«Durante los dos años que pasó en el cuerpo de Marina, su naturaleza indómita, depravada, le hizo acreedor a setenta y seis castigos. A los novatos los cubría de tatuajes, robaba a sus compañeros y se entregaba a actos extraños con los animales

Relación del proceso de Louis Ménesclou, de 20 años de edad. Ejecutado el 7 de septiembre de 1880.

«Seguí, decía, los dramas judiciales, y Ménesclou me envenenó. Soy menos culpable que él, no violé ni despedacé a mi víctima. Mi retrato debe ser superior al suyo porque él ni siquiera llevaba corbata, en cambio yo obtuve el favor de conservar la mía

Declaración al juez de instrucción del asesino Félix Lamaitre, de 14 años de edad (15 de julio de 1881).

«Un hombre avanza, con la cabeza desnuda, el pelo rizado, elegante, vestido con un simple chaleco de seda abierto a pesar del frío. Es joven y fuerte, tiene mirada de desdén, pasa ante uno mirándolo por encima del hombro, seguido de un magnífico perro esquimal. Todos tiemblan ante su mirada. Ese hombre es el austríaco Oscar Reich, Inspector General del Campo de Concentración de Drancy

Cuatro y Tres, 26 de marzo de 1946.

«Otro soldado que por casualidad había caído boca abajo durante el combate cuando el enemigo alzaba la espada para darle un golpe mortal, le rogó que esperase a que se diese vuelta, por miedo a que su amigo lo viese herido por la espalda

Plutarco, Del amor.

«Prevost dijo entre balbuceos:

—Estoy feliz… muy feliz… ¡Ah! ¡Qué feliz me hace!… que le encuentren manchas de sangre. Son frescas… bastante frescas… ¡muy frescas

Extracto de la vista oral sobre el triple asesinato cometido por el guardián Prevost. Ejecutado el 19 de enero de 1880.

«Talla mediana, cuerpo sano, proporciones que expresaban su fuerza… abundante pelo, ojos pequeños y vivos, mirada de desprecio, rasgos regulares y fisonomía austera, la voz fuerte pero velada, un matiz general de ansiedad… una extrema frialdad en las maneras… Suspicaz, disimulado, tenebroso, supo, sin consejos y sin estudios, guardar impenetrablemente su secreto

Retrato de Saint-Just por Paganel.

Comprado o robado a un marinero, el pantalón azul de hilo le ocultaba los encantadores pies, ahora inmóviles y crispados por un ultimo paso gallardo que hizo retumbar la mesa. Llevaba zapatos de charol negro, resquebrajados, y hasta ellos, naciendo de la cintura, iban rodando los estremecimientos de la tela azul. Su torso se hallaba estrechamente enfundado en un jersey de cuello alto, de lana blanca un poco grasienta. Querelle acercó uno a otro sus labios. Esbozó el gesto de llevarse la colilla a la boca, pero la mano se detuvo en el camino, a la altura del pecho, y la boca permaneció entreabierta. Contempló a Gil y a Roger unidos como por la boca mediante el hilo casi palpable de sus miradas, por el frescor de sus sonrisas, dando la impresión Gil de que cantaba para el chico y Roger, cual monarca coronado de una orgía íntima, de que elegía al joven albañil de dieciocho años al que su canto convertía por una noche en héroe de ventorrillo. Este modo de contemplarlos que tenía el marinero los aislaba. Querelle volvió a tener conciencia de conservar la boca entreabierta. Acentuó, aunque imperceptiblemente, su sonrisa sesgada. Una suave ironía invadió su rostro, luego todo su cuerpo, recostado en la pared, y a aquella postura de abandono le prestó un aire irónico, casi divertido. Desviada al alzar la ceja (la correspondiente al sesgo de su sonrisa), su mirada adoptó una expresión maliciosa para examinar a los dos chicos. Desapareciendo de los labios de Gil, como si este hubiera devanado todo el ovillo que guardaba en una de sus mejillas, la sonrisa se extinguió en los labios de Roger; pero recobrando segundos después su aliento y su canción, Gil, de pie sobre la mesa, reanudó su sonrisa, que hizo renacer, y alimentó sin pausa, hasta la copla final, la sonrisa de Roger. Ninguno de los dos muchachos había dejado de mirar al otro un solo instante. Gil cantaba. Querelle sostenía con su hombro la pared de la taberna, tomaba conciencia de sí mismo, al medir su mole viviente, la musculatura tumultuosa de su espalda, contra la mole indestructible y negra de la muralla. Aquellos dos mundos de tinieblas luchaban en silencio. Querelle conocía la belleza de su espalda. Ya veremos cómo, días más tarde, se la dedicará en secreto al teniente Seblon. Sin moverse apenas, hacía ondular el oleaje de sus hombros, los confrontaba con la superficie del muro, con las piedras. Era fuerte. Con una mano —hundida la otra en el bolsillo de su impermeable— acercó a sus labios una colilla encendida. Esbozó una leve sonrisa. Robert y los otros dos marineros sólo tenían oídos para la canción. Pero Querelle no dejó de sonreír. Según una expresión muy en boga entre los soldados, Querelle brillaba por su ausencia. Tras haber proyectado un poco de humo en dirección a su pensamiento (como si hubiera querido velarlo o demostrar una dulce insolencia hacia él), sus labios permanecieron ligeramente retraídos sobre sus dientes, cuya dulzura y blancura, atenuada por la noche y por la sombra del labio superior, conocía. Mirando a Gil y a Roger enlazados por sus miradas y sus sonrisas, no podía decidirse a cerrar sus labios entreabiertos, a retraer dentro de sí mismo los dientes, ni su brillo, tan suave que infundía a su difuso pensamiento el mismo reposo que el azul celeste da a nuestros ojos. Tras los dientes, rozando el paladar, movió ligeramente la lengua. Estaba viva. Uno de los marineros empezó a abrocharse el impermeable, a subirse el cuello. Querelle no lograba hacerse a la idea, nunca formulada, de ser un monstruo. Consideraba, miraba su pasado con una sonrisa irónica, asustada y enternecida a la vez, en la medida en que ese pasado se confundía con su propio ser. Un muchacho joven, cuya alma aflora en sus ojos, metamorfoseado en caimán y que no tenga conciencia clara de su hocico, de sus enormes quijadas, podría acaso considerar de este modo su cuerpo agrietado, su cola gigantesca y solemne con la que sacude el agua o la playa o con la que roza a otros monstruos, y que le prolonga con la misma emocionada, nauseabunda e indestructible majestad con que arrastra su cola, adornada de encajes, de blasones, de batallas, de mil crímenes, una emperatriz niña. Conocía el horror de estar solo, presa de un hechizo inmortal en medio del mundo de los vivos. A él solo le había sido concedido el terrible privilegio de percatarse de sus monstruosas concomitancias con los dominios de los grandes ríos cenagosos y las junglas. Tenía miedo a que un resplandor cualquiera surgido del interior de su cuerpo o de su propia conciencia le iluminara, fijara en su caparazón escamoso el reflejo de una forma y le tornara visible ante los hombres, quienes le forzarían a la huida.

Las murallas de Brest, plantadas de árboles en ciertos lugares, forman avenidas que las gentes llaman, por burla tal vez, el Bois de Boulogne. Allí abren sus puertas durante el verano algunas tabernas donde se bebe en mesas de madera hinchadas a fuerza de lluvias y niebla, bajo los árboles o las enramadas. Los marineros se adentraron con una chica bajo los árboles: Querelle aguardó primero a que sus compañeros la jodieran, luego se acercó a ella, tendida en la hierba. Esbozó el gesto de desabrocharse la trabilla del pantalón y de pronto, tras una breve, deliciosa vacilación de sus dedos, se la volvió a ajustar. Querelle estaba tranquilo. Bastaba un ligero movimiento de la cabeza a derecha o izquierda, y su mejilla se rozaba con el cuello rígido y alzado de su impermeable. Semejante contacto le tranquilizaba. Gracias a él se sentía vestido, maravillosamente vestido.

Mientras se descalzaba, la escena de la taberna volvía a la mente de Querelle, quien no era capaz de darle un significado preciso. Apenas podía pensarla en palabras. Lo único que sabía era que había suscitado en él una ligera ironía. No hubiera sabido decir por qué. Conociendo la severidad, la austeridad casi, de su rostro y su palidez, aquella ironía le confería lo que comúnmente suele llamarse un aire sarcástico. Durante algunos instantes se había quedado deslumbrado por la concordancia que se establecía, se alimentaba, estaba a punto de objetivarse, entre las miradas de ambos muchachos: uno cantando, de pie sobre la mesa, con el rostro inclinado hacia el otro, sentado, cuya mirada se alzaba hacia aquel. Querelle se quitó un calcetín. Aparte del beneficio material que le reportaban, sus asesinatos enriquecían a Querelle. Depositaban dentro de él una especie de limo, de mugre, cuyo olor daba pesadumbre a su desesperación. De cada una de sus víctimas guardaba algo un poco sucio: una camisa, un sostén, unos cordones de zapatos, un pañuelo, objetos que eran otras tantas pruebas contra sus coartadas y que podían perderle. Aquellos indicios eran los signos originales de su esplendor, de su triunfo. Constituían los detalles vergonzosos que se hallan en la base de toda luminosa aunque incierta apariencia. En el mundo de los marineros resplandecientes de belleza, de virilidad y de orgullo, se correspondían sordamente con estos atributos: un peine mugriento y desdentado en el fondo del bolsillo; las polainas del uniforme de combate, de lejos impolutas como las velas, pero, como estas, imperfectamente lavadas; los pantalones elegantes, pero mal cortados; tatuajes mal ejecutados; un pañuelo sórdido; calcetines agujereados. Lo que era para nosotros el recuerdo de la mirada de Querelle, sólo podemos expresarlo mediante una imagen que se nos brinda de repente: el tallo delicado, medianamente espinoso y fácil de atravesar, de un alambre de púas al que se agarra la mano torpe de un preso o al que roza un paño tosco. Casi sin querer, bajito, dijo a uno de sus compañeros, estirado ya en su coy:

—Eran desternillantes los dos chavales.

—¿Qué dos chavales?

—¿Cómo?

Querelle levantó la cabeza. Su tronco no parecía entender nada. La conversación se interrumpió ahí. Querelle se quitó el otro calcetín y se acostó. No se trataba ahora de dormir, ni de darle vueltas a la escena de la taberna. Tendido, hallaba por fin la serenidad para pensar en sus negocios, pero tenía que hacerlo muy de prisa, a pesar del cansancio. Que el patrón de «La Féria» coja los dos kilos de opio, siempre que Querelle pueda sacarlos del aviso. Los aduaneros abren las maletas de los marineros, incluso las más pequeñas. Excepto a los oficiales, registran a todo el mundo en el muelle. Querelle pensó con toda seriedad en el teniente. Lo monstruoso de aquella idea se le reveló al tiempo que se le ocurría algo que sólo él hubiera podido traducir de este modo:

«No lleva tiempo ni nada mirándome con ojos de carnero degollado. Parece un gato meando en el rescoldo de la lumbre. Decididamente, lo tengo en el bote.»

Podría darle uso a la torpe pasión que el teniente traicionaba por sí mismo.

«No es más que un gilipollas. Sería capaz de empalmarme con un vicioso como este.»

Furtivamente, un recuerdo atravesó el espíritu de Querelle, la escena reciente en que, frente a él, el teniente Seblon había respondido con altivez, casi con impertinencia, a un superior.

Querelle estaba contento de saber que Robert llevaba una vida de lujo asiático, muelle y tranquila, que era el amante de la dueña de una casa de putas y el amigo del marido consentidor. Cerró los ojos. Se acercaba a aquella región de sí mismo en la que volvería a encontrarse con su hermano. Sus propios contornos se confundían con los de Robert, pero de ello extraía, en primer lugar, las palabras, y luego, gracias a un mecanismo muy elemental, un pensamiento claro, que iba cobrando vida poco a poco y que, a medida que se alejaba de aquellas profundidades, le diferenciaba de su hermano, suscitando en Querelle actos singulares, todo un sistema de operaciones solitarias que, lentamente, se le volvían consustanciales, totalmente suyas y que compartía —como lazo de unión entre los dos— con Vic. Y Querelle, cuyos pensamientos habían conquistado la independencia para llegar hasta Vic, se separaba de él, a medida que se adentraba en sí mismo, en busca ciega de esos limbos inefables que tanto se asemejan a un inconsistente alimento de amor. Apenas se acariciaba la verga acurrucada en su mano. No se empalmaba. Con los demás marineros, en el mar, había hablado de ir a Brest a descargar sus pelotas, pero esa noche ni siquiera se le pasaba por la cabeza que hubiese tenido que besar a la chica.

Querelle era la réplica exacta de su hermano Robert, tal vez algo más arisco, mientras que este era más afectuoso (matiz por el que le reconoceremos, pero imposible de advertir para una chica enfadada). Era preciso que en nuestro interior presintiésemos la presencia de Querelle, puesto que un cierto día, cuya fecha y hora exactas podríamos dar sin dificultad, resolvimos escribir su historia (palabra poco adecuada si lo que pretende es designar una aventura o una serie de aventuras vividas). Poco a poco experimentamos cómo Querelle —en el interior ya de nuestra carne— crecía, se desarrollaba en nuestra alma, se nutría de lo mejor de nosotros mismos, y en primer lugar de nuestra desesperación por no estar nosotros dentro de él sino de llevarlo a él dentro de nosotros. Tras este descubrimiento de Querelle, pretendemos que se convierta en el prototipo del héroe desdeñoso. Persiguiendo en nuestro interior mismo su destino y su desarrollo, veremos cómo se presta a ello para realizarse en un final que parece ser su propia voluntad y su propio destino.

La escena que vamos a relatar es la trasposición del acontecimiento que nos reveló a Querelle. (Hablamos todavía de ese personaje ideal y heroico, producto de nuestros amores secretos.) Sobre este acontecimiento podemos decir que fue comparable a la Anunciación. Sin duda, no fue hasta mucho tiempo después de haber tenido lugar cuando lo reconocimos como un acontecimiento «preñado» de consecuencias, pero ya al vivirlo fuimos sacudidos por un estremecimiento anunciador. En fin, para que os resulte visible, para que se convierta en un personaje de novela, Querelle tiene que ser mostrado fuera de nosotros mismos. Conoceréis, pues, la belleza aparente —y real— de su cuerpo, de sus actitudes, de sus hazañas, y la lenta descomposición de todo ello.

Con solemne lentitud, bajo el indolente dedo, quizá de Dios, el globo terrestre gira en torno a su eje. Ante nuestra mirada se despliegan los Océanos, las Arenas, los Bosques, las Tierras cubiertas de niebla. La mirada de Dios atraviesa el azul. Su dedo se detiene. Separa la bruma con la precaución del granjero que vela por una camada de conejitos retirando la capa de pelusa que los protege; con la misma lentitud y precaución que transmite al brazo y al pecho la tímida audacia con que separamos con el dedo el tejido descuidado y abandonado de la bragueta de un chico imprudentemente dormido a nuestro lado. Nuestro ojo se fija. Dios deja de respirar. Su mirada anima a Brest.

A medida que se baja hacia el puerto la niebla parece espesarse: hasta tal punto que en Recouvrance, una vez cruzado el puente del Penfeld, las casas, las paredes y los techos parecen flotar. En las callejuelas que descienden hasta los muelles uno está solo. A veces luce tenuemente el sol a franjas de una mantequería entornada. Cruzada su vaporosa claridad, uno se encuentra de nuevo en la materia opaca, en la niebla amenazadora que protege: un marino borracho tambaleándose sobre sus piernas entorpecidas, un estibador arqueado sobre una chica, un maleante armado tal vez con un cuchillo, nosotros mismos, o vosotros, con el corazón palpitante. La niebla unía a Gil y a Roger. Les aportaba una confianza y una amistad recíprocas. Aunque no pudieran percatarse de ello con claridad, aquella soledad les confería una ligera vacilación un tanto temerosa, estremecida, una emoción encantadora como la de los niños; sus manos —hundidas, sin embargo, en los bolsillos— se tocaron y sus pies se enredaron.

—Anda con cuidado, coño. Sigue.

—Ya pronto viene el muelle. Hay que tener cuidado.

—Cuidado, ¿con qué? ¿Tienes canguelo?

—No, pero por si acaso…

A veces presentían el paso de una mujer, veían el resplandor inmóvil de un cigarrillo, adivinaban a una pareja abrazada.

—¿Y?… ¿Por si acaso qué?

—¡Hay que ver, Gil! Parece que estás cabreado. No tengo la culpa de que mi hermana no haya podido venir.

Y un poco más abajo, tras dos pasos en silencio, añadió:

—Cuando bailabas con la rubia ayer no debías de pensar mucho en Paulette.

—¿Y a ti qué leches te importa? Claro que estuve bailando con ella. ¿Y qué?

—No creo que bailaras sin más. Te fuiste con ella.

—¿Y eso qué? A tu hermana y a mí no nos han echado las bendiciones, y no eres tú quien me va a sermonear. Lo único que te digo es que podrías habértelas arreglado para traerla. (Gil estaba hablando bastante alto, pero sin articular con claridad para que nadie más que Roger pudiera comprenderlo. Gilbert bajo de nuevo su voz alterada por cierta inquietud:)

—Y de lo que te he dicho, ¿qué?

—No he podido. De verdad, Gil. Te lo juro.

Torcieron a la izquierda, en dirección a los depósitos de la Marina. Por segunda vez se entrechocaron. Maquinalmente, Gil colocó su mano en el hombro del muchacho. No volvió a quitarla. Roger aflojó el paso, convencido de que su amigo se iba a detener. ¿Qué sería de él? Una infinita ternura ablandaba el cuerpo del crío, pero alguien pasó: no se podía estar allí con Gilbert en una total soledad. Gil retiró su mano, la metió de nuevo en el bolsillo del pantalón y Roger se sintió abandonado. Sin embargo, al retirarla, Gil no pudo evitar que la mano se apoyara con más fuerza en el hombro del chico. Como si una especie de añoranza la hubiera vuelto pesada. Gil se empalmó.

—Mierda.

Sintió la resistencia del calzoncillo aprisionando su pene. La idea de «mierda» (aún no la sorpresa) se instaló en él, se impregnó en todo su cuerpo a medida que el miembro se endurecía y se arqueaba nervudo, se elevaba al fin a pesar del calzoncillo de tejido estrecho, sólido y fino.

Intentó ver en su interior, con más precisión, el rostro de Paulette, y súbitamente, desplazando su mente hacia otro punto, intentó, a pesar del obstáculo que suponía la falda, concentrarse en lo que entre los muslos guardaba la hermana de Roger. Necesitado de un soporte físico fácil e inmediatamente accesible, se dijo mentalmente con un acento cínico:

«Y pensar que su hermano está aquí mismo, a mi lado, en la niebla.»

Acababa de darse cuenta de lo delicioso que era penetrar en aquel calor, en el agujero negro, acolchado, ligeramente entreabierto, del que se escapan oleadas de olores densos y ardientes, incluso cuando los cadáveres están ya helados.

—Me gusta tu hermana, ¿sabes?

Roger sonrió abiertamente. Volvió su rostro nítido hacia el de Gil.

—¡Oh!…

Era un sonido dulce y ronco que parecía brotar del vientre de Gil, no ser sino un suspiro angustiado nacido en la base de su verga erecta. Percibía, desde luego, la existencia de un canal de comunicación rápida, directa e inmediata entre la base de su sexo y el fondo de su garganta y su estertor ensordecido. Nos gustaría que estas reflexiones, estas observaciones que los personajes del libro son incapaces de plantearse o formular, os permitan situaros no como observadores, sino como creadores de estos personajes que poco a poco se independizarán de vuestros propios impulsos. Paulatinamente la cola de Gil iba cobrando vigor. Dentro del bolsillo, su mano la refrenaba, aplastándola contra su vientre. Tenía la entidad de un árbol, de un roble de pie musgoso, entre cuyas raíces nacen mandrágoras emisoras de lamentos. (Bromeando acerca de su sexo erecto, Gil le llamaba a veces al despertarse: «mi ahorcado».) Anduvieron todavía un poco, pero lentamente.

—Así que te gusta, ¿eh?

Poco faltó para que el resplandor de la sonrisa de Roger iluminara la niebla, encendiendo en ella una miríada de estrellas. Le hacía feliz sentir que, a su lado, el deseo amoroso agolpaba la saliva en los labios de Gil.

—¿Te hace gracia eso a ti?

Con los dientes apretados, sin sacarse las manos de los bolsillos, haciéndole frente, Gil obligó al muchacho a recular hasta una oquedad de la muralla. Lo empujó con el vientre y con el busto. Roger conservó casi intacta su sonrisa, retirando apenas la cabeza ante el rostro tenso del joven albañil, que lo aplastaba con todo el peso de su cuerpo vigoroso.

—Con que te pitorreas, ¿eh?

Gil sacó una mano —la que no sostenía su polla— del bolsillo. La posó en el hombro de Roger, y tan cerca del cuello que con su pulgar rozó la piel helada del cuello del chaval. Con los hombros apoyados contra el muro, Roger se dejó deslizar con suavidad, como desplomándose. Continuaba sonriendo.

—¿Cómo? Así que te resulta gracioso, ¿verdad?

Gil avanzaba en plan conquistador, casi como un enamorado. Su boca tenía la crueldad y la flacidez de las bocas de los seductores, adornadas de un fino bigote negro, y su rostro se tornó de pronto tan grave que la sonrisa de Roger, como resultado de bajar ligeramente las comisuras de los labios, se entristeció. Con la espalda contra el muro, Roger seguía deslizándose suavemente, guardando la sonrisa un tanto triste con la que parecía zozobrar, ser engullido por la ola monstruosa de Gil, quien se iba a pique junto a él, la mano en el bolsillo, amarrándose al último resto del naufragio.

—¡Oh!

Gil dejó oír el mismo estertor, ronco y lejano, del que antes hemos hablado.

—¡Oh!, cómo la deseo, a tu hermana, sabes. Te aseguro que si la cojo como te tengo a ti, ¡vaya si se la metería!

Roger enmudeció. Su sonrisa se desvaneció. Siguió mirando fijamente a los ojos de Gil, cuya única dulzura afloraba en las cejas empolvadas de cal y cemento.

—¡Gil!

Pensó:

«Es Gil, Gilbert Turko. Un polaco[4]. No hace mucho que trabaja en el Arsenal, con los albañiles. Es muy colérico.»

Al oído, mezclando las palabras con su aliento que horadaba la niebla, le susurró:

—¡Gil!

—¡Oh!… ¡Oh!… Qué ganas tengo. ¡Vaya si se la metería! Te pareces a ella. La misma carita.

Llevó su mano más cerca del cuello de Roger. Sentirse soberano en el corazón de la masa leve de aquel tul aumentaba en Gil el deseo de ser duro, preciso, tajante. Tal vez hubiera bastado desgarrar la niebla, reventarla con un gesto brusco y brutal, con una mirada violenta, para afirmar su virilidad, que sería de nuevo esa noche, al regresar a los barracones, torpe y aviesamente humillada.

—Tienes sus mismos ojos. ¡Lástima que no seas ella! Pero ¿qué te pasa? ¿Te estás derritiendo?

Como para evitar que Roger «se derritiese» pegó contra él su vientre, apretando al muchacho contra el muro, al tiempo que su mano libre le sostenía la cabeza encantadora, la mantenía fuera del alcance de un mar soberano, seguro de su poder, fuera del alcance del elemento Gil. Se quedaron inmóviles, gravitando el uno sobre el otro.

—¿Qué le vas a decir?

—Procuraremos que venga mañana…

A pesar de su inexperiencia, Roger comprendió el valor, y casi el sentido de su turbación, cuando oyó su propia voz: estaba demudada.

—¿Y en cuanto a lo que te he dicho? —Voy a intentarlo también. ¿Volvemos, Gil? Recobraron el aplomo. De pronto oyeron el mar. Desde el principio de esta escena se encontraban a la orilla del agua. Por un instante ambos se asustaron de haber estado tan cerca del peligro. Gil sacó un cigarrillo del bolsillo y lo encendió. Roger contempló la belleza de aquel rostro, del que sólo diremos que estaba recogido en unas manos anchas, toscas y empolvadas, cuyo interior quedaba iluminado por una delicada y temblorosa llama.

Como un ramo de lilas, cuentan, el asesino Ménesclou consiguió atraer a la niñita que iba a estrangular. Es con sus cabellos y sus ojos —con su sonrisa toda— con lo que Él (Querelle) me atrae. ¿Quiere esto decir que voy de cabeza hacia la muerte? ¿Que esos bucles y esos dientes están emponzoñados? ¿Significa acaso que el amor es un antro peligroso? ¿Significa, en fin, que «Él» me arrastra? ¿Y «para eso»?

A punto de naufragar en Querelle, ¿seré capaz de accionar la sirena de alarma?

(Si los demás personajes no son capaces del lirismo que utilizamos para reconstruirlos en vuestro interior con la máxima eficacia, el teniente Seblon es el único responsable de aquel lirismo que, por su parte, manifiesta.)

Me gustaría —¡oh, es mi más ardiente deseo!— que bajo esos atavíos de rey «Él» no fuese más que un golfo. ¡Arrojarme a sus pies! ¡Besar sus plantas!

Con el fin de encontrarlo de nuevo, contando con la ausencia y la emoción del retorno para atreverme a hablarle de «Tú», he fingido partir para un permiso indefinido. Pero no he podido soportarlo. Regreso. Cuando lo vuelvo a ver le doy una orden casi aviesamente.

Puede permitírselo todo. Escupirme a la cara, tutearme el primero.

—¡Me está usted tuteando! —le diría.

El puñetazo que «Él» me asestaría en plena jeta me dejaría oír este susurro de oboe: «Propia es de reyes mi vulgaridad y me concede todos los derechos».

Con una orden tajante al peluquero de a bordo, el teniente Seblon se hacía cortar el pelo casi al cero con el fin de lograr un aspecto viril; no tanto para salvar las apariencias como para poder tratar de igual a igual (así lo creía) con los buenos mozos. Ignoraba entonces que eso les hacía alejarse de él. Era de complexión vigorosa, ancho de espaldas, pero sentía dentro de sí la presencia de su femineidad, reducida a menudo a las dimensiones de un huevecillo de alionín, del tamaño de una pastilla azul pálido o rosa, pero que se desbordaba otras veces para desparramarse por todo su cuerpo, al que henchía de leche. Tenía conciencia de ello hasta tal punto que se veía a sí mismo como la encarnación de la debilidad, la fragilidad de una enorme avellana verde, cuyo interior, blanco e insípido, está hecho de una materia que los niños llaman leche. El teniente sabía, y eso le causaba una profunda tristeza, que esta femineidad podía advertirse inmediatamente en sus facciones, en sus ojos, en la punta de sus dedos, acentuar cada uno de sus ademanes llenándolos de blandura. Siempre estaba pendiente de que no le sorprendieran de repente contando los puntos de una imaginaria labor de señoras con una imaginaria aguja de hacer punto. Sin embargo, un día se le vio el plumero en presencia de todos los hombres al pronunciar ante nosotros la frase: «Cojan el fusil», ya que pronunció fusil recalcando la ese con tanta gracia como si todo su cuerpo se estuviera arrodillando ante la tumba de un bello enamorado. Nunca sonreía. Los demás oficiales, sus compañeros, le encontraban severo, algo puritano, pero bajo aquella dureza creían entrever una sorprendente distinción a causa del tono cursi con el que, sin querer, pronunciaba algunas palabras.

¡Qué dicha estrechar entre mis brazos un cuerpo tan hermoso aun siendo fuerte y alto! Más fuerte y más alto que el mío.

Divagación. ¿Lo sería? «Él» baja a tierra todas las noches. Cuando regresa, los bajos de su pantalón de tela azul, ancho y ocultando los pies, a pesar del reglamento, están manchados, quizá de esperma, a lo que hay que añadir el polvo de las carreteras que ha barrido con su bajo galoneado. Nunca he visto un pantalón de marinero más sucio que el suyo. Si le pidiera explicaciones, «Él» sonreiría echándose el gorro hacia atrás:

«Eso es de los tíos que me hacen pajas. Mientras me la chupan se la menean sobre mi pantalón. Eso son sus descargas. Simplemente

«Él» se mostraría muy orgulloso de ello. Lleva esas manchas con un impudor glorioso: son sus condecoraciones.

Siendo «La Féria» el menos elegante de los burdeles de Brest, a donde apenas acuden los marinos de la Flota de Guerra, quienes le aportarían un poco de gracia y de frescura, no por eso deja de ser el más ilustre de todos ellos. Es el antro solemne, oro y púrpura, a donde van a desahogarse los soldados de las tropas coloniales, los muchachos de la Marina mercante y de la fluvial, los estibadores. Donde los marineros irían a «joder» o a «follar», los estibadores y los demás decían: «Vamos allí a echar un polvo». Por la noche «La Féria» otorgaba además a la imaginación los goces del crimen fulgurante. Corría el rumor de que tres o cuatro apaches acechaban en los urinarios que, erguidos y envueltos en bruma, montan guardia en la acera de enfrente. La puerta del burdel, entornada a veces, permitía que los acordes del organillo, las virutas azules y las serpentinas de la música se desplegaran en las tinieblas para enroscarse alrededor del cuello y de las muñecas de los obreros que pasaban sin cesar. Pero el día permitía sacar todavía mayor ventaja de esta casucha, sucia, tapiada, gris y devastada por la vergüenza. A la sola vista de su farol y sus persianas echadas se la imaginaba rebosante de ese lujo cálido, hecho de senos, de caderas macizas bajo faldas ajustadas de raso negro, atiborrada de escotes, de vidrios, de espejos, de perfumes, de champán, verdadero sueño del marinero en cuanto pone el pie en el barrio de los burdeles. La puerta llamaba la atención. Consistía en un cuarterón grueso recubierto de hierro y erizado de largas puntas de metal reluciente —tal vez acero— proyectadas contra la calle. Constituía de por sí un misterio tan altivo que respondía a todas las inquietudes de un alma enamorada. Para el estibador o el obrero del puerto aquella puerta era el emblema de la crueldad que acompaña los ritos del amor. En caso de ser una guardiana, debía, sin duda, proteger un tesoro tan grande que sólo dragones insensibles o genios invisibles podían cruzarla sin desgarrarse en sus espinas; a no ser que por sí misma se abriera ante el conjuro de una palabra, de un gesto tuyo, cualquiera que seas, estibador o soldado, que esta noche eres el príncipe afortunado cuya pureza te permite acceder por arte de magia a los reinos prohibidos. Para que lo custodiasen, también era preciso que el tesoro fuese peligroso para el resto del mundo, o tal vez que, debido a su fragilidad, su protección requiriese los mismos medios que se conceden a la protección de las vírgenes. El estibador podía sonreír y bromear ante las afiladas puntas dirigidas contra su pecho; ello no le impedía ser por un instante el violador —con el encanto de una palabra, de una fisonomía, de un gesto, de una virginidad inquieta—. Y en cuanto cruzaba el umbral, si no se empalmaba exactamente, empezaba a sentir en sus calzoncillos la presencia de su sexo, todavía flácido tal vez, pero haciéndose notar ante él, el vencedor de la puerta, mediante una suave contracción hacia lo alto de la verga, que se continuaba en la base, hasta conmover el músculo de la nalga. Dentro del sexo, todavía blando, el estibador experimentaba la presencia de un sexo minúsculo y rígido, algo así como una «noción» de rigidez. Y, con todo, era solemne el instante que transcurría desde la visión de los clavos tachonados hasta el estrépito que causaba el cerrojo al ser echado una vez que el cliente había penetrado. Para Madame Lysiane aquella puerta poseía otras virtudes. Cerrada a cal y canto, convertía a la patrona en una perla oceánica entre los nácares de una ostra capaz de abrir y cerrar la concha a su antojo. De las perlas tenía Madame Lysiane la suavidad, un brillo apagado, que emanaba no tanto de su tez lechosa como de la sedimentación en aquella de numerosas capas de felicidad tranquila iluminada por la paz interior.

Era de formas redondas, amables y generosas. Habían sido precisos milenios de lento trabajo, numerosas relaciones, mucha usura y un ahorro paciente para alcanzar aquella plenitud. Madame Lysiane estaba convencida de ser la imagen de la fastuosidad misma. La puerta la protegía. Eran sus puertas feroces guardianas, incluso contra el aire. La patrona vivía, pues, según un ritmo muy lento, dentro de un castillo feudal, imagen que acudía con frecuencia a su mente. Era dichosa. De la vida exterior, sólo lo más sutil llegaba hasta ella para cebarla con una manteca exquisita. Era noble, altiva y soberbia. Resguardada del sol y de las estrellas, de los juegos y los sueños —pero nutrida de su propio sol, de sus estrellas, de sus juegos y de sus sueños—, calzaba chinelas de tacón Luis XV; erguida sobre ellas, se desplazaba lentamente entre las putas sin rozarlas, subía escaleras, atravesaba corredores tapizados de cuero dorado, recorría las asombrosas habitaciones y salones que intentaremos describir, resplandecientes de luces y espejos, acolchados, engalanados con flores de tela en búcaros de vidrio y con grabados galantes. Aunque trabajada por el tiempo, era hermosa. Robert era su amante desde hacía unos seis meses.