A IAN MACGREGOR LA VUELTA A BARCELONA LE PRODUJO, en el fondo, tranquilidad. Volver a su vida normal le reconfortaba. Tranquilamente repasaba las fotos realizadas en su viaje a Italia y Escocia mientras escuchaba música de Nora Jones y se preparaba un bistec para cenar. Sonó el teléfono. Era Jordi Valls.
—¿Cuándo has vuelto?
—Ayer.
—Te llamo porque mañana tenemos reunión a las nueve en la oficina.
—¿Qué ocurre? —dijo y apartó el plato de comida. Intuía problemas.
—Han soltado a Spagliatello.
—¿Qué?
—Lo que oyes. El juez ha dicho que no existen causas suficientes para que continúe en la cárcel, por lo que le ha hecho pagar 300.000 euros de fianza y le soltó esta mañana.
—¡Será hijo de puta! —bramó al escuchar aquello—. ¿Qué juez ha sido?
—Diana Ortega.
—¿Extorsión o chantaje?
—Eso es lo que pretendemos averiguar, pero yo me inclino más por la extorsión.
—De acuerdo, a las nueve en la oficina —dijo a modo de despedida.
Tras colgar el teléfono, Ian miró su bistec y de mala gana empujó el plato. ¿Cómo podían haber soltado a Spagliatello tras el arduo trabajo que habían realizado?
A la mañana siguiente, cuando llegó a la oficina, todos los compañeros que habían llevado aquel caso durante más de un año estaban indignados por lo ocurrido. Pero tras dejar de lamentarse volvieron a la carga. Spagliatello debía volver a la cárcel.
Aquella noche, cuando llegó a casa, vio en su contestador una llamada de Brad, quien, guaseándose de él, le recordó su promesa de viajar juntos a Canarias para ver a Gálvez y a Vanesa. Con rapidez le llamó y tras hablar durante más de una hora sobre miles de cosas, acordaron viajar a las islas dos semanas después. Pasadas dos semanas de intenso trabajo, tres amigos, Ian, Brad y Gálvez, se rencontraron para pasar un fin de semana alegre y sobre todo agradable.
A pesar de su pequeño tamaño y de su dulce voz. Vanesa, la mujer de Gálvez, no consintió que Ian y Brad durmieran en un hotel. Finalmente, imponiéndose a los tres, los acomodó en el futuro cuarto del bebé, donde durmieron rodeados de ovejitas naranjas y nubes de algodón. Vanesa adoraba a aquellos tres hombres. Se sentía tremendamente protegida con ellos, y no solo porque eran agentes policiales, sino porque se sentía querida y cuidada por los tres. De su marido, Gálvez, destacaba su amor hacia ella, de Brad su maravilloso sentido del humor, y de Ian su seguridad y su tesón.
—Anda, sassenach. No puede ser tan borde —dijo Vanesa al mirar a Brad.
—Más que borde. Es una jodida lesbiana tocapelotas, con todos mis respetos para las lesbianas. Pero es que esta es… uf.
—Quizá la vida no la ha tratado bien —sonrió Ian.
—Yo creo que por ahí van los tiros —respondió Brad al pensar en Blanca—. Creo que ella quiere demostrarse a sí misma que no necesita a nadie. Es una chica encantadora, pero cuando menos te lo esperas, ¡zas!, suelta unas perlas por su boquita que nos deja a todos temblando.
—¿A Santamaría también? —preguntó Gálvez muerto de risa.
—Santamaría ya ha tenido un par de enfrentamientos con ella. Pero la tía tiene unas agallas que se come a todos —rió al decir esto—. En cambio, con Méndez se lleva estupendamente. Nunca, ni una sola vez, les he visto dirigirse una mala mirada o un mal comentario. Se entienden a la perfección.
—Quizá Méndez sabe tratarla —intervino Ian, que conocía lo pesado que podía llegar a ser su amigo.
—¡Eso es injusto! —protestó Brad dándole un puñetazo en el hombro—. Yo también la trato como a una mujer, y precisamente por eso se enfada continuamente conmigo. Cuando nos cruzamos por el club, ni me mira. Es más, Silvia, una preciosa profesora de aeróbic ¡que, por cierto, cuando me visites tengo que presentarte!, me ha contado que le ha oído decir que soy un borde, un pedante y un imbécil.
—Creo que has encontrado la horma de tu zapato —rió Gálvez.
—Uf… No me presentes a ninguna mujer —protestó Ian. Su última relación le había quitado las ganas de volver a conocer de momento a nadie—. A mí me parece una estupenda coartada por parte de Blanca. Es una manera de que nunca os relacionen.
—Justamente eso fue lo que me dijo ella —rió Brad, que miró con complicidad a Vanesa. Anteriormente y en susurros le había dicho que debía presentarle alguna mujer a Ian.
—A ver si lo que pasa es que te gusta —dijo Vanesa.
—La mujer de hierro es atractiva —se sinceró mientras se partía de risa—. Pero tengo muy claro que no soy su tipo. Le gustan más suavecitas y depiladas.
—¡Qué tonto eres! —rió Ian.
—La verdad, Vanesa —respondió Brad colocándose el pelo teatralmente—. En el club soy uno de los monitores más solicitados por las mujeres. Por algo será.
—¡Creído! —gritó Gálvez al escucharle, mientras veía a su mujer levantarse muerta de risa tras darle una colleja.
—Chicos, me voy a la cama. Me río mucho con vosotros, pero el sueño me puede.
Despidiéndose de ellos se encaminó hacia su habitación. Sabía que ellos esperaban su marcha para hablar de trabajo.
—¿Cómo va el caso Berni? —pregunto Ian al quedarse solos.
—Atascado. Estudiando a todos los socios e invitados que llegan diariamente. Parece que de momento los robos han parado. Sabemos que Zimmerman murió por heroína, aunque en el club piensan que le dio un infarto.
—Me enteré de que soltaron a Spagliatello recordó Gálvez.
—Increíble pero cierto —asintió Ian con rotundidad.
Y así estuvieron hasta altas horas de la madrugada, compartiendo opiniones mientras charlaban de trabajo y reían por el peculiar humor con que Brad asimilaba la vida.