UN HOLA Y UN ADIÓS

CHIARA CADA DÍA ESTABA MÁS ENAMORADA DE ARTURO, que resultó ser un magnífico compañero de juego para las niñas y un estupendo amigo para Valentino. Tras mucho hablar, decidieron casarse en pocos meses. La presencia de Arturo se hizo imprescindible para Chiara, quien por primera vez en su vida sintió lo que era que un hombre le pusiera las cosas fáciles y sobre todo la quisiera por encima de todo y todos.

Arturo e Ian congeniaban muy bien. A ambos les encantaba el deporte, y más de una mañana quedaban para hacer footing juntos. También eran dos apasionados de las motos y muchas fueron las tardes de domingo que, tras comer todos juntos, se bajaron al garaje y permanecieron horas poniendo a punto sus motos. Hablaban de chasis y carenados. Eso hacía gracia a Nora y a Chiara, a quienes la felicidad les embargaba cuando los miraban.

Pasaron unas navidades llenas de ilusión y planes. La vida de Nora volvió a tomar una normalidad tranquilizadora. Su madre intentaba acomodarse a las actualizaciones de la vida. Aprendió a aceptar que cada individuo tiene una vida propia y como tal la debía vivir.

Nora e Ian eran una pareja enamorada e ilusionada. A veces ella se alarmaba cuando las mujeres lo miraban. ¡Era tan sexy!, que a veces sintió la necesidad de arrancarle los ojos a más de una, aunque sabía que Ian solo tenía ojos para ella. La mimaba, la cuidaba y la protegía de una forma increíble. En eso, como decía Vanesa, era muy escocés.

El traslado de Ian a Madrid finalmente se completó. Santamaría confiaba en él y pronto, junto a su equipo, se sumergió en un nuevo caso.

Ian no podía vivir sin Nora, y cada vez que el nombre de Giorgio salía en cualquier conversación, sentía cómo todo su cuerpo se tensaba al recordar a aquel que un día se atrevió a maltratar y hacer infeliz a su mujer. Cuando recordaba la noche en que este se presentó ante él borracho para reclamarle el amor de ella, debía hacer grandes esfuerzos por contenerse para no buscarle y partirle la cara.

«Algún día me resarciré», pensó Ian más de una vez.

Blanca, por su lado, fiel a su hija Samantha, cada dos semanas viajaban ella o la niña para pasar juntas el fin de semana. Era una excelente madre, y con el tiempo y la distancia consiguió llegar a un equilibrio emocional con su ex pareja, la madre biológica de la niña. Ahora ya no se sentía tan sola en Madrid, tenía su pequeña familia, que se agrandó cuando su hermana Gema, que quería ser actriz, se mudó a vivir con ella mientras hacía un curso en la ciudad.

De Giorgio poco se volvió a saber. La vergüenza que sentía le impedía acercarse a ellos. Nora sintió que Luca no llamara a su padre en todos aquellos meses ni una sola vez, pero no dijo nada. Su hijo ya era mayor para tomar sus propias decisiones, y su ex simplemente estaba recogiendo lo que él solito había sembrado. Giorgio siguió ocupándose de su madre. La medicación había funcionado, y aunque nunca fue una mujer alegre y vivaracha, por lo menos ahora sonreía, razonaba y sobre todo escuchaba.

Luca y Dulce continuaron adelante con su futura paternidad viviendo al lado de Nora, Solo quedaba un mes para la llegada de la pequeña y una mañana, mientras Dulce hacía la compra, de pronto notó que algo corría por sus piernas. ¡Había roto aguas! Rápidamente volvió a casa, donde únicamente estaba Hugo, quien llamó alarmado a Luca, pero no lo localizó. Sin esperar un segundo, se fueron al hospital.

Una vez allí, Hugo volvió a llamar a Luca, pero su teléfono seguía apagado o fuera de cobertura. Mientras preparaban a Dulce, que dilataba con una facilidad increíble, llamó a su madre y a su tía, y las apremió nervioso a que acudieran cuanto antes al hospital. Eso consiguió que a ambas el corazón les latiera a doscientos por hora.

—¡Hugo Grecole! —llamó una enfermera vestida de azul, con patucos azules, mirando la desierta sala donde solo había un muchacho con cara de susto.

—Soy yo.

—Encantada, Hugo —saludó la mujer, que tendiéndole algo azul dijo—: Soy la matrona de Dulce. Ponte esto y pasa conmigo.

—¿Yo? —preguntó horrorizado a punto de desmayarse—. Pero si mi hermano es el padre, no yo. ¿No puede esperar a que llegue él o mi madre?

—Los bebés no esperan —sonrió la mujer, y acercándose le dijo—: Mira Hugo, a Dulce le vendría muy bien una mano amiga. Como has dicho, tu hermano no ha llegado y tu madre tampoco, y ella necesita a alguien de su entorno a su lado. ¿O me vas a decir que la dejaras sola en un momento así?

Escuchar a aquella mujer le hizo reaccionar.

—¡Ni loco! —asintió poniéndose los patucos y la bata azul—. Si ella necesita a alguien, aquí estoy yo.

Sacó fuerzas de su interior y tras situarse en la cabecera de Dulce y darle la mano, comenzó a animarla. Dulce, fuera de sí por las fuertes contracciones, le retorcía la mano y le clavaba las uñas haciéndole ver las estrellas. Pero estuvo junto a ella hasta que una preciosa niña de pelo claro asomó.

—¡Ay, dios mío! —susurró Hugo al ver salir a un bebé pringoso y con sangre—. Creo que me voy a desmayar.

—Ni se te ocurra, jovencito —le regañó la matrona con cariño mientras ponía al bebé encima de su agotada madre—. Ahora no puedo atenderte y necesitamos que hagas algo más.

Incrédulo, miraba a la niña que descansaba sobre su cuñada. Era su sobrina.

—¡Qué bonita es! —sollozó Dulce al verla por primera vez, mientras su mano seguía agarrada a la de su cuñado—. Hugo, necesito que me hagas un último favor. Luca quería cortar el cordón umbilical, pero como no está aquí, quiero que lo hagas tú.

—¿Yo? —gritó estupefacto—. ¿Tú estás loca? A ver si le voy a hacer daño y corto lo que no es.

—Ven aquí, jovencito. Yo vigilaré para que cortes lo justo —rió la matrona poniéndole unas extrañas tijeras en las manos—. Tienes que cortar por aquí. Hazlo, y siempre tendrás el honor de decir que fuiste tú quien lo hizo.

—De acuerdo. Lo haré en nombre de Luca —susurró mientras cortaba por donde la matrona le había dicho—. ¡Ya está!

—Ahora, Hugo —aplaudió la matrona—, podrás decir que ayudaste a tu sobrina a nacer.

Este, emocionado, miró a su cuñada, que seguía tumbada con su bebé encima de la tripa, y tras darle un beso en la mejilla preguntó:

—¿Cómo se va a llamar esta pitufa?

Al escucharle, Dulce sonrió.

—Luca y yo creemos que Nora será un excelente nombre.

Hugo asintió emocionado.

—Qué bonito nombre —sonrió la matrona.

Entonces Hugo sonrió, mientras vigilaba a otra enfermera que se llevaba a la pequeña Nora para bañarla.

—Mamma mia, cuando se entere la abuela.

Dulce, tomándole la mano, dijo:

—Hugo, gracias.

—¿Por qué?

—Por ayudarme a traer a la pequeña Nora al mundo.

El parto fue rápido para ser una primeriza. Nora y Chiara llegaron al mismo tiempo al hospital. Acababan de preguntar a una enfermera cuando Luca irrumpió en la sala desencajado y falto de color.

—¿Dónde está Dulce? ¿Ha nacido el bebé? ¡Mamá… di algo!

—Tranquilo, hijo —le besó e intentó tranquilizarlo—. He preguntado hace un momento y me han dicho que ahora nos informarán. ¿Dónde estará Hugo?

—Mamá —exigió Luca—, ¿a quién le has preguntado?

—Relájate, Luca —regañó con cariño Chiara a su sobrino—. Dulce te necesita relajado para que puedas ayudarla cuando pases.

En ese momento se abrieron las puertas del quirófano y, dejando a todos sin habla, apareció un orgulloso Hugo, vestido con una ridícula bala azul y unos patucos, con un precioso bebé en sus brazos. Con una gran sonrisa, los miró a todos mientras decía:

—¡Familia!, os presento a mi sobrina, Nora.

Luca estaba pletórico de alegría. Su hija era perfecta y preciosa, y Dulce estaba de maravilla, ¿qué más podía pedir? Pasadas las horas, aún reía al escuchar a Dulce contar cómo Hugo se había comportado con ella durante el parto. Este, orgulloso, enseñaba las marcas que ella le había dejado en las manos y los brazos.

Aquella noche, al llegar a casa, Nora llamó a Ian al móvil para comunicarle que la pequeña Nora había nacido. ¡Era abuela con cuarenta años!

Tras colgar a Ian, que estaría en California un par de días por trabajo, y tomar una buena ducha, pensó en Giorgio. Alguien debería decirle que había sido abuelo, por lo que cogió el teléfono y le llamó:

—Hola, Giorgio, soy Nora —saludó con tranquilidad.

Este llevaba meses sin hablar con ella y los niños, por lo que se asustó.

—¿Ocurre algo?

—Luca ha sido papá. He pensado que debía decírtelo.

Tras un breve silencio por parte de ambos, fue Giorgio quien habló.

—¿Cuándo ha nacido? —susurró sin aliento por la emoción.

—Esta mañana. Es una niña preciosa —sonrió al pensar en ella—, y todos están bien.

—Madre mía, Nora, ¡Luca ha sido padre! —gritó con alegría desde el otro lado del teléfono.

—Y tú abuelo.

A Giorgio le embargó la emoción. Aquellos meses de soledad, apartado de todo y todos, le habían dado mucho que pensar.

—Nora… siento lo que pasó aquel día —susurró emocionado mientras la barbilla le comenzaba a temblar. Pensar en aquel día le destrozaba—. Yo…

Nora no quería hablar de aquello. Le conocía y sabía que él no era una mala persona, y que nunca le habría dado a propósito.

—Eso ya está olvidado, Giorgio. Ahora lo importante es que la niña ha nacido bien, y Dulce está maravillosa.

—¿Podría ir a conocerla?

—Eso se lo tienes que preguntar a Luca y a Dulce —respondió con sinceridad—. Es su hija, no la mía. Llámale al móvil. Se quedó a pasar la noche con Dulce en el hospital. ¡Está como loco con su niña! Y sinceramente, Giorgio, no es para menos. La pequeña Nora es una preciosidad.

—¿Nora? —repitió él al escucharla.

—Le han puesto mi nombre —rió al recordarlo—. ¿Puedes creerlo?

Al colgar el teléfono todavía sonreía, ¡era abuelo!, y su nieta se llamaba Nora. ¡Claro que podía creerlo! Sin pensárselo dos veces, marcó el teléfono de su hijo y tras hablar brevemente durante unos minutos, sintió por fin la sensación de que el día siguiente sería el primer día de su nueva vida.

A la mañana siguiente, antes de ir al hospital, Nora pasó por una floristería para comprar tulipanes amarillos. La familia de Dulce, a pesar del feliz nacimiento, no acudió al hospital. Solo una hermana, Clara, quien a pesar de las discusiones con sus padres, no dio su brazo a torcer.

Cuando Nora llegó al hospital a eso de las doce de la mañana con su ramo de tulipanes bajo el brazo, se sorprendió cuando encontró a un delgado Giorgio sentado junto a Luca y Dulce en la habitación. Tras la sorpresa inicial, entró con una gran sonrisa en la boca a pesar de la preocupación que vio en los ojos de Luca.

—Cariño —dijo Dulce a Luca—. ¿Por qué no aprovechas ahora que estoy acompañada y bajas a la cafetería a comer algo?

—Te acompañaré —se ofreció rápidamente Giorgio levantándose.

—No hace falta —se resistió mirándolo—. No tardaré nada.

Pero Dulce no se rindió.

—Sí, Giorgio. Por favor, acompáñale —animó ante la mirada de reproche de Luca—. Así te aseguras de que coma algo más que un simple sándwich.

Matándola con la mirada, Luca abrió la puerta, pero tuvo que sonreír al ver la cara de pilluela de Dulce. Por ello, tras acercarse a ella y besarla dulcemente en los labios, dijo antes de salir:

—De acuerdo, papá, acompáñame.

Al quedar Nora y su nuera solas, fue la primera la que habló.

—Dios mío, Dulce. Espero que no se maten.

—No te preocupes, Nora, tienen cosas de que hablar, y este es un momento perfecto —asintió y deseó no equivocarse.

La caminata por el pasillo fue tensa. Ambos llegaron a la cafetería y cuando Luca pidió un plato combinado para él, Giorgio pidió otro para acompañarle. Mientras esperaban a ser servidos, Giorgio no pudo más y dijo:

—Ya sé que piensas que soy el mayor capullo que existe en el mundo. Y no te quito la razón, porque yo pienso cosas peores de mí. He cometido muchos errores, y lo único que puedo hacer es pediros perdón, a ti y a todos, y suplicaros una nueva oportunidad para ser alguien en vuestras vidas.

—Ya eres alguien en mi vida.

—Gracias —sonrió Giorgio al ver que los hombros de su hijo se relajaban—. Me gustaría que la pequeña Nora me conociera como su abuelo, no como un capullo.

Luca, sin poder evitarlo, se enterneció. Conocía a su padre, y muy mal lo había tenido que pasar para que estuviera allí pidiéndole perdón. Su mirada había cambiado, al igual que su ceño fruncido. Todo aquello, unido al momento sensiblero que estaba pasando, fue el detonante para que Luca decidiera darle una oportunidad.

—La verdad, papá, es que nunca le hablaría mal de ti a la pequeña Nora.

—Nunca en la vida me perdonaré lo que hice a tu madre, fue un acto inconsciente, pero lo hice y salí corriendo. Fui un cobarde.

Al escuchar aquello, Luca lo miró con ojos impenetrables. Recordar aquello le hervía la sangre. Iba a responderle justo cuando llegó la camarera y les sirvió la comida. Una vez quedaron solos, Luca respondió:

—Eso, para mi gusto, ha sido lo más ruin que has hecho en tu vida. Mira, papá —susurró sentándose recto en la silla—, nunca entendí tu manera de ver la vida. Desde pequeño tuve que asumir que a mi padre no le interesaban mis partidos del colegio, ni mis estudios o mis problemas. Pero cuando crecí y entendí la tristeza en los ojos de mamá, en ese momento descubrí que ninguno te importábamos nada.

—Eso es mentira. Siempre me habéis importado todos.

—Papá —regañó sin querer levantar la voz—, intenta entender lo que te estoy diciendo. Nunca fuiste a ninguna celebración del colegio, ni siquiera acudiste cuando estuve en el hospital. Nunca salimos juntos con la bicicleta a pasear, nunca tuve tus consejos como padre. Siempre estabas viajando y cuando no viajabas, anteponías tus propias necesidades a las del resto. ¿Acaso crees que para mamá fue fácil ver cómo te alejabas de ella? ¿Alguna vez pensaste la pesadilla que era para nosotros tener a la abuela Loredana en casa? Nunca te paraste a pensar en ello. Simplemente, durante años, tuviste una bonita familia en el escaparate de tu vida, pero en la trastienda hacías lo que querías, mientras nosotros debíamos mostrar normalidad ante todos. Esa normalidad nos la dio mamá, no tú. Y por muy duro que resulte lo que escuchas, si hoy por hoy nos dieran a elegir entre mamá o tú, ten por seguro que mamá te ganaría por goleada.

Giorgio le escuchó sin interrumpir. Sabía que tenía razón. Eso le hacía trizas el corazón. Pero ya nada podía hacer, salvo asumir y callar.

—Me arrepiento tanto de todo —susurró Giorgio intentando mantener el tipo y no llorar—. Si pudiera mover el tiempo hacia atrás, te aseguro, hijo, que nada sería igual.

—El pasado, como dice el abuelo, pasado está.

Pero al ver cómo a su padre le temblaba la barbilla, Luca, tocándolo, le susurró:

—Papá, me encantaría tener una buena relación contigo. Me gustaría que conocieras a Dulce y comprobaras lo maravillosa que es. Pero no te conozco.

—Haré todo lo posible por solventar casi todos mis errores —asintió con tristeza—. Si digo casi todos, es porque existe uno que creo que ya no puede ser solventado.

Luca le entendió y asintió.

—Tienes razón, papá —afirmó al entenderle—. Mamá es feliz con Ian, y no quiero, ni yo ni ninguno de mis hermanos, que le estropees esa felicidad porque se la merece, y porque nosotros queremos que siga así.

—Tranquilo, hijo —sonrió asumiendo aquellas palabras—. Todo hombre sabe cuándo debe retirarse. Y yo lo supe hace meses. Lo que pasa es que no lo acepté.

De pronto, alguien se acercó hasta ellos.

—Hola —saludó Hugo sentándose junto a Luca—. Mamá y Dulce me dijeron que estaríais aquí —y volviéndose hacia su padre preguntó—: ¿Qué haces tú aquí?

—Hola, hijo. He venido para veros y conocer a mi nieta.

—La última vez que te vi —bufó Hugo con rabia—, te dije que no quería volver a verte cerca de mi familia.

Luca tocó el brazo de su hermano para tranquilizarle.

—Tranquilo. Hugo. Papá y yo hablábamos con tranquilidad. Si tienes que decirle algo, es el momento, pero ¡por favor, recuerda!, esto es un hospital, ¿vale?

—No te preocupes —asintió este dando la primera estocada a su padre—. Mamá me ha educado muy bien, y sé comportarme.

Aquella comida en la cafetería del hospital se alargó más de tres horas. Padre e hijos, por primera vez en sus vidas, tuvieron una conversación que les benefició a todos. Al principio, la tensión era tremenda, pero tras dejar a Hugo desahogarse todo se suavizó. Nora, angustiada por el tiempo que llevaban fuera, decidió acercarse hasta la cafetería. Se sorprendió cuando les vio sonreír. Al verla aparecer en el comedor, Luca y Hugo desaparecieron dejándolos solos.

—¡Vaya! —sonrió Nora al verles marchar—. ¿Qué ha ocurrido aquí?

—Hemos hablado y aclarado algunos problemas.

—¿En serio? —preguntó mirándole a los ojos—. ¿Y que tal?

Giorgio suspiró y se echó el flequillo hacia atrás. Un movimiento que Nora conocía muy bien. Denotaba cansancio.

—Bien. Tras reconocer que soy un capullo, un cabrón y un sinfín de cosas más —sonrió al decir aquello— creo que poco a poco podremos volver a ser amigos.

—Eso es magnífico —asintió feliz por sus hijos, y por él.

—Ahora te toca a ti.

—¿A mi? —preguntó sorprendida—. Yo no tengo nada de que hablar contigo.

—Te voy a facilitar el trabajo —sonrió al mirarla—. He sido un mal padre, un mal marido, un mal compañero de viaje, y por todo ello te pido disculpas.

—Hace mucho tiempo que estás disculpado —respondió Nora sin querer profundizar. Ya no. Ahora todo aquello estaba olvidado.

Pero Giorgio insistió. Necesitaba disculparse con ella también.

—No supe asumir mi derrota cuando quise tenerte junto a mí de nuevo —y tomándola de las manos prosiguió—: Tú has sido lo mejor que he tenido en mi vida, y no supe apreciarlo cuando te tuve junto a mí. Y ahora es tarde. Alguien mucho más listo que yo ha sabido ganarse tu corazón. Pero quiero que sepas —dijo asintiendo con la cabeza— que si tú eres feliz, yo también lo seré.

Al escucharle, Nora se emocionó. Aquel que ante ella decía aquellas cosas tan bonitas era Giorgio. El duro e impenetrable Giorgio.

—Escucha, Nora. Necesito también pedirte perdón por lo que hice aquella fatídica tarde. Nunca me perdonaré haberte lastimado. Yo nunca te…

—Ya lo sé, Giorgio —arrugó Nora la nariz al recordar aquel episodio—. Aquello ya está olvidado. Ocurrió sin más y…

Mientras Nora charlaba con Giorgio en la cafetería, Ian, con una increíble sonrisa, entraba por la puerta del hospital. Había cogido el primer avión de vuelta a Madrid al conocer la noticia. Sabía lo importante que era para Nora aquel momento. Su primer nieto. «Dios, qué locura», sonrió al pensar en ella. Con cuarenta años y ya era abuela.

Absorto en sus pensamientos, esperaba el ascensor hasta que una imagen que provenía de la cafetería llamó su atención. Se encaminó hacia allí quedándose paralizado al observar que aquellos que reían eran Giorgio y Nora.

—De acuerdo, abuelo —sonrió juvenilmente Nora tocándole con aprecio la mejilla—. Aquello es un episodio olvidado. Por el bien de todos.

—Gracias, Nora. Muchas gracias —susurró aquel hombretón con lágrimas en los ojos.

Aquel día estaba siendo duro y bonito para él. Nora, al ver su estado, sin pensárselo dos veces acercó su silla a la de él y lo abrazó. Estaba ajena a la fría e impenetrable mirada de Ian, que respiraba con dificultad ¿A qué se debía ese abrazo?

—Venga, Giorgio, por favor —bromeó ella mientras lo abrazaba para que dejara de llorar.

Le conocía demasiado bien. Sabía que enfrentarse a todos sus demonios en un solo día no era fácil para nadie. Ni siquiera para él.

—Escucha, abuelo. Tenemos una nieta preciosa arriba que está esperando que todos la mimemos y la adoremos. Por lo tanto, deja de llorar, o tendré que comprar un chupete para ti también.

Aquello le hizo sonreír.

—Nora, eres la mejor persona que he conocido en mi vida —susurró al tenerla entre sus brazos, mientras el aroma de su perfume y su cercanía le confundían.

—Vaya, veo que los chicos te han dado duro —sonrió separándose de él unos centímetros hasta quedar frente a frente.

—No han sido los chicos. Ha sido la vida —suspiró emocionado.

Al ver que de nuevo se iba a poner a llorar, le dio un capón en la cabeza que le hizo reír. Eso confianza a Ian le molestó.

—¡Basta ya, Giorgio! Al final vas a ser peor que mi padre —se mofó.

—¿Puedo pedirte una última cosa? —susurró embriagado por su perfume.

—Claro que sí. Dime.

Con una sensualidad que Nora no percibió, echó su cabeza hacia atrás y dejó a la vista la delgada línea de su cuello hechizando a Ian, que ardía en deseos por besarla.

—Podrías darme un último beso —pidió Giorgio, que al ver el desconcierto en ella, aclaró—: No te pido un beso de amor. Solo quiero un beso de despedida.

Nora lo pensó durante unos segundos. Al final, asintió y, acercando su boca a la de él, le dio un rápido beso en los labios, que Giorgio agradeció con una sonrisa, pero a Ian le cabreó.

—Gracias —sonrió abrazándola.

Pero de pronto, tras un golpetazo, se escucho:

—¡Suéltala inmediatamente!

Al volverse, Nora y Giorgio se quedaron de piedra al ver a Ian frente a ellos. Por su cara y la tensión de su cuerpo, se podía decir que estaba muy enfadado.

—Cómo puedes estar besándote con ese hijo de puta —gritó descompuesto por los celos.

—Cariño —susurró Nora levantándose para acercarse a él, cosa que él impidió al dar un paso atrás—. Giorgio y yo zanjábamos cosas que estaban pendientes.

Pero Ian no quería entenderla. ¿Cómo creerla?

—¿A lo que hacíais se le llama zanjar temas? —gritó atrayendo la atención de los camareros mientras pasaba sus ojos negros y furiosos de Nora a Giorgio.

—Te estás equivocando… —señaló Giorgio levantándose para hablar con él. Entendía mejor que nadie aquella reacción tan masculina.

—Te estás equivocando tú, cabrón —bramó Ian, que lanzó un puñetazo a Giorgio que lo hizo saltar por encima de la mesa para estrellarse contra el suelo.

—¡Basta ya, Ian! —gritó Nora horrorizada al ver la sangre brotar por la nariz de Giorgio—. ¿Estás loco o qué? —dijo furiosa al ver cómo se tocaba el puño.

Ian no la escuchó. Solo miraba a Giorgio con desprecio.

—Te la debía, cabrón —espetó Ian, y Giorgio desde el suelo asintió.

Luego, volviéndose hacia Nora, la señaló.

—Vámonos de aquí ahora mismo.

—¡No! —gritó ella encolerizada por aquel ataque de machismo—. Pero ¿quién te has creído que eres para comportarte y hablarme así?

—No me regañes como le harías a uno de tus hijos —gritó furioso al escuchar su negativa a irse con él.

—Tienes buena derecha, muchacho, y por eso mismo, y porque como tú bien dices me la debías, no te la devuelvo —se burló Giorgio levantándose del suelo con la ayuda de un camarero.

—No le veo la gracia —reprochó Nora mirándole con dureza.

Luego, volviendo su mirada a un inexpresivo Ian, continuó:

—Creí que tenías algo más de madurez. Pero esto que has hecho me ha demostrado qué clase de animal puedes llegar a ser. No tolero este tipo de comportamiento, porque lo odio con toda mi alma y porque no estoy dispuesta a que nadie vuelva a hacer de mí una persona que yo no quiero ser.

Incrédulo y muy furioso por lo que oía, Ian dio un puñetazo a la pared.

—¿Sabes, Nora? —bufó mirándola—. Mi paciencia contigo está a un límite que ya no puede más. ¿Cómo quieres que me comporte? Llego aquí y te encuentro besándote con tu ex, que curiosamente es el tío que te marcó la cara el último día que os visteis.

—Déjanos explicarte —susurró Giorgio secándose la sangre que manaba de su nariz.

—¡No necesito tus explicaciones! Por lo tanto, ¡cállate! —gritó Ian sin mirarle. Sus ojos estaban clavados en Nora, que dio un paso atrás y se alejó de él—. Ponte en mi lugar, Nora. Adelanto mi viaje porque no podía estar un día más sin verte, y te encuentro en brazos de tu ex besándolo.

—Giorgio y yo solo estábamos hablando —gritó ella muy enfadada.

—Tengo algo que decir —volvió a interrumpir Giorgio tocándose el ojo mientras observaba llegar a Arturo y a Chiara por el fondo.

—¡Que te calles! —gritaron al unísono Nora e Ian, que no dejaban de mirarse.

—Yo no he pedido que adelantaras tu maldito viaje. Y creo que soy mayorcita para saber a quién quiero abrazar o besar. ¿Acaso te has creído con autoridad para prohibirme algo? Qué te crees, ¿mi dueño? —volvió a gritar Nora descontrolada.

Oírla decir aquello le partió el corazón. Él nunca le había prohibido nada, ni se había creído nada. Pero verla en los brazos de aquel, besándole, le había nublado la razón.

—Tienes razón —asintió Ian dándose la vuelta para encontrarse con Chiara y Arturo.

Estos, incrédulos y con cara de alucine, observaban la situación, Ian, poniendo el ramo de flores que llevaba en los brazos de Chiara, dijo mirando a Nora antes de desaparecer:

—En una cosa tienes razón. Nunca me has pedido que estuviera a tu lado. Por lo tanto, cuando quieras o te apetezca, llámame. Yo no te voy a llamar.

Y sin más, ante las miradas incrédulas de todos, Ian, con paso firme y decidido, desapareció. Dejó a un dolorido Giorgio, a unos desconcertados Chiara y Arturo y a una enfadada Nora.

Aquella noche, cuando Nora llegó a casa, lloró. ¡Por fin se podía desahogar! En su persona había un montón de sentimientos revueltos. Su hijo había sido padre. Ella misma había sido abuela. Por fin su ex y ella habían vuelto a comportarse como personas civilizadas y desafortunadamente había tenido una tremenda discusión con la persona que más necesitaba en esos momentos.

Cogió el teléfono por lo menos diez veces con intención de hablar con él. Pero cuando marcaba tres números, su orgullo le hacía colgar.

Finalmente, decidió darse una ducha. Le vendría bien para despejar su cuerpo y sus ideas. Mientras el agua caliente corría por su cuerpo y sus músculos comenzaban a relajarse, escuchó el sonido del teléfono. Casi matándose, salió a toda prisa de la ducha. Y se quedó paralizada al escuchar la voz de quien adoraba y amaba:

—Me imagino que estarás todavía en el hospital —un largo silencio ocupó la habitación mientras notaba la voz de Ian ronca y pastosa, como si dudara al hablar—. No imaginas cómo deseaba verte. Pero creo que uno de los dos se está equivocando, y creo que soy yo al querer tener contigo algo que parece que tú no quieres. Desde el día que me fije en ti, no ha existido para mí otra mujer. ¡Me gustas! Me gustas mucho. Me gustas tanto, que hoy he perdido la razón y los modos. Me encanta verte sonreír, porque tienes la sonrisa más bonita que he conocido en mi vida. Pero para mí estos últimos meses han sido vivir como en una montaña rusa. Tan pronto he sido prescindible como imprescindible en tu vida. En un principio, me tocó luchar por conseguir tener una cita contigo. Me costó acostumbrarme a verte y no mirarte en el gimnasio. Me ofusqué en que me quisieras por mí mismo y no recordaras continuamente mi edad. Te seguí hasta Sintra para demostrarte que lo que siento por ti es verdadero. Siempre he estado tras de ti como un perro faldero. Pero, por lo visto, no he conseguido que me quieras y me necesites tanto como yo a ti. Es más, nunca de tu boca salieron las palabras te quiero —nuevamente silencio—. Sé que con esto quizá firme la sentencia de nuestro amor, pero necesito que me demuestres que me necesitas y me quieres. Necesito ver que vienes a mí porque hasta el día de hoy, siempre he sido yo el que ha dado el paso para que lo nuestro funcionara. Te quiero, Nora, pero tengo mi orgullo de hombre muy herido. Por eso esta vez serás tú la que tenga que tomar la decisión. Podría tirarme horas hablándote de lo que siento por ti, pero he llegado al convencimiento de que eso es lo que menos importa en nuestra relación, ¿verdad?

Tras aquellas duras y bonitas palabras, el contestador soltó un pitido que finalizó el tiempo de grabación. Nora lloró sin consuelo.