PRÓLOGO

En 1953, año de publicación de Querelle de Brest por la editorial francesa Gallimard —en 1947 había aparecido una primera edición, sin créditos editoriales—, Jean Genet (París, 1910) se encontraba en su plenitud como escritor, lo que significa, en un autor como él, aferrado como creador a su propia experiencia vital, que dominaba absolutamente el arte de la más noble de las falsificaciones, la que comete sin la menor conciencia de culpa cualquier narrador, poeta o dramaturgo de talento —y el talento de Genet es desbordante y abrasivo— con los materiales de los que están hechos su vida, su memoria, sus sentimientos, sus fantasías, sus instintos, sus deseos, sus rencores i/ sus desafíos. Significa, también, que ocupaba ya un lugar propio y singular en la literatura de su tiempo, y que desde ese territorio producía un efecto perturbador, alimentaba en la sociedad en la que vivía un conflicto complejo y poderoso, provocaba adhesiones y rechazos que tenían sus raíces por igual en la característica tensión entre el individualismo discordante y la conciencia colectiva, histórica, del hombre de mediados del siglo XX. Si Genet y su obra fascinaban y escandalizaban era, sobre todo, porque obligaban a encarar el dilema entre la libertad absoluta y la docilidad conveniente, sin dejar espacio para ese confortable compromiso, vacío de pasión y de riesgo, en que se instala la mayoría de los ciudadanos responsables. En eso, en ese bloqueo de las salidas tranquilizadoras, consiste la verdadera transgresión.

Sin padre conocido, abandonado por la madre, hospiciano, carne de reformatorio y de prisión, apóstol involuntario pero nítido de la vida inadaptada e incorregible incluso en medio del reconocimiento de importantes sectores culturales e intelectuales de su época —Sartre y Cocteau fueron, de entrada, sus más decididos defensores—, portavoz en sus últimos años de vida de causas recias y belicosas como los Panteras Negras y el Movimiento de Liberación Palestino, Jean Genet empleó todas sus experiencias y obsesiones, entre las que ocupa un papel vertebral su homosexualidad, en la creación de un mundo radicalmente marginal, gobernado por un insumiso esquema de valores del que nace la consagración de la traición, la delación, la prostitución, el robo, el crimen y otras manifestaciones perversas para las mentalidades acomodadas. Todo ese universo profundamente destructivo de la moral tradicional y creador de una desafiante ética de la delincuencia, empapada de un erotismo que incorpora como ingredientes fundamentales y poderosamente seductores la brutalidad y la repugnancia, junto con la delicadeza y una intrigante y caldeada concepción de la coquetería, aparece emmarcada, sobre todo en sus novelas, por la exposición de la condición homosexual en su versión más primitiva, si entendemos por ello que se manifiesta a salvo de estereotipos culturales, tergiversaciones sociológicas, escrúpulos estéticos y consignas políticas. La homosexualidad incontaminada, «salvaje» si se quiere, vivida con desapacible espontaneidad y envidiable satisfacción por delincuentes, vagabundos y ejemplares turbios de masculinidad externa y convencionalmente irreprochable, es la brújula y el escenario real y representativo, significativo, de las novelas abruptas y subyugantes de Genet, y constituye desde luego la materia fértil en la que nace y se desarrolla toda la complejidad argumental y todo el sustrato pasional, estético e ideológico de Querelle de Brest.

Georges Querelle, un joven marinero bronco y hermoso, despiadadamente seductor, llega formando parte de la tripulación del «Vengador», al puerto de Brest. Como un ángel maldito e irresistible, causa estragos. Un narrador extraño —en el sentido de ajeno a la trama de la narración, pero también porque su comportamiento rompe todas las convenciones del narrador tradicional en cualquiera de sus posibilidades— da cuenta de todos los movimientos y todas las emociones de Querelle y del resto de los personajes, los suplanta para solventar sus incapacidades intelectuales y afectivas, para explicarlos, y los conduce por el laberinto y el juego de encrucijadas en que se encuentran y desencuentran, se enfrentan a su destino, conviven en episodios sombríos —pero radiantes en su oscuridad— con la maldad, la generosidad, la sordidez y la belleza. Personajes que se desean, se repudian, se utilizan, se traicionan, folian y matan bajo el imperio de unas pasiones que no conocen los frenos de la moral común y que, por tanto, tienen la imponente capacidad de convicción y seducción de las criaturas de extrema pureza. Un erotismo potente e inconformista, homosexual, gloriosamente marginal, y de insoslayable valor estructural y narrratológico, amalgama las relaciones de Querelle con su hermano Robert, con el dueño del burdel, con su mujer, con el policía Mario, con el asesino Gil, con el teniente Seblon…, y las de todos esos personajes entre sí. Ese erotismo homosexual es, en definitiva, la clave última y expansiva que define la mirada narradora, que la hace personal y colectiva a la vez, que la transforma en símbolo de la voz de los excluidos y oprimidos. Una mirada que, en medio de la bruma de Brest, por las callejuelas, junto a las murallas, en las tabernas, en el prostíbulo, en el barco, pegada a los labios, la piel y los genitales de los hombres y los muchachos que habitan esa movediza ciudad portuaria, acaba adquiriendo la textura de un delirio que convierte al extraño narrador en el auténtico protagonista de la novela.

Leída hoy, Querelle de Brest sigue produciendo el mismo efecto provocador y turbador. Su potente y extremadamente erótica exaltación de la «anormalidad» vuelve a chocar con virulencia contra los valores establecidos, encorsetados por lo políticamente correcto, y de forma directa contra la corrección dominante en la cuestión homosexual. Su agresividad intelectual, su extremismo político, su espléndida obscenidad iconográfica, su temeridad verbal —recuperada por entero en esta edición íntegra, que rescata la brutalidad del vocabulario y la audacia erudita sin contemplaciones—, junto a su propuesta de rebeldía radical que alcanza a todos los desheredados y marginados, vuelven a resultar demoledores también para cierta ortodoxia gay, y no tanto por desmontar tantas— y tan legítimas, por otro lado —pretensiones miméticas del modelo ortodoxo y «respetable» heterosexual que determinada sensibilidad y determinada militancia gay promueven, sino, sobre todo, por su abrumadora capacidad para evocar los oscuros y apasionantes paraísos de una sexualidad indómita, distinta, arriesgada, desafiante. Exhibiendo con absoluta y combativa impudicia los mitos más enraizados e inquietantes de una forma de ser y de sentir, y convirtiéndolos en herramientas rotundas contra cualquier tipo de experiencia y anhelo domesticados, Querelle de Brest sigue siendo una prueba de fuego frente a nuestras claudicaciones. Por eso, además de por sus perennes valores literarios, es tan oportuna su reedición.

Madrid, enero de 2003

Eduardo Mendicutti