. No es quién para juzgarme. Aunque sea un’poli’, me la trae floja». Pero sentía que no podía hacer mella en la tranquila calma del patrón, al que apenas lograba interesar en la mercancía ofrecida y menos aún en su propia persona. La inmovilidad y el silencio casi totales en estos tres personajes pesaban sobre cada uno de ellos. Querelle pensó además algo así: «No le he dicho todavía que soy el hermano de Bob. No creo que ni aun así se atreviese a entregarme a la policía». Al mismo tiempo apreciaba la fuerza extraordinaria del patrón y la belleza del «poli». Jamás antes había experimentado la auténtica rivalidad viril, y aunque no podía sorprenderse de la que existía allí frente a aquellos dos hombres —al no reconocer tal turbación por el nombre que la hemos designado—, sufría por vez primera a causa de la indiferencia de los hombres. Añadió:

—¿No habrá un chivatazo, verdad?

Quería dar la impresión de desconfiar del tipo que le estaba mirando sin pestañear, pero no se atrevió a concretar demasiado su desconfianza. Ni siquiera osó señalar a Mario con la mirada.

—Conmigo puedes estar tranquilo. Te aseguro que tendrás tu pasta. Te llegas con los cinco kilos de mandanga y te llevas los cuartos. ¿Entendido? Hale, hombre.

Con un movimiento de cabeza muy lento y casi imperceptible, el patrón le indicó el mostrador en el que estaba apoyado Mario:

—Ese es Mario. No te preocupes. Es de la casa. Sin mover un solo músculo de su rostro, Mario tendió la mano. Era una mano dura, sólida, armada más que adornada de tres sortijas de oro. Querelle era unos pocos centímetros más bajo que Mario. Lo percibió en el momento mismo en que veía aquellos anillos suntuosos, símbolos repentinos de una enorme potencia viril. No había ninguna duda de que el reino de aquel tipo era terrestre. Precipitadamente, con un poco de melancolía, Querelle pensó que también él poseía, en la sentina de proa del aviso fondeado en la rada, lo que necesitaba para equipararse a aquel macho. Este pensamiento le tranquilizó un poco. Pero ¿era posible que la policía fuera tan bella, tan llena de riquezas? ¿Y que a la fuerza de un fuera de la ley —pues así se complacía en considerar al patrón del burdel— añadiese su propia belleza? Pensó: «¡Un tío de la bofia! ¡Nada más que un tío de la bofia!». Pero tal pensamiento, que desplegaba lentamente sus volutas en Querelle, no le aquietaba y su desprecio cedía el paso a la admiración.

—¡Hola!

La voz de Mario era espléndida, gruesa como sus manos, salvo que no llevaba ningún brillante. Se posaba de plano sobre el rostro de Querelle. Era una voz tosca, encallecida, capaz de remover terrones, paletadas de tierra. Refiriéndose a ella días más tarde, Querelle le decía al policía: «Es como una libra de carne, cuando me la plantas en la jeta…». Querelle esbozó una sonrisa amplia y le tendió la mano, sin una palabra. Al patrón le dijo:

—No va a venir mi hermano, ¿verdad?

—No sé nada. No lo he visto.

Por miedo a carecer de tacto, a predisponerse contra el patrón, Querelle no insistió. El enorme salón del burdel se encontraba vacío y silencioso. Parecía registrar grave y cuidadosamente aquel conciliábulo. A las tres de la tarde las damas estaban comiendo en el refectorio. No había nadie. En el primer piso, en su habitación, Madame Lysiane se estaba peinando. Una única luz permanecía encendida. Los espejos estaban vacíos, puros, sorprendentemente cercanos a la irrealidad, al no haber nadie y casi nada que reflejar. El patrón brindó y apuró su vaso. Era increíblemente forzudo. Si nunca había sido guapo, en su juventud fue un hermoso macho, a pesar de las espinillas de su piel, de las minúsculas arrugas negras de su cuello y de las señales de la viruela. El pequeño bigote de estilo americano era, sin duda, un recuerdo de 1918. Así, gracias a los yanquis, al estraperlo, a las mujeres, había logrado enriquecerse y comprar «La Féria». Los largos paseos en barca, las partidas de pesca con caña habían curtido su piel. Tenía unas facciones duras, la arista de su nariz era sólida, los ojos pequeños y vivos, la cabeza calva.

—¿A qué hora vas a venir?

—A ver cómo me las arreglo. Tengo que sacar el paquete. Pero para eso no hay problema. Tengo un truco.

Un tanto receloso, con el vaso de blanco en la mano, el patrón miró a Querelle.

—¿Sí? Porque yo, las cosas claras, no quiero pringarme.

Mario permanecía inmóvil, casi ausente. Estaba de pie contra el mostrador y detrás de él su espalda se reflejaba en el espejo. Sin decir ni pío, se apartó del antepecho que le permitía adoptar una pose interesante y fue a adosarse al espejo, junto al patrón: pareció entonces apoyarse en sí mismo. Frente a aquellos dos hombres, Querelle fue presa de un malestar repentino, de una especie de náusea conocida de los asesinos. La calma y la belleza de Mario le desconcertaban. Eran demasiado magníficos. El patrón del burdel —Norbert— era demasiado fuerte. Mario también. Las líneas del cuerpo de uno llegaban hasta el otro, una confusión mezclaba las dos musculaturas, los dos rostros. Era, pues, impensable que el patrón no fuera un chivato, pero también era impensable que Mario no fuera algo más que un policía. En el interior de su ser, Querelle sintió temblar, vacilar, a punto de abolirse en un vómito lo que era propiamente él mismo. Presa del vértigo ante aquel poderío de carne y nervios al que veía en un plano —levantando la cabeza como cuando se quiere tallar un abeto gigante—, que se plegaba y se desdoblaba sin cesar, coronado por la belleza de Mario, pero dirigido por la calva y la cerviz de Norbert, Querelle mantenía la boca algo entreabierta, el paladar un poco seco.

—No, no. Me las arreglaré solo.

Mario llevaba un traje marrón cruzado, muy sencillo. Su corbata era roja. Estaba bebiendo el mismo vino blanco que Querelle y Nono, pero no parecía interesado por el debate. Era un auténtico «poli». Querelle reconocía la autoridad en los muslos y en el busto, en la parquedad de ademanes que confiere el poder total: el que procede de una autoridad moral indiscutible, de una organización social perfecta, de un revólver y del derecho a usarlo. Mario era soberano. Querelle le dio la mano otra vez, y se dirigió, alzándose el cuello del impermeable, hacia la puerta del fondo: era, en efecto, preferible que saliera por el pequeño patio de atrás.

—¡Adiós!

La voz de Mario, ya lo dijimos antes, era amplia y monótona. Al escucharla, Querelle, aunque parezca sorprendente, se quedó algo más tranquilo. En cuanto hubo cruzado la puerta, hizo esfuerzos para sentir sobre sí, a su alrededor, las ropas y los atributos de marinero: ante todo, el cuello rígido del impermeable, con el que sintió protegido su cuello como con una armadura. El cuello del impermeable le dotaba de una gola maciza, en cuyo interior sentía la delicadeza de su cerviz, orgullosa y sólida, sin embargo, así como en la base, de la cual conocía el hueco delicioso de la nuca, punto perfecto de la vulnerabilidad. Al desplomarse sobre ellas ligeramente, sus rodillas rozaron la tela del pantalón. En fin, Querelle se puso a andar como debe hacerlo un auténtico marinero que no quiere ser otra cosa que marinero. Balanceó de derecha a izquierda, pero sin exageración, sus hombros. Se le ocurrió la idea de remangarse el impermeable y meterse las manos en los bolsillos que daban al vientre, pero prefirió tocar con el dedo su gorro, echárselo hacia atrás, hasta cerca de la nuca, de manera que el borde llegara a rozar el cuello levantado. La certeza sensible de ser un perfecto marino le devolvió cierta confianza, tranquilizándole. Se sintió triste y maligno. Su sonrisa habitual había desaparecido. La niebla le humedecía las aletas de la nariz, refrescándole los párpados y la barbilla. Caminaba en línea recta hacia adelante, horadando con su cuerpo de plomo la blandura de la bruma. A medida que se alejaba de «La Féria», se iba fortaleciendo con la fuerza toda de la policía, bajo cuya protección amistosa se consideraba ahora colocado, atribuyendo a la idea de policía la fuerza muscular de Nono y la belleza de Mario, pues se trataba de sus primeras relaciones con un policía. Por fin había visto a un poli. Se había acercado a él. Le había tocado la mano. Acababa de sellar un pacto en el que ninguno de los dos podía llamarse a engaño. No había encontrado en el burdel a su hermano, pero había hallado en su lugar a estos dos monstruos de certidumbre, a estos dos triunfos. No obstante, aun fortaleciéndose, según se alejaba del burdel, de todo el poder de la policía, no dejaba de ser —muy al contrario— un marino. Querelle experimentaba la oscura sensación de hallarse a punto de alcanzar la perfección: bajo el traje azul, con cuyo prestigio se recubría, no era ya tan sólo el asesino, sino además el seductor. Bajó a grandes zancadas por la rue de Siam. La niebla era fría. Mario y Nono se confundían cada vez más para construir en Querelle un sentimiento de sumisión —y de orgullo—, pues dentro de él, el marinero se oponía seriamente al policía. Querelle se estaba fortaleciendo además con toda la fuerza de la Armada. Como pareciendo correr tras su propia forma, alcanzarla a cada instante y seguir persiguiéndola, caminaba deprisa, seguro de sí mismo, con el pie bien asentado en tierra. Su cuerpo se iba armando de cañones, de cascos de acero, de torpedos, de una tripulación ágil y consistente, belicosa y precisa. Querelle se trasmutaba en «el Querelle», destructor gigante, barco pirata, masa metálica inteligente y obstinada.

—¡Pero no ves! ¡Maricón de mierda!

Su voz desgarró la niebla como desgarra una sirena el mar Báltico.

—Es usted quien no pone…

Y súbitamente el joven correcto, zarandeado, arrojado fuera de su estela por el hombro impávido de Querelle, se dio cuenta del insulto. Dijo:

—¡Un poco de educación! ¡O enciende tus faros!

Aunque quería decir: «Abre los ojos», para Querelle la expresión significaba: «Alumbra el camino, enciende tu reflector». Se dio media vuelta:

—¿Mis faros?[5]

Su voz era ronca, decidida, dispuesta al combate. Comprendió que transportaba municiones. No se reconocía. Esperaba dirigirse a Mario y a Norbert —y no ya al personaje fabuloso que las virtudes conjugadas de uno y otro suscitaban—, pero en realidad se estaba poniendo bajo la protección de aquel personaje. Sin embargo, no se lo confesó a sí mismo todavía y, por primera vez en su vida, invocó a la Marina.

—Dime, encanto, ¿no me estarás buscando las vueltas? Te voy a demostrar que un marinero no se raja. Jamás. ¿Te enteras?

—Pero si no te estoy buscando nada; pasaba por aquí.

Querelle se quedó mirándole. Se sentía protegido tras el uniforme. Apretó apenas los puños y de repente sintió que acudían a los puestos de combate todos sus músculos, todos sus nervios. Era fuerte y estaba dispuesto a saltar. Le vibraban las pantorrillas y los brazos. Su cuerpo se encontraba empavesado para un combate en el que pudiera medirse con un adversario; no con este chico intimidado ante su osadía, sino con aquel poder que le había subyugado en el salón del burdel. Querelle no sabía que quería batirse por Mario y por Norbert como uno se bate al mismo tiempo por una princesa y contra los dragones. Aquel combate era una prueba.

—¿No sabes que no se hace escorar a un tío de la Marina?

Nunca se le había ocurrido a Querelle apelar a tal institución. Los marineros orgullosos de ser marineros, animados por el espíritu de cuerpo, le hacían sonreír. Le resultaban tan ridículos como los tipos duros que fanfarroneaban ante la galería y terminan en Calvi. Nunca había dicho Querelle: «Soy un tipo del’Vengador’». Ni siquiera: «Yo, marinero francés…», pero en aquel instante, habiéndolo hecho, no experimentaba vergüenza alguna, sino que, por el contrario, se sentía reconfortado.

—Hale, vete.

Pronunció estas dos palabras torciendo la comisura de la boca hacia el lado del tipo, para dar a su fisonomía una expresión más despectiva, e inmovilizando su cara torcida esperó con las manos en los bolsillos a que el joven girara sobre sus talones. Luego, con un poco más de fuerza y severidad todavía, siguió bajando por la rue de Siam. Al llegar a bordo, Querelle sintió que había llegado la hora del acontecimiento justiciero. Una rabia súbita y violenta se apoderó de él al ver que un marinero de babor se había puesto el gorro de una manera que consideraba exclusivo patrimonio suyo. Se sintió robado al reconocer aquel pliegue del gorro, la mecha levantada cual llama que lamiera la cinta, aquel tocado, en fin, tan legendario ahora como el bonete de piel blanca de Vacher[6], el degollador de pastores. Querelle se acercó y con una mirada cruel, fija en los ojos del marinero, le dijo en tono seco:

—Ponte el gorro de otra forma.

El marinero no entendió. Algo desconcertado y vagamente asustado, miró a Querelle sin moverse. Con la mano, Querelle hizo volar la boina sobre cubierta y, sin darle tiempo al marinero a inclinarse a recogerla, rápido, vengador, le aporreó el rostro con los puños.

Querelle amaba el lujo. Sería fácil creer que se mostraba sensible a los signos de prestigio habituales y, en primer lugar, que se sentía orgulloso de ser francés y marinero, hasta tal punto es frecuente que un macho se hinche con el orgullo nacional y militar. Sin embargo, nos gustaría recordaros algunos hechos de su juventud. No porque estos hechos dominen la psicología toda de nuestro héroe, sino para hacer plausible una actitud que no es resultado de una simple elección. Consideremos antes que nada sus andares, que le caracterizan. Querelle dio sus primeros pasos en el mundo de los picaros, que es un mundo de actitudes muy estudiadas, hacia los quince años, balanceando con ostentación sus hombros, manteniendo las manos en lo más profundo de los bolsillos, haciendo oscilar los bajos de su pantalón excesivamente ceñido. Más adelante caminó con pasos más cortos, apretando las piernas, frotándose los muslos, pero separando los brazos del cuerpo como si hubiesen sido alejados por los músculos demasiado potentes de los bíceps y los dorsales. Fue después de su primer crimen cuando dio el último toque a unos andares singulares: lentos, conservando en el extremo de los brazos estirados y tiesos los dos puños cerrados delante de la bragueta, pero sin tocarla. Las piernas, separadas.

Esta búsqueda estudiada de una actitud que lo define, que impide confundir a Querelle con el resto de la tripulación, es propia de un dandismo terrible. De niño se divertía en solitarias competiciones consigo mismo, empeñándose en mear con un chorro cada vez más alto y de mayor alcance. Querelle sonríe dibujando un hoyuelo en las mejillas. Sonrisa triste. Ambigua, podría decirse, pues parece dirigirse más bien al que la emite que al que la recibe. Al haber considerado en su fuero interno aquella imagen, la tristeza que hubiera experimentado el teniente Seblon sería comparable a la de ver, entre los jóvenes miembros de un coro campesino, al más viril de todos ellos, erguido sobre sus pies toscos, sus caderas y su cuello, entonar con voz hombruna cánticos en loor de la Virgen María. Sorprendía a sus compañeros. Despertaba en ellos inquietud. Ante todo, por su fuerza y por lo singular de un comportamiento excesivamente trivial. Le veían acercarse a ellos con la ligera angustia del que mientras duerme oye detrás del mosquitero el zumbido sollozante del mosquito detenido por la gasa, irritado ante una insistencia infranqueable e invisible. Cuando leemos: «… su fisonomía tenía aspectos mudables: de feroz se tornaba dulce y a menudo irónica, sus andares eran los de un marino, y, de pie, permanecía con las piernas separadas. Este asesino ha viajado mucho…», sabemos que este retrato de Campi, decapitado el 30 de abril de 1884, fue hecho después de su muerte. Sin embargo, es exacto ya que lo interpreta. Del mismo modo sus compañeros pueden decir de Querelle: «Es un tipo raro», pues casi cada día les presenta una visión desconcertante y escandalosa de sí mismo. En medio de ellos surgía con la angulosa luminosidad de un accidente. El marinero de nuestra Armada posee una especie de candor que debe a la nobleza con que se siente apegado al Arma. Si quisiera dedicarse al contrabando, o a cualquier otro tipo de tráfico, no sabría cómo hacerlo. Torpemente, con indolencia a causa del tedio con que la lleva a cabo, realiza una tarea que nos parece piadosa. Querelle estaba al acecho. No sentía nostalgia de la vida de maleante —que no abandonaba—; por el contrario, continuaba, al amparo del pabellón francés, sus peligrosas hazañas. Durante toda su juventud había frecuentado la compañía de los estibadores y los marinos mercantes. Se sentía en sus manejos como pez en el agua.

Querelle caminó, con el rostro húmedo y ardiente, sin pensar en nada concreto. Experimentaba una vaga desazón, algo así como la ligera e imprecisa idea de que sus hazañas carecían de importancia a los ojos de Mario y de Nono, y que ellos (ambos) eran el valor supremo. Al llegar al puente de Recouvrance, descendió la escalera que conducía al muelle de embarque. Fue entonces cuando pensó, al pasar delante de la aduana, que daba demasiado barato sus diez kilos de opio. Pero lo esencial era «echarse compadres en el lugar». Caminó hasta el embarcadero para esperar allí la lancha motora destinada a llevar a los marineros y oficiales a bordo del «Vengador», anclado en la rada. Miró su reloj: las cuatro menos diez. La lancha tardaría en llegar diez minutos. Querelle se movió de un lado a otro para entrar en calor y porque la vergüenza le hacía agitarse. De repente se encontró al pie de la muralla de contención que domina la carretera que bordea el puerto y el mar, y desde la que se lanza el puente. La niebla no dejaba ver a Querelle lo alto del muro, pero por su inclinación, por el ángulo que formaba con el suelo, por el grosor y la calidad de sus piedras —detalles que captó de un golpe— se lo imaginó muy alto. La misma náusea, si bien más débil, que había conocido ante los dos hombres en el burdel, le revolvió un poco el estómago y la garganta. Sin embargo, aunque su ostentosa fuerza física, brutal incluso, se hallaba a merced de uno de esos desfallecimientos que señalan a un ser como delicado, nunca se hubiera atrevido a tomar conciencia de tal delicadeza —por ejemplo, apoyándose contra el muro—, sino que una desoladora impresión de engullimiento le llevó a replegarse un poco sobre sí mismo. Se alejó del muro, volviéndole la espalda. Ante él estaba el mar, oculto por la niebla.

«Un tipo raro», pensó alzando las cejas.

Inmóvil, con las piernas separadas, divagó. Su mirada baja perforaba la médula grisalla de la bruma para captar a sus pies las piedras viscosas y negras del muelle. Poco a poco, sin orden, consideró las diversas particularidades de Mario. Las manos. La curva —se había fijado en ella durante largo tiempo— que va del extremo del pulgar al del índice. El espesor de las arrugas. La anchura de los hombros. Su indiferencia. Los cabellos rubios. Los ojos azules. El bigote de Norbert. Su cabeza redonda y brillante. Y de nuevo Mario, uno de cuyos pulgares ostenta una uña completamente negra, de un negro muy intenso, como esmaltado. No existen flores negras, pero esta uña negra, en el extremo de su pulgar aplastado, hace pensar en una flor.

—¿Qué está haciendo aquí?

Rápidamente Querelle saludó a la forma difusa que se erguía ante él. Saludó sobre todo a la voz severa que horadaba la niebla con la certidumbre de venir de un lugar luminoso y cálido, verdadero, nimbado de oro.

—Estoy de servicio en la Prefectura marítima, mi teniente.

El oficial se acercó.

—¿Está usted en tierra?

Querelle se mantuvo en posición de firme, pero se esforzó para ocultar bajo la manga la muñeca en la que tenía puesto el reloj de oro.

—Volverá en la lancha siguiente. Necesito que vaya a Intendencia a llevar una orden.

El teniente Seblon garabateó unas palabras en un sobre que tendió al marino. Añadió todavía, con voz excesivamente seca, algunas instrucciones triviales. Querelle le escuchaba. Su sonrisa, por momentos, levantaba su labio, trémulo todavía. Estaba a un tiempo preocupado por el retorno demasiado rápido del oficial y contento de ese retorno, contento sobre todo por haber encontrado allí, apenas liberado de su pánico, al teniente de navío del que era asistente.

—Vaya.

Fue la única palabra que la voz del teniente Seblon pronunció con pesar, sin la sequedad, y ni siquiera el vigor sereno, que una boca firme debería lógicamente infundirle. Querelle sonrió levemente. Hizo el saludo y se dirigió hacia el puesto de aduana; luego volvió a subir la escalera que lleva a la carretera. La intervención del teniente, antes de reconocerlo, le había herido profundamente, al desgarrar la envoltura opaca con la que se creía encubierto. Le había traspasado seguidamente aquel capullo de ensueños que tejió en pocos minutos y del que extraía el siguiente hilo: su aventura visible, desarrollada en el mundo de los hombres y las cosas, así como aquel drama que presentía, como el tuberculoso siente que asciende a su boca un sabor a sangre mezclada con saliva. Sin embargo, Querelle no tardó en recobrarse. Necesitaba hacerlo, en primer lugar, para salvaguardar la integridad de aquel dominio sobre el que ni los oficiales de más alta graduación deben tener ningún derecho de inspección. Apenas respondía Querelle a la más remota familiaridad. El teniente Seblon nunca hizo lo más mínimo —porque lo considerara oportuno o aunque pensase lo contrario— para establecer ningún tipo de familiaridad entre él y su ordenanza; ahora bien, eran precisamente las excesivas defensas con las que se acorazaba el oficial las que, al hacerle sonreír, permitían que Querelle se abriera a la intimidad. Como contrapartida, aquella intimidad arisca le desazonaba. Hacía un momento había sonreído porque la voz de su teniente le relajaba un poco. En fin, la presencia del peligro hacía que el antiguo Querelle aflorara a los labios. Si había robado un reloj de oro de un cajón del camarote, era porque creía al teniente con permiso indefinido.

«Cuando vuelva del permiso se le habrá olvidado. Creerá que lo ha perdido», había pensado.

Mientras subía las escaleras, la mano de Querelle fue deslizándose por la barandilla de hierro. Volvió a su mente, de súbito, la imagen de los dos tipos del burdel: Mario y Norbert. ¡Un chivato y un poli! Si no lo denunciaban inmediatamente, sería peor todavía. Quizá la policía les obligaba a jugar un doble juego. La imagen de los dos tipos se fue inflando. Adquiriendo dimensiones monstruosas, amenazó con tragarse a Querelle. ¿Y la aduana? Imposible pegársela a la aduana. La misma náusea de hace un momento revolvió sus vísceras. Llegó a su punto culminante en un hipo que no alcanzó a consumarse. En cuanto hubo comprendido, su cuerpo se serenó. Estaba salvado. Poco le faltó para sentarse allí, en el último escalón, al borde de la carretera, y echarse a dormir para descansar de un hallazgo tan magnífico. Desde ese mismo instante se obligó a pensar en términos precisos:

«Ya está. Lo encontré. Lo que me falta es un tipo (la elección de Vic era un hecho), un tipo que tire la cuerda desde lo alto del muro. Bajo de la lancha y me quedo en el muelle de embarque. La niebla es lo bastante espesa. En vez de salir en seguida y pasar la aduana, voy hasta el pie del muro. Arriba, en la carretera, está el tipo que deja colgando la cuerda. Me hacen falta diez o doce metros. De beta. Ato el paquete. La niebla me oculta. El compañero tira y yo paso de vacío delante de la bofia.»

La paz se había hecho en él. Sentía la misma emoción que de niño al pie de una de las dos torres imponentes que cierran el puerto de La Rochelle. Se trata de un sentimiento a la vez de poder e impotencia. Ante todo, de orgullo, al saber que una torre tan alta es el símbolo de su virilidad, hasta tal punto que, al pie de la muralla, cuando separaba las piernas para mear, parecía ser su propio miembro viril. A veces bromeaba de este modo con sus amigos cuando por la tarde, al salir del cine, orinaban contra ella:

—«¡Es lo que le haría falta a Georgette!»

—«¡Con una así en mi calzoncillo, todas las hembras de La Rochelle serían mías!»

—«¡Menudo salchichón! ¡Un salchichón rochelero!»

Pero cuando se encontraba solo, por la noche o durante el día, al abrir o al abrocharse la bragueta, sus dedos estaban seguros de aprisionar el preciado tesoro —el alma verdadera— de aquel miembro gigante; o también de que su propia virilidad dimanaba del sexo de piedra, mientras que a la par experimentaba un sentimiento de humildad tranquila ante la serena e incomparable potencia de un macho desconocido. Querelle comprendió que podía llevar al extraño ogro, hecho de dos cuerpos magníficos, su alijo de opio.

«Pero me hace falta un gachó. Con un gacho podré salir adelante.»

Querelle tenía la vaga sospecha de que todo el éxito de la aventura dependía de un marinero, y confusamente presentía también, por la paz que le procuraba la idea, aún lejana, dulce y tan poco perceptible como una aurora, que metería a Vic en la combina y que por medio de él podría llegar hasta Mario y Norbert.

El patrón parecía sincero. El otro era demasiado guapo para ser un poli. Tenía anillos demasiado bellos.

«¿Y yo? ¿Y mis joyas? ¡Si el tío las viera!»

Querelle pensó primero en las joyas ocultas en la cámara del aviso, luego en los cojones, pesados y macizos, a los que acariciaba todas las noches, conservándolos en las manos durante el sueño. Pensó en el reloj robado. Sonrió: ese era el antiguo Querelle, aflorando, abriéndose, mostrando el envés delicado de los pétalos.

Los obreros fueron a sentarse alrededor de una mesa blanca situada en medio del barracón, entre las dos hileras de camas y sobre la que humeaban diez tazones de sopa. Gil retiró lentamente su mano de la piel de la gata, acurrucada en sus rodillas, y luego, lentamente, volvió a ponerla allí. Algo de su vergüenza fluía hacia el animal, que la acumulaba en su interior. Aliviaba de este modo a Gil como una sanguijuela alivia una llaga. Gil no había querido pelearse cuando, al volver a casa, Théo se había burlado de él. Lo había manifestado en aquel tono de voz, súbitamente humilde, al responder: «Hay palabras que no deberían pronunciarse». Siendo sus respuestas de ordinario secas y breves, casi crueles, Gil había sentido tanto más su vergüenza al escuchar su voz humillarse, arrastrarse como una sombra a los pies de Théo. En su fuero interno, para consolar su amor propio, se decía que uno no se pelea con un gilipollas; pero la dulzura espontánea de su voz le recordaba con demasiada claridad que había capitulado. ¿Y los compañeros? ¿Qué importan? Que les den por culo a los compañeros. Está claro que Théo es un marica. Es un tiarrón, con nervio más que nada, pero sigue siendo un marica. En cuanto llegó Gil al astillero, el albañil le cubrió de deferencias, de amabilidades, algunas de las cuales fueron auténticas obras maestras de delicadeza. Le invitaba también a chatos de blanco barato en las tabernas de Recouvrance. Pero en la mano de acero que le daba una palmada, la espalda de Gil reconocía —y se sobresaltaba al sentirla— la presencia de una mano más dulce. Una deseaba doblegarlo para que la otra pudiera acariciarlo.

Ahora bien, desde hacía unos días Théo le buscaba las cosquillas al chico. Bramaba por no haber podido hacerse con su juventud. En el tajo, Gil le miraba a veces: era raro que en tales momentos Théo no tuviera los ojos puestos en él. Théo era un obrero meticuloso al que todos los compañeros ponían como ejemplo. Antes de depositarla en su lecho de cemento, sus manos acariciaban la piedra, le daban la vuelta, elegían la cara más bella y siempre concordaba en cada una de las piedras la cara que se ensarta en el mortero con el lado más noble destinado a la fachada. Gil alzó la mano, abandonando la piel. Delicadamente, depositó la gata junto a la estufa, sobre la alfombra de virutas. De ese modo tal vez hiciera creer a sus compañeros que era de naturaleza muy delicada. Deseó incluso llevar tal delicadeza hasta la provocación. Era preciso, en su propio beneficio, que pareciese alejarse por lo excesivo de su gesto del rasgo que le había valido una tal afrenta. Se acercó a la mesa y se sentó en su sitio. Théo no le miró. Gil vio su pelambrera tupida, su amplia nuca encorvada sobre el tazón de porcelana blanca. Hablaba alto, riendo con un compañero. Se oía sobre todo el ruido de las bocas al sorber las cucharadas de sopa caliente y espesa. Acabada la cena, Gil se levantó el primero, se quitó el jersey y se apresuró a fregar la loza. Durante algunos minutos, con la camisa entreabierta sobre el cuello, las mangas remangadas por encima del codo, el rostro enrojecido y mojado por el vaho, los brazos desnudos metidos en el agua grasienta, fue una joven fregona de restaurante. Presentía que de pronto había dejado de ser un obrero cualquiera. Durante algunos minutos se vio a sí mismo convertido en un ser extraño, ambiguo: un muchacho joven que era la sirvienta de los demás albañiles. Para que no se acercaran a embromarle, a pellizcarle las nalgas riendo a carcajadas, buscó ademanes bruscos. Cuando las sacó del agua grasienta, ahora repugnantemente tibia, sus manos habían perdido su suavidad, al mismo tiempo que las grietas producidas por el cemento y la escayola. Sintió una vaga añoranza de sus manos de trabajador, de su escarcha blanca sobre los surcos helados, de las uñas encostradas de cemento y escayola. Gil había almacenado demasiada vergüenza desde hacía algunos días como para atreverse, en aquel momento, a pensar en Paulette. Ni siquiera en Roger. No podía pensar en ellos con ternura, por una especie de hedor nauseabundo que amenazaba mezclarse, para corromperlos y descomponerlos, con todos sus pensamientos. Sin embargo, consiguió evocar a Roger con odio. En una atmósfera así el odio se tornaba más nocivo, se incubaba con tanta abundancia que ahuyentaba la vergüenza, la comprimía, la forzaba a refugiarse en el rincón más recóndito de la conciencia, donde permanecía, sin embargo, en vela, recordando su presencia con la pesada insistencia de su absceso. Gil odiaba a Roger por ser el causante de sus humillaciones. Odiaba el encanto que le había permitido a Théo ejercitar su perversa tiranía. Le odiaba por haber venido ayer al tajo. Si le había sonreído durante toda una velada mientras cantaba sobre una mesa, era porque sólo Roger sabía que la última canción era la que a Paulette le gustaba tatarear, y porque Gil se dirigía a su hermana por mediación de un cómplice:

Es un jovial bandido

que de nada se espanta

Algunos albañiles jugaban a las cartas sobre la mesa, ya sin tazones ni platos de loza blanca. La estufa estaba cargada hasta los topes. Gil se disponía a salir a mear, pero al volver la cabeza vio a Théo atravesando el cuarto, abriendo la puerta, dirigiéndose claramente al mismo sitio. Gil permaneció en su lugar. Théo cerró la puerta al salir. Se internaba en la noche y la bruma, vestido con una camisa caqui y un pantalón azul remendado con trozos de Mía de diferentes colores desteñidos, suaves a la vista: Gil llevaba un pantalón semejante que le gustaba. Se desnudó. Se quitó la camisa, quedándose solamente con la camiseta, de la que salían, por una amplia sisa, los brazos musculosos. Al caérsele el pantalón a los talones pudo contemplarse los muslos: eran gruesos y sólidos, desarrollados por el fútbol y la bicicleta, lisos como el mármol y duros como él. Mentalmente recorrió con la mirada desde sus muslos a su vientre, su espalda musculosa, sus brazos. Sintió vergüenza de su fuerza. Si hubiera aceptado la pelea, «a lo legal», claro (es decir, sin puñetazos, sólo cuerpo a cuerpo), o a la bigorheur[7] (con puntapiés y puños), es casi seguro que le hubiera podido a Théo, pero este tenía fama de violento. De rabia hubiera sido capaz de levantarse por la noche para venir sigilosamente a cortarle el cuello a su vencedor. Gracias a esa fama vivía tranquilo en medio de sus insultos. Gil se negaba a correr el riesgo de ser degollado. Se terminó de quitar el pantalón. Permaneció un instante de pie, en slip rojo y camiseta blanca, ante su cama; suavemente se rascó los muslos. Esperaba que sus compañeros le vieran los músculos y creyeran que si no había querido pelearse era por pura generosidad, para no tumbar con demasiada facilidad a un viejo. Se acostó. Con la mejilla contra la almohada, se puso a pensar en Théo con un asco tanto más intenso cuanto que se daba cuenta de que en su juventud Théo había debido de ser muy hermoso. Su madurez seguía siendo vigorosa. «Los albañiles somos cachondos», decía a veces (quería decir: somos ligones). Su rostro, de facciones duras, viriles, puras todavía, se hallaba delicadamente cincelado por una infinidad de minúsculas arrugas. Sus ojos negros, pequeños y brillantes, eran maliciosos; pero algunos días Gil los había sorprendido fijos en él e inundados por una dulzura extraordinaria, y ello hacia el atardecer, cuando la cuadrilla abandonaba el tajo. Théo se limpiaba las manos con un poco de arena fina, a continuación enderezaba el espinazo para observar el trabajo en curso, la pared que iba subiendo, las trullas abandonadas, los tablones, las carretillas, los cubos. Sobre todo ello —y sobre los obreros— se iba depositando lentamente un impalpable polvo gris que convertía el tajo en un único objeto, acabado, conseguido finalmente gracias a toda la agitación de la jornada. La paz del atardecer se debía al remate de un tajo abandonado y recubierto de polvo gris. Torpes después de la jornada, inútiles, silenciosos, con pasos lentos, casi solemnes, abandonaban la obra. Ninguno sobrepasaba la cuarentena. Cansados, con el morral al hombro izquierdo, la mano derecha en el bolsillo, dejaban el día por la noche. Sus cinturones apenas les sujetaban unos pantalones hechos para tirantes. Cada diez metros tenían que levantárselos, volviendo a colocarse la parte de delante debajo del cinturón, dejando entreabierta la espalda, siempre con esa pequeña muesca triangular y los dos botones destinados a los tirantes. Envueltos en una calma espesa, regresaban a los barracones. Hasta el sábado ninguno de ellos acudiría a las casas de putas o a la taberna, pero en su cama, apaciblemente, dejaban reposar su virilidad, acumulando bajo las sabanas las negras fuerzas y el blanco licor. Dormirían de lado, sin sueños, con el brazo desnudo de mano empolvada que sobresalía fuera de la cama, mostrando las venas azules que sangran al menor rasguño. En cuanto a Théo, solía entretenerse con Gil. Todas las tardes le ofrecía un cigarrillo antes de ponerse en camino tras de los demás, y a veces —y era otra su mirada— le daba una sonora palmada en el hombro.

—¿Qué tal, compañero? ¿Va todo bien?

Con la cabeza Gil hacía su gesto habitual de indiferencia. Apenas sonreía. Sobre la almohada, Gil sintió que su mejilla ardía. Tenía los ojos bien abiertos y, a causa de las ganas de mear, cada vez mayores, la impaciencia aumentaba su furia. Le quemaban los bordes de los párpados. Una bofetada recibida hace que nuestro cuerpo se yerga y se lance hacia adelante, respondiendo con otra bofetada o un puñetazo, saltando, tensándose, bailando: en una palabra, viviendo. Una bofetada recibida puede también hacernos agachar la cabeza, tambalearnos, caer, morir. Llamamos hermosa a la actitud de vida y fea a la actitud de muerte. Pero más hermosa es todavía la actitud, que nos hace vivir aprisa, hasta la muerte. Los policías, los poetas, los criados y los sacerdotes se asientan en la abyección. En ella abrevan, circula por ellos, los alimenta.

—Policía, un oficio como otro cualquiera.

Al dar esta respuesta al antiguo compañero que le preguntaba con cierto desprecio por qué había ingresado en la policía, Mario sabía que mentía. Se burlaba de las mujeres por la facilidad con que conseguía a las de «malas costumbres». Debido a la presencia de Dédé, el odio que percibe en su entorno hace que le resulte pesada su función de policía. Le molesta. Quisiera librarse de ella, pero le tiene envuelto. Peor aún, corre por sus venas. Tiene miedo a ser envenenado por ella. Al principio lentamente, más tarde apasionadamente, se enamora de Dédé. Dédé será el antídoto. La Policía en él circula algo menos, se debilita. Se siente un poco menos culpable. La sangre de sus venas, que le condenaba al desprecio de los maleantes y a la venganza de Tony, fluye menos negra.

¿Estará la cárcel de Bougen llena de bellas espías? Mario sigue confiando en que se verá implicado en un asunto de robo de documentos de interés para la Defensa nacional.

En la habitación de Dédé, en la rue Saint-Pierre, Mario estaba sentado, con los pies en el suelo, en el diván-cama recubierto de una simple colcha de algodón azul de rayas, estirada sobre las sábanas deshechas. Dédé saltó encima del diván, de suerte que se encontró de rodillas ante el perfil del rostro y del busto inmóvil de Mario. El policía no dijo una sola palabra. No movió un solo músculo de su cara. Sus ojos fijos miraban directamente enfrente de ellos algo extremadamente importante más allá del hielo que cubría la chimenea, más allá del muro y de la ciudad. De rodillas, sobre la superficie dura y plana que presentan las rodillas de un hombre sentado con la pierna un poco recogida sobre sí, sus dos manos se posaban extendidas. Dédé no le había visto nunca con un rostro tan duro, tan tenso, tan triste, tan malvado incluso, especialmente a causa de los labios resecos y apretados hasta formar pliegues.

—Bueno, ¿qué? ¿Qué puede ocurrir? Voy a llegarme hasta el puerto y ya veré… Voy a ver si está allí. ¿No crees?

El rostro de Mario ni se inmutó. Lo animaba un calor extraordinario que no llegaba a infundirle color: estaba pálido, pero sus líneas eran tan apretadas, se rompían y se entrecruzaban de una manera tan brusca que lo iluminaban con una miríada de estrellas. Toda la vida de Mario debía de estar ascendiendo, procedente de las pantorrillas, del sexo, del torso, del corazón, del ano, del intestino, de los brazos, de los codos, del cuello, hasta el rostro, donde se desesperaba de no poder salir, ir más lejos, escaparse en la noche, deshacerse en centellas. Tenía las mejillas ligeramente hundidas, lo que le hacía más dura la barbilla. No tenía el ceño fruncido, pero ponía en blanco el globo ocular, lo que obligaba al borde del párpado a formar con la nariz una pequeña rosa de ámbar. Muy cerca de sus labios, dentro de la boca, Mario hacía una bola de saliva cada vez más grande, que no osaba, que no sabía ya cómo tragar. Su miedo y su odio mezclados se habían amontonado allí, en el extremo de sí mismo. Los ojos azules se le habían vuelto casi negros bajo unas cejas cuyo color rubio era más claro que nunca. La misma claridad de aquel color rubio turbó un poco la paz profunda de Dédé. (Pues el joven estaba tanto más tranquilo cuanto más profundamente agitado se encontraba su amigo, como si sólo este hubiera aspirado hasta la superficie de su rostro el fango depositado en ambos y aquel súbito destino superior del policía le diera una actitud desesperada y grave, aunque con esa ligera crispación, contenida, de los héroes indiscutibles. Dédé parecía haberlo comprendido y no podía testimoniar mejor su gratitud que aceptando con elegante sencillez ser purificado, conocer por fin la gracia primaveral de los bosquecillos de abril.) La claridad de las cejas de Mario turbó, decíamos, la paz profunda del chiquillo, infundiéndole la inquietud de ver que un color claro pueda contener tanta sombra, acompañar una expresión tan sombría y borrascosa. La desolación es más grande si se expresa mediante un signo de luz. Y aquella claridad de las cejas turbó su inquietud, la pureza de su inquietud —no por saber que Mario estaba en peligro de muerte al haber detenido a un cargador del puerto, sino al ver que el policía poseía todas las señales de la inquietud—, dándole a entender de una manera vaga que no eran vanas las esperanzas de volver a ver alegre el rostro de su amigo, en el que aún podían distinguirse signos de claridad. A decir verdad, aquel rayo de luz sobre el rostro de Mario era una sombra. Dédé colocó su antebrazo desnudo —la camisa remangada por encima del codo —en el hombro de Mario y observó atentamente su oreja. Por un instante consideró la suavidad de los cabellos cortos, perfilados desde la nuca a la sien, y de cuyos tajos recientes emanaba una luz sedosa y delicada. Sopló suavemente la oreja para liberarla de algunos cabellos rubios más largos que caían de la frente. Nada se movió en el rostro de Mario.

—¡Es desternillante la cara de cabrón que pones! ¿Pero qué piensas que pueden hacerte esos tipos?

Calló unos instantes como para reflexionar, y añadió:

—Y lo que me revienta es que no te atrevas a detenerlo. ¿Pero por qué no los detienes?

Echó algo hacia atrás el busto para ver mejor el perfil de Mario, quien no movió el rostro ni los ojos. Mario ni siquiera estaba pensando. Aceptaba que su mirada se perdiera, se disolviera y arrastrara todo su cuerpo en esa disolución. Hacía un momento Robert le había contado que cinco estibadores de los más lanzados habían jurado cargárselo. Tony, al que había detenido de un modo que consideraban desleal los tipos de Brest, había salido la víspera de la cárcel de Bougen.

—¿Qué quieres que haga?

Sin cambiar de sitio las rodillas, Dédé se había echado una vez más hacia atrás. Llegó a adoptar la postura de una joven santa en trance místico, postrada de rodillas al pie de una encina, anonadada por la revelación y el fulgor de la gracia y que se echa hacia atrás para apartar su rostro de una aparición que le está quemando las cejas, las niñas de los ojos y que le ciega. Sonrió. Dulcemente rodeó con su brazo el cuello del policía. A picotazos, le fue besando el rostro, sin tocarlo, en la frente, en la sien, en el ojo, en la punta redonda de la nariz, en los labios, pero siempre sin tocarlos. Mario se sintió acribillado por mil puntas de fuego depositadas, recobradas, devueltas.

«Me está cubriendo de mimosas», pensó.

Sólo sus párpados batieron, pero ninguna otra parte de su cuerpo se movió, ni tampoco sus manos en las rodillas. Ni se le empalmó el rabo. Sin embargo, era sensible a la ternura desacostumbrada del niño. Llegándole a través de mil golpecitos dolorosos (por ser tan sólo presentidos) y cálidos, dejaba que le fuera hinchando el cuerpo poco a poco y lo aliviara. Dédé picoteaba sus besos sobre una roca. Los golpes se espaciaron, el niño echó atrás la cabeza sonriendo siempre y se puso a silbar. Imitando el canto de los pájaros, en torno a la cabeza severa y poderosa de Mario, paseó su boquita fruncida en forma de culo de gallina desde el ojo a la boca, desde la nuca a las aletas de la nariz, silbando ya como un mirlo, ya como una oropéndola. Sonreía con la mirada. Se divertía imitando a todos los pájaros de la floresta. Se enternecía consigo mismo porque al mismo tiempo que se identificaba con los pájaros podía ofrecérselos a aquella cabeza ardiente, aunque inmóvil, fraguada en piedra. Dédé intentaba domesticarla, fascinarla por medio de los pájaros. Mario experimentaba una especie de angustia al conocer algo pavoroso: la sonrisa de un pájaro. Pensó aliviado:

«Me espolvorea de mimosas.»

Al canto de los pájaros vino a mezclarse un suave polen. Vagamente Mario se sintió capturado en una de esas violetas de tul, salpicadas de lunares espaciados. Luego se sumergió en sí mismo para alcanzar esa región de lo etéreo y de la inocencia que se denomina, tal vez, el limbo. Incluso en las angustias, escapaba a sus enemigos. Tenía derecho a ser un policía, un guripa. Tenía derecho a dejarse llevar por la antigua complicidad que le unía a este pequeño soplón de dieciséis años. Dédé intentaba que una sonrisa abriese aquella cabeza para aprisionar a los pájaros: la roca se resistía a sonreír, a florecer, a cubrirse de nidos. Mario se cerraba. Prestaba atención a los silbidos airosos del chaval, pero —el auténtico Mario, siempre en vela— estaba tan lejos en el fondo de sí mismo, tratando de afrontar el miedo y destruirlo a fuerza de analizarlo, que necesitaría mucho tiempo para retornar a sus músculos, para moverlos. Sentía que allí, detrás de su rostro severo, detrás de su palidez, de su inmovilidad, de sus puertas, de sus murallas, se hallaba al abrigo. Estaba detrás de las murallas de la policía, protegido por esos rigores que son sólo apariencia. Dédé le besó en la comisura de los labios, muy deprisa; luego se bajó de la cama de un salto. Plantado delante de Mario, le sonreía.

—¿Pero qué es lo que no funciona? ¿Te encuentras mal o te has encaprichado de alguien?

A pesar del deseo, nunca se le había ocurrido acostarse con Dédé, nunca había hecho el menor gesto equívoco. Sus superiores y sus colegas sabían de sus relaciones con el chico, quien para ellos era simplemente un soplón.

Dédé no respondió a la ironía de Mario, pero su sonrisa se crispó un tanto, sin desaparecer por completo. Su rostro estaba rosa.

—Estás algo chiflado.

—No te he hecho daño, ¿no? Te estoy besando como a un camarada. Desde hace un rato pones cara de enfadado. Sólo quiero que te diviertas.

—¿No tengo, pues, derecho a quedarme pensativo un minuto?

—Hace una hora que estás así. No está claro que Tony quiera matarte…

Mario se puso nervioso; su boca se crispó.

—¿No pensarás por casualidad que tengo canguelo?

—Yo no he dicho eso.

Dédé estaba indignado.

Se hallaba de pie ante Mario. Tenía una voz ronca, algo vulgar, entorpecida por un leve acento campesino. Era una voz para hablar a los caballos. Mario volvió la cabeza. Durante algunos instantes contempló a Dédé. Y todo lo que dirá en el transcurso de esta escena será pronunciado aumentando la crispación de los labios y las cejas, en lo cual quería poner toda su voluntad con el fin de que el chaval se diera cuenta de que él, Mario Lambert, inspector de la brigada de caminos, destinado en la comisaría de Brest, no se consideraba acabado. Desde hacía un año trabajaba con Dédé, quien le informaba sobre la vida secreta de los estibadores, sobre los robos, los hurtos de café, de minerales, de materiales, ya que los tipos de los astilleros no desconfiaban del chiquillo.

—Vete.

Plantado ante él, algo achaparrado sobre sus piernas separadas, con un gesto ligeramente enfurruñado en la boca, Dédé miraba al policía. De pronto, girando sobre uno de sus pies, con las piernas siempre abiertas en forma de compás, hizo un movimiento tan brusco de hombros y caderas, para aproximarse a la ventana donde tenía colgada de la falleba su chaqueta, que pareció más fuerte que nunca, cargando sobre sus espaldas el peso de un cielo invisible. Por primera vez Mario se percataba de que Dédé era fuerte, de que se había convertido en un hombrecito.

Sintió vergüenza de haberse dejado llevar por el miedo delante de él, pero pronto se refugió en la coartada de ser policía, lo cual justifica todas las actitudes. La ventana daba a una callejuela estrecha. Enfrente, del otro lado de la calle, se alzaba el muro gris de una cochera. Dédé se puso la chaqueta. Cuando se dio la vuelta con la misma brusquedad de antes, Mario estaba de pie ante él, con las manos en los bolsillos.

—¿Has entendido? No tienes que acercarte demasiado. Ya te lo he dicho. Nadie sospecha que trabajas conmigo, así que no te dejes ver.

—Puedes estar tranquilo, Mario.

Dédé estaba terminando de vestirse. Se puso una bufanda de lana roja alrededor del cuello y en la cabeza una gorrita de plato gris, como las que llevan todavía los golfos de provincias. Del bolsillo de su chaqueta, donde se amontonaban en desorden los cigarrillos, sacó uno que introdujo en la boca de Mario; luego metió otro en la suya, sin una sonrisa, a pesar de lo que aquello le recordaba. Y con un ademán súbitamente grave, casi solemne, se puso los guantes, única señal de su pobre riqueza. Dédé amaba, veneraba casi aquellos objetos grasientos que nunca llevaba con descuido en la mano, sino que se los enfundaba con la mayor propiedad. Sabía que constituían el único detalle por el cual también él, desde el fondo de su miseria voluntaria —y por tanto moral—, conectaba con el mundo social y cierto de la opulencia. Aquellos contados ademanes, aquella actividad con destino concreto le ponían de nuevo en su lugar. Se asombraba por haberse atrevido a darle aquel beso y todo el juego que le había precedido. Estaba avergonzado de ello como de un error. Nunca había tenido para con Mario —ni Mario para con él— un gesto de ternura. Dédé era serio. Por cuenta del policía acopiaba con toda seriedad sus confidencias y con toda seriedad se las comunicaba cada semana en un lugar de las murallas concretado por teléfono. Era la primera vez en su vida que se había abandonado a la imaginación.

«Y eso que no he bebido nada», pensó.

Al decir que era serio por naturaleza, entendemos que su seriedad no era rebuscada. Por el contrario, era esta la que le dificultaba aparentar una ligereza forzada. Jamás, por ejemplo, se habría atrevido a hacer lo que se atrevía a hacer cualquier chico de dieciséis años: alguno de esos jugueteos repetidos mil veces como extender la mano y retirarla cuando la pareja va a estrecharla, remedar en broma unas tetas femeninas, decir «15» al cruzarse con un hombre barbudo, etc… pero esta vez había puesto de su parte y su vergüenza se mezclaba con un sentimiento de ligera libertad. Frotó una cerilla y presentó la llamita a Mario con una solemnidad más fuerte que su ignorancia de los ritos. Siendo Mario más alto que él, el golfillo le ofrecía al mismo tiempo su rostro, púdicamente, secretamente oscurecido por la sombra de sus manos.

—Y tú, ¿qué vas a hacer?

—¿Yo?…, nada. ¿Qué quieres que haga? Te esperaré.

Dédé volvió a mirar a Mario. Le contempló durante algunos instantes, con la boca entreabierta y seca. «Tengo la boca pálida», pensó. Pegó una chupada a su cigarrillo: «Bueno». Se volvió hacia el espejo para dar un retoque a la visera de su gorra, inclinándola un poco más hacia la izquierda. En el espejo vio reflejada la totalidad de la habitación en la que vivía desde hacía más de un año. Era pequeña, fría, y tenía colgadas en la pared algunas fotografías de boxeadores y actrices recortadas de los periódicos. Su único lujo consistía en la lámpara situada por encima del diván: una bombilla eléctrica dentro de una tulipa de vidrio rosa pálido. No despreciaba a Mario por tener miedo. Hacía tiempo que conocía la nobleza del canguelo confesado, el que se expresa en estos términos:

«Estoy que me cago, los tengo en la garganta, estoy acojonado».

También él había corrido a menudo huyendo de un rival peligroso y armado. Esperaba que Mario aceptase el combate, estando él mismo resuelto a matar, si la ocasión se presentaba, al estibador recién salido de chirona. Salvar a Mario era salvarse a sí mismo. Y era normal tenerle miedo a Tony el estibador. Era un energúmeno y un bestia, de los que entran «a traición». A pesar de todo, a Dédé le resultaba extraño que la policía pareciera temblar ante un maleante, y por primera vez temió que aquel poder invisible, ideal, al que servía y detrás del cual se amparaba, pudiese no estar compuesto sino de flaquezas humanas. Tras haber tomado conciencia, a través de una fisura en su interior, de esta verdad, sintió que se estaba debilitando, pero a la vez, y por raro que parezca, que se estaba fortaleciendo. Por primera vez en su vida se había puesto a pensar y esto le causaba un poco de espanto.

—Pero ¿no se lo has dicho al jefe?

—Eso no es cosa tuya. Ya te he dicho tu trabajo. Hazlo.

Mario temía sordamente que el chico le traicionara. Al responderle, su voz tenía tendencia a suavizarse, pero se rehacía en seguida, incluso antes de haber abierto la boca, y le hablaba en tono cortante. Dédé miró su reloj de pulsera.

—Van a dar las cuatro —dijo—. Ya es de noche. Hay una especie de niebla… a no más de cinco metros.

—Entonces, ¿a qué esperas?

De pronto la voz de Mario se tornó más imperiosa. Se convirtió en el amo. Le había bastado atreverse a dar dos pasos dentro de la habitación con el fin de acercarse, con idéntica agilidad, al espejo, a peinarse, para ser de nuevo aquella sombra potente, ebúrnea y musculosa, alegre y joven, que engloba su propia forma y a veces la de Dédé. (Sonriendo, Dédé le decía a veces al mirarle durante sus encuentros: «Lo que me gusta es que me pierdo en ti», pero en otras ocasiones su orgullo se rebelaba contra aquel engullimiento. Esbozaba entonces un tímido gesto de rebeldía, pero una sonrisa o una orden seca volvían a ponerle a la sombra de Mario.)

—Sí.

Para satisfacción propia, acto de violencia del que sólo él sería consciente, pronunció la palabra con dureza. Inmóvil un instante para demostrarse a sí mismo su absoluta independencia, soltando un poco de humo en dirección a la ventana que estaba mirando, con una mano en el bolsillo, bruscamente, se volvió hacia Mario, y con idéntica brusquedad, mirándole fijamente a los ojos, le tendió la mano situada en el extremo de un brazo tieso, tenso.

—Adiós.

Tenía un tono fúnebre. Con una calma más natural, Mario respondió:

—Adiós, chaval. No tardes.

—No te vas a morir de pena, ¿no? Vuelvo en un abrir y cerrar de ojos.

Se hallaba junto a la puerta. La abrió. Los pocos atavíos colgados en la percha de la puerta volaron fastuosamente, aunque el hedor desprendido de los retretes que daban al rellano se precipitó en la habitación. Mario percibió aquel aspecto súbitamente grandioso de las vestimentas. Un poco molesto, se oyó a sí mismo pronunciar:

—Estás haciendo teatro.

Se sintió conmovido, pero no fue capaz de deleitarse en el instante. Aquella sensibilidad, bastante velada, no respecto a la belleza formal, definitiva, sino hacia la indicación fulgurante de una manifestación que no tiene otro nombre que el de poesía, le dejaba ciertos días perplejo durante algunos segundos: un estibador tuvo una sonrisa tal al robar té en los almacenes casi delante de sus narices, que Mario sintió la tentación de pasar sin decirle nada, conoció una ligera vacilación, una especie de pesar por ser el policía en vez del ladrón. La vacilación duró poco. Apenas había dado un paso para alejarse cuando se le reveló la monstruosidad de su actitud. El orden al que servía quedaba irreparablemente subvertido. Se abría una brecha gigantesca. Y se puede afirmar que no detuvo al ladrón sino por una preocupación estética. En el primer momento su mal humor habitual estuvo a punto de desaparecer ante la gracia del estibador, pero cuando Mario tomó conciencia de aquella resistencia y de lo que originaba podemos asegurar que fue por odio a su belleza por lo que se resolvió a detener al ladrón.

Dédé volvió la cabeza, enviando con el rabillo del ojo un último adiós que su amigo interpretó como un signo de complicidad para con su última reflexión. Apenas cerrada la puerta, sintió que se le derretían los músculos, que sus miembros se le reblandecían como para adoptar una curva grácil. Era la misma impresión de hacía un momento, cuando jugando en torno al rostro de Mario había experimentado de pronto una especie de debilidad, en seguida superada, que le había hecho desear —inclinado ya su cuello con languidez— apoyar su cabeza en el grueso muslo de Mario.

—¡Dédé!

Abrió la puerta.

—¿Qué ocurre? Dime…

Mario se acercó, le miró a los ojos. Susurró dulcemente:

—Puedo tener confianza en ti, ¿verdad, chaval?

Un poco atónito, con la boca entreabierta, Dédé miró al policía sin responder, como si no entendiera.

—Estaría bueno…

Mario lo atrajo suavemente hasta dentro de la habitación, cerrando de nuevo la puerta.

—Quedamos en que harás lo que puedas para saber qué ocurre. Pero confío en ti. Nadie tiene que saber que estoy en tu cuarto. ¿De acuerdo?

El policía puso su gruesa mano ensortijada de oro en el hombro del pequeño confidente; luego le atrajo hacia sí:

—Hace ya tiempo que trabajamos juntos, ¿verdad, chaval? Bueno, pues ahora te toca a ti arreglártelas. Cuento contigo.

Le dio un beso en la sien y le dejó salir. Por segunda vez desde que se conocían se dirigía al muchacho llamándole «chaval». Aquella palabra le hacía comulgar con los maleantes, pero sobre todo unía a los dos amigos. Dédé salió. Bajó las escaleras. Su natural dureza le permitió en seguida ahuyentar su turbación. Salió a la calle. Mario le había sentido bajar las escaleras del sórdido piso amueblado con su paso acostumbrado, ágil, preciso y resuelto. En dos pasos, pues la habitación era pequeña y largas las zancadas de Mario, estuvo junto a la ventana. Apartó las cortinas de tul espeso, amarillas por el humo y la grasa. Ante él se extendían la estrecha callejuela y el muro. Era de noche. Tony iba adquiriendo un poder cada vez más grande. Se convertía en cada sombra, en cada girón de niebla, progresivamente más espesa y en cuyo interior desaparecía Dédé.

Querelle saltó desde la lancha al muelle. Tras él otros marineros, y entre ellos Vic. Venían del «Vengador». La lancha les devolvería a bordo un poco antes de las once. La niebla era muy espesa y en ella el día parecía haber cuajado. Habiéndose apoderado de la ciudad, amenazaba con durar más de veinticuatro horas. Sin decir ni pío a Querelle, Vic se alejó en dirección al puesto de aduanas que los marineros cruzan antes de subir las escaleras que conducen al plano de la carretera, ya que el muelle, como hemos dicho, está en la parte de abajo. En vez de hacer lo que Vic, Querelle desapareció en la niebla hacia el muro de contención que sirve de soporte a la carretera. Sonriendo sutilmente, aguardó un poco; luego bordeó el muro rozándolo con su mano sin guante. De repente sintió en sus dedos un ligero roce. Agarrando en seguida la punta de la cuerda, le ató un paquete que llevaba debajo del impermeable. Dio tres pequeños tirones de la cuerda, que subió lentamente a lo largo de la muralla hasta llegar a Vic, quien jalaba de ella.

El prefecto marítimo —Almirante de D… del M…— se quedó muy sorprendido al enterarse, a la mañana del día siguiente, de que un marinero joven había aparecido degollado en las murallas.

Querelle no se había dejado ver en ningún sitio en compañía de Vic. En el barco no se hablaban, o muy rara vez y sin entretenerse. Aquella misma tarde Querelle le había puesto al corriente rápidamente detrás de una chimenea. Así que le hubo alcanzado en la carretera, recobró del marinero el ovillo de cuerda y el paquete de opio. Cuando se halló a la altura de Vic y la manga de tela azul del impermeable de este, pesado por la humedad, tocó la suya, Querelle sintió en todo su cuerpo la presencia del crimen. Ello sobrevino primero lentamente, algo así como las emociones del amor y, al parecer, por el mismo camino o más bien por el negativo de ese camino. Para evitar la ciudad y para infundir a su aspecto una apariencia aún más sospechosa, Querelle decidió bordear las murallas. Horadando la niebla, su voz llegó hasta Vic:

—Tira por aquí.

Siguieron por la carretera hasta el castillo (antigua residencia de Ana de Bretaña); luego cruzaron el Cours Dajot. Nadie les vio. Iban fumando. Querelle sonreía.

—No has dicho nada a nadie, ¿verdad?

—Te aseguro que no. No estoy chiflado.

El paseo estaba desierto. Nadie, por otra parte, se hubiera inquietado por dos marineros que se dirigían a cruzar el postigo de las murallas, a meterse entre los árboles descarnados por la niebla, las zarzas y las hierbas secas, las zanjas, el barro, las veredas perdidas hacia un bosquecillo mojado. Para todo el mundo eran dos jóvenes en busca de hembras.

—Vamos a pasar al otro lado. ¿Vale? Vamos a sortear las fortificaciones.

Querelle seguía sonriendo. Continuaba fumando. A medida que Vic caminaba al ritmo largo y pesado de Querelle, a medida que entraba en aquellos andares, una gran confianza lo habitaba. La presencia poderosa y silente de Querelle le infundía una sensación de autoridad que ya había conocido con ocasión de los asaltos a mano armada que ambos muchachos habían llevado a cabo juntos. Querelle sonreía. Dejaba incubarse en su interior aquella emoción que tan bien conocía que dentro de un momento, en el lugar adecuado, allí donde los árboles eran más tupidos y más espesa la niebla, le poseería por completo, ahuyentaría de él toda conciencia, todo espíritu crítico, y ordenaría a su cuerpo los ademanes perfectos, rigurosos y exactos del criminal. Dijo:

—Mi hermano se encarga de arreglarlo todo. Con él podemos estar tranquilos.

—No sabía que tu hermano estuviese en Brest.

Querelle calló. Sus ojos quedaron fijos como para observar dentro de sí, con más atención, el estiaje de su emoción. Se le heló la sonrisa. Los pulmones se le hincharon. Se desinfló. Quedó reducido a la nada.

—Sí, está en Brest, en «La Féria».

—En «La Féria». ¿En serio? ¿Y qué es lo que hace allí? ¡Menudo antro!

—¿Por qué?

Nada de Querelle quedaba ya en su propio cuerpo. Estaba vacío. Ante Vic ya no había nadie: el criminal acababa de llegar a su perfecta culminación por la aparición en el seno de la noche de unos cuantos árboles agrupados en forma de una cámara o, mejor, de una capilla, por cuyo centro transcurría el sendero. En el paquete que contenía el opio estaban también las joyas robadas con la complicidad de Vic.

—Bueno…, lo que se dice lo sabes igual que yo.

—¿Y qué? Se pasa por la piedra a la patrona.

Algo de Querelle afloró al borde de los labios y los dedos del asesino: aquella sombra furtiva de Querelle volvió a ver el rostro y la actitud soberana de Mario apoyado por Norbert. Se imponía franquear aquella muralla ante la cual Querelle palidecía, se disolvía. Escalarla o atravesarla. Hacerla derrumbarse con un empujón del hombro.

«Yo también tengo mis joyas», pensó.

Los anillos y las pulseras iban a ser sólo suyos. Bastaban para conferirle la autoridad suficiente para llevar a cabo un acto sagrado. Querelle no era ya sino un leve aliento suspendido de sus propios labios y con libertad para separarse del cuerpo y colgarse de la rama más cercana y más espinosa.

«Joyas. El poli está cubierto de joyas. Yo también tengo mis joyas. Y no les presto atención.»

Era libre de abandonar su cuerpo, soporte audaz de sus cojones. Conocía el peso y belleza de estos. Con una sola mano, tranquilamente, abrió dentro del bolsillo del impermeable una navaja automática.

—Entonces ha tenido que pasárselo por la piedra el patrón.

—¿Y qué? Si le gusta…

—¡Leches!

Vic parecía abrumado.

—Si te lo propusieran, ¿tú aceptarías? Di.

—Por qué no. Si tuviera ganas. He hecho cosas peores.

Una pálida sonrisa acudió a los labios de Querelle.

—Si vieras a mi hermano, te prendarías de él. No te le resistirías.

—Me dolería.

—Te lo digo yo.

Querelle se detuvo.

—¿Echamos un cigarrillo?

El aliento, a punto de exhalarse, se desparramó por su interior y volvió a ser Querelle. Sin mover la mano, con los ojos fijos, pero con la mirada dirigida paradójicamente hacia dentro de sí, se vio efectuando la señal de la cruz. Tras esta señal, que advierte al público que el acróbata va a emprender un trabajo peligroso de muerte, Querelle ya no podía volverse atrás. Tenía que permanecer atento para poder ejecutar los gestos asesinos: no sorprender al marinero con un movimiento brutal, pues tal vez Vic no tuviese costumbre todavía de ser asesinado y gritaría. En tal caso el criminal tiene que batirse contra la vida y la muerte, chillando, pinchando en cualquier sitio. La última vez, en Cádiz, la víctima había manchado de sangre el cuello del impermeable de Querelle. Querelle se volvió hacia Vic, ofreciéndole un cigarrillo y el mechero con ademán escueto, pues le estorbaba el paquete que llevaba bajo el brazo.

—Enciende tú, enciende primero.

Vic le volvió la espalda para resguardarse del viento.

—Y tú le gustarías, porque eres una linda gatita. Y si le mamaras la picha como chupas la pipa, ¡qué gustirrinín le darías!

Vic volvió a echar humo y, al tiempo que tendía a Querelle el cigarrillo encendido, respondió:

—Bueno, no creo que tuviese nada que hacer conmigo.

Querelle rio, burlón.

—¿Ah, sí? ¿Y yo? ¿Yo tampoco tengo nada que hacer?

—Vamos, déjalo…

Vic quiso seguir andando, pero Querelle le retuvo, cerrándole el paso con la pierna extendida. Como si estuviera mascando el cigarrillo, le dijo:

—¿Eh? Di, di, ¿es que no valgo yo tanto como Mario?

—¿Qué Mario?

—¿Cómo qué Mario? Gracias a ti he podido pasar el muro, ¿no?

—¿Y qué? ¿Pero qué gilipolleces estás diciendo?

—¿No quieres?

—Vamos, deja de hacer el oso…

Vic no llegó a terminar la frase. Rápido, Querelle le apretó de la garganta, soltando el paquete, que cayó sobre el sendero. Cuando aflojó la presión, con la misma celeridad sacó del bolsillo la navaja abierta y le seccionó la carótida al marinero. Dado que Vic tenía alzado el cuello de su impermeable, se le derramó la sangre en vez de proyectarse sobre Querelle, corrió a lo largo de sus ropas, sobre la chaqueta. Con los ojos desorbitados el moribundo se tambaleó, dibujando con la mano un ademán muy delicado, dejándose resbalar, abandonándose en una actitud casi voluptuosa que bastaba para evocar en aquel paisaje de bruma el cálido ambiente de la habitación donde había tenido lugar el asesinato del armenio, recreado ahora por el gesto de Vic. Querelle le sostuvo enérgicamente con su brazo izquierdo, depositándole con suavidad sobre la hierba del camino, donde expiró.

El asesino se irguió. Era un objeto de un mundo en el que no existe el peligro, pues uno mismo es un objeto. Bello objeto inmóvil y sombrío en cuyas cavidades Querelle escuchó cómo el vacío sonoro se desencadenaba zumbando, escapaba de él, le rodeaba y le protegía. Muerto, acaso, pero aún caliente, Vic no era un muerto, sino un joven al que aquel objeto asombroso, sonoro y varío, de boca oscura, entreabierta, de ojos hundidos, severos, de cabellos y ropas de piedra, de rodillas cubiertas quizá de un vellón tupido y ensortijado cual barba asiría, al que aquel objeto de dedos irreales, envuelto en bruma, acababa de matar. El delicado aliento al que Querelle se había reducido continuaba suspendido de la rama espinosa de una acacia. Ansioso, esperaba. El asesino resopló dos veces muy deprisa, como hacen los boxeadores, movió los labios en los que Querelle vino suavemente a posarse, a introducirse por la boca, a subirse a los ojos, a bajarse a los dedos, a colmar el objeto. Querelle volvió la cabeza ligeramente, sin mover el busto. No oyó nada. Se inclinó para arrancar un puñado de césped y limpiar su navaja. Le parecía que estaba pisando fresas con nata y que se hundía en ellas. Apoyándose sobre sí mismo se enderezó, arrojó el puñado de hierba manchado de sangre sobre el muerto y agachándose por segunda vez para recoger el paquete de opio continuó solo su marcha bajo los árboles. Es falso afirmar simplemente que el criminal en el momento de su crimen piensa que nunca le cogerán. Sin duda se niega a distinguir con precisión las consecuencias, terribles para él, de su acto, sin dejar de saber que tal acto le condena a muerte. La palabra análisis nos impide ver claro. Necesitamos otro procedimiento para descubrir el mecanismo de esta autocondenación. Llamaremos a Querelle un gozoso suicida moral. En efecto, incapaz de saber si será o no detenido, el criminal vive en una zozobra que sólo puede suprimir mediante la negación de su acto, es decir, mediante la expiación. Por tanto, una vez más mediante la propia condena (pues parece ser que lo que provoca el pánico, el espanto metafísico o religioso del criminal, es la imposibilidad de confesar sus crímenes). En el fondo del foso, a la orilla de la muralla, Querelle permanecía de pie, apoyado contra un árbol y aislado por la niebla y la noche. Había devuelto la navaja a su bolsillo. Por delante, a la altura de la cintura, sujetaba su gorra del modo siguiente: aplastando con ambas manos la borla contra su vientre. No sonreía. En aquel momento estaba compareciendo ante el tribunal de justicia que se inventaba tras cada asesinato. Una vez cometido el crimen, Querelle había sentido sobre su hombro el peso de la mano de un policía ideal y desde la orilla del cadáver hasta aquel lugar solitario había caminado, siempre pesadamente, abrumado por el destino excepcional que sería el suyo. Cuando hubo recorrido unos cien metros, abandonó la vereda para perderse bajo los árboles, entre las zarzas, en la parte baja de un terraplén, en el foso de las murallas que rodean la ciudad. Tenía la mirada amedrentada, los andares torpes del culpable apresado, pero poseía, no obstante, en su fuero interno la certeza —que le unía bochornosa y amigablemente al policía— de ser un héroe. Andaba sobre un terreno inclinado, cubierto de matorrales de abrojos.

«Esto resbala, Pascuala», pensó. E inmediatamente: «Me hundo, Raimundo. Me vuelvo a la tierra amarilla».

Cuando llegó al fondo de la zanja, Querelle permaneció inmóvil un instante. Una brizna de viento movió e hizo zumbar ligeramente la punta afilada, seca y dura de las yerbas. La sorprendente suavidad de aquel ruido hacía aún más insólita la situación. Caminó en la niebla en sentido opuesto al lugar del crimen. Se oyó de nuevo el rumor de la yerba contra el viento, tan dulce como el ruido del aire en las aletas de la nariz de un atleta, como los andares de un acróbata. Querelle, vestido con un blusón claro de seda azul, avanzaba lentamente, moldeado por aquel tejido color azul cielo, ceñido al talle con un cinturón de cuero tachonado de acero. Sentía la presencia silenciosa de cada uno de sus músculos moviéndose al unísono con todos los demás para instaurar una estatua de silencio ondulante. Iba escoltado por dos policías invisibles, triunfantes y amistosos, llenos de ternura y crueldad hacia su presa. Querelle caminó unos metros más entre la niebla y el rozar de las hierbas. Buscaba un lugar tranquilo, tan retirado como una celda, suficientemente solitario y solemne como para poder convertirse en el escenario de un juicio.

«Con tal de que no me encuentren por las huellas», pensó.

Lamentó no haber caminado hacia atrás, enderezando las hierbas que aplastaba a su paso. Pero se dio cuenta al punto de lo absurdo de su temor, al tiempo que confiaba en que sus pasos serían lo bastante suaves para que, sabiamente, los tallos de hierba se irguieran por sí mismos. Además, no encontrarían el cuerpo hasta más tarde, hacia el amanecer. Siempre hay que esperar a la hora en que los obreros van al trabajo: son ellos los que descubren los crímenes abandonados al borde de las carreteras. No le molestaba la niebla. Tomó conciencia del olor a ciénaga. Se cerraron en torno a él los brazos abiertos de la pestilencia. Querelle seguía avanzando. Por un momento temió todavía que una pareja de enamorados se hubiera adentrado entre los árboles, pero la cosa era poco probable en aquella época del año. Las ramas y la hierba estaban húmedas y el espacio cubierto de hilos de araña cargados de gotitas que, al paso de Querelle, le mojaban el rostro. Durante algunos instantes, ante los maravillados ojos del asesino, la selva se transformó en un prodigio de suavidad, y en una confusión de lianas enmarañadas, doradas por un sol misterioso en el interior de un aire oscuro y claro, de un azul inmensamente lejano, en cuyo vientre se tejía la luz de todos los despertares. Al fin Querelle se halló frente a un árbol de tronco enorme. Se acercó a él, dio un rodeo a su alrededor cautamente y allí escoró, volviendo la espalda al lugar del crimen, donde montaba la guardia un cadáver. Se quitó el gorro y lo sujetó como ya hemos dicho. Adivinó el desorden de las ramas negras y finas que se cernían sobre él, desgarrando la niebla y haciéndole prisionero. Desde el fondo de sí mismo subían hasta su clara conciencia los pormenores del acta de acusación. En el silencio de una sala asfixiante de calor, atestada de miradas y oídos, de bocas humeantes, Querelle distinguió nítidamente la voz trivial y hueca, y por ello más vengadora, del presidente del tribunal:

«Ha degollado usted a su cómplice. Las razones de tal crimen son obvias…» (Aquí la voz del presidente y el presidente mismo se tornaron confusos. Querelle se negaba a ver aquellas razones, a querer desentrañarlas, a encontrarlas en lo más profundo de sí mismo. Disminuyó un poco la atención que estaba prestando al proceso. Se pegó más al árbol. Toda la magnificencia del proceso se le reveló cuando vio ponerse en pie dentro de sí a la acusación pública.)

«¡Exigimos la cabeza de este hombre! ¡La sangre llama a la sangre!»

Querelle comparecía en el banquillo. Arrimado al árbol, continuaba extrayendo de sí mismo más detalles de aquel proceso en el que estaba en juego su cabeza. Se encontraba bien. Entrelazando sus ramas sobre él, el árbol le daba cobijo. Allá lejos Querelle oía el croar de las ranas, pero, en general, todo estaba tan en calma que a su angustia frente al tribunal vino a sumarse la angustia frente a la soledad y el silencio. Aun siendo el crimen su punto de partida (silencio total, silencio hasta la muerte querido por Querelle), se había tendido en torno a él (o, mejor, había surgido de él, siendo la continuación tenue e inmaterial del muerto) aquella red de silencio en la que se encontraba cautivo. Con más intensidad se cobijó en su visión. La concretó. Estaba y no estaba allí. Asistía por fin a la proyección del culpable en la sala de la audiencia. La iba siguiendo y la dirigía. A veces esta prolongada ensoñación activa se veía cruzada por un pensamiento práctico y nítido: «¿Tendré manchas encima?», o: «Si alguien pasa por el camino…», pero de sus labios brotaba una sonrisa muy tenue que ahuyentaba el miedo. Sin embargo, no hay que confiar demasiado en la seguridad de la sonrisa, en su poder de disipar las tinieblas: la sonrisa puede aportar el miedo, primero en vuestros dientes, descarnados por los labios, y engendrar un monstruo cuya jeta tendrá la forma exacta de la sonrisa en vuestra boca; luego hará que el monstruo se desarrolle en vosotros, os revista y os habite, que sea, en fin, tanto más peligroso cuanto que se trata de un fantasma surgido de una sonrisa en la oscuridad. Querelle sonríe apenas. El árbol y la bruma le cobijaban contra la noche y la venganza. Retornó a la audiencia. Soberano al pie de aquel árbol, ordenaba a su doble imaginario actitudes de miedo, de rebeldía, de confianza y de espanto, estremecimientos, palidez. Contaba con la ayuda de los recuerdos de sus lecturas. Sintió necesidad de un incidente en la audiencia. Su abogado se levantó. Querelle quiso por un momento perder el conocimiento, refugiarse en el zumbido de sus oídos. Era preciso demorar el desenlace del proceso. Por fin volvió a entrar el tribunal. Querelle se sintió palidecer.

«El tribunal le condena a la pena capital.»

Todo se desvaneció en torno suyo. Él mismo y los árboles se empequeñecieron y fue enorme su sorpresa al saberse pálido y débil frente a esta nueva aventura, la misma sorpresa nuestra cuando nos enteramos de que Weidman no era un gigante cuya frente sobrepasaba las copas de los cedros, sino un joven tímido, de tez macilenta, algo cérea, de un metro setenta, encuadrado por corpulentos policías. A partir de este momento Querelle sólo tuvo conciencia de su terrible desgracia que le certificaba que seguía vivo, y también del zumbido de sus oídos. A fin de cuentas, su manera sencilla de considerar su infelicidad es comparable a la actitud que un día tuvo ante la muerte: los sepultureros habían exhumado el cuerpo de su madre para enterrarla en algún otro barrio del cementerio, Querelle llegó demasiado pronto y se encontró solo frente al ataúd que los obreros habían sacado del agujero. La hierba estaba húmeda, la tierra grasa, el frío muy vivo. Querelle oyó cantar a un pájaro. Se sentó sobre el féretro en que su madre se pudría. El olor emanaba sin incomodarlo desde las tablas mal encajadas. Se mezclaba naturalmente con el olor de la hierba, de la tierra removida, de las flores mojadas. El niño consideró por un instante el noble fenómeno que es la descomposición de un cuerpo adorado: un malestar que va de suyo y entra en el orden del mundo.

Se estremeció. Sentía algo de frío en los hombros, los muslos, los pies. Se hallaba erguido junto al árbol, con el gorro en la mano y el paquete de opio bajo el brazo, protegido por el uniforme de tela gruesa y por el cuello tieso del impermeable. Se puso el gorro. De un modo vago sintió que no había terminado todo. Le faltaba llevar a cabo la última formalidad: su ejecución.

«Tengo que ejecutarme; no hay más remedio.»

Hablamos de «sentir» de igual forma que lo hizo un asesino célebre poco después de su detención, que nada en apariencia dejaba prever, al decirle al juez: «Sentía que estaban a punto de cogerme…». Querelle se sacudió, caminó un poco en línea recta ante sí y, ayudándose con las manos, volvió a subir el terraplén donde la hierba seguía susurrando. Algunas ramas rozaron sus mejillas y manos: fue entonces cuando sintió una profunda tristeza, la nostalgia de las caricias maternas, ya que aquellas ramas espinosas, suaves, aterciopeladas por haberse posado en ellas la niebla, le recordaban el dulce resplandor de un seno de mujer. Instantes después se encontraba en la vereda, luego en la carretera, y hacía su entrada en la ciudad por una puerta diferente a aquella por la que había salido con el marinero. En su costado sentía la falta de algo.

«No deja de tener gracia estar solo.»

Sonreía levemente. Abandonaba tras él, en la niebla y sobre la hierba, cierto objeto, un montoncito de calma y de noche que manaba de un alba invisible y dulce, un objeto sagrado o maldito que aguardaba al pie de la muralla el derecho a entrar en la ciudad tras la expiación, tras un tiempo de purificación y humildad. El cadáver debía de tener aquel rostro insulso tan conocido para él, del que se han borrado todas las arrugas. Con paso largo y ágil, con aquellos andares desenvueltos y oscilantes que, apenas se le divisaba, hacían exclamar: «Es un tipo al que todo le importaba un bledo»[8], Querelle, con el alma serena, se fue derecho a «La Féria».