¿POR QUÉ A MÍ?

AQUELLA NOCHE, CUANDO NORA LLEGÓ A CASA CON LOS niños, intentó disimular su angustia. Tras acostar a Lía y despedirse de sus hijos mayores, bajó a esperar a Giorgio, que llegó sobre las nueve de la noche. Subió un momento a saludar a los chicos y tras lavarse las manos, Lola, la sirvienta, sirvió la cena. Sin dirigirse una mirada de complicidad, comenzaron a cenar en silencio, cada uno en una punta de la mesa.

Giorgio, con los años, había ganado como el buen vino. Era un hombre alto, atractivo y corpulento, poseedor de una gran mala de pelo negro que a Nora le encantaba. A sus cincuenta años era un afamado y conocido arquitecto, reclamado en distintas partes del mundo. Cada noche, cuando no estaba de viaje o en alguna cena de negocios, llegaba del trabajo y tras saludar a los niños, cenaba con su mujer, y luego se recluía en su despacho hasta altas horas de la madrugada.

Hubo un tiempo en que Nora luchó por su relación. Para ella su familia era lo primero. Intentó llamar la atención de su marido. Se compraba ropa bonita, intentaba estar perfecta para cuando él llegara, pero cuando vio que él no recibía con agrado aquellos llamamientos, dejó de insinuarse y se acostumbró a disfrutar del sexo únicamente dos o tres veces al mes. Cuando él lo requería. Un sexo frio, malo y sin sentimientos. Atrás quedaron los románticos paseos cogidos de la mano. Los besos. Las charlas. Atrás quedaron las miradas de complicidad. Atrás quedo todo. Incluidos la pasión y el amor.

Tras cenar aquella noche sin cruzar ni una palabra, Giorgio se levantó y se dirigió a su despacho. Dejó a Nora sola, despechada, deprimida y aburrida mientras quitaba la mesa junto a Lola, su maravillosa asistenta peruana que trabajaba con ellos desde que llegaron a Madrid. Lola era todo discreción. Ella tenía, desde hacía años, su particular opinión del señor Giorgio y su antipática madre.

—Señora —le regañó Lola mientras llevaba los platos a la cocina—. Yo los llevaré. Váyase al salón, hoy ponen una película de Nicholas Cage, ese actor que tanto nos gusta.

—No te preocupes. Me gusta ayudarte —susurró aburrida ante una nueva noche sola frente a la televisión. Luego, sin miramientos, preguntó—: Lola, tu hermano es detective privado, ¿verdad?

—Sí. Wilson se gana la vida así desde que llegamos de Perú. Nunca le faltó trabajo.

—Necesitaría que me proporcionases su teléfono —susurró avergonzada—, y que no comentaras nada con nadie.

—Ay… Jesusito —susurró apuntándole un teléfono—. Mi hermano se llama Wilson Barquera. Dígale que llama de mi parte, así la tratará mejor. No se preocupe. Todo es confidencial por parte de mi hermano, y por mi parte.

—Gracias, Lola —agradeció con una triste sonrisa.

—Tranquila —devolvió la sonrisa con complicidad—. Y ya sabe. Para lo que necesite me tiene aquí.

Nora, al escucharla, sonrió.

—Lola, ¿te puedo pedir una cosa más?

—Por supuesto —dijo secándose las manos con un paño de cocina naranja.

—¿Podrías ver la película conmigo?

Con una sonrisa, Lola le contestó:

—Ahorita mismo.

Tras ver la película y marcharse Lola a dormir, se encaminó hacia su habitación. Mecánicamente se quitó la ropa, y cogiendo el cepillo de dientes comenzó a cepillárselos. Cada noche, desde hacía años, seguía el mismo ritual. Pero aquella noche, mientras se cepillaba los dientes, sus ojos se encontraron con los de aquella mujer que reflejaba el espejo y, tras enjuagarse la boca con agua y dejar el cepillo en su lugar, las miradas volvieron a encontrarse mientras abría el bote de su carísima crema antiarrugas de Germain. Pero esa noche, por primera vez en muchos años, se miró de verdad. Encontró un cuerpo de una mujer de treinta y nueve años maduro, algo ajado por el paso del tiempo y los embarazos.

—¡Estás fea, vieja y gorda, amiga mía! —susurró mirándose, mientras observaba ciertas partes de su cuerpo más redondas de lo normal.

En un arranque de curiosidad fue hasta la moderna báscula que estaba escondida tras la puerta del baño. Una vez se subió, durante unos segundos dudó sobre si deseaba saber su peso. Finalmente miró.

—¡Mamma mia! —aterrorizada, bajó de la báscula y en dos segundos volvió a esconderla tras la puerta.

Reponiéndose del susto, se acercó de nuevo al espejo y mirándose los pechos, susurró:

—Estos por lo menos resisten la fuerza de la gravedad pero cuando bajó su mirada y se encontró con la celulitis que en sus piernas y en sus caderas habitaba tranquilamente, creyó morir.

De pronto, escuchó toser a Lía y, poniéndose una bata azul añil, salió a verla. Llegó a la habitación de la niña y cuando observó que ya no tosía, regresó de nuevo a la suya. Pero le pareció escuchar a alguien hablar y reír. Abrió la puerta de los chicos. Luca estaba inmerso en la lectura de sus exámenes, y Hugo dormido. Ante la curiosidad, se dirigió sigilosamente hacia el despacho donde estaba Giorgio. Las risas salían de allí, pero no oía la conversación. Con todo el cuidado del mundo, salió de la casa y corrió por el jardín hasta llegar justo debajo de la ventana del despacho, estaba abierta, desde allí escucharía perfectamente.

—Escucha, preciosa —susurró Giorgio—. Iremos a La Rioja el mes que viene. No te preocupes. No te llevaré al mismo hotel del año pasado. Ya sé que no te gustó que no hubiera jacuzzi en la habitación. Tú déjalo todo en mis manos. Solo preocúpate de estar guapa y preparada para mi cumpleaños.

Nora casi se cae cuando escuchó aquello. ¿Preciosa? ¿La Rioja? ¿Cumpleaños? ¿Y que era eso de no ir al mismo hotel del año pasado? Como pudo, continúo respirando.

—Hablé con Enrico. Le dije que era mejor que dejáramos la cena para otro viernes —luego, tras suspirar, continuó:

—De acuerdo. Iré a buscarte y cenaremos solos. Pero no prometo poder pasar la noche contigo. Lo intentaré, ¿vale?

Para Nora fue suficiente. No quería, ni podía, seguir escuchando más. Como pudo, entró en la casa y, tras cerrar sigilosamente la puerta de la calle, se encaminó hacia su habitación. Se metió en la cama y lloró por aquello que se había negado a reconocer durante muchos años. Su vida con Giorgio había acabado.